martes, 27 de abril de 2021

POR QUÉ CREO EN DIOS

 Se conocieron en un campo de concentración,y un año después lo separaron. Un día,
luego de casi 40 años, a una aldea de Ucrania llegó una carta procedente de Italia.

UN AMOR MÁS ALLA DE LAS PALABRAS

Por Brunno Rossi

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST         Septiembre  de 1985

Fstaban haciendo lo que todos los recién casados hacen en Roma: pasear tomados de la mano. Enviaban tarjetas postales de la Basílica de San Pedro. Él tenía 75 años; ella, 65.

Su historia es extraordinaria. Primo Grasselli y Lida Titorenko. Ella es ucraniana, y él, italiano. Se conocieron en un campo de concen­tración alemán. Conversaron con un vocabulario de diez o quince pa­labras. Se amaron. Escaparon de incendios y bombardeos. Los sepa­raron. A ella la enviaron de regreso a su terruño en la Unión Soviética, y a él a Italia. Cada uno siguió sien­do sólo un recuerdo para el otro durante casi 40 años, hasta que un día...

Pero, oigámoslos contarlo, como me lo contaron a mí, en sus propias palabras.

Primo: Nací el 5 de febrero de 1909, en los campos que rodean a Sant'Angelo in Pontano, a 29 kiló­metros de Macerara. La mía era una familia de campesinos. Sólo asistí tres años a la escuela, y luego fui con mi padre a trabajar en los sembradíos.

Cuando tenía yo 14 años, mi pa­dre me llevó a Roma, donde co­mencé mi primer trabajo, como carretero. Me carteaba con una mu­chacha de mi pueblo. Nos casamos en 1933.

En 1942 estaba harto de ser ca­rretero. La oficina de correos estaba contratando a mensajeros. Seguí un curso, y aprobé el examen. Pero me cayó entonces un balde de agua fría: ¿Eres miembro del Partido Fascis­ta? Cuando respondí que me inscri­biría, me dijeron: "Ya no hay ins­cripciones; pero puedes alistarte en el Ejército, e ir al frente". El Ejér­cito pagaba ocho marcos diarios: 60 liras. Más de lo que yo había soñado.

Firmé, y me mandaron a Leip­zig. Llegamos a la medianoche del 22 de junio de 1942. Nuestra pri­mera tarea consistió en levantar una alambrada de púas para un campo de concentración.

Lida: Nací el 23 de enero de 1919, en Vinnitsa, Ucrania. Mi fa­milia era de campesinos. Tenía yo tres hermanos y una hermana. Me gustaba correr entre los girasoles y estudiar. Al crecer, seguí un curso de paramedicina. Es para ser poco más que enfermera y poco menos que médico. Un compañero empezó a cortejarme. Fue uno de los prime­ros en ser llamados al estallar la guerra. Y uno de los primeros en morir.

En 1941, mis hermanos se ha­bían ido al servicio militar en Finlandia, Kiev y Polonia. Mi padre había muerto. Quedábamos tres mujeres en casa: mi madre, mi her­mana y yo. Llegaron los alemanes, y recorrieron cada casa: había que enviar a Alemania a todos los jóve­nes. Mi hermana trepó a un árbol y se ocultó entre las ramas. Me lle­varon a mí, pero logré escapar en medio del desorden en la estación. Viví varios días en un bosque. Te­nía hambre. Una noche, me esca­bullí a mi casa. Pero no me di cuen­ta de que dejé pasar un poco de luz por la ventana. No pude volver a escapar. Me deportaron a Leipzig. Permanecí seis días en un vagón de ganado.

Primo: Los presos llegaron a Leipzig dos días después que yo. Se trataba de muchachas rusas. Esta­ban desfiguradas luego de pasar seis días en vagones de ganado; parecían fantasmas con zuecos. Al punto se nos advirtió: no hablen con ellas; son enemigas. Pensé: Aun si fueran amigas, ¿quién sabe algo de ruso?

