jueves, 8 de abril de 2021

JOHN NOBLE - IZAR UNA BANDERA LE COSTÓ 9 AÑOS DE CAUTIVERIO- FUI ESCLAVO DE LOS SOVIETS

El Día de la Victoria en Europa izamos una bandera norteamericana de fabricación casera que nos dio a conocer en aquel sector.

 FUI ESCLAVO DE

LOS SOVIETS

Por  JOHN H. NOBLE Condensado de «Slave 1E-241»*

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST MAYO DE 1956

EN ENERo de 1955 John Noble descendió de un avión en el aeropuerto de Nueva York. Había sido protagonista de una historia fantás­tica. Prisionero de los rusos durante nueve años y medio sin que nadie le explicase el por qué de su cautiverio, había pasado cuatro de ellos trabajando como obrero-esclavo en el campa­mento ártico de Vorkuta, de negra fama.

Estos hechos fueron motivo de grandes titu­lares periodísticos; pero había algo más asom­broso aun: Noble había sido testigo presencial de la rebelión en masa de los 100.000 esclavos en Vorkuta. La circunstancia de que aquélla fuese sofocada por despiadada matanza es me­nos significativa que el hecho de que ocurriera y de que puede volver a ocurrir.

La narración de Noble es una inolvidable epopeya de valerosa rebeldía ante la brutalidad comunista.

* «Slave ¡E-241,» será en breve publicado por The Devin-Adair Co., 23 E. 26 Strect, Nueva York lff. N.N.

FUI ESCLAVO DE

LOS SOVIETS

E ENCONTRABA en un apartadero ferroviario de Vor­kuta, el campamento de obreros-es­clavos más pavoroso de Rusia. Estaba de pie, rodeado de soldados de la MVD armados con fusiles-ametra­lladoras. Un oficial me interrogaba.

—¿ Nacionalidad ?

Amerikanetz—. Era una de las pocas palabras rusas que sabía. El efecto fue electrizante. Los aburri­dos guardianes que miraban la tun­dra sin verla, clavaron en mí los ojos asombrados e incrédulos. Uno de ellos levantó las manos como si di­jera: «¿Quién entiende lo que pasa en el mundo?»

Cubierto de harapos y con la ca­beza rapada, me encontraba a más de 11.000 kilómetros de mi ciudad natal de Detroit. Me habían conde­nado a 15 años de trabajos forzados y acababa de llegar a Vorkuta tras una excursión de seis semanas por Rusia, excursión no preparada por la agencia oficial soviética de viajes Intourist. Miré en derredor y vi so­lamente tundra estéril cuyos ralos musgos y hierbas cubría acá y allá la nieve. Era el 16 de setiembre de 1950. Durante los cuatro años si­guientes iba a tener bastante opor­tunidad de descifrar lo que quie­ren decir los rusos citando llaman a aquel lugar tétrico «la tierra de la muerte blanca.»

Situada en el extremo nordeste de Rusia, a 200 kilómetros al sur del Océano Artico, Vorkuta es uno de los lugares más fríos y crueles de la tierra. El suelo está cubierto de nieve 10 meses al año y la temperatu­ra desciende hasta 68 grados C. bajo cero. En enero y febrero el sol nun­ca se eleva por encima de la línea del horizonte. Encerrados en aquel purgatorio hay 400.000 obreros-escla­vos que producen por lo menos la duodécima parte de todo el carbón que extraen los rojos.

En mi condición de minero-escla­vo No. 1E-241 he trabajado en gale­rías donde el agua helada empapaba mi ropa de algodón y he llevado una vida desesperada y humillante . . salvo durante dos gloriosas semanas del verano de 1953. En aquellas dos semanas 100.000 esclavos, entre ellos yo, abandonamos las herramientas y echamos del campamento a los guar­dias de la MVD. Nos rebelamos en tremenda huelga que dejó pasma­dos a los rojos y paralizó a Moscú, hasta que el Kremlin acabó por aplastarla.

Aquel levantamiento fue uno de los acontecimientos más significati­vos de la historia política moderna. Y, aun cuando no se deba a méritos especiales de mi parte, soy uno de los contados ex-esclavos lo bastante afortunados para encontrarse entrel os vivos y en libertad de contar lo sucedido.

FUI ESCLAVO

Vi PoR primera vez a los rusos el mes de mayo de 1945 en lo que es ac­tualmente Alemania Oriental. Muy poco antes de entrar los Estados Uni­dos en la guerra mi padre había ido a Europa para someterse a trata­miento médico y mi madre, mi her­mano y yo fuimos con él. Vivíamos en Dresden cuando ocurrió el ata­que a Pearl Harbor. Los alemanes se dieron prisa a internarnos.

Después de la rendición nazi, Dresden quedó ocupada por los ru­sos. El Día de la Victoria en Europa izamos una bandera norteamericana de fabricación casera que nos dio a conocer en aquel sector. Pronto em­pezaron a caer en nuestra casa ex­haustos soldados estadounidenses, ex-prisioneros liberados por los ru­sos, que venían a descansar antes de reanudar la marcha hacia las líneas norteamericanas.

La división número 76 ocupaba posiciones a 55 kilómetros de distan­cia, y al poco tiempo los coches de servicio de aquella división venían dos veces al día a recoger soldados a nuestra casa. Esto pareció desagra­dar a los rusos, pero nos sentíamos seguros con el ejército norteameri­cano a nuestras puertas y, en todo caso, estábamos ya en lista para re­gresar a los Estados Unidos a prin­cipios de 1946.

No habíamos dado la debida im­portancia al desagrado de los rusos.

El 5 de julio se presentó en nues­tra casa un capitán de la MVD acompañado de cinco soldados. Se dirigió a mí y gritó:

—¡Queda usted detenido!

—Capitán — dije en tono de pro­testa — usted no tiene jurisdicción sobre mí —. Y le mostré mi pasapor­te estadounidense.

—Es mera rutina, señor Noble replicó.— Tenemos que examinar sus documentos más detenidamente.

Sin darme tiempo a contestar, dos guardias de la MVD me hicieron cruzar la puerta y me metieron en un jeep. El oficial qué me recibió en el cuartel general de la MVD exami­nó atentamente mi pasaporte mien­tras yo protestaba una y otra vez:

Esto es una violación del dere­cho internacional.

—Nuestros jefes saben lo que ha­cen —repuso—. Será usted puesto en libertad dentro de tres días.

¿Tres días? Trascurrieron 70 has­ta que salí de la estrecha celda de piedra de la cárcel de Dresden, don­de me tuvieron rigurosamente in­comunicado. Pasaron casi 14 meses hasta que me interrogaron. Pasaron cinco años hasta que me condenó un tribunal sin aducir cargos contra mí ni celebrar juicio. Y pasaron nueve años y medio interminables hasta que volví a respirar el aire de los hombres libres.

EL INTERROGATORIO me dio los primeros indicios de las razones por las cuales me tenían prisionero los ru­sos. «Soy ciudadano norteamericano —dije al oficial de la MVD—. Me tienen ustedes preso durante 14 me­ses sin cargo alguno. Insisto en que pongan mi caso en conocimiento de las autoridades estadounidenses en Alemania Occidental.»

