UNA DEUDA PAGADA
Dramas de la vida cotidiana
Por Joseph Phillips
MAYO DE 1956 SELECCIONES DEL READERS DIGEST
JOHNNY MERCER ha escrito muchísimas canciones populares, algunas de las cuales han dado la vuelta al- mundo. Son muchos los que las conocen, aunque pocos los que están al tanto de la mayor realización de su vida. Vale la pena contar la historia:
El padre de Johnny, George Mercer, era un hombre pequeño y enjuto que, hiciera frío o calor, usaba Cuello duro alto y que a comienzos del siglo logró establecer un próspero negocio en Savannah, estado de Georgia, invirtiendo dinero de sus Clientes en hipotecas. Debido a su férrea integridad era respetado por toda la población y frecuentemente los vecinos le confiaban sus pequeños ahorros, difícilmente acumulados, para que los invirtiera, recibiendo en cambio un certificado extendido por la Compañía G. A. Mercer.
George Mercer sentía natural afecto e interés por todo el mundo y frecuentemente enviaba billetes de 10 dólares a los necesitados, en sobres sin membrete para ocultar su identidad. «Mi padre fue un hombre piadoso —explica Johnny— que practicó su religión con todos sus conocidos: ricos y pobres, negros y blancos. Fue un hombre afectuoso y humanitario y yo lo admiraba. Le encantaba la música y aún tengo presentes aquellas noches en que sentado en su mecedora nos deleitaba cón dulces,canciones que a mí me gustaba oir durante largas horas.
En 1927, cuando el creciente valor de las tierras de la Florida y de Georgia se vino abajo, la prosperidad de la familia Mercer se vio reducida a la nada y en pocas semanas George Mercer no sólo quedó prácticamente en la calle sino también debiendo más de un millón de dólares entre 700 personas.
Este fracaso económico trasformó a George Mercer, hombre lleno de vitalidad, en un anciano triste y abatido y, según Johnny, «le quitó todas sus energías y hasta lo dejó ligeramente trastornado.»
Muy pocos inversionistas culparon a George por sus pérdidas e incluso muchos de ellos tuvieron para él pa• labras de consuelo en vez de recri• minaciones; pero George Mercer no podía conciliar el desastre con los principios que habían guiado su vi• da: sus amigos y vecinos le habían confiado dinero y él creía que les había fallado.
Así, George Mercer se negó a declararse en quiebra porque se sentía personalmente obligado a pagar sus deudas. El Banco Chatham Savings, actuando en calidad de agente liquidador, se hizo cargo de la compañía a la vez que George entregó todos sus bienes personales, avaluados en 73.500 dólares, a sus acreedores. Quedó sin un centavo. Sin embargo, como su reputación" permanecía intacta, un banco le prestó dinero para que abriera una oficina privada de bienes raíces y pudiera sostener a su familia.
Cuando Mercer sufrió este trastorno financiero, Johnny tenía sólo 17 años y asistía a un colegio en Virginia. Desde allí, en una carta que escribió a su madre después que ésta le dio a conocer el desastre, Johnny le decía: «Me doy cuenta de que la liquidación ha sido un golpe muy fuerte, pero nada me importa excepto papá y sólo espero y deseo poder ayudarlo.»
Poco tiempo después el joven Mercer tuvo que abandonar el colegio por falta de fondos. Un día, sentado junto a su padre, que estaba absorto en sus propios pensamientos, le dijo Johnny:
—No te preocupes por el dinero, papá. Yo lo devolveré.
—Tú no te das cuenta, hijo, cuán enorme es mi deuda —le respondió dulcemente el padre—. Nunca podrás reunir tanto dinero.
En aquel entonces no se podía tomar muy en serio a John. Sólo era un muchacho tímido y cortés, de voz suave y simpática y modales que en nada recordaban al hombre de negocios. Trabajó durante algún tiempo en la oficina de su padre, pero su verdadera afición era el teatro. En 1929 se fue a Nueva York a probar suerte en la gran ciudad.
De ahí a poco empezaron a sentirse los efectos de la gran crisis económica de aquella época. Encontrar ocupación en un teatro era poco menos que imposible. Alguien aconsejó a Johnny que quizá sería más fácil abrirse camino escribiendo una canción para una revista musical que se iba a estrenar pronto. Escribió la canción, que resultó ser una de las mejores de toda la obra.