Un día, una de aquellas mucha­chas me dio a entender, por señas, que deseaba mi camisa. ¿Por qué? Sonrió. Quería lavarla.

Lida: Aquellos labriegos también parecían prisioneros, igual que no­sotras. Uno de ellos me pareció más amable, más dispuesto a responder. Le hice entender que quería lavar­le la camisa. Porque él me gustó. Así fue como nos conocimos Primo Y yo.

Un día, los alemanes nos dijeron que algunos ucranianos estaban lu­chando del lado de los alemanes.

Esto nos dio el privilegio de tener libres los domingos.

Primo: Lida y yo solíamos pasar los domingos fuera del campo de concentración, como cualquier pare­ja de novios. Pero no era un paraíso. Leipzig sufría intensos bombardeos. Una bomba cayó en la barraca de los prisioneros'  Las muchachas estaban  a salvo, en un refugio, pero lo poco que tenían se quemó. Mis marcos se fueron en comprar algunas cosas para Lida.

Lida: Primo me había advertido que era casado, que tenía hijos. Cuando acabara la guerra, él tendría que regresar con los suyos. Pero pensamos que no terminaríamos vi­vos la guerra. Era como si no hu­biese antes ni después. Podíamos amarnos sin remordimientos.

Primo: La guerra terminó. Está­bamos vivos.

Lida: Sólo uno de mis hermanos regresó a Vinnitsa después de la guerra, mutilado. Yo era la que tra­bajaba; me convertí en cabeza de familia. ¿Casarme? Tuve proposi­ciones. Pero sentía que ya estaba casada. Cada vez que tenía un día libre, corría a ver a una de mis pa­rientas que era monja laica. Los ru­sos hablan del "amor amargo".

eso es lo que yo sentía.

Trascurrieron más de 30 años, y él va era viudo. Había guardado la di­rección de Lida, y decidió escribirle. Pero tuvo que escribir su carta por medio de un traductor, que olvidó echar la carta o pensó que aquellos tartamudeos de un viejo no eran

otra cosa más que una broma. En 1981, Primo envió una segunda carta a Vinnitsa.

Lida: Por las estampillas, supe que la carta era de Primo. Decía que nos casaríamos si yo seguía siendo libre y aún lo deseaba. Lloré. Y se­guí llorando. Tenía ante mí un mi­lagro, y no sabía si debía aceptarlo. Cuando mis familiares entendieron la situación, me hicieron ver claro: no puedes rechazar la felicidad, aun sí llega tarde.

Primo: Después de un mes, llegó la respuesta. Sí. Decidimos reunir­nos en un hotel de Vinnitsa. Salí en mi Fiat 126, aunque estaba ya bastante viejo: había recorrido 130,000 kilómetros.

Durante seis días, Primo atrave­só Yugoslavia y Hungría, hasta la Unión Soviética. Por fin llegó al Hotel Intourist de Vinnitsa, y allí estaba Lida: una babushka con un delantal floreado, una pañoleta en la cabeza y gruesas medias de lana. Aunque ella lo reconoció inmediata­mente, le costó trabajo reunir fuer­zas para decir "Primo, Primo".

Primo: Su voz no había cambia­do. Aquella voz del campo de con­centración, bajo las bombas... el único sonido de vida en aquellos tiempos terribles.

Antes de poder casarse, Primo tuvo que mostrar documentos que llevaban unos sellos del Gobierno. En el otoño de 1983, después de ir al Consulado de la URSS en Roma, volvió en su automóvil a la frontera soviética, donde un agente de aduanas contó y recontó los sellos. Faltaba uno. "Volveré por él", dijo Primo. Dio vuelta a su auto y par­tió de regreso a Italia. Cerca de San Doná di Piave, se quedó dor­mido al volante, se salió del camino y cayó en una cuneta. Sufrió frac­tura de tres costillas y una vérte­bra, y contusiones en la cara. Se recuperó, y acabó por conseguir el sello que faltaba.

