jueves, 22 de abril de 2021

MENSAJE DE LA PALOMA BLANCA

 SUEÑOS- EL GENIO INTERIOR

EDWARD ZIEGLER

DURANTE años, el inventor norteamericano Elias Howe había tratado de mecanizar la costura, hasta que una noche soñó que unos salvajes lo capturaban y le planteaban un ultimátum: debía inventar una máquina que pudiera coser, o moriría. Como no pudo, los salvajes levantaron sus lanzas para matarlo. Al descender las lanzas, Howe se dio cuenta de que cada una tenía en la punta un agujero con forma de ojo. Despertó con el recuerdo de esos agujeros en tan extraña posición... y con la solu­ción: poner el ojo de la aguja en la punta, y no en la parte final. Tal vez la historia más famosa de sueño práctico es la del químico ale­mán Friedrich August Kekulé, que una tarde de 1865 soñó con una ser­piente que se mordía la cola. Esta imagen extravagante resolvió un misterio que había desconcertado a los químicos durante décadas: la for­ma en que estaban dispuestos los tomos de carbono en una molécu­la de benceno, clave para la fabri­cación de tintes sintéticos. Kekulé vio que la molécula del benceno no era una estructura abierta, sino un anillo: una serpiente que se muerde la cola. Su sueño revolucionó el campo de la química orgánica.

El gran matemático británico Ber­trand Russell atribuía a sus sueños la solución de problemas difíciles que se planteaba él mismo. Y el es­critor Robert Louis Stevenson era capaz de recurrir consistentemente a sus pensamientos inconscientes. En realidad su famosa novela Dr. Jekyll and Mr. Hyde se le ocurrió en un sueño. Más recientemente, el novelista Graham Greene informó en su autobiografía Ways of Escape lo útil que le han sido sus sueños para elaborar los argumentos de sus obras. SELECCIONES DEL READER'S DIGEST DICIEMBRE DE 1985

 

Aquel día, la bondadosa dama impulsó a un chiqui­llo mal vestido a hacer una promesa, que cumpliría más de 50 años después.

POR JACK FINCHER

DEUDA DE GRATITUD

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST DICIEMBRE DE 1985

TONY YURKEW se ruborizó. ¿Por qué lo miraba su  maestra con los labios frun­cidos, en mueca de silenciosa repro­bación?, se preguntaba.

Tony, de diez años, veneraba a la señora Hansen, mujer alta y del­gada, en cuyo rostro había casi siem­pre una serena sonrisa. Y el niño había sentido aquella veneración desde el día en que esta maestra, frente a toda la clase, le había re­vuelto el pelo mientras le aseguraba que él sabía la respuesta; y que sólo tenía que pensar. Rojo como una re­molacha, Tony se había concentra­do... y había resuelto el problema. De ahí en adelante, complacerla era lo primordial en la vida para él. ¿Qué había pasado? ¿En qué había fallado?, se preguntaba el niño.

Después de las clases, mientras vendía revistas en la calle, Tony inspeccionó su imagen en los esca­parates de las tiendas buscando la clave de la reprobación de la seño­ra Hansen. Las ropas raídas y los desgastados zapatos de lona que lle­vaba —apenas suficientes para pro­tegerlo del inclemente frío— no eran culpa suya. Corría el invierno de 1932; los inmigrantes polacos y ucranianos que vivían en el nordes­te de Mínneapolis, Minnesota, te­nían que arreglárselas con lo que poseían, lo cual era muy poco.

El padre de Tony Yurkew, naci­do en Ucrania, había trabajado de noche en una acería, hasta que sobre­vino la Depresión y quedó cesante. Mientras el padre buscaba trabajo la madre de Tony colocaba papel tapiz en las casas, a razón de un dó­lar por habitación. La familia, en la que ya había cuatro niños, vivía en una vieja casa de madera de dos pi­sos. Las ratas que arañaban las os­curas paredes desvencijadas aterra­ban. a Tony.

La señora Hansen no sabría nada de esas ratas, ¿verdad? Tony esta­ba intrigado. Era buen estudiante y había avanzado mucho, consideran­do que no hablaba inglés antes de ingresar en la escuela. Aquella no­che, acurrucado bajo las frazadas, Tony tomó la determinación de pre­guntarle a la profesora qué había hecho mal. Si se lo preguntaba, ella tendría que decírselo.

