El Día de la Victoria en Europa izamos una bandera norteamericana de fabricación casera que nos dio a conocer en aquel sector.
FUI ESCLAVO DE
LOS SOVIETS
Por JOHN H. NOBLE Condensado de «Slave 1E-241»*
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST MAYO DE 1956
EN ENERo de 1955 John Noble descendió de un avión en el aeropuerto de Nueva York. Había sido protagonista de una historia fantástica. Prisionero de los rusos durante nueve años y medio sin que nadie le explicase el por qué de su cautiverio, había pasado cuatro de ellos trabajando como obrero-esclavo en el campamento ártico de Vorkuta, de negra fama.
Estos hechos fueron motivo de grandes titulares periodísticos; pero había algo más asombroso aun: Noble había sido testigo presencial de la rebelión en masa de los 100.000 esclavos en Vorkuta. La circunstancia de que aquélla fuese sofocada por despiadada matanza es menos significativa que el hecho de que ocurriera y de que puede volver a ocurrir.
La narración de Noble es una inolvidable epopeya de valerosa rebeldía ante la brutalidad comunista.
* «Slave ¡E-241,» será en breve publicado por The Devin-Adair Co., 23 E. 26 Strect, Nueva York lff. N.N.
FUI ESCLAVO DE
LOS SOVIETS
E ENCONTRABA en un apartadero ferroviario de Vorkuta, el campamento de obreros-esclavos más pavoroso de Rusia. Estaba de pie, rodeado de soldados de la MVD armados con fusiles-ametralladoras. Un oficial me interrogaba.
—¿ Nacionalidad ?
—Amerikanetz—. Era una de las pocas palabras rusas que sabía. El efecto fue electrizante. Los aburridos guardianes que miraban la tundra sin verla, clavaron en mí los ojos asombrados e incrédulos. Uno de ellos levantó las manos como si dijera: «¿Quién entiende lo que pasa en el mundo?»
Cubierto de harapos y con la cabeza rapada, me encontraba a más de 11.000 kilómetros de mi ciudad natal de Detroit. Me habían condenado a 15 años de trabajos forzados y acababa de llegar a Vorkuta tras una excursión de seis semanas por Rusia, excursión no preparada por la agencia oficial soviética de viajes Intourist. Miré en derredor y vi solamente tundra estéril cuyos ralos musgos y hierbas cubría acá y allá la nieve. Era el 16 de setiembre de 1950. Durante los cuatro años siguientes iba a tener bastante oportunidad de descifrar lo que quieren decir los rusos citando llaman a aquel lugar tétrico «la tierra de la muerte blanca.»
Situada en el extremo nordeste de Rusia, a 200 kilómetros al sur del Océano Artico, Vorkuta es uno de los lugares más fríos y crueles de la tierra. El suelo está cubierto de nieve 10 meses al año y la temperatura desciende hasta 68 grados C. bajo cero. En enero y febrero el sol nunca se eleva por encima de la línea del horizonte. Encerrados en aquel purgatorio hay 400.000 obreros-esclavos que producen por lo menos la duodécima parte de todo el carbón que extraen los rojos.
En mi condición de minero-esclavo No. 1E-241 he trabajado en galerías donde el agua helada empapaba mi ropa de algodón y he llevado una vida desesperada y humillante . . salvo durante dos gloriosas semanas del verano de 1953. En aquellas dos semanas 100.000 esclavos, entre ellos yo, abandonamos las herramientas y echamos del campamento a los guardias de la MVD. Nos rebelamos en tremenda huelga que dejó pasmados a los rojos y paralizó a Moscú, hasta que el Kremlin acabó por aplastarla.
Aquel levantamiento fue uno de los acontecimientos más significativos de la historia política moderna. Y, aun cuando no se deba a méritos especiales de mi parte, soy uno de los contados ex-esclavos lo bastante afortunados para encontrarse entrel os vivos y en libertad de contar lo sucedido.
FUI ESCLAVO
Vi PoR primera vez a los rusos el mes de mayo de 1945 en lo que es actualmente Alemania Oriental. Muy poco antes de entrar los Estados Unidos en la guerra mi padre había ido a Europa para someterse a tratamiento médico y mi madre, mi hermano y yo fuimos con él. Vivíamos en Dresden cuando ocurrió el ataque a Pearl Harbor. Los alemanes se dieron prisa a internarnos.
Después de la rendición nazi, Dresden quedó ocupada por los rusos. El Día de la Victoria en Europa izamos una bandera norteamericana de fabricación casera que nos dio a conocer en aquel sector. Pronto empezaron a caer en nuestra casa exhaustos soldados estadounidenses, ex-prisioneros liberados por los rusos, que venían a descansar antes de reanudar la marcha hacia las líneas norteamericanas.
La división número 76 ocupaba posiciones a 55 kilómetros de distancia, y al poco tiempo los coches de servicio de aquella división venían dos veces al día a recoger soldados a nuestra casa. Esto pareció desagradar a los rusos, pero nos sentíamos seguros con el ejército norteamericano a nuestras puertas y, en todo caso, estábamos ya en lista para regresar a los Estados Unidos a principios de 1946.
No habíamos dado la debida importancia al desagrado de los rusos.
El 5 de julio se presentó en nuestra casa un capitán de la MVD acompañado de cinco soldados. Se dirigió a mí y gritó:
—¡Queda usted detenido!
—Capitán — dije en tono de protesta — usted no tiene jurisdicción sobre mí —. Y le mostré mi pasaporte estadounidense.
—Es mera rutina, señor Noble —replicó.— Tenemos que examinar sus documentos más detenidamente.
Sin darme tiempo a contestar, dos guardias de la MVD me hicieron cruzar la puerta y me metieron en un jeep. El oficial qué me recibió en el cuartel general de la MVD examinó atentamente mi pasaporte mientras yo protestaba una y otra vez:
—Esto es una violación del derecho internacional.
—Nuestros jefes saben lo que hacen —repuso—. Será usted puesto en libertad dentro de tres días.
¿Tres días? Trascurrieron 70 hasta que salí de la estrecha celda de piedra de la cárcel de Dresden, donde me tuvieron rigurosamente incomunicado. Pasaron casi 14 meses hasta que me interrogaron. Pasaron cinco años hasta que me condenó un tribunal sin aducir cargos contra mí ni celebrar juicio. Y pasaron nueve años y medio interminables hasta que volví a respirar el aire de los hombres libres.
EL INTERROGATORIO me dio los primeros indicios de las razones por las cuales me tenían prisionero los rusos. «Soy ciudadano norteamericano —dije al oficial de la MVD—. Me tienen ustedes preso durante 14 meses sin cargo alguno. Insisto en que pongan mi caso en conocimiento de las autoridades estadounidenses en Alemania Occidental.»
Me miró con tediosa expresión y empezó a hacerme preguntas. «¿ Dónde nació usted ? ¿Por qué izó usted una bandera norteamericana en el sector soviético? ¿Qué hacían en su casa los oficiales norteamericanos?» Cuando hubo terminado, le pregunté: «¿ Cuándo van a ponerme en libertad?» Se limitó a indicarme con un ademán que me retirase.