El 10 de enero de 1984, Primo y Lida se casaron, primero en el Ayuntamiento de Vinnitsa. Tres me­ses después, la pareja fue al pueblo de Primo, Sant'Angelo in Pontano, para contraer matrimonio por la Iglesia Católica.

Primo: Todo lo que ella conocía eran sus iglesias ortodoxas. Yo le he dicho: "También nosotros so­mos cristianos".

Lida: Soy su mujer. He prometi­do seguir a mi esposo. incluso a un templo católico.

Esta historia de Primo y Lida ter­mina como podía esperarse que ter­minara una historia así: viven felices en Sant'Angelo. Siguen teniendo un leve problema de comunicación, aunque Lida ha mejorado su italia­no. El ruso que habla Primo va un poco más lejos, pero no mucho. No importa. Su amor es —y siempre lo ha sido— demasiado profundo para expresarse en palabras.

CONDENSADO DE CORRIERE DELLA SERA' 11 V 19841.    1984 POR CORRIERE
DELLA SERA, DE MILÁN ITALIA)

  

Una antigua prueba de la realidad de Dios adquiere hoy apremiante frescura.

POR QUÉ CREO EN DIOS

POR PAUL JOHNSON SELECCIONES DEL READER'S DIGEST              Septiembre  de 1985

 

UN DOMINGO por la mañana desperté ardiendo de ira.

 Un personaje prominente me había criticado en público, in­justamente, acerca de un tenia im­portante, y yo me proponía contra­atacar con energía a través de la prensa. Como Sansón a los filisteos, yo le asestaría "golpe sobre golpe haciendo grandes estragos". Estaba ansioso por redactar tal artículo.

Pero, como era domingo por la mañana, fui temprano a la iglesia. La lección de la misa fue un texto del Eclesiástico: "Rencor e ira son también detestables", dice; "el que se venga sufrirá la venganza del Señor".

La misa continuó con el célebre pasaje del Evangelio de San Mateo en que San Pedro pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a un hombre que le hace un daño. ¿De­berá ser hasta siete veces? La res­puesta de Jesús fue: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete".

Mi crítico no me había agraviado setenta veces siete; ni siquiera sie­te veces, sino una sola vez. No es­cribí el artículo.

Hay muchas razones por las que debo creer en Dios, pero la primera es, para mí, la más importante: creer en Dios me convierte en una persona mejor. Las otras razones son más discutibles, y no puedo pro­barlas. Pero sé que esta es verda­dera, y lo sé por mi propia expe­riencia. Y estoy convencido de que cualquier hombre o cualquier mu­jer, sea cual sea su carácter, es una persona mejor por la fuerza de tal creencia.

Una valiente mujer formuló una ardua pregunta a Evelyn Waugh, ese escritor tan magníficamente do­tado, pero irritable y en ocasiones malévolo, que a veces causó dolor con sus palabras: —Señor Waugh, ¿cómo puede comportarse así, y seguir siendo cristiano?

—Señora, tal vez sea yo tan malo como usted dice; pero, créame: si no fuera por mi religión, casi no sería un ser humano.

Waugh estaba simplemente reafir­mando una verdad fundamental: sin Dios, la humanidad pronto de­genera, hasta caer en lo subhuma­no. Esta tesis la fundamentó elegan­temente Francis Bacon hace 350 años, en su ensayo Del ateísmo: "Los que niegan a Dios destruyen la nobleza del hombre. Pues sin du­da el hombre es afín a las bestias por su cuerpo. Y si no es afín a Dios por su espíritu, es una criatu­ra baja e innoble".

Uno de los más grandes teólogos modernos, el sacerdote jesuita Karl Rahner, llegó a una conclusión si­milar. Argumentó que si la imagen de Dios se desvaneciera completa­mente de nuestras mentes, lentamen­te dejaríamos de ser humanos. Esto significa que conservaríamos nues­tra capacidad intelectual, nuestra habilidad para hacer máquinas cada vez más complejas; pero, al cortar el cordón umbilical que nos une a Dios, desaparecería la fuente de nuestra vitalidad ética. En lo mo­ral, no seríamos mejores que una especie de monos fantásticamente listos. Nuestro destino final sería demasiado horrible para siquiera pensar en él.