Pero, a la mañana siguiente, la decisión de Tony se disolvió como un hielo a la luz solar. Al mediodía, mientras se ponía el abrigo para ir a almorzara casa, apareció de pron­to la señora Hansen a su lado, en el vestíbulo. "Ven conmigo, Tony", le ordenó. Temeroso, el muchacho la siguió. Creyó que irían al despacho del director. La señora Hansen sa­lió de prisa hacia la Avenida de la Universidad y dio vuelta en la Calle Hennepin. Entró en un almacén de artículos de segunda mano; Tony la seguía de cerca.

—Siéntate —le dijo.

—¿Tiene usted un par de zapa­tos usados para este niño? —pre­guntó la maestra.

La encargada pidió a Tony que se quitara los destartalados zapatos de lona, y le midió los pies. Dijo que lb lamentaba, pero no tenía de ese número.

—Entonces, un par de calceti­nes negros, largos —solicitó la se­ñora Hansen, mientras hurgaba en su bolsa.

Tony se entristeció. Aunque sería estupendo tener aquellos calcetines gruesos, abrigadores, sin agujeros, habría sido maravilloso tener zapa­tos nuevos.

Afuera, con su compra en una bolsa, Tony enfiló rumbo a la es­cuela. Sin una palabra, la señora Hansen lo obligó a ir en la direc­ción opuesta, sin dejarle otra vez más alternativa que seguirla. Entra­ron en una tienda de ropa y calzado. Esta vez, el vendedor sí les llevó el par de zapatos apropiado: unos re­lucientes zapatos negros, fuertes y nuevos, y auténticas agujetas, en vez de botones. La señora Hansen son­rió complacida y asintió. Tony que­boquiabierto al ver los billetes que la maestra desembolsó para pagar. ¡Nunca había visto tanto di­nero! Recogieron la caja con los za­patos y fueron a un café, donde la señora Hansen ordenó un sandwich para ella y un plato de sopa para Tony.

Mientras comían sentados ante el mostrador, Tony intentó buscar pa­labras para expresar su agradeci­miento, pero los rápidos mordiscos de la señora Hansen y sus ademanes presurosos le indicaron que había poco tiempo para charlar. "Debe­mos irnos ya, Tony", le dijo. Nue­vamente, él vio en aquella sonrisa la serenidad que tanto le gustaba.

Jamás olvidaré esto, se dijo Tony Yurkew, mientras contemplaba la imagen de la mujer en el espejo que había detrás del mostrador. Ya de regreso en la escuela, se sentó en el piso del guardarropa y se puso los calcetines y los zapatos nuevos. Ja­más la olvidaré, prometió.

Poco DESPUÉS, tuvieron que ce­rrar la escuela; alumnos y profesores se dispersaron. Tony perdió la pista de su amada maestra, antes de haber tenido la oportunidad de darle las gracias.

Con el tiempo, Tony Yurkew entró en la escuela secundaria, y terminó allí los estudios; cuando prestaba el servicio militar en la In­fantería del Ejército norteamerica­no, en Okinawa, ganó el Corazón Púrpura por resultar herido en com­bate, y llegó a ser maquinista del Ferrocarril Northern Pacific, y luego del Burlíngton Northern. Se casó y tuvo cuatro hijos. También organizó un banco de donadores de sangre y, durante 26 años, actuó como payaso en escuelas y hospitales, con la Fraternidad Águilas, institu­ción filantrópica.

En 1970 Tony sufrió un grave infarto del miocardio. Al reposar en el lecho del hospital, se acordó de su antigua maestra. Se preguntó: ¿Estará viva aún? Y, si era así, ¿dónde viviría? Recordó su prome­sa y pensó que tenía una cuenta pendiente.

En agosto de 1984, Tony Yurkew —tenía ya 62 años y tres nietosescribió al Fondo de Jubilación de los Profesores de Minneapolis. A los pocos días recibió un telefonema de la hija de la señora Hansen. Le infor­mó que sus padres se habían ju­bilado hacía 15 años, y que se habían mudado al sur de California. Le dio a Tony el número telefónico.

—¿Diga usted...?

Tony reconoció la melodiosa voce­cita de su vieja maestra.

—Señora Hansen, habla Tony —dijo, y advirtió que le resultaba difícil hablar—. Tony Yurkew.

Después de haber oído por qué la llamaba él, Ruth Harriet Hansen aclaró:

—Tony, debo confesarte algo: no me acuerdo de ti. Había tantos niños hambrientos, mal vestidos.. .

—No se preocupe; lo entiendo perfectamente.

Luego, Tony le dijo que iría en avión a California, para llevarlos a cenar, a ella y a su esposo.

¡Oh, Tony! —exclamó la se­ñora Hansen— ¡Sería muy caro!

No importa —repuso Tony ­Quiero hacerlo.

Ella permaneció un momento callada.

Tú me imaginas con el aspec­to que tenía entonces, ahora estoy vieja y arrugada.