Comprendí que los rusos habían tomado nuestra casa de Dresden por un centro norteamericano de espionaje; pero, a causa de la amistad norteamericano-soviética durante la guerra, temían acusarme de espía. Más adelante supe que mi madre y mi hermano, ya de regreso en Detroit, habían dado parte de mi detención al gobierno de los Estados Unidos y que desde 1945 a 1950 la Secretaría de Estado de Washington había preguntado con regularidad por mi paradero a las autoridades soviéticas de Alemania, mas éstas siempre se negaron a estudiar el caso.
Pasé todos aquellos años en antiguos campos de concentración alemanes, entre ellos el famoso campamento nazi de Buchenwald, que los rusos habían destinado a su propio uso. Las condiciones de vida eran brutales. Setenta o más confinados morían a diario de enfermedad o de hambre. No sé cómo sobreviví yo.
Mi mayor terror era ser trasladado a Rusia. «Cada pocos meses —me dijo un amigo— escogen a los más sanos y los envían a Rusia como esclavos del Soviet. Mientras permanezca en Alemania Oriental tendrá Posibilidades de seguir viviendo.»
Por algún tiempo, mientras escogían y enviaban con rumbo desconocido a los confinados más vigorosos, parecía que mi pasaporte norteamericano iba a salvarme; pero el 8 de agosto de 1950, en la cárcel de Weimar a la cual me habían trasladado, comparecí en una habitación sombría ante un ruso vestido de paisano y sentado tras larga mesa.
Una muchacha intérprete me entregó un papel. «Este documento dice —me explicó— que se ha celebrado un juicio en Moscú y que usted ha sido condenado a 15 años de trabajos forzados.»
La impresión me dejó sin aliento breves instantes. Cuando me repuse, grité:
—Pero ¿de qué me acusan? C- Qué delito he cometido?
—Su sentencia está confirmada Por Moscú —me contestó la intérprete—. Si tiene usted algo que preguntar, hágalo en el campamento al cual va destinado.
Nueve días después me encontraba en atestado tren de prisioneros que salía en dirección al este, hacia Vorkuta.
VORKUTA ES una vasta extensión de más de 1500 kilómetros cuadrados de campamentos y minas, todos cercados por vallas de alambre de púas. Mi destino era el Campamento número 3, donde 4500 hombres trabajaban en tres de las 40 minas de hulla.
El barracón al cual me habían asignado era una construcción rectangular levantada directamente en la tundra. Consistía en apretadas filas de postes hincados en el helado suelo y a través de los cuales habían clavado tablas por dentro y por fuera. El espacio hueco se llenaba con ceniza que servía de aislante y luego se cubrían las paredes con barro y paja. Después se amontonaba nieve contra el exterior del barracón, al estilo de los iglús, para defenderse aun más del frío.
Mi litera era un trecho de 60 centímetros de anchura en el largo estante de dura madera que corría a lo largo de la barraca. No había colchón, almohada ni manta. Cuando el vigoroso aldeano ruso que tenía por vecino se tendía boca arriba nuestros hombros se tocaban. Más adelante, cuando llegaron nuevos prisioneros, solamente me quedó espacio para dormir de costado y con el cuerpo pegado a los de mis compañeros. Aun así pude considerarme afortunado; otros tenían que dormir en el suelo y tan apretados como nosotros en el estante.
A los pocos días de llegar eché una ojeada a la organización de vigilancia. Eramos sin duda alguna material valioso. El Campamento número 3 estaba rodeado por una valla de alambre de púas de 3,5 metros de altura y cortada a trechos por altas torres dotadas de ametralladoras. Más adentro había otra valla más corta, de un metro de altura. El espacio comprendido entre ambas vallas era zona prohibida y estaba alumbrado por la noche y en los días oscuros por poderosos arcos eléctricos. La MVD tenía orden de disparar sin previo aviso a todo el que estuviera en la zona prohibida. Hambrientos perros policías podían reconocer el campamento entero, gracias a un cable guía tendido horizontalmente a corta distancia de la valla exterior.
Oficialmente el campamento estaba regido por la MVD, pero en realidad Vorkuta tenía otros jefes: los blatnoi, banda de endurecidos criminales procedentes la mayor parte de Moscú y sus inmediaciones. En mi barracón vivían unos ocho y ocupaban ellos solos un estante que normalmente hubiera servido para 20 presos. Pasaban el tiempo durmiendo, robando cuanto les caía en gracia, afilando sus navajas y matando. Cuando menos una vez por semana aparecía una de sus víctimas, muerta mientras dormía en el barracón o tirada boca abajo en la nieve.
Existía entre la MVD y los blatnoi un convenio tácito. A cambio de tener amedrentados a los presos políticos, los blatnoi dominaban en el campamento. Ningún oficial de la MVD hubiera osado hacer trabajar a un blatnoi.
Estos individuos eran impasibles delincuentes profesionales, estaban la mayoría de ellos en la veintena y cumplían condena por robo y asesinato. Habían empezado a vivir como bezprisorni, , niños vagabundos que recorren en cuadrilla la Unión Soviética y van robando por donde pasan. Aunque han nacido bajo el comunismo, les importa un bledo la política. Su starshi o jefe era en nuestro campamento un mozo grandote de 23 años y helado mirar que dominaba a sus gentes con férrea disciplina.
Empecé a producir carbón para los rojos el mismo día que llegué. Aquel primer invierno fue el más crudo que la región había sufrido en los últimos 10 años. Después del desayuno nos poníamos en fila transidos de espantoso frío, levantando y bajando alternativamente los pies mientras los guardias pasaban lista. Mi tajo distaba dos kilómetros y medio del campamento. Cincuenta presos custodiados por 10 guardias y dos perros, policías emprendíamos la marcha todas las mañanas por un callejón de 12 metros de anchura que comunicaba el campamento con la mina.
Ya en noviembre tardábamos una hora en llegar a la mina, caminando penosamente por la nieve acumulada. Cada semana bajaba el termómetro tres grados más. Poco después la marcha al tajo se convirtió en expedición polar: pequeñas caravanas de guardias, perros y esclavos que desafiaban la cegadora tormenta de nieve venida de todas partes.
MI TAREA en la mina era empujar una vagoneta de dos toneladas llena de esquisto. Mi compañero de faena, que era letón, me explicó por señas lo que tenía que hacer. El ascensor de la mina traía los desperdicios de esquisto y los echaba a una vagoneta metálica. Entre los dos teníamos que empujar la vagoneta 150 metros, ladearla luego y descargarla en otra vagoneta que estaba más abajo que nuestro andén. Hacíamos esta maniobra 70 veces al día.
Los 14 meses siguientes fui una locomotora humana. Empujaba con el hombro incrustado en la vagoneta hasta que se me quedó casi permanentemente morado. Ladear la vagoneta era esfuerzo sobrehumano. La primera vez que lo hice creí que se me quebraba el espinazo.