Porque la verdad es que los se­res humanos somos criaturas como Jekyll y Hyde, y el monstruo que hay dentro de cada uno de nosotros siempre está luchando por tomar las riendas. Los teólogos llaman a esto la doctrina del pecado original, que explica lo que todos observamos, pero que nos resulta difícil compren­der. El hombre puede ser, y frecuen­temente es, un ente destructivo, cruel y malévolo. Esta propensión al mal no puede corregirse exclusi­vamente con nuestros propios recur­sos. Necesitamos una ayuda exterior para controlar nuestro lado sinies­tro. Tal auxilio nos lo da la práctica constante de la religión.

Lo lleva a cabo al establecer un código de conducta que no hacemos a nuestra propia conveniencia, ni lo alteramos a capricho, sino que proviene de Dios, y es inmutable.

Además, nos ofrece muchas for­mas de permanecer fieles a este có­digo. De niño, se me enseñó a rea­lizar cada noche lo que se llamaba un "examen sistemático de concien­cia". Para emplear una metáfora moderna, equivale a poner todos los actos del día en una computadora moral. ¿Cuál era mi calificación? El balance que aparece en la pantalla resulta a menudo desalentador, pero me obliga a reconocer que todos los días cometo actos malos, los cuales debo tratar de evitar. Me recuerda que soy un ser humano moralmente responsable, y que algún día tendré que dar cuenta de mis actos.

Asistir a la iglesia es otro factor que sujeta mi aspecto negativo. Cada vez que asisto a misa por las mañanas, siento un acceso de fuer­za que me ayudará durante el día,

pUEes la ceremonia religiosa es. una ocasión extraordinaria, en que hom­bres y mujeres se congregan con el Único propósito de honrar a Dios, midiéndose a sí mismos no por nor­mas de triunfo y fracaso, sino con el patrón de la eternidad. Se preguntan"¿merezco esto? En caso contrario, ¿cómo puedo merecerlo)?" Es importante plantearse díariamente estas preguntas, lo que es muy poco probable sin la disciplina constante de asistir a la iglesia.

Recuerdo cuando empecé a tra­bajar en mi Historia del cristianis­mo, preguntándome si mi fe sobre­viviría a la labor de examinar en detalle las actividades de las iglesias cristianas a lo largo de 2000 años. Los cristianos habían hecho cosas terribles, a menudo en nombre de Jesucristo. ¿Qué ocurriría si mí repugnancia me volviera contra mi religión?

Recordé entonces el consejo que mi maestro de historia, un sabio je­suita, me había dado en la escuela, cuando le pregunté qué le parecía que su Iglesia hubiera sido a veces totalmente injusta. Me dijo: "Lee el Evangelio de San Juan, capítulo 14, versículo 6".

Encontré allí la famosa frase de Jesús: "Yo soy el camino, la ver­dad y la vida". Lo que mi maestro quería indicarme era que la busca de la verdad, cualquiera que sea su resultado, es el deber de todo cris­tiano y, ante todo, del historiador cristiano.

Por tanto, seguí escribiendo el libro, y salí de esa experiencia con mi fe fortalecida, pues descubrí que las calamidades de la humanidad durante los siglos de cristianismo no ocurrieron porque hombres y mu­jeres practicaran el cristianismo sino, precisamente porque no lo practicaron. Por mala que la huma­nidad fuera con religión, sería infi­nitamente peor sin ella.