Tampoco yo soy joven —repli­có él.

—¿Estás absolutamente seguro de que quieres hacer esto?

—Jamás he estado tan seguro de algo en la vida.

El 28 de septiembre, Tony Yur­kew fue en avión a San Diego, Ca­lifornia. Allí alquiló un auto, com­pró un ramo de rosas de tallo largo y viajó hacia el norte por la costa, al parque para casas rodantes situa­do en las afueras de Escondido, donde vivían los Hansen. Ruth Harriet Hansen, ya de 84 años, lo recibió en la puerta con su mejor vestido, el canoso cabello recién ri­zado y los ojos resplandecientes. Tony la abrazó y le dio un beso en la mejilla.

—¡0hi, cielos, Tony! —exclamó la señora Hansen— ¡Las rosas son mis flores favoritas!

Tony llevó en auto a los Hansen a un restaurante, donde los tres intentaron ponerse al corriente de aquellos 50 años. Tony les habló del banco de sangre y de su actua­ción para los chiquillos de escuelas y hospitales.

A menudo pensaba en usted y en aquellos zapatos, cuando hacía esas cosas. ¿Ve usted lo que inició?

Mientras viajaban de regreso por la costa del Pacífico, a la luz del sol poniente, Ruth Hansen le preguntó:

—¿Cómo podré agradecerte to­das las molestias que te has toma­do, Tony?

—Piense sólo en todo lo que yo le debo por aquellos zapatos —con­testó Tony, y le apretó la mano cariñosamente.

A las pocas semanas, Tony reci­bió esta nota de Ruth Harriet Han­sen. "En toda mi carrera, he reci­bido muchos cumplidos y cartas de aprecio de ex alumnos, pero lo que hiciste por mí ha sido lo más bello de mi vida".

 

—SEÑOR Presidente —dijo una vez una mujer al presidente Calvin Coolidge, famoso por su laconismo—. Apuesto a que soy capaz de lograr que usted haga una declaración de más de dos palabras.

Perdió usted —replicó Calvin.    —Charlie Rice, en This Week Magazine

 

MENSAJE DE LA PALOMA BLANCA

Por  Dewey Roussell


ILUSTRACIÓN: PHILIP RYMER

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Diciembre de 1985

Una paz que realmente sobrepasa todoe ntendimiento desciende a veces a nosotros
en formas maravillosas y enigmáticas.

DESDE su primer día en la es­cuela, nuestro hijo Hubert(alquellamábamos Bubs ) había mostrado un gran interés e instinto protector hacia las aves.

San Francisco de Asís predicando a las aves era uno de los cuadros que adornaban su dormitorio. Ingresó en la Sociedad Nacional Audubon, de Estados Unidos, leía sobre orni­tología y atrapaba aves para poner­les bandas de identificación con fines de estudio; luego las soltaba.

Durante la primavera y el verano, Bubs solía tenderse bajo los árboles para observar, a través de las hojas, la poesía silente y majestuosa de vastas masas de cúmulos que se fundían y adoptaban diversas for­mas en un drama de color y moví-miento. Pasaba horas admirando el vuelo de los pájaros, divertido por sus bufonadas, cómicas o petulantes.

Al crecer Bubs, le atrajo el volar. Cuadros de aviones se unieron a la pintura de San Francisco. Le interesaba sobremanera lo que los hom­bres habían aprendido de la anato­mía y los hábitos de las aves en la evolución del vuelo mecánico.

Tenía 17 años en aquella sombría tarde dominical en que Pearl Har­bor fue bombardeado. Bubs nos dio a su padre y a mí la terrible noti­cia. No recuerdo sus palabras, sólo su mirada.

Al ser llamado por el Ejército, nos hizo saber que, de un modo o de otro, serviría a la patria en el aire.

El Ejército le asignó un empleo de oficina, pero él se ofreció como voluntario para adiestramiento en vuelo. Instruido durante un tedio­so año como operador de radio en los recién creados aviones B-29, que entonces pasaban por pruebas se­cretas, Bubs llegó finalmente a una base aérea de Kansas, donde se rea­lizó su sueño.

En los meses siguientes, sus car­tas reflejaban un entusiasmo casi místico: "Todo parece tan limpio y puro en el aire. Como aves gigan­tescas, nos deslizamos volando en círculos sobre las nubes, completa­mente libres y apartados de la con­fusión y los detalles de la Tierra".

Cuando dejaron de llegar sus car­tas, comprendimos. Estábamos en diciembre de 1944. La guerra había entrado en la que todos sabían que sería su fase decisiva. En Europa los aliados amenazaban a Alemania; en el Pacífico, el bombardeo de Ja­pón había revelado que los B-29 estaban atacando desde las islas Marianas.