El reglamento de Vorkuta mandaba que se suspendiera el trabajo cuando la temperatura descendiera de 40 grados bajo cero, pero yo he trabajado con temperaturas inferiores a 50 bajo cero, la cabeza enterrada entre los hombros en vano intento de resguardarme del frío. Un día la grasa del eje de la vagoneta se congeló; pero ni aun así se interrumpió el trabajo.
No tenía guantes pero me amañé para robar en el taller de los mecánicos unos harapos de limpiar grasa y me envolví las manos en ellos. También llevaba los pies envueltos en trapos que, por cierto, calentaban más que calcetines. Pero no había manera de librarme del frío. Al cabo de una hora de estar trabajando me encontraba tan aterido y agotado que lloraba como un chiquillo.
Nos daban dos comidas diarias. Todas las mañanas nos entregaban una masa de pegajoso pan negro, un tercio del tamaño de una hogaza corriente, y ésta era nuestra ración básica para la jornada. El desayuno consistía en dos cucharones de kasha (sémola) y un tazón pequeño de sopa aguada. La cena, que toma‑hamos 12 horas después, se componía también de kasha y sopa, más un dedalillo de aceite de semilla de girasol para echarlo a la sémola, un pedacito de pescado o de correosa carne de reno, y un bollo.
Todo el alimento del día me proporcionaba, según me dijo un médico ruso, 1400 calorías, o sea, la mitad aproximadamente de lo que necesita un empleado de oficina. Tenía hambre continuamente y se me hacía un nudo en el estómago que pedía angustiosamente más. Es una sensación a la cual nunca llega uno a acostumbrarse.
En el invierno de 1950 al 51 solamente me alcanzaban las energías hasta el regreso por la noche al campamento. Después de cenar en la stolovaya, el cuarto del rancho, me derrumbaba en la dura tarima sin quitarme la ropa de trabajo mugrienta y empapada de aguanieve. Mi peso no tardó en bajar de 70 a 43 kilogramos y la piel me caía en pliegues sobre los huesos.
El aspecto de la mayoría de los demás presos era todavía más miserable. El 90 por ciento teníamos alta tensión o alguna enfermedad cardiaca, los dos azotes de la región polar. Las muñecas y tobillos se me convertían a ratos en tumefactas masas.
Se nos podrían los dientes por falta de vitaminas. No existía profilaxis dental; sólo se hacían extracciones. La mayoría habían perdido la mitad de los dientes. También yo dejé unos cuantos y los que me quedan están carcomidos y flojos.
Una sola cosa nos salvaba. El mismo frío que nos arrancaba el alma del cuerpo era milagroso salvavidas. Hacía sencillamente demasiado frío para que las bacterias viviesen en Vorkuta. Sin el frío hubiéramos perecido víctimas de una serie de epidemias en cosa de un año. La única enfermedad corriente era la tuberculosis, agravada probablemente por el polvillo del carbón.
Nadie nos vigilaba durante el trabajo pero teníamos que atenernos a las normas comunistas, mucho más diabólicas que el peor capataz de esclavos de otros tiempos. Mi norma era trasportar todo el esquisto que subiera el ascensor de la mina. Otros tenían tareas más puntualizadas: entibar tantos metros de galería, o extraer tantas toneladas de carbón. A los que no cumplían con sus normas se les ponía a media ración, lo cual los debilitaba más de lo que ya estaban para poderlas cumplir. Era un círculo vicioso.
En realidad había un solo procedimiento de burlar a los comunistas y fueron muchos los presos que lo utilizaron. Consistía en lisiarse uno mismo tan gravemente que sólo fuese capaz de servir como barrendero o sushilchi'k (fogonero de la estufa del barracón).
Cierta noche, cuando ya me había dormido en el estante, me despertó un penetrante grito. Un preso asiático, un calmuco de aspecto feroz, estaba en pie en medio de la barras, con un hacha en la mano izquierda. Todos los ojos se clavaron en él. El calmuco apoyó en un taburete la palma de su mano derecha.
—Russkiye cherti! (rusos endemoniados) —gritó— ¡Yo no trabajo más!
Al decir esto, descargó fieramente el hacha sobre la mano derecha, exactamente a la altura de los nudillos, y se segó los cuatro dedos. Con ojos brillantes de altivez, el calmuco se envolvió en sucios andrajos el resto de la mano y se arrastró hasta su estante. Luego pasó dos meses en la cárcel del campamento pero nunca volvió a hacer faenas duras para la MVD.
Otros se frotaban con lodo las heridas que ellos mismos se habían hecho, o pedían a los amigos que les majasen las muñecas a garrotazos. Algunos se salieron con la suya, pero a otros se les prolongó la condena por sabotaje.
Por cosa de seis meses me mantuve aislado en aquel mundo de locura. Apenas tenía cosas en que ocupar el espíritu. Los juegos de naipes estaban prohibidos y no me permitían recibir ni enviar correspondencia. Mi sola distracción era Radio Moscú, que gritaba en el altavoz del barracón en un lenguaje que casi no comprendía. Me esforzaba para no pensar en la fecha del cumplimiento de mi condena ... 1965.
Sabía que no podría resistir.
UNA NOCHE, tendido en el estante tras agotadora jornada de trabajo, di en pensar en lo mal que lo iba pasando en Vorkuta desde mi llegada. Había sobrevivido -a cinco años de cautiverio en Alemania Oriental, pero menos de un año en Vorkuta casi había acabado conmigo. «Esta idea de hacer el lobo solitario no s ve para nada —me dije—. Sin amigos nunca lograré aquí salir adelante.»
El primer paso de mi plan para sobrevivir fue aprender el ruso. Tuve por profesor a un antiguo este diante de la Universidad de Moscú y empecé a progresar rápidamente, Salvada la barrera de la lengua, hice algunos amigos. Trabé amistad intima principalmente con tres hom bres y, gracias a ellos, se me fue haciendo más tolerable la vida. Partícipaba de los escuálidos paquetes de comida que les enviaban de sus casas. Cuando fui al hospital del campamento, ellos me traían pan economizado de sus propias raciones; y me hicieron otros favores por todo lo cual les estaré siempre agradecido
Gradualmente fui conociendo a otros prisioneros. Vorkuta es una verdadera Liga de las Naciones, así como un antiguo Quién es Quién del mundo comunista. Hay allí esclavos que han sido ministros suplentes en Alemania Oriental y otros países satélites. Había en mi tiempo un colega de Trotsky que había pasado los últimos 19 años en campos de esclavos. Gureyvich, ex-diplomático soviético, vivía a pocas barracas de la mía.
Pero no todos eran ex-rojos en Vorkuta. Teníamos compañeros polacos que habían peleado por los aliados en la Segunda Guerra Mundial y centenares de naturales de los países bálticos engullidos en 1940. Había esclavos de Iraq, Irán, Francia, Italia, Mogolia, China, Checoslovaquia.
Algunos de mis compañeros de cautiverio eran sacerdotes: curas católicos de Lituania, ministros protestantes de Latvia y Alemania, popes ortodoxos rusos. En Vorkuta era delito grave hacer profesión de fe religiosa pero la religión florecía a pesar de todas las restricciones. Algunas sectas celebraban oficios completos, con altar y todo, en un pasadizo abandonado de la mina. Los domingos que estaba libre, asistí algunas veces a los servicios de un sacerdote letón. Estos servicios se celebraban en una barraca diferente cada vez. Era peligroso, pero sólo cuando los sorprendían dos guardias o más; los guardias individuales hacían como si no vieran y daban media vuelta.