Durante la época en que trabajó en el espectáculo, John conoció a la bailarina Ginger Mechan. Se enamoraron, se casaron y se fueron a vivir a un departamento de una pieza. Cuando dejó de representarse la obra musical, Ginger entró a trabajar en un taller de costura y Johnny siguió escribiendo canciones. Algunas veces envolvía dos o tres emparedados y se iba a recorrer, vanamente, las oficinas de los impresores de música. Consiguió algunos papeles de poca importancia en varios teatros, y entre uno y otro trabajaba como mandadero en una oficina de bolsa de Wall Street. «Se podría calificar aquella época como la más difícil de mi vida —dice ahora John Mercer— pero cuando se tiene 21 o 22 años nada es demasiado duro para el hombre.»
Algo después, en 1933, le llegó la gran oportunidad. Ginger lo alentó a que participara en un concurso para cantantes desconocidos que auspiciaba el célebre director de orquesta Paul Whiteman. Johnny ganó. El premio consistía en una sola presentación en el programa de radio de Whiteman. En verdad, el joven Mercer no tenía una gran voz, pero sí contaba con un estilo atrayente e inimitable que gustó a Whiteman y que determinó que lo contratara como cantante, maestro de ceremonias- y escritor.
A pesar de que Johnny no tocaba ningún instrumento ni leía música se dedicó a escribir canciones que no sólo se hicieron muy populares en los Estados Unidos sino que también contribuyeron a que la Sociedad Norteamericana de Compositores, Autores y Editores lo calificara como uno de sus miembros más destacados.
Cada pocos años Johnny volvía a Savannah acompañado de su esposa y conversaba con su padre sobre el' estado de la deuda que, en verdad, disminuía lentamente; pero en cada visita veía que el fracaso sufrido años atrás apesadumbraba cada vez más a su padre.
Cuando George Mercer falleció en 1940, el diario Press, de Savannah, dijo en un editorial: «El extinto fue un hombre de una profunda fe religiosa, que tradujo sus creencias en actos de misericordia y caridad. La comunidad pierde a un hombre que con su capacidad contribuyó al mejoramiento de la ciudad y con su riqueza espiritual al progreso de los que lo rodeaban.»
Y eso era verdad. Johnny lo sabía, pero también se daba cuenta de que su padre había muerto con el dolor de saber que aún se debían más de 300.000 dólares a sus amigos y vecinos que habían confiado en él.
Después de los funerales, Johnny regresó a Hollywood, donde vivía en aquel entonces y nunca más volvió a hablar de la deuda de su padre. Tampoco la olvidó.
A pesar de que John Mercer ha formado parte del mundo artístico durante casi 25 años, muy pocas veces los periódicos mencionan su nombre. Para las costumbres que rigen en Hollywood, su vida es tranquila, quizás monótona. John vive con su esposa, Ginger, y dos hijos adoptivos: Mandy de 16 y Jeff, de 8 años de edad, en una casa modesta pero cómoda a 80 kilómetros al sur de Hollywood, construida para la vida familiar, no para dar fiestas o espectáculos. No tiene ni comedor; todos comen en la cocina.
John Mercer ha ganado bastante dinero con sus canciones y lo gasta cuidadosamente. Pero todavía no ha aprendido a ser hombre de negocios. Desde Chicago, mientras esperaba un tren un día de la primavera pasada, envió un cheque por 300.000 dólares a George Hunt, gerente del Banco Chatham Savings, de Savannah, en un sobre corriente, sin dirección del remitente, y acompañado de una pequeña nota, sin fecha, que decía así :
«Desde mi niñez tuve la ambición de poder pagar la deuda de mi padre y he pensado que lo agradecerían los acreedores. Con esto quedará limpio el nombre de la compañía.»
Hunt miró el cheque durante algunos momentos y luego telefoneó a la señora Mercer. «Su hijo Johnny me acaba de enviar un cheque por 300.000 dólares —le dijo— para que los reparta entre los acreedores de la Compañía Mercer.»