En la siguiente carta nos informó que su base era Saipán, isla del Pa­cífico Occidental. En aquel distante, extraño y desolado lugar de terror, esos muchachos se convirtieron en hombres. Bubs era el tripulante más joven de su avión.

Sigue siendo un misterio cómo, cuándo y dónde cayó el avión de Bubs. El informe oficial sólo dio los escasos detalles habituales: de cua­tro de los aviones que habían volado sobre el Pacífico en la mañana del 13 de diciembre de 1944 para bom­bardear las fábricas de Nagoya, nun­ca se volvió a saber nada.

Los familiares de los tripulantes de "nuestro" avión se aferraban de­sesperadamente a toda esperanza. Nos escribíamos unos a otros cartas de aliento. Pero fuimos la única fa­milia que recibió una carta de los desaparecidos. Bubs la había dejado sobre su almohada:

Queridos padres: He dejado esta con instrucciones de que la envíen a ustedes si algo me pasa. Les envío mi amor y mis bendiciones. Mi vida ha sido plena. Me han amado como se ha amado a muy pocas personas. Los quiero a todos con lo mejor que hay en mí. Esto no me ha resultado difícil porque sé que creen en mí, que en mí confían y me apoyan en las buenas y en las malas. Saber esto me ha hecho fuerte...

Hice unas copias para los padres de los otros tripulantes perdidos. La carta de Bubs nos unió más, con el vínculo de un pesar común.

El primer día cálido de la prima­vera, después del fin de la guerra, celebramos una reunión familiar.

Al atardecer, salimos al prado. En el patio había crecido abundante césped nuevo. Los perales, en flor, blanqueaban. Desde los colibríes en las madreselvas hasta los gorriones en los setos, el patio rebosaba de vida con las vistas y sonidos de la tierra que renacía.

Mientras charlábamos, sentados, tres hermosas palomas blancas descendieron de pronto a nuestro alrededor; luego se alejaron revo­loteando sobre nuestras cabezas. Estábamos pasmados.

Al cabo de unos cuantos minu­tos, mi hermano, que acababa de retornar luego de prestar servicio durante dos años en Europa, se le­vantó para irse. Lo seguí por la casa, hasta el césped del frente. Al volver­se para decir adiós, señaló a lo alto de la casa y me dijo:

—Allí están, Dee. Esto se ve fre­cuentemente en Europa. ¿De dónde vinieron?

Levanté la mirada. Allí, en lo más alto de nuestro tejado, estaban las tres palomas blancas, perfectamen­te inmóviles contra el cielo azul.

Contesté que nunca las había visto.

Mi hermano se alejó en su auto. Mientras regresaba, sonó el teléfo­no. Era una amiga, esposa de uno de los miembros de la tripulación.

—Aún tengo esperanzas de que vuelvan los muchachos --dijo.

—Sé cómo te sientes. Pero, ¿por qué hemos de tener esperanzas?

Hasta ahora no hemos recibido nin­gún aliento del Gobierno.

—Pero siento que sabremos de ellos —insistió.

---- ¿Por qué?

—Porque he rezado mucho. Ro­gué a Dios que me enviara una se­ñal de que están a salvo. Y... ¡me la ha mandado! envió una paloma blanca a nuestra casa!

Me quedé sin habla. Sólo le pedí que nos visitara al día síguiente.

Aquella noche me fue difícil con­ciliar el sueño. Sólo podía pensar en las palomas que habían llegado a nuestra casa y a la de mi amiga. ¿Sería pura coincidencia?

A la mañana siguiente guiente me levan­té temprano y, temblorosa, salí al patio. Pero cuando miré hacía arri­ba, me llevé una decepción: las pa­lomas se habían ido.

Rápidamente recogí el periódico y lo abrí para ver los titulares, pero sin verlos en realidad; simplemen­te trataba de olvidar mi decepción.

Pero seguí caminando hacia el jardín. Al dar vuelta en una esqui­na de la casa, mi vista se fijó en lo alto del garaje. Allí, de frente a mí, con sus plumas radiantes bajo el brillo del sol, ¡estaba una bellísima paloma blanca!

En aquel momento se inundó mi corazón con una maravillosa calma, que aún sigue conmigo. Sé que no volveré a ver a Bubs en esta vida. Pero también sé que para él todo está bien.

 

Al buscar a la remitente de una carta, escrita hace 60 años,un hombre descubre que el amor florececontra todo obstáculo.