Me miró con tediosa expresión y empezó a hacerme preguntas. «¿ Dónde nació usted ? ¿Por qué izó usted una bandera norteamericana en el sector soviético? ¿Qué hacían en su casa los oficiales norteamerica­nos?» Cuando hubo terminado, le pregunté: «¿ Cuándo van a ponerme en libertad?» Se limitó a indicarme con un ademán que me retirase.

Comprendí que los rusos habían tomado nuestra casa de Dresden por un centro norteamericano de espio­naje; pero, a causa de la amistad norteamericano-soviética durante la guerra, temían acusarme de espía. Más adelante supe que mi madre y mi hermano, ya de regreso en De­troit, habían dado parte de mi de­tención al gobierno de los Estados Unidos y que desde 1945 a 1950 la Secretaría de Estado de Washing­ton había preguntado con regulari­dad por mi paradero a las autori­dades soviéticas de Alemania, mas éstas siempre se negaron a estudiar el caso.

Pasé todos aquellos años en anti­guos campos de concentración ale­manes, entre ellos el famoso campa­mento nazi de Buchenwald, que los rusos habían destinado a su propio uso. Las condiciones de vida eran brutales. Setenta o más confinados morían a diario de enfermedad o de hambre. No sé cómo sobreviví yo.

Mi mayor terror era ser traslada­do a Rusia. «Cada pocos meses —me dijo un amigo— escogen a los más sanos y los envían a Rusia como es­clavos del Soviet. Mientras perma­nezca en Alemania Oriental tendrá Posibilidades de seguir viviendo.»

Por algún tiempo, mientras esco­gían y enviaban con rumbo desco­nocido a los confinados más vigoro­sos, parecía que mi pasaporte norte­americano iba a salvarme; pero el 8 de agosto de 1950, en la cárcel de Weimar a la cual me habían trasla­dado, comparecí en una habitación sombría ante un ruso vestido de pai­sano y sentado tras larga mesa.

Una muchacha intérprete me en­tregó un papel. «Este documento di­ce —me explicó— que se ha celebrado un juicio en Moscú y que usted ha sido condenado a 15 años de tra­bajos forzados.»

La impresión me dejó sin aliento breves instantes. Cuando me repuse, grité:

Pero ¿de qué me acusan? C- Qué delito he cometido?

—Su sentencia está confirmada Por Moscú —me contestó la intér­prete—. Si tiene usted algo que pre­guntar, hágalo en el campamento al cual va destinado.

Nueve días después me encontra­ba en atestado tren de prisioneros que salía en dirección al este, hacia Vorkuta.

VORKUTA ES una vasta extensión de más de 1500 kilómetros cuadra­dos de campamentos y minas, todos cercados por vallas de alambre de púas. Mi destino era el Campamen­to número 3, donde 4500 hombres trabajaban en tres de las 40 minas de hulla.

El barracón al cual me habían asignado era una construcción rectangular levantada directamente en la tundra. Consistía en apretadas fi­las de postes hincados en el helado suelo y a través de los cuales habían clavado tablas por dentro y por fue­ra. El espacio hueco se llenaba con ceniza que servía de aislante y luego se cubrían las paredes con barro y paja. Después se amontonaba nieve contra el exterior del barracón, al es­tilo de los iglús, para defenderse aun más del frío.

Mi litera era un trecho de 60 cen­tímetros de anchura en el largo es­tante de dura madera que corría a lo largo de la barraca. No había col­chón, almohada ni manta. Cuando el vigoroso aldeano ruso que tenía por vecino se tendía boca arriba nuestros hombros se tocaban. Más adelante, cuando llegaron nuevos prisioneros, solamente me quedó es­pacio para dormir de costado y con el cuerpo pegado a los de mis com­pañeros. Aun así pude considerarme afortunado; otros tenían que dormir en el suelo y tan apretados como no­sotros en el estante.

A los pocos días de llegar eché una ojeada a la organización de vi­gilancia. Eramos sin duda alguna material valioso. El Campamento número 3 estaba rodeado por una valla de alambre de púas de 3,5 me­tros de altura y cortada a trechos por altas torres dotadas de ametra­lladoras. Más adentro había otra va­lla más corta, de un metro de altura. El espacio comprendido entre am­bas vallas era zona prohibida y es­taba alumbrado por la noche y en los días oscuros por poderosos arcos eléctricos. La MVD tenía orden de disparar sin previo aviso a todo el que estuviera en la zona prohibida. Hambrientos perros policías podían reconocer el campamento entero, gracias a un cable guía tendido ho­rizontalmente a corta distancia de la valla exterior.

Oficialmente el campamento esta­ba regido por la MVD, pero en realidad Vorkuta tenía otros jefes: los blatnoi, banda de endurecidos cri­minales procedentes la mayor parte de Moscú y sus inmediaciones. En mi barracón vivían unos ocho y ocu­paban ellos solos un estante que nor­malmente hubiera servido para 20 presos. Pasaban el tiempo durmiendo, robando cuanto les caía en gra­cia, afilando sus navajas y matando. Cuando menos una vez por semana aparecía una de sus víctimas, muer­ta mientras dormía en el barracón o tirada boca abajo en la nieve.

Existía entre la MVD y los blat­noi un convenio tácito. A cambio de tener amedrentados a los presos po­líticos, los blatnoi dominaban en el campamento. Ningún oficial de la MVD hubiera osado hacer trabajar a un blatnoi.

Estos individuos eran impasibles delincuentes profesionales, estaban la mayoría de ellos en la veintena y cumplían condena por robo y asesi­nato. Habían empezado a vivir co­mo bezprisorni, , niños vagabundos que recorren en cuadrilla la Unión Soviética y van robando por donde pasan. Aunque han nacido bajo el comunismo, les importa un bledo la política. Su starshi o jefe era en nuestro campamento un mozo grando­te de 23 años y helado mirar que do­minaba a sus gentes con férrea dis­ciplina.

Empecé a producir carbón para los rojos el mismo día que llegué. Aquel primer invierno fue el más crudo que la región había sufrido en los últimos 10 años. Después del de­sayuno nos poníamos en fila transi­dos de espantoso frío, levantando y bajando alternativamente los pies mientras los guardias pasaban lista. Mi tajo distaba dos kilómetros y me­dio del campamento. Cincuenta pre­sos custodiados por 10 guardias y dos perros, policías emprendíamos la marcha todas las mañanas por un callejón de 12 metros de anchura que comunicaba el campamento con la mina.

Ya en noviembre tardábamos una hora en llegar a la mina, caminan­do penosamente por la nieve acumu­lada. Cada semana bajaba el termó­metro tres grados más. Poco después la marcha al tajo se convirtió en ex­pedición polar: pequeñas caravanas de guardias, perros y esclavos que desafiaban la cegadora tormenta de nieve venida de todas partes.

MI TAREA en la mina era empujar una vagoneta de dos toneladas llena de esquisto. Mi compañero de fae­na, que era letón, me explicó por se­ñas lo que tenía que hacer. El ascen­sor de la mina traía los desperdicios de esquisto y los echaba a una vagoneta metálica. Entre los dos tenía­mos que empujar la vagoneta 150 metros, ladearla luego y descargarla en otra vagoneta que estaba más abajo que nuestro andén. Hacíamos esta maniobra 70 veces al día.

Los 14 meses siguientes fui una locomotora humana. Empujaba con el hombro incrustado en la vagoneta hasta que se me quedó casi perma­nentemente morado. Ladear la va­goneta era esfuerzo sobrehumano. La primera vez que lo hice creí que se me quebraba el espinazo.