La señora trató de hablar pero las lágrimas se lo impidieron. Hunt tuvo, igualmente, que recurrir a su pañuelo y le dijo que la llamaría más tarde. Luego telefoneó a John y le preguntó en qué forma le gustaría que el banco dispusiera la liquidación de la deuda. Este le contestó que no mencionara su nombre sino que simplemente anunciara que la familia Mercer estaba cancelando las deudas que tenía con los poseedores de certificados emitidos por la Compañía G.A. Mercer.
Johnny dice que considera esta actitud suya como un asunto estrictamente personal. «Todos deseamos mantener el buen nombre de nuestra familia —agrega—. Yo sé que esto hubiera hecho muy feliz a mi padre.»
El banquero Hunt trató de guardar el secreto, pero cuando se supo que la Compañía G.A. Mercer estaba recogiendo los certificados a la par, los diarios insistieron en saber de dónde provenía el dinero. Así, cuando el Evening Press de Savannah publicó la explicación, el entusiasmo de la población fue tremendo. La señora Mercer recibió innumerables llamadas telefónicas de felicitación de amigos y extraños y los vecinos la detenían en la calle para estrecharle las manos y expresarle su admiración por su hijo.
Para los habitantes de Savannah, la actitud de John Mercer fue algo más que el simple pago de una gran deuda: fue la consolidación de una actitud llena de integridad que reafirmó la importancia de la familia y llenó de lágrimas los ojos de mucha gente que ni siquiera lo había conocido.
CÓMO VENCER LA AGRESIVIDAD´
MAYO DE 1956 SELECCIONES DEL READERS DIGEST
Casi todos calmamos nuestro enojo lanzándolo sobre los demás. Si conociéramos el porqué de semejante proceso podríamos evitarnos muchos sinsabores.
Por Stitart Chase
EN 1948,
las autoridades de Seattle temían queen un barrio
pobre de
casas de
vecindad se presentaran desórdenes raciales. Un millar de familias, de las que no menos de 300 pertenecían a la raza negra, se apretujaba en barracas provisionales construidas para
operarios de las industrias bélicas. El ambiente estaba sobrecargado, los rumores eran
inagotables, alguien recibió una puñalada. Consultada sobre el particular,
la Universidad de Washington envió sin demora 25
investigadores
especializados.
Cada uno de ellos fue de puerta en puerta para establecer las verdaderas dimensiones de la animosidad racial, y grande fue su sorpresa al encontrar que ésta apenas existía. El noventa por ciento de los blancos y de los negros interrogados declararon que se sentían lo mismo que antes o quizás animados de mejores sentimientos para el grupo opuesto desde que se radicaron en aquel barrio. ¿ Cuál era, pues, el secreto de ese colectivo desasosiego?
No era otro que el disgusto de las familias por las pésimas condiciones de sus viviendas, por las cocinas deterioradas, por las intransitables calles de la zona. Había gentes preocupadas por una huelga en la fábrica donde trabajaban. En suma, una serie de contratiempos debidos a otras causas, tenía completamente alterada la vida del vecindario y hubiera podido trasformarse en un grave choque de razas.
Las rápidas medidas tomadas por las autoridades contuvieron el desastre. Al descubrir las verdaderas causas, los edificios, el equipo y las calles fueron sometidos a reparaciones y la crisis pasó.
El caso anterior es una aplicación dramática de cierta audaz teoría acerca de la conducta humana, demostrada innumerables veces por un grupo de científicos de la Universidad de Yale en un libro sobre la frustración y la agresividad que hoy es Uina obra clásica. Hace varios años que la leí y desde entonces he podido hacer frente a mis problemas personales con mayor comprensión, y penetrar con más claridad en los grandes problemas públicos.
Los científicos de Yale demuestran que el resultado casi invariable de la frustración es un acto agresivo, en ocasiones violento. La vida tiene siempre un objetivo, así sea solamente mantener la casa limpia, escoger el sitio para veranear, o hacer economías para la vejez. Si alguna circunstancia nos impide alcanzarlo, comenzamos por sentirnos frustrados y deprimidos y luego nos dejamos llevar por la cólera. El ideal malogrado, la sensación del fracaso, la reacción agresiva: he ahí, en su orden, las tres etapas de una común situación humana. Sin embargo, podríamos ahorrarnos mucha aflicción y dificultades innecesarias, si claramente supiéramos lo que ocurre dentro de nosotros mismos.