Y la historia, aunque me pese de­cirlo, así lo ha demostrado. Años después empecé mi libro Tiempos modernos, estudio detallado del pe­riodo que va desde la Primera Gue­rra Mundial hasta el comienzo de los años ochenta. Esta es la primera época en casi 2000 años en que la mayoría de los gobiernos se ha deja­do guiar por lo que podría llamarse la ética poscristiana. Y la considero única en su crueldad, destructividad y depravación.

Una vez más, descubrí que los anales de la historia en realidad for­talecían mi fe. Estos inmensos ma­les ocurrieron precisamente porque se había puesto un gran poder en manos de hombres que no sentían temor de Dios y a los que no fre­naba ningún código absoluto de conducta.

Lenin, cuya política creó ham­bruna y asesinato en masa de su propio pueblo, no sólo no tuvo nin­guna religión, sino que odiaba y te­mía a quienes sí la profesaban. El único principio rector, insistió, era la "conciencia revolucionaria": en la práctica, todo cuanto convenía a él y a su gobierno.

Hitler adoptó el mismo relativis­mo moral, al que llamó la ley suprema del partido. En virtud de esta ley, que él mismo promulgó, construyó fábricas de asesinatos en masa que exterminaron a millones de seres humanos.

Estos monstruos fueron los me­jores discípulos de pensadores que deliberadamente habían rechazado la religión. Lenin derivó de Marx la idea de que había que destruir el cristianismo, porque inculcaba el vi­cio de la humildad. Hitler aprendió de Nietzsche que Dios había muer­to y que lo había sustituido "la voluntad de poder".

Mientras escribía Tiempos mo­dernos, se formó en mí la firme con­vección de que el hombre sin Dios es una criatura condenada al ani­quilamiento. La historia del siglo xx demuestra la tesis de que, al des­vanecerse la visión de Dios, primero nos volvemos simples monos muy listos, y luego nos exterminamos unos a otros.

Es una perspectiva aterradora. Pero la restauración de esa visión de Dios puede invalidarla. La so­ciedad, en conjunto, será menos autodestructiva si reverencia las nor­mas morales que no es posible cam­biar según el capricho de congresos y parlamentos y comités centrales, sino que derivan su autoridad de Dios.

Pero, dicho lo que antecede, no creo en Dios por la utilidad públi­ca de esta idea. Dios no representa un útil mecanismo de control social. Si Dios fuese una simple abstrac­ción de bondad, como arguyen cier­tos autores de asuntos religiosos, el sistema se desplomaría en ruinas ante la primera crisis.

La única fuente válida de vida moral es un Dios viviente. No soy capaz de describir con precisión cómo llegamos a conocer a semejan­te Dios. No es una experiencia in­telectual, sino intuitiva, más cerca de las emociones que de la razón. Tal intuición es consecuencia de la gracia; por medio de la gracia, Dios ilumina nuestra mente y nos con­fiere la capacidad de creer en üÉL y la de verlo. Desde luego, como dijo San Pablo, sólo vemos por medio de un espejo y oscuramente. No po­demos conocer a Dios, plenamente, hasta que lo veamos cara a cara, en la próxima vida.

Pero tal atisbo, aunque oscuro y por medio de un espejo, nos basta. ¿Cómo obtener la gracia para tener este atisbo? El único camino a la gracia pasa a través de la plegaria. Si alguien me pregunta:

—¿Tiene objeto orar a un Dios en el que no creo?

Le contesto:

—Sí; sí lo tiene.

No es cuestión de teoría intelec­tual sino, simplemente, de volverse en la dirección correcta; una súpli­ca en busca de ayuda.

Sólo la creencia en Dios hará de­cente a la sociedad, pero no cree­mos en Dios por esta razón. Las religiones exclusivamente sociales sólo conducen a la idolatría. Debe­mos creer verdaderamente. Es par­te de nuestra lucha por ser huma­nos. Pero en esta lucha, Dios mismo nos ayudará.

 

Porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre.

1 Timoteo 2.5  NVI

 Ellos contestaron: —Cree en el Señor Jesús, y obtendrás la salvación tú y tu familia.

Hechos 16.31 DHH

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