El reglamento de Vorkuta man­daba que se suspendiera el trabajo cuando la temperatura descendiera de 40 grados bajo cero, pero yo he trabajado con temperaturas inferio­res a 50 bajo cero, la cabeza enterra­da entre los hombros en vano inten­to de resguardarme del frío. Un día la grasa del eje de la vagoneta se congeló; pero ni aun así se interrum­pió el trabajo.

No tenía guantes pero me amañé para robar en el taller de los mecá­nicos unos harapos de limpiar gra­sa y me envolví las manos en ellos. También llevaba los pies envueltos en trapos que, por cierto, calentaban más que calcetines. Pero no había manera de librarme del frío. Al ca­bo de una hora de estar trabajando me encontraba tan aterido y agota­do que lloraba como un chiquillo.

Nos daban dos comidas diarias. Todas las mañanas nos entregaban una masa de pegajoso pan negro, un tercio del tamaño de una hogaza co­rriente, y ésta era nuestra ración bá­sica para la jornada. El desayuno consistía en dos cucharones de kas­ha (sémola) y un tazón pequeño de sopa aguada. La cena, que tomahamos 12 horas después, se compo­nía también de kasha y sopa, más un dedalillo de aceite de semilla de girasol para echarlo a la sémola, un pedacito de pescado o de correosa carne de reno, y un bollo.

Todo el alimento del día me pro­porcionaba, según me dijo un médi­co ruso, 1400 calorías, o sea, la mitad aproximadamente de lo que necesita un empleado de oficina. Tenía ham­bre continuamente y se me hacía un nudo en el estómago que pedía an­gustiosamente más. Es una sensación a la cual nunca llega uno a acos­tumbrarse.

En el invierno de 1950 al 51 sola­mente me alcanzaban las energías hasta el regreso por la noche al cam­pamento. Después de cenar en la sto­lovaya, el cuarto del rancho, me derrumbaba en la dura tarima sin qui­tarme la ropa de trabajo mugrienta y empapada de aguanieve. Mi peso no tardó en bajar de 70 a 43 kilo­gramos y la piel me caía en pliegues sobre los huesos.

El aspecto de la mayoría de los de­más presos era todavía más misera­ble. El 90 por ciento teníamos alta tensión o alguna enfermedad cardia­ca, los dos azotes de la región polar. Las muñecas y tobillos se me con­vertían a ratos en tumefactas masas.

Se nos podrían los dientes por fal­ta de vitaminas. No existía profi­laxis dental; sólo se hacían extraccio­nes. La mayoría habían perdido la mitad de los dientes. También yo dejé unos cuantos y los que me que­dan están carcomidos y flojos.

Una sola cosa nos salvaba. El mis­mo frío que nos arrancaba el alma del cuerpo era milagroso salvavidas. Hacía sencillamente demasiado frío para que las bacterias viviesen en Vorkuta. Sin el frío hubiéramos pe­recido víctimas de una serie de epi­demias en cosa de un año. La única enfermedad corriente era la tubercu­losis, agravada probablemente por el polvillo del carbón.

Nadie nos vigilaba durante el tra­bajo pero teníamos que atenernos a las normas comunistas, mucho más diabólicas que el peor capataz de esclavos de otros tiempos. Mi norma era trasportar todo el esquisto que subiera el ascensor de la mina. Otros tenían tareas más puntualizadas: en­tibar tantos metros de galería, o ex­traer tantas toneladas de carbón. A los que no cumplían con sus normas se les ponía a media ración, lo cual los debilitaba más de lo que ya esta­ban para poderlas cumplir. Era un círculo vicioso.

En realidad había un solo proce­dimiento de burlar a los comunistas y fueron muchos los presos que lo utilizaron. Consistía en lisiarse uno mismo tan gravemente que sólo fue­se capaz de servir como barrendero o sushilchi'k (fogonero de la estufa del barracón).

Cierta noche, cuando ya me había dormido en el estante, me despertó un penetrante grito. Un preso asiático, un calmuco de aspecto feroz, estaba en pie en medio de la barras, con un hacha en la mano izquierda. Todos los ojos se clavaron en él. El calmuco apoyó en un taburete la palma de su mano derecha.

Russkiye cherti! (rusos ende­moniados) —gritó— ¡Yo no trabajo más!

Al decir esto, descargó fieramen­te el hacha sobre la mano derecha, exactamente a la altura de los nudi­llos, y se segó los cuatro dedos. Con ojos brillantes de altivez, el calmu­co se envolvió en sucios andrajos el resto de la mano y se arrastró hasta su estante. Luego pasó dos meses en la cárcel del campamento pero nun­ca volvió a hacer faenas duras para la MVD.

Otros se frotaban con lodo las he­ridas que ellos mismos se habían he­cho, o pedían a los amigos que les majasen las muñecas a garrotazos. Algunos se salieron con la suya, pero a otros se les prolongó la condena por sabotaje.

Por cosa de seis meses me mantu­ve aislado en aquel mundo de locu­ra. Apenas tenía cosas en que ocu­par el espíritu. Los juegos de naipes estaban prohibidos y no me permitían recibir ni enviar corresponden­cia. Mi sola distracción era Radio Moscú, que gritaba en el altavoz del barracón en un lenguaje que casi no comprendía. Me esforzaba para no pensar en la fecha del cumpli­miento de mi condena ... 1965.

Sabía que no podría resistir.

UNA NOCHE, tendido en el estante tras agotadora jornada de trabajo, di en pensar en lo mal que lo iba pasando en Vorkuta desde mi llega­da. Había sobrevivido -a cinco años de cautiverio en Alemania Oriental, pero menos de un año en Vorkuta casi había acabado conmigo. «Esta idea de hacer el lobo solitario no s ve para nada —me dije—. Sin amigos nunca lograré aquí salir adelante.»

El primer paso de mi plan para  sobrevivir fue aprender el ruso. Tuve por profesor a un antiguo este diante de la Universidad de Moscú  y empecé a progresar rápidamente, Salvada la barrera de la lengua, hice algunos amigos. Trabé amistad intima principalmente con tres hom bres  y, gracias a ellos, se me fue haciendo más tolerable la vida. Partícipaba de los escuálidos paquetes de comida que les enviaban de sus casas. Cuando fui al hospital del campamento, ellos me traían pan economizado de sus propias raciones; y me hicieron otros favores por todo lo cual les estaré siempre agradecido

Gradualmente fui conociendo a otros prisioneros. Vorkuta es una verdadera Liga de las Naciones, así como un antiguo Quién es Quién del mundo comunista. Hay allí es­clavos que han sido ministros su­plentes en Alemania Oriental y otros países satélites. Había en mi tiempo un colega de Trotsky que había pa­sado los últimos 19 años en campos de esclavos. Gureyvich, ex-diplomá­tico soviético, vivía a pocas barracas de la mía.

Pero no todos eran ex-rojos en Vorkuta. Teníamos compañeros po­lacos que habían peleado por los aliados en la Segunda Guerra Mun­dial y centenares de naturales de los países bálticos engullidos en 1940. Había esclavos de Iraq, Irán, Francia, Italia, Mogolia, China, Checos­lovaquia.