A medida que aumentaba mi conocimiento del campamento y de mis compañeros la vida iba siéndome menos odiosa. En junio de 1951 llegó de Moscú una comisión minera para estudiar la producción de hulla. El resultado de su visita fue un anuncio de que los prisioneros más fuertes - tenían que trabajar aba- jo en minas. inas. Y, para espanto mío, yo estaba incluido entre ellos.
Aun cuando me encontraba medio deshecho por trabajar a la helada intemperie, había pasado también un día pavoroso abajo viendo a los esclavos picar carbón como bestias. A toda prisa me dirigí al jefe de trasportes de la sección, joven paisano comunista con quien había trabado conocimiento. «Van a en‑
viarme abajo —le expliqué—. ¿No podría hacer trabajo de trasporte dentro de las minas? Siempre será mejor que picar carbón.»
Nunca supe con seguridad por qué lo hicieron, pero accedieron a mi demanda. Por consiguiente mi tarea iba a consistir en guiar trenes de carbón por las estrechas galerías de las minas.
La Mina 16 era un agujero primitivo con muy poco equipo moderno y carente de toda seguridad. Casi todas las semanas teníamos hundimientos. Los techos de la mina se desplomaban con frecuencia porque el entibado de madera estaba demasiado espaciado. A los esclavos que hacían el apuntalamiento les importaba un bledo. El mayor espacia-miento requería menos trabajo y, como se apuntalaba mayor trecho, se mejoraba de norma.
Cuando me presenté al trabajo me dijo el capataz: «Aquí no tenemos cambiavías automáticos, amerikanetz. Tendrás que marchar en el tope y cambiarlos tú mismo.»
Dicho así parecía fácil pero la verdad es que tuve que suplir con habilidad y arrojo la falta de eqÚlpo de los rojos. De pie en el tope delantero de largo tren de vagonetas, con el reflector de mi casco enfocado sobre la oscura vía, tenía que hacer proezas. Los cambios estaban diseminados sin orden ni en toda la red de vías. Cuando veía a tiempo uno abierto, generalmente a metro y medio o dos delante, saltaba del tope, movía la palanca y corría a resguardarme contra el muro antes que me atropellase el tren.
A veces no llegaba a tiempo para cambiar la vía. La primera vez que me ocurrió, me aplasté desesperadamente contra el muro de la mina y esperé el estrépito. Cuando el tren tropezó en la vía abierta, se amontonó en una masa de vagonetas y carbón desparramado. Una de las vagonetas dio contra la entibación que me resguardaba y se quedó quieta a pocos centímetros de mi pecho. Estos espeluznantes descarrilamientos acabaron por formar parte regular de mi tarea.
Un día, después de mover la palanca, observé que una de las agujas no había cerrado bien. Apresuradamente la sostuve con la mano hasta entrar la rueda delantera. Era una maniobra muy arriesgada. Cuando la rueda trasera se acercó al cambio defectuoso, volví a sujetar la aguja, y apenas alcancé a retirar la mano en el preciso momento que pasaba la rueda. Repetí el juego de manos a intervalos de fracción de segundo 60 veces con las 30 vagonetas del tren. No tenía alternativa. Si hubiera fallado una sola vez el tren habría saltado fuera de los rieles para hacerme papilla.
Cuando pedí a mi capataz que informase al jefe de sección sobre el cambio defectuoso, me dijo: «Será mejor que lo dejes como está, amerikanetz. Si se lo digo, acabarás picando carbón. A los jefes no les importan tus dificultades.»
Mi ruleta rusa de guardagujas empezó a preocuparme mucho al cabo de algún tiempo y suspiraba por salir de la mina. En febrero de 1953 mi sueño se realizó. Un nuevo jefe de sección con quien había tenido ocasión de hablar una o dos veces sobre los Estados Unidos se llegó a mí un día y me preguntó: «¿ No le gustaría a usted trabajar arriba para cambiar un poco? Hay una vacante en el cuarto de aseo de oficiales.»
Era la pregunta más grata que me habían hecho en siete años.
EL CUARTO de aseo era un mundo nuevo. Mis horas de servicio eran 24, seguidas de otras 24 horas libres ... la primera oportunidad de descansar de veras que se me había presentado en años. La sensación de fatiga constante empezó a dejarme gradualmente. Existían también otras ventajas. El cuarto de aseo era la habitación más limpia y caliente de la mina y los jóvenes jefes comunistas acudían a ella para mudarse de ropa. En el turno de noche iban con frecuencia con el único objeto de estar calientes.
Al principio trataron de guardar las distancias y nuestras relaciones fueron rígidas y formularias; pero no podían resistirse a la tentación de hablar de los Estados Unidos y en unos cuantos meses nos hicimos buenos amigos. Con frecuencia nos pasábamos hablando gran parte de la noche sentados en el cuarto de aseo.
Como todos los rusos, habían oído rumores sobre la prosperidad en los Estados Unidos, pero la propaganda de su propio gobierno sobre «Wall Street» y los «obreros hambrientos» los tenía completamente despistados. A medida que fue rompiéndose el hielo entre nosotros, empezaron a sonsacarme con cuidado.
—Amerikaanetz —me decía uno de ellos con una risita menos irónica de lo que pretendía parecer— háblenos de los ricos trabajadores de su tierra.
Siempre que les describía las condiciones de vida en los Estados Unidos se quedaban con los ojos abiertos como chicos asombrados. «Bueno, tal vez tengan —prosperidad —dijo por fin uno de ellos'— pero su prosperidad es como una burbuja que va a reventar. Cuando nosotros alcancemos prosperidad durará siempre. Puede ocurrir que no la consigamos en cinco generaciones, pero entonces será permanente. Tal vpz las cosas no estén ahora tan buenas por aquí, pero budit, budit ... lo estarán, lo estarán.»
Budit es en Rusia una palabra mágica. Los que ya no se han vuelto cínicos, en espera de que llegue la utopía comunista, la emplean para autosugestionarse. Cuando yo les preguntaba: «Bueno, y entretanto ¿cómo se vive en Rusia?» se encogían de hombros y contestaban: «Hay algunos que viven muy mal.»
Los comunistas reconocían francamente que en la U.R.S.S. se gozaba de poca libertad. La libertad que más echaban de menos era la oportunidad de cambiar de empleo. Odiaban los destinos que tenían en Vorkuta y miraban con anhelo las fotografías de Moscú y los soleados lugares del sur de Rusia que traían las revistas.
Con una sola excepción, los funcionarios soviéticos que frecuentaban el cuarto de aseo distaban mucho de ser comunistas fanáticos. Para ellos el partido era estrictamente el medio para llegar a un fin. Eran pocos los que tenían ideales relativos al comunismo. «De los seis millones de miembros del partido —calculaba uno de ellos— yo diría que solamente medio millón se interesan algo en la revolución mundial.»
