EL SEMIDIÓS QUE FUE STALIN
Por Robert Littell
Jamás hombre alguno fue objeto de tan extraordinaria adulación romo el dictador soviético, hoy trasformado en «un monstruo ignorante y enloquecido.»
SÓLO TRES AÑOS han pasado desde su muerte y José Vissarionovich Stalin,
el hombre a quien la prensa y los políticos de la
Unión Soviética
exaltaban como a Padre y Sabio Maestro, el «Amado de
la Humanidad,» ya
no es más
que un inepto y un
vulgar asesino. Valorado hoy por sus antiguos
compañeros, el
que fue la «Esperanza, la luz, la conciencia
del mundo,» a quien
millones de gentes apren dieron a
reverenciar como la «Gloria de los que han nacido con el
corazón
honrado,» no es ahora más que un sujeto
vano, ignorante, cobarde, cruel,suspicaz, malévolo, despótico, demente.
Fuera de la Rusia soviética, muy pocos saben a qué posición sobrehumana y endiosada fue llevado Stalin por los mismos cómplices que hoy denigran su memoria. El mito de Stalin era como la seta venenosa y repugnante que florece únicamente en la oscuridad total de una dictadura. Era inevitable que en todas partes se hallara su imagen; una fábrica no producía otra cosa que bustos de yeso del semidiós. Su severo rostro miraba desde los muros de toda escuela, oficina o fábrica, y en todo hogar respetable, sumiso a la ley, temeroso de la policía, su retrato reinaba como un ícono. Un Stalin de 35 toneladas, de cobre, se alzaba en la entrada del canal del Volga-Don; otro, un mosaico de mármoles de color, en el tren subterráneo de Moscú. El secretario general del partido comunista húngaro dispuso que en las piezas de todos los hospitales se colocara un retrato de Stalin, porque según su raciocinio, era «de extrema importancia el contacto entre las almas de los enfermos y el alma de Stalin.»
Leningrado no se llamó así sino después de la muerte de Lenín; en cambio, a los pies de Stalin surgieron durante su vida Stalingrado, Stalinabad, Stalinir, Stalinissi, Stalinka, Stalinogorsk, dos Stalinsks, dos Stalinskoyes, tres Stalinskis, cuatro poblaciones llamadas Stalino, innumerables calles, tiendas, granjas colectivas, barcos y puentes.
De los cuatro puntos cardinales del vasto imperio eslavo, los fieles, los amedrentados y los cínicos le alzaban nubes de incienso como jamás había conocido el mundo moderno. Era costumbre rematar los discursos y conferencias, aun las que versaban sobre temas científicos, con expresiones exaltantes, muy parecidas a clarinadas de atención, como ésta: «Viva muchos años de gloria nuestro sabio caudillo, el camarada Stalin.» Estos pasajes oratorios eran recibidos con «grandes aplausos» y, a veces con «estruendosas ovaciones.» A un refugiado ruso le oí referir que en el club de la granja colectiva de la cual formaba parte, no había más que 10 discos de fonógrafo, grabados todos con un largo discurso de Stalin. El orador ocupaba 19 caras de la grabación y la última no contenía más que «estruendosos y prolongados aplausos.»
En los últimos años de su vida, ya no se le daba con frecuencia el tratamiento de «camarada Stalin»; aquél nombre «amado» merecía un luminoso y sonoro acompañamiento. Por ejemplo: Antorcha y esperanza de la humanidad progresista; Creador de la felicidad; Corazón tierno y solícito; Aguila poderosa que enseña a los aguiluchos a volar.
Los intelectuales, los poetas, los escritores, subieron a las más inconcebibles y vertiginosas alturas de la adulación. Uno de ellos decía que la letra «i» debería enorgullecerse por haberle sido permitido formar parte del nombre de Stalin. Otro juraba que la voz de Stalin semejaba «un vino fuerte fermentando en las faldas de los montes del Sur.» Y un poeta aseguraba que en sus trinos «el ruiseñor cantaba las glorias del Jardinero Incomparable.»
También la tediosa prensa del partido se arrodilló ante las gradas del trono. La Vida Económica lo llamó «Juventud del Mundo» y el principal de los periódicos oficiales, Izves tia, fue el primero en descubrir la semejanza de Stalin con una fuente cristalina.
El Frente Cultural lo colocó )unto a Sócrates, en la más elevada cumbre de la inteligencia. Era un genio del pensamiento; a la verdad, era el más grande de todos los pensadores. Un distinguido académico lo llamó «el más destacado de los científicos de todas las naciones y de todos los tiempos.»
Y naturalmente, fue Stalin quien ganó la guerra. Mientras vivió fue el único ser «coronado por los laureles de la victoria.» Su genio militar «puso en fuga al más poderoso de los ejércitos que jamás invadieran el suelo ruso.» Según Molotov, fue Sta- lin «personalmente» quien llevó a su país hacia la victoria. En 1949, cuando cumplió 70 años, el Soviet Supremo de la U.R.S.S. lo encomió como «el más grande jefe militar de todos los siglos y todos los pueblos.» A los jóvenes norteamericanos que pelearon contra el Japón durante tres años y medio; que tomaron a Guadalcanal e Iwo Jima; que resistieron a los kamikazes y bombardearon a Tokio desde baja altura, les interesará saber que fue «el plan estratégico del gran conductor de pueblos» el que «puso de rodillas al imperialismo japonés.»