Algunos de mis compañeros de cautiverio eran sacerdotes: curas ca­tólicos de Lituania, ministros pro­testantes de Latvia y Alemania, po­pes ortodoxos rusos. En Vorkuta era delito grave hacer profesión de fe religiosa pero la religión florecía a pesar de todas las restricciones. Al­gunas sectas celebraban oficios com­pletos, con altar y todo, en un pasa­dizo abandonado de la mina. Los domingos que estaba libre, asistí al­gunas veces a los servicios de un sacerdote letón. Estos servicios se ce­lebraban en una barraca diferente cada vez. Era peligroso, pero sólo cuando los sorprendían dos guardias o más; los guardias individuales ha­cían como si no vieran y daban me­dia vuelta.

A medida que aumentaba mi co­nocimiento del campamento y de mis compañeros la vida iba siéndo­me menos odiosa. En junio de 1951 llegó de Moscú una comisión minera para estudiar la producción de hulla. El resultado de su visita fue un anuncio de que los prisioneros más fuertes - tenían que trabajar aba- jo en minas. inas. Y, para espanto mío, yo estaba incluido entre ellos.

Aun cuando me encontraba me­dio deshecho por trabajar a la he­lada intemperie, había pasado tam­bién un día pavoroso abajo viendo a los esclavos picar carbón como bes­tias. A toda prisa me dirigí al jefe de trasportes de la sección, joven paisano comunista con quien había trabado conocimiento. «Van a en‑

viarme abajo —le expliqué—. ¿No podría hacer trabajo de trasporte dentro de las minas? Siempre será mejor que picar carbón.»

Nunca supe con seguridad por qué lo hicieron, pero accedieron a mi demanda. Por consiguiente mi tarea iba a consistir en guiar trenes de carbón por las estrechas galerías de las minas.

La Mina 16 era un agujero pri­mitivo con muy poco equipo moder­no y carente de toda seguridad. Casi todas las semanas teníamos hundi­mientos. Los techos de la mina se desplomaban con frecuencia porque el entibado de madera estaba dema­siado espaciado. A los esclavos que hacían el apuntalamiento les impor­taba un bledo. El mayor espacia-miento requería menos trabajo y, como se apuntalaba mayor trecho, se mejoraba de norma.

Cuando me presenté al trabajo me dijo el capataz: «Aquí no tene­mos cambiavías automáticos, amerikanetz. Tendrás que marchar en el tope y cambiarlos tú mismo.»

Dicho así parecía fácil pero la ver­dad es que tuve que suplir con ha­bilidad y arrojo la falta de eqÚlpo de los rojos. De pie en el tope delan­tero de largo tren de vagonetas, con el reflector de mi casco enfocado so­bre la oscura vía, tenía que hacer proezas. Los cambios estaban dise­minados sin orden ni en toda la red de vías. Cuando veía a tiempo uno abierto, generalmente a metro y medio o dos delante, salta­ba del tope, movía la palanca y co­rría a resguardarme contra el muro antes que me atropellase el tren.

A veces no llegaba a tiempo para cambiar la vía. La primera vez que me ocurrió, me aplasté desesperada­mente contra el muro de la mina y esperé el estrépito. Cuando el tren tropezó en la vía abierta, se amonto­nó en una masa de vagonetas y car­bón desparramado. Una de las vago­netas dio contra la entibación que me resguardaba y se quedó quieta a pocos centímetros de mi pecho. Es­tos espeluznantes descarrilamientos acabaron por formar parte regular de mi tarea.

Un día, después de mover la pa­lanca, observé que una de las agujas no había cerrado bien. Apresurada­mente la sostuve con la mano hasta entrar la rueda delantera. Era una maniobra muy arriesgada. Cuando la rueda trasera se acercó al cambio defectuoso, volví a sujetar la aguja, y apenas alcancé a retirar la mano en el preciso momento que pasaba la rueda. Repetí el juego de manos a intervalos de fracción de segundo 60 veces con las 30 vagonetas del tren. No tenía alternativa. Si hubie­ra fallado una sola vez el tren ha­bría saltado fuera de los rieles para hacerme papilla.

Cuando pedí a mi capataz que in­formase al jefe de sección sobre el cambio defectuoso, me dijo: «Será mejor que lo dejes como está, amerikanetz. Si se lo digo, acabarás pi­cando carbón. A los jefes no les im­portan tus dificultades.»

Mi ruleta rusa de guardagujas em­pezó a preocuparme mucho al cabo de algún tiempo y suspiraba por salir de la mina. En febrero de 1953 mi sueño se realizó. Un nuevo jefe de sección con quien había tenido ocasión de hablar una o dos veces sobre los Estados Unidos se llegó a mí un día y me preguntó: «¿ No le gustaría a usted trabajar arriba para cambiar un poco? Hay una vacante en el cuarto de aseo de oficiales.»

Era la pregunta más grata que me habían hecho en siete años.

EL CUARTO de aseo era un mundo nuevo. Mis horas de servicio eran 24, seguidas de otras 24 horas libres ... la primera oportunidad de descan­sar de veras que se me había presen­tado en años. La sensación de fatiga constante empezó a dejarme gra­dualmente. Existían también otras ventajas. El cuarto de aseo era la ha­bitación más limpia y caliente de la mina y los jóvenes jefes comunistas acudían a ella para mudarse de ropa. En el turno de noche iban con fre­cuencia con el único objeto de estar calientes.

Al principio trataron de guardar las distancias y nuestras relaciones fueron rígidas y formularias; pero no podían resistirse a la tentación de hablar de los Estados Unidos y en unos cuantos meses nos hicimos buenos amigos. Con frecuencia nos pasábamos hablando gran parte de la noche sentados en el cuarto de aseo.

Como todos los rusos, habían oído rumores sobre la prosperidad en los Estados Unidos, pero la propaganda de su propio gobierno sobre «Wall Street» y los «obreros hambrientos» los tenía completamente despistados. A medida que fue rompiéndose el hielo entre nosotros, empezaron a sonsacarme con cuidado.

—Amerikaanetz —me decía uno de ellos con una risita menos irónica de lo que pretendía parecer— háble­nos de los ricos trabajadores de su tierra.

Siempre que les describía las con­diciones de vida en los Estados Uni­dos se quedaban con los ojos abiertos como chicos asombrados. «Bueno, tal vez tengan —prosperidad —dijo por fin uno de ellos'— pero su pros­peridad es como una burbuja que va a reventar. Cuando nosotros alcan­cemos prosperidad durará siempre. Puede ocurrir que no la consigamos en cinco generaciones, pero entonces será permanente. Tal vpz las cosas no estén ahora tan buenas por aquí, pero budit, budit ... lo estarán, lo estarán.»

Budit es en Rusia una palabra mágica. Los que ya no se han vuel­to cínicos, en espera de que llegue la utopía comunista, la emplean pa­ra autosugestionarse. Cuando yo les preguntaba: «Bueno, y entretanto ¿cómo  se vive en Rusia?» se enco­gían de hombros y contestaban: «Hay algunos que viven muy mal.»

Los comunistas reconocían franca­mente que en la U.R.S.S. se gozaba de poca libertad. La libertad que más echaban de menos era la oportuni­dad de cambiar de empleo. Odiaban los destinos que tenían en Vorkuta y miraban con anhelo las fotografías de Moscú y los soleados lugares del sur de Rusia que traían las revistas.

Con una sola excepción, los fun­cionarios soviéticos que frecuenta­ban el cuarto de aseo distaban mu­cho de ser comunistas fanáticos. Pa­ra ellos el partido era estrictamente el medio para llegar a un fin. Eran pocos los que tenían ideales relativos al comunismo. «De los seis millones de miembros del partido —calculaba uno de ellos— yo diría que sola­mente medio millón se interesan al­go en la revolución mundial.»