Gracias a su estímulo intelectual y sus comodidades materiales, el cuarto de aseo me proporcionó la mejor existencia que había llevado en Vorkuta; también me dio oportunidad de desempeñar un papel modesto, pero importante, en los emocionantes acontecimientos que muy pronto iban a ocurrir.
EN 1952 la MVD adoptó un plan atrevido y empezó a pagar un pequeño jornal a los obreros-esclavos. El hambre, la baja moral y la auto-incapacitación habían hecho honda mella en la producción de hulla y el Kremlin pensó que el incentivo _de unos pocos rublos podía remediar la situación.
Aquellos rublos adicionales dieron a nuestro campamento ciertos toques superficiales de civilización. Comprábamos té, margarina y azúcar en la cantina. Los días libres podíamos permitirnos el lujo de ir al «restaurante» para comprar una ración extraordinaria de sopa de coles, kasha o pescado.
El plan tuvo también éxito como incentivo, pues la producción de hulla en Vorkuta aumentó el 20 por ciento; pero repercutió dramáticamente en otro aspecto más grave. Mientras fuimos animales medio muertos de hambre no tuvimos fuerza ni valor para protestar. Con más lastre en la barriga y cierto atisbo de dignidad personal, consideramos objetivamente por primera vez nuestra condición. Poco a poco el descontento cundió en los campos de esclavos. Estábamos hartos de la inhumanidad de nuestro trabajo y condiciones de vida, del inaguantable frío, de la persecución de los blatnoi, de la monotonía y, sobre todo, de la desesperanza de nuestro destino.Muchos de los guardias estaban tan hartos como nosotros. Los soldados del ejército rojo, guardianes de Vorkuta desde la alambrada exterior, estaban en enconado conflicto con los hombres de la MVD, encargados de la policía y administración de los campamentos.
—Esa gente de la MVD —me dijo en cierta ocasión un soldado del ejército rojo— cobra paga seis veces mayor que la nuestra. Tienen bailes, cines, mujeres y vodka. Nosotros vivimos aquí en barracones no mucho mejores que los vuestros. Este invierno se han suicidado 10 muchachos cuando estaban de centinelas en la tundra.
El descontento de los prisioneros apuntaba principalmente a Stalin. Cada cual se sentía encarcelado personalmente por Bigotes o El Viejo, nombres que solían darle. Escudriñábamos minuciosamente sus retratos publicados en Pravda. Un esclavo comentaba esperanzado: «No me parece demasiado saludable. ¡Miradle los ojos ...! ¡qué viejos y cansados los tiene!»
El 6 de marzo de 1953, llegó por fin la noticia que esperábamos hacía tanto tiempo: Stalin había muerto.
Cuando el altavoz dio la noticia me encontraba entre nutrido grupo de obreros-esclavos tiznados de hollín. La esperanza iluminó sus rostros. «¡El maldito perro ha vivido demasiado!» gritó uno de ellos. Un anciano cayó de rodillas y oró: «¡Gracias, Dios mío! ¡Todavía vela alguien por los desgraciados!»
La muerte de Stalin despertó ansiosa expectación en Vorkuta. Todos esperábamos un gesto, una palabra de Malenkov que pusiera fin a la brutalidad de Stalin con los esclavos. La esperamos en vano.
Pasaron amargos y desilusionado-res los meses de abril y mayo sin que sobreviniera cambio alguno. Vorkuta refunfuñaba airadamente y empezó a menudear el sabotaje. Estábamos abocados a tener conflictos.
El 18 de junio tuvimos noticias más asombrosas todavía. Un amigo vino corriendo a mi estante, gritando: «Juan, lo dice Pravda ... ¡los alemanes orientales se han rebelado!» Me uní a la multitud que se apiñaba ante un ejemplar de Pravda pegado a la pared. Alguien leía en alta voz la información, sorprendentemente sincera por cierto. Cada vez que mencionaba la resistencia de los berlineses, los vitoreábamos. Esto nos sirvió de inspiración y durante días y días no hablamos de otra cosa.
‑Así las cosas, nos enteramos a principios de julio de la detención del jefe de la MVD, L. P. Beria, por «traidor.» La noticia, que causó conmoción en la administración local de la MVD, enardeció nuestras esperanzas. Los esclavos empezaron a insultar públicamente tanto a los administradores como a los confidentes de la MVD.
Ese mes de julio nuestra actitud de esclavos tuvo mucho de arrogante. El largo sol veraniego había derretido la nieve y renovado nuestro valor y energía. Hablamos de dar un paso decisivo para ganar la libertad pero nadie parecía saber lo que había que hacer. Muchos de nosotros, especialmente los rusos a quienes los confidentes inspiraban mortal terror, eran incapaces de tomar una decisión.
Afortunadamente la tomaron otros. Cuando la mañana del 22 de julio me presenté en el cuarto de aseo, uno de los jefes de sección me dijo: «Por fin estalló, amerikanetz. Las minas 17 y 18 están en huelga.»
A LAS cinco de aquella mañana, los obreros de la Mina 17 no respondieron a la lista, obedientes a las instrucciones de no presentarse al trabajo, dadas por el jefe a quien habían elegido. «Cuando quiten las alambradas de púas —dijo retadoramente uno de ellos— volveremos a sacar carbón. Pero no antes.» Los guardias intentaron mantenerse firmes pero, sin órdenes específicas de hacer fuego, nada pudieron hacer.
La noticia de la huelga circuló rá‑idamente por nuestra mina. Todo el día siguieron llegando rumores: la huelga se había extendido a la Mina 9, luego a la 10, luego a la 25. Yo sabía que era verdad porque me lo dijeron mis amigos los comunistas del cuarto de aseo, pero muchos otros lo oían todo con escepticismo.
Al día siguiente hasta los más escépticos se convencieron. La Mina 7 del campamento vecino al nuestro se había sumado a la huelga: las ruedas del montacargas de su mina no giraban. Durante un rato siguieron llegando vagonetas de carbón (la vía de su ferrocarril pasaba por nuestro campamento), pero después las vagonetas vinieron casi vacías. Escritas con tiza en el interior de los vehículos se veían frases en ruso que significaban: «Al diablo con el carbón. Queremos libertad.» Hojas escritas a mano y pegadas a los vagones decían: «Camaradas de las minas 12, 14 y 16. No nos dejéis solos. Sabéis que estamos en huelga.»
Acto seguido formamos nuestro propio comité de huelga. El jefe era el ex-diplomático soviético Gureyvich. El resto estaba compuesto por una mayoría de intelectuales rusos, algunos de ellos todavía marxistas, pero todos rabiosamente antisoviéticos.
Aquella noche un miembro del comité vino a verme a mi barracón. «No hemos decidido cuándo declarar la huelga, amerikanetz —me dijo— pero, cuando sea, tú vas a desempeñar una gestión importante. Correrá de tu cuenta convencer a los jefes de sección rojos para que
-lamentablemente la revista parece con hojas cortadas totalmente de la pag 204 saltamos a la 209-
fueron a sus casas. Mi misión estaba cumplida.