¿Quién no ha sufrido contratiempos conduciendo un automóvil? Viaja usted por una carretera angosta, detrás de un inmenso camión. Usted tiene prisa, mientras el camionero se diría que se deleita contemplando el paisaje. Usted acaba al fin por detestarlo después de muchos kilómetros de impaciencia y termina hundiendo el acelerador y ade lantándose con airada arrogancia, sin parar mientes en el posible peligro a que se expone. Miles de accidentes se deben sin duda a esta clase de frustración; pero si usted hubiera comprendido el mecanismo de su sistema nervioso, habría frenado sus peligrosos impulsos.
La reacción agresiva producida por las privaciones y los fracasos puede adoptar formas diversas. Puede volverse contra uno mismo, y el suicidio es el ejemplo extremo en este caso. Puede dirigirse contra las personas o las cosas a las cuales se debe el contratiempo, o también tomar una dirección distinta, en el acto que los sicólogos llaman «desplazamiento.» La familia, los muebles de la sala, el perro de la casa, aun las personas extrañas, pueden entonces ser objeto inocente de la reacción.
En una espléndida mañana de primavera, un hombre salió precipitadamente de su casa en Brooklyn y plantó en la cara de un transeúnte un súbito puñetazo. Ante el juez el hombre explicó que acababa de tener serio disgusto con su esposa y, en vez de golpearla, tuvo la mala suerte de golpear a un policía en traje de paisano.
La reacción no siempre es repentína y violenta, sino tortuosa y calculada; entre sus formas comunes pueden contarse el lanzar rumores falsos, la murmuración malévola, una conjuración para producir descrédíto. Hay casos en que el contratiempo conduce a una forma totalmente opuesta a la reacción agresiva: el retiro de toda actividad.
En nada se demuestran mejor los ejemplos clásicos de la frustración y sus reacciones que en la vida militar, Numerosos soldados de la última guerra, examinados por un socíólogo notable, sufrían de frustraciones derivadas de la pérdida repentina de su libertad civil. Se desahogaban verbalmente contra la oficialidad, a menudo con notoria injusticia. Pero durante los combates, su conducta frente a los oficiales era distinta. ¿Por qué ? Porque entonces tenían otro elemento sobre quien descargar su reacción agresiva: el enemigo.
El doctor Karl Menninger, de la famosa Fundación del mismo nombre, situada en Topeka, Kansas, opina que en todas las sociedades los niños están sometidos a privaciones y contratiempos, casi desde su nacimiento, puesto que deben hacerse a los hábitos de sus mayores. La primera decisión importante que ha de tomar una criatura es la de «llorar o comer» desde el momento en que descubre que no puede realizar ambas cosas simultáneamente. A los niños se les inculcan, muy frecuentemente con excesiva insistencia, hábitos de higiene personal, alimentación regulada y puntualidad.
Los adultos que se encolerizan fácilmente, afirma el doctor Menninger, probablemente deben tal característica al hecho de haber padecido demasiadas frustraciones durante su niñez. Rodeando a los niños de comprensión y afecto podemos disminuir las dificultades de aquel período crítico. El doctor Menninger ob= serva que en sociedades menos «ci-' vilizadas» los padres suelen actuar' así y cita el caso de un indio Mohave que, refiriéndose a su hijito decía: «¿ Por qué habría de pegarle? El es hico; yo, grande. No está en condiciones de hacerme daño.»
Los sociólogos de Yale consideran que tarde o temprano los padres y los maestros habrán de explicar la teoría a los niños, indicándoles cómo pueden desfogar sus sentimientos reprimidos sin hacer mal a nadie. Lo primero que hay que aprender es el proceso mismo de la frustración. Ante los actos incorrectos de una persona, en vez de suponer de inmediato que se deben a maldad, debe uno ponerse a reflexionar : ¿ Cuáles son sus frustraciones? ¿Qué le ha irritado? Y si usted se encuentra incómodo y alterado en su trabajo habitual, en vez de tomarla con los muebles de su despacho para calmar su cólera, también debe preguntarse cuál puede ser el motivo de su enojo, y a lo mejor recordará que por tercera vez consecutiva le ha costado inmenso trabajo estacionar su automóvil.