Gracias a su estímulo intelectual y sus comodidades materiales, el cuar­to de aseo me proporcionó la mejor existencia que había llevado en Vor­kuta; también me dio oportunidad de desempeñar un papel modesto, pero importante, en los emocionan­tes acontecimientos que muy pronto iban a ocurrir.

EN 1952 la MVD adoptó un plan atrevido y empezó a pagar un pe­queño jornal a los obreros-esclavos. El hambre, la baja moral y la auto-incapacitación habían hecho honda mella en la producción de hulla y el Kremlin pensó que el incentivo _de unos pocos rublos podía remediar la situación.

Aquellos rublos adicionales die­ron a nuestro campamento ciertos toques superficiales de civilización. Comprábamos té, margarina y azú­car en la cantina. Los días libres po­díamos permitirnos el lujo de ir al «restaurante» para comprar una ra­ción extraordinaria de sopa de coles, kasha o pescado.

El plan tuvo también éxito como incentivo, pues la producción de hulla en Vorkuta aumentó el 20 por ciento; pero repercutió dramática­mente en otro aspecto más grave. Mientras fuimos animales medio muertos de hambre no tuvimos fuer­za ni valor para protestar. Con más lastre en la barriga y cierto atisbo de dignidad personal, consideramos ob­jetivamente por primera vez nuestra condición. Poco a poco el descontento cundió en los campos de esclavos. Estábamos hartos de la inhumani­dad de nuestro trabajo y condiciones de vida, del inaguantable frío, de la persecución de los blatnoi, de la monotonía y, sobre todo, de la desespe­ranza de nuestro destino.

Muchos de los guardias estaban tan hartos como nosotros. Los solda­dos del ejército rojo, guardianes de Vorkuta desde la alambrada exte­rior, estaban en enconado conflic­to con los hombres de la MVD, en­cargados de la policía y administra­ción de los campamentos.

—Esa gente de la MVD —me di­jo en cierta ocasión un soldado del ejército rojo— cobra paga seis veces mayor que la nuestra. Tienen bailes, cines, mujeres y vodka. Nosotros vi­vimos aquí en barracones no mucho mejores que los vuestros. Este in­vierno se han suicidado 10 mucha­chos cuando estaban de centinelas en la tundra.

El descontento de los prisioneros apuntaba principalmente a Stalin. Cada cual se sentía encarcelado per­sonalmente por Bigotes o El Viejo, nombres que solían darle. Escudri­ñábamos minuciosamente sus retra­tos publicados en Pravda. Un esclavo comentaba esperanzado: «No me parece demasiado saludable. ¡Mirad­le los ojos ...! ¡qué viejos y cansados los tiene!»

El 6 de marzo de 1953, llegó por fin la noticia que esperábamos hacía tanto tiempo: Stalin había muerto.

Cuando el altavoz dio la noticia me encontraba entre nutrido gru­po de obreros-esclavos tiznados de hollín. La esperanza iluminó sus rostros. «¡El maldito perro ha vivido demasiado!» gritó uno de ellos. Un anciano cayó de rodillas y oró: «¡Gracias, Dios mío! ¡Todavía ve­la alguien por los desgraciados!»

La muerte de Stalin despertó an­siosa expectación en Vorkuta. Todos esperábamos un gesto, una palabra de Malenkov que pusiera fin a la brutalidad de Stalin con los esclavos. La esperamos en vano.

Pasaron amargos y desilusionado-res los meses de abril y mayo sin que sobreviniera cambio alguno. Vorku­ta refunfuñaba airadamente y empe­zó a menudear el sabotaje. Estába­mos abocados a tener conflictos.

El 18 de junio tuvimos noticias más asombrosas todavía. Un amigo vino corriendo a mi estante, gritan­do: «Juan, lo dice Pravda ... ¡los alemanes orientales se han rebela­do!» Me uní a la multitud que se apiñaba ante un ejemplar de Pravda pegado a la pared. Alguien leía en alta voz la información, sorprenden­temente sincera por cierto. Cada vez que mencionaba la resistencia de los berlineses, los vitoreábamos. Esto nos sirvió de inspiración y durante días y días no hablamos de otra cosa.

Así las cosas, nos enteramos a prin­cipios de julio de la detención del jefe de la MVD, L. P. Beria, por «traidor.» La noticia, que causó con­moción en la administración local de la MVD, enardeció nuestras espe­ranzas. Los esclavos empezaron a insultar públicamente tanto a los ad­ministradores como a los confiden­tes de la MVD.

Ese mes de julio nuestra actitud de esclavos tuvo mucho de arrogan­te. El largo sol veraniego había de­rretido la nieve y renovado nuestro valor y energía. Hablamos de dar un paso decisivo para ganar la liber­tad pero nadie parecía saber lo que había que hacer. Muchos de noso­tros, especialmente los rusos a quie­nes los confidentes inspiraban mortal terror, eran incapaces de tomar una decisión.

Afortunadamente la tomaron otros. Cuando la mañana del 22 de julio me presenté en el cuarto de aseo, uno de los jefes de sección me dijo: «Por fin estalló, amerikanetz. Las minas 17 y 18 están en huelga

 

A LAS cinco de aquella mañana, los obreros de la Mina 17 no res­pondieron a la lista, obedientes a las instrucciones de no presentarse al trabajo, dadas por el jefe a quien habían elegido. «Cuando quiten las alambradas de púas —dijo retado­ramente uno de ellos— volveremos a sacar carbón. Pero no antes.» Los guardias intentaron mantenerse fir­mes pero, sin órdenes específicas de hacer fuego, nada pudieron hacer.

La noticia de la huelga circuló rá‑idamente por nuestra mina. Todo el día siguieron llegando rumores: la huelga se había extendido a la Mi­na 9, luego a la 10, luego a la 25. Yo sabía que era verdad porque me lo dijeron mis amigos los comunis­tas del cuarto de aseo, pero muchos otros lo oían todo con escepticismo.

Al día siguiente hasta los más es­cépticos se convencieron. La Mina 7 del campamento vecino al nuestro se había sumado a la huelga: las ruedas del montacargas de su mina no giraban. Durante un rato siguie­ron llegando vagonetas de carbón (la vía de su ferrocarril pasaba por nuestro campamento), pero después las vagonetas vinieron casi vacías. Escritas con tiza en el interior de los vehículos se veían frases en ruso que significaban: «Al diablo con el carbón. Queremos libertad.» Hojas escritas a mano y pegadas a los vagones decían: «Camaradas de las minas 12, 14 y 16. No nos dejéis so­los. Sabéis que estamos en huelga.»

Acto seguido formamos nuestro propio comité de huelga. El jefe era el ex-diplomático soviético Gurey­vich. El resto estaba compuesto por una mayoría de intelectuales rusos, algunos de ellos todavía marxistas, pero todos rabiosamente antisovié­ticos.

Aquella noche un miembro del comité vino a verme a mi barracón. «No hemos decidido cuándo decla­rar la huelga, amerikanetz —me di­jo— pero, cuando sea, tú vas a desempeñar una gestión importante. Correrá de tu cuenta convencer a los jefes de sección rojos para que

-lamentablemente la revista parece con hojas cortadas totalmente de la pag  204 saltamos a la 209-

fueron a sus casas. Mi misión estaba cumplida.