Redactamos una lista de demandas: 1. Desaparición del alambre de púas. 2. Los barracones no se cerrarían con llave por la noche. 3. Libertad de todos los presos políticos que hubiesen cumplido 10 años o más (¡yo había cumplido ocho!). 4. Concienzudo examen de los juicios de todos los presos políticos y puesta en libertad de los inocentes. Nuevas sentencias más leves para los demás.
Estábamos pegando nuestra lista de demandas en diversos lugares del campamento cuando nos enteramos de que 30 de los karagandanos habían sido detenidos. Nuestra ira se desbordó. Sin perder un instante Gureyvich, el comité de huelga y 2000 huelguistas avanzamos furiosamente hacia la cárcel dando gritos de «¡Suelten a los karagandanos!» El jefe del campamento, mayor Tchevechenko, se presentó e intentó calmarnos.
—No hay razón para sulfurarse, hombres. Os prometo que serán puestos en libertad antes de las seis de la tarde.
Eran las-tres y cuarto y decidimos esperar y ver lo que pasaba. A los pocos minutos llegaron varios autos de la policía, acompañados de cuatro camiones de tropa. Era evidente que habían venido para llevarse a los karagandanos a la cárcel central. Bajaron de los camiones unos cien soldados, parte del ejército y parte de la policía. Se extendieron y rodearon los portones del campamento.
Lanzando maldiciones, corrimos a impedir que los soldados entrasen en el campamento. Súbitamente los karagandanos presos, que habían dominado a sus guardianes, salieron como centellas de la cárcel. Un segundo después oímos la orden: «¡Fuego!»
Me encontré inmovilizado contra el edificio de la administración y entre dos fuegos. Me aplasté contra el muro y me encomendé a Dios. Desde donde estaba se veía que todos los soldados del ejército y algunos de la policía habían desobedecido a sus jefes y no disparaban. Un soldado del ejército apuntaba tercamente al suelo con su fusil-ametralladora, pero un teniente de la MVD le arrebató el arma y empezó a tirar.
El tiroteo duró sólo 20 segundos que parecieron una eternidad. Cuando terminó, 15 compañeros nuestros yacían heridos en el suelo. Dos estaban muertos.
La rabia se apoderó de nosotros, Gureyvich hizo una señal al comité y todos juntos avanzaron hasta el portón delantero. Mirando con desprecio las negras bocas de 100 fusiles-ametralladoras, Gureyvich dirigió la palabra a Tclievchenko y los guardias.
—El comité de huelga —dijo— os releva oficialmente del mando del Campamento número 3 y de las minas 12, 14 y 16. Desde este momento nos hacemos cargo de ellos nosotros, los presos. Si cualquier oficial o guardia cruza el portón sin nuestro permiso lo mataremos. Si queréis someternos tendréis que fusilarnos ahora mismo a los 4500 presos. En‑tretanto no saldrá de las minas ni un gramo -de carbón.Todos lo aclamamos enardecidos.
El gesto dio resultado. Nadie disparó. Nadie levantó la mano para atajarnos. Gracias a un rasgo de valor, nuestra huelga carbonera se había trasformado en un levantamiento. La Gran Rebelión de los Esclavos de Vorkuta en 1953 había empezado.
INMEDIATAMENTE organizamos algo que en la práctica era una república independiente de esclavos. Cada barraca quedó a cargo de un miembro del comité de huelga. Requisamos todas las vituallas del campamento y aumentamos las raciones. Establecimos nuestra propia policía pero apenas hizo falta. Mantuvimos perfecta disciplina. Los antes feroces blatnoi se quedaron mustios en sus barracones, como chicos azotados, sin acertar a comprender qué fuerzas extrañas habían puesto su mundo al revés. La disciplina de nuestros compañeros, alborozados por la fiebre de la libertad, era fantásticamente elevada. Todos hubiéramos dado la vida con gusto por ella.
Poco después del tiroteo hicimos nuestra propia bandera, una sencilla bandera roja con bordes negros en memoria de nuestros dos camaradas muertos. La izamos a media asta en un palo alto encima del cuarto de rancho. Quince minutos después surgió, como por arte de magia, otra bandera exactamente igual que la nuestra, negra y roja, en un palo bañado de sol que se alzaba en la entral eléctrica al otro lado de la colina. Pocos minutos más tarde ocurrió lo mismo en la Mina 7, luego en la 10, luego en otras. Hasta donde alcanzaba la vista, la nueva bandera negra y roja de los esclavos libertados remplazó en la tundra a la soviética. Entre 85.000 y 100.000 esclavos estábamos en huelga.
Estaba claro que la MVD y el Kremlin se sentían intimidados. «En otros tiempos —me dijo un antiguo prisionero— Stalin nos hubiera aplastado aun a costa de quitarle la vida al último esclavo.» Tenía razón, pero ya no eran aquellos tiempos. Ahora el Kremlin, paralizado por sus propias luchas internas por el poder, temía al parecer dar otras órdenes que las de tratar a los huelguistas «con máximas precauciones.» El régimen inestable de Malenkov tenía gran necesidad del carbón y no podía arriesgarse a que el levantamiento se extendiera. Le convenía más abstenerse de medidas decisivas y esperar los acontecimientos.
Ya avanzada la tarde, 300 soldados con ametralladoras y morteros se desplegaron alrededor de nuestro campamento. A las seis y media un capitán de la MVD pidió permiso para entrar. Cruzó desarmado el portón y leyó una declaración del general Derevyenko, jefe supremo de la MVD en toda la extensión de Vorkuta.
«A partir de ayer —leyó— todos los presos recibirán como compensación 300 rublos al mes. Se quitarán los barrotes de las ventanas en los barracones, no se cerrarán con llave los barracones por la noche, se suprimirá la lista de la tarde. Mediante el permiso del jefe del campo, los presos podrán recibir una vez al año visitas de sus familias.»
¡Paga triple! ¡Se acabaron los barrotes! ¡Nuestro regocijo era inmenso! Solamente llevábamos horas de rebelión y ya los administradores habían hecho concesiones importantes. 'Los tres días siguientes fueron maravillosos. La naturaleza hizo causa común con nosotros y nos deparó cielos soleados, limpios de nubes. La temperatura subió a 21 grados. En todo el Campamento número 3 había hombres que se tostaban al sol y comentaban la asombrosa serie de sucesos. Todos rebosábamos júbilo. Me encontraba sentado con unos amigos cerca de la alambrada del campamento cuando un soldado del ejército que hacía guardia delante de nosotros preguntó: «¿Qué pasa? ¿ Habéis conseguido algo?» Le contamos las concesiones de Derevyenko. «Está bien —dijo—. Nosotros estamos de vuestra parte. Me tiene sin cuidado que estéis en huelga hasta el día del julcio. Ningún soldado del ejército rojo disparará contra vosotros.»
En realidad estábamos haciendo tiempo en espera de un representan‑ del Kremlin facultado para convenir en una reducción de condenas. Pero hasta entonces el Kremlin había guardado silencio.