Un esfuerzo sostenido y frenético se llevó a cabo para hacer aparecer a Stalin no sólo de mayor estatura física (medía 1,63 m.), sino «infinito, como la luz y como las olas del océano,» según decía la Radio de Moscú. Una emisora trasmitió en estilo más íntimo, las supuestas palabras que un niño de escuela se dijo a sí mismo al pasar frente a las dependencias de Stalin en el Kremlin: «Al apagarse la luz, EL se acostará. Me cuesta trabajo creer que duerme como los demás ... Y cada vez que nace el sol, tengo la impresión de que es EL, Stalin, quien enciende la luz sobre el mundo.»
Stalin era el sol, y «sus rayos daban calor a los pueblos de la tierra.» Era Dios: «Sois otro nombre de la inmortalidad,» exclamaba la Radio de Praga.
Los nuevos amos de Rusia que ahora lo censuran y envilecen, en otros tiempos lo santificaban y tejían guirnaldas literarias en su honor. Según Molotov, «Stalin representaba las mejores esperanzas y aspiraciones de la humanidad progresista.» Bulganin gritaba: «Viva nuestro jefe y maestro, el gran Stalin.» Y, decía Malenkov, «la posteridad agradecida glorificaría su nombre.»
Los que acaban de actuar como sepultureros de su memoria, también en aquellos tiempos entonaban sus loores: «Viva el sabio jefe del partido y del pueblo,» gritaba Khrushchev, «el inspirador, el organizador de todas nuestras victorias, el camarada Stalin.» Lo que coreaba Mikoyan diciendo: «Es nuestro jefe y maestro, el brillante constructor del comunismo, nuestro amado camarada Stalin. Gloria a su nombre.»
Cuando «La Esperanza de la Humanidad» cumplió 70 años, las máquinas de hacer elogios multiplicaron su producción. Basta mencionar el inmenso ramo de flores ofrecido al ídolo por el comité central del partido comunista y el consejo de ministros de la U.R.S.S. «Todas las generaciones futuras —decía el mensaje de saludo— glorificarán vuestro nombre. Un ardiente amor hacia vos mantiene encendidos los corazones de millares de millares de trabajadores en la redondez de la tierra, oh gran hombre de ciencia, gran arquitecto del Comunismo, amigo incomparable, educador y guía» ...
Entre los firmantes se encontraban Khrushchev, Bulganin, Mikoyan.
Y luego Stalin murió... (Asfixiado, dicen algunos, bajo una almohada en su lecho de enfermo).
Visto lo que ocurrió después, el duelo oficial acabó por ser indecente. De nuevo el comité central del partido y el consejo de ministros se desbordaron en elogios: «El corazón del sabio jefe y maestro ha dejado de latir,» decían en su comunicado. «El nombre inmortal de Stalin, infinitamente caro a todos nosotros, vivirá para siempre en el corazón del pueblo soviético y de toda la humanidad progresista.»
Y fueron muchas las coronas individuales colocadas sobre el féretro del jefe inmortal, lo mismo que muchas las lágrimas derramadas por los diversos cocodrilos ... «Adiós, amigo adorado,» clamaba Malenkov. «Es incomparable la pena que nos abruma —lloraba Molotov—Toda su vida, iluminada por grandes ideas, es para nosotros un ejemplo exaltante.»
En febrero pasado, en discursos que hicieron estremecer al partido y asombraron al mundo, comenzó el proceso de la demolición. Aquéllos que lo llamaron Sabio, Eterno, Grande, Amado, aseguran ahora que le causó graves males al país. Khrush chev explicó ante el comité central su «vigorosa condenación del culto individual como extraño al espíritu de Marx y de Lenin.» El «amigo adorado» de Malenkov se convirtió de pronto en un simple mortal cuyas «decisiones personales y sus arbitrariedades produjeron inmensos perjuicios.» Mikoyan acusó a su «querido jefe y maestro» de haber suprimido la jefatura colectiva durante 20 años, y se refirió con desprecio a determinados escritos económicos de Stalin a quien en otra ocasión llamara «tesoro de ideas.»
Pocos días después, en el famoso discurso secreto que más tarde llegó a conocimiento de los diplomáticos occidentales y se difundió por el mundo entero, Khrushchev reconoció ante sus camaradas lo que ya tenían por sabido los hombres libres en todas partes: que Stalin había sido uno de los grandes criminales de la historia. Fue una denuncia inaudita y terrible no sólo de Stalin sino de todos aquéllos que habían obedecido sus órdenes, que lo habían apoyado y que, sabiendo lo que ahora Khrushchev revelaba, habían aplaudido y alabado, como el mismo Khrushchev, al tirano.
El ídolo podrá haber sido hecho añicos, pero a través de la polvareda levantada por su derrumbe se perfila ahora una nueva lealtad, un nuevo culto. El culto a un individuo infalible deja paso al culto a un partido político que no comete errores.
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST octubre 1956
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