Redactamos una lista de deman­das: 1. Desaparición del alambre de púas. 2. Los barracones no se cerra­rían con llave por la noche. 3. Liber­tad de todos los presos políticos que hubiesen cumplido 10 años o más (¡yo había cumplido ocho!). 4. Con­cienzudo examen de los juicios de todos los presos políticos y puesta en libertad de los inocentes. Nuevas sentencias más leves para los demás.

Estábamos pegando nuestra lista de demandas en diversos lugares del campamento cuando nos enteramos de que 30 de los karagandanos ha­bían sido detenidos. Nuestra ira se desbordó. Sin perder un instante Gureyvich, el comité de huelga y 2000 huelguistas avanzamos furiosa­mente hacia la cárcel dando gritos de «¡Suelten a los karagandanos!» El jefe del campamento, mayor Tche­vechenko, se presentó e intentó cal­marnos.

—No hay razón para sulfurar­se, hombres. Os prometo que serán puestos en libertad antes de las seis de la tarde.

Eran las-tres y cuarto y decidimos esperar y ver lo que pasaba. A los pocos minutos llegaron varios autos de la policía, acompañados de cua­tro camiones de tropa. Era evidente que habían venido para llevarse a los karagandanos a la cárcel central. Bajaron de los camiones unos cien soldados, parte del ejército y parte de la policía. Se extendieron y rodea­ron los portones del campamento.

Lanzando maldiciones, corrimos a impedir que los soldados entrasen en el campamento. Súbitamente los karagandanos presos, que habían dominado a sus guardianes, salieron como centellas de la cárcel. Un se­gundo después oímos la orden: «¡Fuego!»

Me encontré inmovilizado contra el edificio de la administración y en­tre dos fuegos. Me aplasté contra el muro y me encomendé a Dios. Des­de donde estaba se veía que todos los soldados del ejército y algunos de la policía habían desobedecido a sus jefes y no disparaban. Un solda­do del ejército apuntaba tercamente al suelo con su fusil-ametralladora, pero un teniente de la MVD le arre­bató el arma y empezó a tirar.

El tiroteo duró sólo 20 segundos que parecieron una eternidad. Cuan­do terminó, 15 compañeros nuestros yacían heridos en el suelo. Dos esta­ban muertos.

La rabia se apoderó de nosotros, Gureyvich hizo una señal al comité y todos juntos avanzaron hasta el portón delantero. Mirando con des­precio las negras bocas de 100 fusi­les-ametralladoras, Gureyvich diri­gió la palabra a Tclievchenko y los guardias.

—El comité de huelga —dijo— os releva oficialmente del mando del Campamento número 3 y de las minas 12, 14 y 16. Desde este momen­to nos hacemos cargo de ellos no­sotros, los presos. Si cualquier oficial o guardia cruza el portón sin nuestro permiso lo mataremos. Si queréis someternos tendréis que fusilarnos ahora mismo a los 4500 presos. Entretanto no saldrá de las minas ni un gramo -de carbón.Todos lo aclamamos enardecidos.

El gesto dio resultado. Nadie dis­paró. Nadie levantó la mano para atajarnos. Gracias a un rasgo de va­lor, nuestra huelga carbonera se ha­bía trasformado en un levantamien­to. La Gran Rebelión de los Esclavos de Vorkuta en 1953 había empezado.

INMEDIATAMENTE organizamos algo que en la práctica era una repú­blica independiente de esclavos. Ca­da barraca quedó a cargo de un miembro del comité de huelga. Re­quisamos todas las vituallas del cam­pamento y aumentamos las racio­nes. Establecimos nuestra propia po­licía pero apenas hizo falta. Mantu­vimos perfecta disciplina. Los antes feroces blatnoi se quedaron mustios en sus barracones, como chicos azo­tados, sin acertar a comprender qué fuerzas extrañas habían puesto su mundo al revés. La disciplina de nuestros compañeros, alborozados por la fiebre de la libertad, era fan­tásticamente elevada. Todos hubié­ramos dado la vida con gusto por ella.

Poco después del tiroteo hicimos nuestra propia bandera, una sencilla bandera roja con bordes negros en memoria de nuestros dos camara­das muertos. La izamos a media as­ta en un palo alto encima del cuarto de rancho. Quince minutos después surgió, como por arte de magia, otra bandera exactamente igual que la nuestra, negra y roja, en un palo bañado de sol que se alzaba en la entral eléctrica al otro lado de la colina. Pocos minutos más tarde ocu­rrió lo mismo en la Mina 7, luego en la 10, luego en otras. Hasta don­de alcanzaba la vista, la nueva ban­dera negra y roja de los esclavos li­bertados remplazó en la tundra a la soviética. Entre 85.000 y 100.000 es­clavos estábamos en huelga.

Estaba claro que la MVD y el Kremlin se sentían intimidados. «En otros tiempos —me dijo un anti­guo prisionero— Stalin nos hubiera aplastado aun a costa de quitarle la vida al último esclavo.» Tenía ra­zón, pero ya no eran aquellos tiem­pos. Ahora el Kremlin, paralizado por sus propias luchas internas por el poder, temía al parecer dar otras órdenes que las de tratar a los huel­guistas «con máximas precauciones.» El régimen inestable de Malenkov tenía gran necesidad del carbón y no podía arriesgarse a que el levan­tamiento se extendiera. Le convenía más abstenerse de medidas decisivas y esperar los acontecimientos.

Ya avanzada la tarde, 300 solda­dos con ametralladoras y morteros se desplegaron alrededor de nues­tro campamento. A las seis y media un capitán de la MVD pidió permi­so para entrar. Cruzó desarmado el portón y leyó una declaración del general Derevyenko, jefe supremo de la MVD en toda la extensión de Vorkuta.

«A partir de ayer —leyó— todos los presos recibirán como compen­sación 300 rublos al mes. Se quita­rán los barrotes de las ventanas en los barracones, no se cerrarán con llave los barracones por la noche, se suprimirá la lista de la tarde. Me­diante el permiso del jefe del cam­po, los presos podrán recibir una vez al año visitas de sus familias.»

  ¡Paga triple! ¡Se acabaron los ba­rrotes! ¡Nuestro regocijo era inmen­so! Solamente llevábamos horas de rebelión y ya los administradores ha­bían hecho concesiones importantes. 'Los tres días siguientes fueron ma­ravillosos. La naturaleza hizo causa común con nosotros y nos deparó cielos soleados, limpios de nubes. La temperatura subió a 21 grados. En todo el Campamento número 3 ha­bía hombres que se tostaban al sol y comentaban la asombrosa serie de sucesos. Todos rebosábamos júbilo. Me encontraba sentado con unos amigos cerca de la alambrada del campamento cuando un soldado del ejército que hacía guardia de­lante de nosotros preguntó: «¿Qué pasa? ¿ Habéis conseguido algo?» Le contamos las concesiones de De­revyenko. «Está bien —dijo—. No­sotros estamos de vuestra parte. Me tiene sin cuidado que estéis en huelga hasta el día del julcio. Ningún soldado del ejército rojo disparará contra vosotros.»

 En realidad estábamos haciendo tiempo en espera de un representan‑ del Kremlin facultado para convenir en una reducción de condenas.  Pero hasta entonces el Kremlin ha­bía guardado silencio.