El 27 de julio vino a vernos
el mismo
Derevyenko. Se paseó de grupo
en grupo y nos habló paternalmenmente
«¿No creen ustedes que lo mejor es que reanuden el trabajo? —preguntó—. Han conseguido la mayoría
de sus demandas. ¿ Qué más quieren?»
«Estamos esperando respuesta del Kremlin,» contestó uno de los miembros del comité de huelga. Entonces Derevyenko nos anunció, un momento antes de marchar del campamento, que el general de la MVD Maslennikov, ministro suplente de lo Interior en toda la Unión Soviética, venía volando desde Moscú.
La noticia se publicó como si fuese otra victoria de los huelguistas, pero a muchos nos causó inquietud. Maslennikov era tan famoso por su astucia como por su crueldad.
El 29 de julio a mediodía un amigo entró gritando en mi barracón: «Juan, levántate! ¡El general de Moscú viene por la carretera!» Corrí al portón y llegué justamente a tiempo de ver entrar en el campamento un largo automóvil negro entre dos filas de guardias bien armados. Maslennikov salió y el auto dio media vuelta y quedó con el morro en dirección a la reja abierta. Afuera hacían guardia por lo menos 500 soldados.
Un séquito de 30 oficiales, la mayor parte coroneles, siguió a Maslennikov hasta el campo de fútbol, donde habíamos instalado sillas y una larga mesa. Habían venido a escuchar nuestras demandas y estábamos bien preparados para dárselas a conocer. Veinte oradores escogidos iban a exponer nuestros puntos de vista. El resto de los 4500 esclavos nos apiñábamos tras ellos. Esta escena histórica fue la más emocionante que he presenciado.
EN PRIMER término Gureyvich presentó nuestra demanda de revisión de procesos, reducción de condenas y libertad para todos los que hubiesen cumplido 10 años. Luego fueron saliendo de las filas uno a uno y adelantándose para hablar ínfimos obreros-esclavos a los cuales se daba ocasión para vomitar su bilis sobre la indecencia soviética ante uno de los poderosos del Soviet. Y Maslennikov tuvo que escuchar.
Los discursos fueron conmovedores, inteligentes y cáusticos. Un ex-profesor de historia de la Universidad de Leningrado dijo antes de empezar que estaba advertido de que su discurso le costaría 10 años más de esclavitud. Maslennikov protestó con violencia: «Nyet, nyet. Todos ustedes pueden hablar con libertad.» Así lo hizo el profesor. Describió la historia de la esclavitud desde la época de los faraones hasta el tráfico de esclavos de la Costa de Oro. «Pero nunca en la historia de la humanidad —terminó— ha sido tan cruel y tan extensamente explotado el obrero esclavo como aquí en la Unión Soviética ... ¡la libertadora de la clase obrera!»
Coreamos apasionadamente cada palabra. «¡Vot! ... ¡Vot! ... ¡Así es! , ¡Así es!»
Un polaco habló en nombre de los extranjeros. Dos ex-burócratas soviéticos que habían tenido altos cargos hablaron de las ofensas inferidas a la doctrina marxista y de perversión por la Unión Sovietica. F.ra maravilloso oir a aquellos hombres decir lisa y llanamente lo que pensaban, aunque sólo fuera durante breves minutos.
Maslennikov escuchó durante una hora con la cabeza doblada sobre el pecho. Estaba visiblemente horrorizado. En sus 30 años de bolchevismo no había oído proferir públicamente semejantes palabras. Cuando se acabaron los discursos, se levantó y marchó al campamento inmediato sin decir palabra.
Maslennikov completó al siguiente día sus visitas a los campamentos en huelga sin hacer mella en la unión de los huelguistas. El primero de agosto por la mañana, a los 10 días exactos de iniciada la huelga, vi que ocurría algo extraño. Sacaron de su campamento a los obreros de la Mina 7 en pequeños grupos aislados y los fueron llevando a la tundra. Cuando ya se habían llevado unos 30 grupos, empezaron a regresar grupo por grupo.
Una hora después descubrimos lo que había ocurrido. La MVD había dejado que el primer grupo regresase al campamento sin decirles absolutamente nada. Pero al segundo grupo le dijeron: «Ya veis, el primer grupo ha resuelto volver al trabajo. ¿Vais a seguir su ejemplo o queréis que os fusilemos a todos ahora mismo?» Repitieron la misma pregunta a un grupo tras otro.
Aquella artimaña quebró la huelga en la Mina 7. Es significativo que las tropas de la MVD que profirieron la amenaza no fuesen las de Vorkuta. Formaban parte de un gimiento de 1200 guardias traído especialmente para sofocar la rebelión.
En seguida Maslennikov y sus tropas subieron carretera arriba hasta la Mina 29 en la colina inmediata nuestro campamento. A las 11 oímos violentas descargas de ametralladoras y fusilería. A los pocos minutos hicieron un llamamiento para que todos los médicos del campamento acudieran presurosos a la Mina 29. Maslennikov había ahogado en sangre aquella rebelión.
Más adelante pude reconstruir la escena. Maslennikov había llegado a los portones del campamento en un automóvil provisto de altavoz. Ante él se amontonaban 2500 esclavos con los brazos entrelazados.
«Volved a vuestros barracones — gritó Masleniilkov--. Seguid el ejemplo de la Mina 7. Allí ya están trabajando.» La multitud contestó vociferando insultos y se acercó más a la alambrada.
El jefe de la MVD decidió ensayar la persuasión. «Todos los que quieran volver al trabajo —dijo—salgan fuera del portón.» Solamente salieron unos 50 huelguistas. Maslennikov los miró con rabia.
Usó el altavoz por tercera vez: «Poned fin ahora mismo a esta rebelión. Volved a vuestros barracones. Organizad el trabajo vosotros mismos. Esta es mi última advertencia.» Antes que terminara de hablar los esclavos contestaron a coro: «¡Que el diablo se lleve vuestro carbón! ¡Si no podéis darnos la libertad, nos la tomaremos!»
Cuando los presos estuvieron junto al portón, las ametralladoras pesadas y los fusiles de infantería abrieron fuego. Durante dos largos minutos el ruido de los disparos se mezcló con los gritos de los heridos. No quedó nadie en pie. Ciento diez fueron muertos instantáneamente. Más de 500 quedaron gravemente heridos. Maslennikov ordenó que se abrieran las puertas y mandó a grandes voces que los vivos salieran a la tundra. Los supervivientes, gimiendo al pasar por encima de los cuerpos de sus compañeros, se encaminaron a la puerta.
Al siguiente día, cuando supimos de la carnicería roja, también nosotros volvimos al trabajo. Luego los otros campos se rindieron uno por uno a la MVD a intervalos de una hora o cosa así. Ya avanzada la tarde el levantamiento estaba sofocado.
La semana siguiente los jefes de la MVD compensaron con su severidad la indecisión que habían mostrado durante la huelga. Cada pocas horas se llevaban un hombre. En conjunto, fueron detenidos 7000 esclavos de Vorkuta y 300 ejecutados sin juicio. Un millar fueron trasferidos al Extremo Oriente y al resto se les aumentó la condena. No volví a ver a Gureyvich ni a los héroes del campo de fútbol que tan elocuentemente hablaron aquel día en -nuestro nombre.