Diversas medidas pueden tomarse para evitar las reacciones consecuentes a la frustración, y la primera de todas es remover el obstáculo en que tropiezan nuestros objetivos, así se trate de nuestro jefe, de nuestro propio empleo, o del propio domicilio cuando la frustración sea permanente. Pero si nada de esto es posible, hay que apelar a inofensivos desahogos, y los de índole física son especialmente benéficos. Trabaje ardorosamente en el jardín; dé una larga caminata; haga ejercicio con un balón de boxeo; derribe un árbol; juegue con furia a los bolos. El notable físico, ya desaparecido, Richard Tolman, me refirió una vez que pasados los 60 años continuó jugando tenis porque lo encontraba de gran ayuda para calmar las reacciones agresivas.
Por mi profesión de escritor recibo cartas tanto de aplauso como de diatriba, y hay algunas que me desconciertan o me enojan aunque a veces no les falta razón. En lugar de ensañarme contra la familia, escribo a mi crítico la respuesta más cáustica de que soy capaz, lo que hasta cierto punto me apacigua. Al día siguiente vuelvo a leerla con renovada satisfacción y en seguida la rompo. Calmada la reacción, no hay desgracias que lamentar.
El trabajo intenso y útil es quizás la mejor manera de desplazar los malos sentimientos. Ocupar a la vez la mente y el cuerpo es una solución incomparable.
El mundo actual está excesiva mente impregnado de luchas y odios y nos hallamos muy lejos de conoces el verdadero origen de estos sentímientos destructivos, aunque lo: científicos saben ya bastante para desvanecer gran parte de las miserías humanas. Sus hallazgos contribuirán a reducir nuestros pesares y aun a utilizar su energía mediante un mejor conocimiento de nosotros mismos y de los demás. Tome una carta, señorita
EL GOBERNADOR Strom Thurmond de la Carolina del Sur, soltero, se le declaró a Jean Crouch, una de sus secretarias, estableciendo un precedente de qué es lo correcto en las relaciones entre patrón y empleada cuando están enamorados. Llamando por un timbre a la señorita Crouch, que apareció en seguida armada de lápiz y libreta, el gobernador, sin previo aviso, comenzó a dictarle una carta que entre otras cosas decía-
«Mi idolatrada Jean ... Te adoro tanto que . . . quisiera que fueras mi esposa ... No creía que una persona pudiera aferrarse tanto al corazón de otra ...»
La señorita Crouch cerró su libreta, salió hacia la máquina de escribir y regresó en tiempo prudencialmente corto con la carta pulcramente escrita a máquina y lista para la firma. Thurmond la leyó. Volvió a mirar a la secretaria cariñosa pero firmemente.
—No dije «ferrarse» sino «aferrarse.» Tenga la bondad de corregir eso.
Sin inmutarse Jean Crouch se retiró. Trascurrieron varias horas. Jamás ha quedado un patrón más preocupado por saber cómo saldría una carta que dictara.
«Lo dejé esperando hasta la hora de cerrar,» cuenta ella ahora riendo de su venganza secretarial. «Entonces le entregué la carta corregida y mi aceptación escrita a máquina.» MAYO DE 1956 SELECCIONES DEL READERS DIGEST
La NCR fue la primera organización que estableció en sus oficinas por todo el mundo métodos uniformes para ventas, reparaciones y publicidad. Ello ayudó a que se creara un sentimiento de fraternidad internacional entre todos los empleados. Durante la Segunda Guerra Mundial el personal de la NCR de Suiza acogió a 75 hijos de empleados franceses, y cuando la escasez de alimentos en Europa llegó a su máximo, la NCR, desde su casa matriz en Dayton, envió millares de paquetes con víveres a empleados de la Gran Bretaña, Alemania y otros países.
Muestras de lealtad hacia la compañía han surgido en medio de circunstancias especiales. En 1940, cuando el ejército alemán hizo su entrada en París, un tanque se detuvo frente a la oficina de la NCR en los Campos Elíseos. Un soldado alemán salió del interior del vehículo y, llamando a la puerta de la oficina, dijo: «Saludos de la National de Berlín; yo pertenezco al personal de ventas de la oficina de esa ciudad.» MAYO DE 1956 SELECCIONES DEL READERS DIGEST
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