El 27 de julio vino a vernos el mismo
Derevyenko. Se paseó de grupo
en grupo y nos habló paternalmenmente
«¿No creen ustedes que lo me
jor es que reanuden el trabajo? preguntó—. Han conseguido la ma­yoría de sus demandas. ¿ Qué más quieren?»

«Estamos esperando respuesta del Kremlin,» contestó uno de los miem­bros del comité de huelga. Entonces Derevyenko nos anunció, un mo­mento antes de marchar del campa­mento, que el general de la MVD Maslennikov, ministro suplente de lo Interior en toda la Unión Sovié­tica, venía volando desde Moscú.

La noticia se publicó como si fue­se otra victoria de los huelguistas, pero a muchos nos causó inquietud. Maslennikov era tan famoso por su astucia como por su crueldad.

El 29 de julio a mediodía un ami­go entró gritando en mi barracón: «Juan, levántate! ¡El general de Moscú viene por la carretera!» Co­rrí al portón y llegué justamente a tiempo de ver entrar en el campa­mento un largo automóvil negro en­tre dos filas de guardias bien arma­dos. Maslennikov salió y el auto dio media vuelta y quedó con el morro en dirección a la reja abierta. Afue­ra hacían guardia por lo menos 500 soldados.

Un séquito de 30 oficiales, la ma­yor parte coroneles, siguió a Maslen­nikov hasta el campo de fútbol, don­de habíamos instalado sillas y una larga mesa. Habían venido a escu­char nuestras demandas y estába­mos bien preparados para dárselas a conocer. Veinte oradores escogidos iban a exponer nuestros puntos de vista. El resto de los 4500 esclavos nos apiñábamos tras ellos. Esta escena histórica fue la más emocio­nante que he presenciado.

EN PRIMER término Gureyvich presentó nuestra demanda de revi­sión de procesos, reducción de con­denas y libertad para todos los que hubiesen cumplido 10 años. Luego fueron saliendo de las filas uno a uno y adelantándose para hablar ín­fimos obreros-esclavos a los cuales se daba ocasión para vomitar su bilis sobre la indecencia soviética ante uno de los poderosos del Soviet. Y Maslennikov tuvo que escuchar.

Los discursos fueron conmovedo­res, inteligentes y cáusticos. Un ex-profesor de historia de la Universi­dad de Leningrado dijo antes de em­pezar que estaba advertido de que su discurso le costaría 10 años más de esclavitud. Maslennikov protestó con violencia: «Nyet, nyet. Todos ustedes pueden hablar con libertad.» Así lo hizo el profesor. Describió la historia de la esclavitud desde la época de los faraones hasta el trá­fico de esclavos de la Costa de Oro. «Pero nunca en la historia de la hu­manidad —terminó— ha sido tan cruel y tan extensamente explotado el obrero esclavo como aquí en la Unión Soviética ... ¡la libertadora de la clase obrera

Coreamos apasionadamente cada palabra. «¡Vot! ... ¡Vot! ... ¡Así es! , ¡Así es!»

Un polaco habló en nombre de los extranjeros. Dos ex-burócratas soviéticos que habían tenido altos cargos hablaron de las ofensas in­feridas a la doctrina marxista y de perversión por la Unión Sovietica. F.ra maravilloso oir a aquellos hombres decir lisa y llanamente lo que pensaban, aunque sólo fuera durante breves minutos.

Maslennikov escuchó durante una hora con la cabeza doblada sobre el pecho. Estaba visiblemente horrori­zado. En sus 30 años de bolchevismo no había oído proferir públicamente semejantes palabras. Cuando se aca­baron los discursos, se levantó y marchó al campamento inmediato sin decir palabra.

Maslennikov completó al siguien­te día sus visitas a los campamentos en huelga sin hacer mella en la unión de los huelguistas. El primero de agosto por la mañana, a los 10 días exactos de iniciada la huelga, vi que ocurría algo extraño. Saca­ron de su campamento a los obreros de la Mina 7 en pequeños grupos aislados y los fueron llevando a la tundra. Cuando ya se habían lleva­do unos 30 grupos, empezaron a re­gresar grupo por grupo.

Una hora después descubrimos lo que había ocurrido. La MVD había dejado que el primer grupo regre­sase al campamento sin decirles ab­solutamente nada. Pero al segundo grupo le dijeron: «Ya veis, el primer grupo ha resuelto volver al trabajo. ¿Vais a seguir su ejemplo o queréis que os fusilemos a todos ahora mis­mo?» Repitieron la misma pregunta a un grupo tras otro.

Aquella artimaña quebró la huel­ga en la Mina 7. Es significativo que las tropas de la MVD que profirie­ron la amenaza no fuesen las de Vorkuta. Formaban parte de un gimiento de 1200 guardias traído especialmente para sofocar la rebelión.

En seguida Maslennikov y sus tropas subieron carretera arriba hasta la Mina 29 en la colina inmediata nuestro campamento. A las 11 oímos violentas descargas de ametralladoras y fusilería. A los pocos minutos hicieron un llamamiento para que todos los médicos del campa­mento acudieran presurosos a la Mi­na 29. Maslennikov había ahogado en sangre aquella rebelión.

Más adelante pude reconstruir la escena. Maslennikov había llegado a los portones del campamento en un automóvil provisto de altavoz. Ante él se amontonaban 2500 escla­vos con los brazos entrelazados.

«Volved a vuestros barracones — gritó Masleniilkov--. Seguid el ejem­plo de la Mina 7. Allí ya están tra­bajando.» La multitud contestó vociferando insultos y se acercó más a la alambrada.

El jefe de la MVD decidió ensa­yar la persuasión. «Todos los que quieran volver al trabajo —dijo—salgan fuera del portón.» Solamente salieron unos 50 huelguistas. Maslennikov los miró con rabia.

Usó el altavoz por tercera vez: «Poned fin ahora mismo a esta re­belión. Volved a vuestros barraco­nes. Organizad el trabajo vosotros mismos. Esta es mi última adver­tencia.» Antes que terminara de ha­blar los esclavos contestaron a coro: «¡Que el diablo se lleve vuestro car­bón! ¡Si no podéis darnos la liber­tad, nos la tomaremos!»

 Cuando los presos estuvieron jun­to al portón, las ametralladoras pe­sadas y los fusiles de infantería abrie­ron fuego. Durante dos largos mi­nutos el ruido de los disparos se mezcló con los gritos de los heridos. No quedó nadie en pie. Ciento diez fueron muertos instantáneamente. Más de 500 quedaron gravemente heridos. Maslennikov ordenó que se abrieran las puertas y mandó a gran­des voces que los vivos salieran a la tundra. Los supervivientes, gimien­do al pasar por encima de los cuer­pos de sus compañeros, se encami­naron a la puerta.

Al siguiente día, cuando supimos de la carnicería roja, también noso­tros volvimos al trabajo. Luego los otros campos se rindieron uno por uno a la MVD a intervalos de una hora o cosa así. Ya avanzada la tar­de el levantamiento estaba sofocado.

La semana siguiente los jefes de la MVD compensaron con su seve­ridad la indecisión que habían mos­trado durante la huelga. Cada pocas horas se llevaban un hombre. En conjunto, fueron detenidos 7000 es­clavos de Vorkuta y 300 ejecutados sin juicio. Un millar fueron trasfe­ridos al Extremo Oriente y al resto se les aumentó la condena. No volví a ver a Gureyvich ni a los héroes del campo de fútbol que tan elocuente­mente hablaron aquel día en -nues­tro nombre.