Medida con criterio occidental, la rebelión de esclavos sería un fracaso. Habíamos ido a la huelga para lograr la libertad y seguíamos siendo esclavos. Pero esto es mirar las cosas con excesiva ingenuidad. El mero hecho de que la rebelión ocurriera en la Unión Soviética la convierte en éxito instantáneo y glorioso. Su efecto en el mundo comunista fue electrizante. La gente de Leningrado expresó en cartas escritas a los trabajadores libres de Vorkuta su simpatía por nuestra causa. De igual modo que los motines de Berlín Occidental hicieron que el Soviet adoptase más conciliatoria actitud con sus satélites, nosotros los esclavos demostramos al Kremlin en aquellos 10 días que su propia solidaridad íntima es una farsa. Aun cuando no haya servido para otra cosa, aquella huelga de obreros-esclavos en el paraíso de los trabajadores ha llegado, por medio de la interminable red noticiera clandestina de Rusia, a oídos de 20 millones de esclavos y les ha llevado un rayo de esperanza, así como tal vez a no pocos obreros «libres.»
Vorkuta no volvió a tranquilizarse. Reinó en ella un espíritu triunfante, mantenido a flote por el aumento de jornal logrado, que fue la herencia de la huelga. En febrero de 1954 una bomba de fabricación casera voló parte del edificio de la administracion en la Mina 7. Luego quedó parcialmente destruido el generador de energía eléctrica de la central. Un registro hecho en nuestra mina por la MVD descubrió la existencia de 400 cartuchos de dinamita convenientemente colocados para volar el pozo del montacargas principal.
En un traslado de esclavos hecho en 1954 para debilitar las organizaciones de los presos, me trasfirieron a la Mina 29, escena de la matanza del primero de agosto. Los compañeros de mi nueva barraca me mostraron con orgullo las heridas recibidas aquel día. Casi todos tenían una o varias cicatrices y los agujeros de bala decoraban todavía todas las paredes.
MIENTRAS duró la huelga alenté, sin razón lógica en que apoyarme, la esperanza de que una sucesión de acontecimientos descabellados iba a devolverme la libertad. Pero aquel sueño se acabó y aún me quedaban 11 años de condena. Mi única vislumbre de esperanza era una cartulina de 12 por 7 centímetros. No me permitían enviar una postal a mi familia, pero por fin conseguí cursar una con el nombre de otro preso. Ocurrió esto en mayo de 1954.
Cierto día de principios de junio — me encontraba comiendo la sopa de4 coles en el stolovaya cuando un camarada corrió muy excitado a mi encuentro. «Amerikanetz —me di‑
jo—. El jefe del campamento te está buscando. Tiene órdenes de mandarte a Moscú.»
Me dirigí a toda prisa al edificio de la administración y me cuadré ante un teniente de la MVD. «Va usted a salir para Moscú —me dijo — mañana a las siete de la mañana.»
—¿Por qué a Moscú? —pregunté. Lo probable era que me trasfiriesen a otro campamento, pero siempre existía la posibilidad de que, por fin, me juzgasen de verdad.
—Hasta donde llegan mis noticias —replicó— marcha usted a su tierra
Oí las palabras pero no acabé de creerlas. Significaban algo excesiva mente descabellado. ¿Por qué iban a ponerme en libertad? No habían dado una amnistía general. Había perdido de tal modo el contacto con el mundo que Vorkuta y su reglamento eran toda mi realidad. Por si acaso, recé.
A la siguiente mañana, con mis reducidas pertenencias colgadas del hombro, me llevaron a la estación del ferrocarril. Caminé hasta el vagón de presos y esperé al oficial de la MVD que venía detrás de mí. Se echó a reir y me dijo: «No, no, amerikanetz. Usted no tiene ya que viajar ahí. Suba al tren.»
Fuimos en un tren de pasajeros civiles de Vorkuta a Moscú y luego a un campamento en Potma a unos 400 kilómetros al sudoeste. Era un campamento de repatriación en el cual no trabajé; y con ayuda de los paquetes de la Cruz Roja añadí unos 20 kilogramos a los 43 de mi esqueleto.
El 3 de enero de 1955 volvía Moscú, esta vez para objeto del trato reservado por los Soviets a los personajes de campanillas. Me dieron un traje de lana y me alojaron en una hermosa casa con mi primer, cama blanda en nueve años.
Aquella tarde vino a visitarme una delegación del Kremlin. Di un salto cuando vi que estaba presidid por el general Maslennikov ¡el verdugo de Vorkuta!
—Mañana, señor Noble, saldrá usted para Berlín donde será entregado a las autoridades norteamericanas —dijo Maslennikov. Me estrechó la mano y luego preguntó sin darle importancia—. A propósito ¿ dónde ha estado usted en la Unión Soviética?
Cuando dije que en Vorkuta, se quedó pálido.
—¿ En qué mina? —preguntó procurando conservar la compostura.
—En las Minas 16 y 29 —repuse. Aquello me estaba divirtiendo.
Me miró de soslayo, nerviosamente, y luego preguntó:
—¿ Me reconoce usted ?
—No —mentí prudentemente.
—¿ Participó usted en la huelga?
—Ya lo creo —contesté con orgullo—. Todos participamos.
Al día siguiente tomé el famoso Expreso Azul de Moscú a Berlín.
YA EN mi tierra me enteré de lo ocurrido. La postal que envié desde Vorkuta llegó a manos de mis padres en Detroit. Mi padre puso la noticia en conocimiento de la Secretaría de Estado y corrió en seguida a ver al representante Alvin Bentley, de Míchigan, que había sido antes funcionario del cuerpo diplomático norteamericano detrás de la Cortina de Hierro.
Cuando la Secretaría de Estado dijo a Bentley que se estaba haciendo presión para que me pusieran en libertad, mi padre rogó al congresista que intentase algo más urgente. En setiembre de 1954 Bentley visitó la Casa Blanca y dio cuenta de los hechos. El 17 de setiembre supo que el asunto se había puesto en conocimiento del presidente Eisenhower. Bohlen, el embajador norteamericano en Moscú, estaba tratando de mi liberación con el Kremlin. Y, como se vio luego, el trato directo con la oficina de Molotov hizo el milagro.
Aterricé en Nueva York el 17 de enero de 1955. No he olvidado nada de lo ocurrido ni lo olvidaré nunca. Desde mi llegada, las gentes me han preguntado si no he sacado alguna moraleja de mi experiencia en la Unión Soviética.. Les he respondido que sí y ésta es mi moraleja:
Nuestra rebelión histórica en Vorkuta fue favorecida por dos factores: el sol veraniego que fundió la nieve, y la lucha por el poder que hacía bambolearse al Kremlin. Cada año tiene su verano y creo que veremos muchas luchas intestinas paralizantes entre los jefes soviéticos que aspiran a heredar el manto de Stalin. Estoy seguro de que algún verano los compañeros que dejé en Vorkuta darán otro ejemplo glorioso a los pueblos esclavos del mundo.
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