Medida con criterio occidental, la rebelión de esclavos sería un fraca­so. Habíamos ido a la huelga para lograr la libertad y seguíamos sien­do esclavos. Pero esto es mirar las cosas con excesiva ingenuidad. El mero hecho de que la rebelión ocu­rriera en la Unión Soviética la con­vierte en éxito instantáneo y glorio­so. Su efecto en el mundo comunista fue electrizante. La gente de Lenin­grado expresó en cartas escritas a los trabajadores libres de Vorkuta su simpatía por nuestra causa. De igual modo que los motines de Berlín Oc­cidental hicieron que el Soviet adop­tase más conciliatoria actitud con sus satélites, nosotros los esclavos de­mostramos al Kremlin en aquellos 10 días que su propia solidaridad ín­tima es una farsa. Aun cuando no haya servido para otra cosa, aquella huelga de obreros-esclavos en el pa­raíso de los trabajadores ha llegado, por medio de la interminable red noticiera clandestina de Rusia, a oí­dos de 20 millones de esclavos y les ha llevado un rayo de esperanza, así como tal vez a no pocos obreros «libres.»

Vorkuta no volvió a tranquilizar­se. Reinó en ella un espíritu triun­fante, mantenido a flote por el au­mento de jornal logrado, que fue la herencia de la huelga. En febrero de 1954 una bomba de fabricación ca­sera voló parte del edificio de la administracion en la Mina 7. Luego quedó parcialmente destruido el ge­nerador de energía eléctrica de la central. Un registro hecho en nuestra mina por la MVD descubrió la existencia de 400 cartuchos de di­namita convenientemente colocados para volar el pozo del montacargas principal.

En un traslado de esclavos hecho en 1954 para debilitar las organiza­ciones de los presos, me trasfirieron a la Mina 29, escena de la matanza del primero de agosto. Los compa­ñeros de mi nueva barraca me mos­traron con orgullo las heridas recibi­das aquel día. Casi todos tenían una o varias cicatrices y los agujeros de bala decoraban todavía todas las pa­redes.

MIENTRAS duró la huelga alenté, sin razón lógica en que apoyarme, la esperanza de que una sucesión de acontecimientos descabellados iba a devolverme la libertad. Pero aquel sueño se acabó y aún me quedaban 11 años de condena. Mi única vis­lumbre de esperanza era una cartu­lina de 12 por 7 centímetros. No me permitían enviar una postal a mi fa­milia, pero por fin conseguí cursar una con el nombre de otro preso. Ocurrió esto en mayo de 1954.

Cierto día de principios de junio — me encontraba comiendo la sopa de4 coles en el stolovaya cuando un camarada corrió muy excitado a mi encuentro. «Amerikanetz —me di

jo—. El jefe del campamento te es­tá buscando. Tiene órdenes de man­darte a Moscú.»

Me dirigí a toda prisa al edificio de la administración y me cuadré ante un teniente de la MVD. «Va usted a salir para Moscú —me dijo — mañana a las siete de la mañana.»

—¿Por qué a Moscú? —pregunté. Lo probable era que me trasfiriesen a otro campamento, pero siempre existía la posibilidad de que, por fin, me juzgasen de verdad.

—Hasta donde llegan mis noticias —replicó— marcha usted a su tierra

Oí las palabras pero no acabé de creerlas. Significaban algo excesiva mente descabellado. ¿Por qué iban a ponerme en libertad? No habían dado una amnistía general. Había perdido de tal modo el contacto con el mundo que Vorkuta y su reglamento eran toda mi realidad. Por si acaso, recé.

A la siguiente mañana, con mis reducidas pertenencias colgadas del hombro, me llevaron a la estación del ferrocarril. Caminé hasta el va­gón de presos y esperé al oficial de la MVD que venía detrás de mí. Se echó a reir y me dijo: «No, no, ame­rikanetz. Usted no tiene ya que via­jar ahí. Suba al tren.»

Fuimos en un tren de pasajeros ci­viles de Vorkuta a Moscú y luego a un campamento en Potma a unos 400 kilómetros al sudoeste. Era un campamento de repatriación en el cual no trabajé; y con ayuda de los paquetes de la Cruz Roja añadí unos 20 kilogramos a los 43 de mi esqueleto.

El 3 de enero de 1955 volvía Mos­cú, esta vez para objeto del trato  reservado por los Soviets a los per­sonajes de campanillas. Me dieron un traje de lana y me alojaron en una hermosa casa con mi primer, cama blanda en nueve años.

Aquella tarde vino a visitarme una delegación del Kremlin. Di un salto cuando vi que estaba presidid por el general Maslennikov ¡el verdugo de Vorkuta!

—Mañana, señor Noble, saldrá usted para Berlín donde será entrega­do a las autoridades norteamerica­nas —dijo Maslennikov. Me estre­chó la mano y luego preguntó sin darle importancia—. A propósito ¿ dónde ha estado usted en la Unión Soviética?

Cuando dije que en Vorkuta, se quedó pálido.

—¿ En qué mina? —preguntó pro­curando conservar la compostura.

—En las Minas 16 y 29 —repuse. Aquello me estaba divirtiendo.

Me miró de soslayo, nerviosamen­te, y luego preguntó:

—¿ Me reconoce usted ?

No mentí prudentemente.

 —¿ Participó usted en la huelga?

 —Ya lo creo —contesté con orgullo—. Todos participamos.

Al día siguiente tomé el famoso Expreso Azul de Moscú a Berlín.

YA EN mi tierra me enteré de lo ocurrido. La postal que envié desde Vorkuta llegó a manos de mis pa­dres en Detroit. Mi padre puso la noticia en conocimiento de la Secre­taría de Estado y corrió en seguida a ver al representante Alvin Bent­ley, de Míchigan, que había sido an­tes funcionario del cuerpo diplo­mático norteamericano detrás de la Cortina de Hierro.

Cuando la Secretaría de Estado dijo a Bentley que se estaba hacien­do presión para que me pusieran en libertad, mi padre rogó al congresis­ta que intentase algo más urgente. En setiembre de 1954 Bentley visitó la Casa Blanca y dio cuenta de los hechos. El 17 de setiembre supo que el asunto se había puesto en conoci­miento del presidente Eisenhower. Bohlen, el embajador norteamerica­no en Moscú, estaba tratando de mi liberación con el Kremlin. Y, como se vio luego, el trato directo con la oficina de Molotov hizo el milagro.

Aterricé en Nueva York el 17 de enero de 1955. No he olvidado nada de lo ocurrido ni lo olvidaré nunca. Desde mi llegada, las gentes me han preguntado si no he sacado alguna moraleja de mi experiencia en la Unión Soviética.. Les he respondido que sí y ésta es mi moraleja:

Nuestra rebelión histórica en Vor­kuta fue favorecida por dos facto­res: el sol veraniego que fundió la nieve, y la lucha por el poder que hacía bambolearse al Kremlin. Cada año tiene su verano y creo que ve­remos muchas luchas intestinas pa­ralizantes entre los jefes soviéticos que aspiran a heredar el manto de Stalin. Estoy seguro de que algún verano los compañeros que dejé en Vorkuta darán otro ejemplo glorio­so a los pueblos esclavos del mundo.

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