POR ARNOLD FINE

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST DICIEMBRE DE 1985

LA CARTA EN LA BILLETERA

HACE VARiOS años, una mañana gélida, hallé en la calle una billetera. No había en ella nada que identificara a su pro­pietario; sólo contenía tres billetes de un dólar y una carta ajada, la cual, por su aspecto, deduje que ha­bía estado allí durante años.

Lo único legible en el sobre des­garrado era la dirección del remi­tente. Abrí la carta y vi que se había escrito en 1924; es decir, hace unos 60 años. La leí muy atentamente, con la esperanza de encontrar algu­na pista para dar con el dueño de la billetera.

Era una carta de ruptura de re­laciones. La remitente, que escribía con hermosa caligrafía, comunicaba al destinatario, cuyo nombre era Michael, que la madre de ella le había prohibido volver a verlo. Sin embargo, concluía, ella lo amaría siempre. Firmaba: Hannah.

Era una carta bellísima. Pero, aparte del nombre de Michael, no daba ningún indicio para identificar al destinatario.

Me dije que, si llamara yo al ser­vicio de información de la compañía de teléfonos, tal vez consiguiera el número telefónico correspondiente a la dirección escrita en el sobre.

Y así lo hice: "Señorita operado­ra, le solicito un servicio muy es­pecial. Estoy tratando de localizar al propietario de una billetera ex­traviada. ¿Podría usted darme el nú­mero telefónico de la dirección que venía en una carta metida en esa billetera?" La telefonista me comunicó con la supervisora, quien me dijo que, según sus listas, en esa dirección aparecía un teléfono, pero que no estaba autorizada para proporcio­nármelo. Sin embargo, agregó, lla­maría a aquel número y explicaría la situación. Luego, si quien le con­testara aceptaba hablar conmigo, nos pondría en comunicación. Es­peré como un minuto; la supervi­sora me llamó para informarme: "Una señora me dice que hablará con usted".

Le pregunté a aquella señora si conocía a una tal Hannah.

— ¡Ah! ¡Por supuesto! Esta casa se la compramos a la familia de Hannah, hace treinta años.

—¿Sabe usted dónde podría loca­lizar a esa familia?

—Hannah tuvo que internar a su madre en un asilo de ancianos, hace años. Tal vez en el asilo le ayuden a dar con la hija.

La señora me dio el nombre del asilo. Hablé por teléfono a esa ins­titución y me enteré de que la madre de Hannah había fallecido. La mu­jer que me contestó me dio una di­rección en la que suponía podría localizar a Hannah.

Telefoneé. La señora que contes­tó me explicó que Hannah era ami­ga suya y había vivido con ella un tiempo. Pero Hannah vivía en un asilo para ancianos. Mi interlocuto­ra me proporcionó luego el número telefónico del lugar. Llamé en se­guida, y me dijeron: "En efecto, Hannah vive aquí con nosotros".

Pregunté si podría ir allá. Serían como las 10 de la noche. El direc­tor me dijo que tal vez Hannah es­taría durmiendo. "Pero si quiere usted intentarlo, es posible que la encuentre en la sala de descanso, viendo televisión".

El director y un vigilante del asi­lo me recibieron a la puerta del es­tablecimiento. Subí con el director al tercer piso y hablamos con la en­fermera de guardia. Nos dijo que, en efecto, Hannah estaba viendo televisión.

Entramos a la sala de descanso. Hannah era una amable anciana de cabellos plateados, que lucía una alegre sonrisa y mirada cordial. Le conté que había hallado una bille­tera, y le mostré la carta. En cuan­to la vio, hizo una profunda aspi­ración. "¿Sabe usted, joven?", me comentó, "esta carta fue el último nexo que tuve con Michael. jamás volví a verlo, ni a saber .nada de él". Apartó la mirada un momento y luego añadió, pensativa: "Lo quería mucho, pero apenas tenía yo 16 años, y mi madre juzgaba que era muy joven todavía. ¡Y qué guapo era él! Se parecía a Sean Connery, el del. cine, ¿sabe usted?"

Ambos reímos. El director nos dejó solos.

"Sí, se llamaba Michael Góld­stein", prosiguió ella. "Si lo encuen­tra usted, dígale que todavía pienso en él con frecuencia. ¿Sabe usted?", decía esto y sonreía, conteniendo apenas las lágrimas, "nunca me casé. Supongo que no conocí a nadie que pudiera comparársele..."

Le di a Hannah las gracias y me despedí. Tomé el ascensor para la planta baja. A la salida, el vigilante me preguntó:

—¿Le ayudó la viejecita?

Le contesté que me había dado una pista.

—Por lo menos, ya tengo el apellido que buscaba. Pero es probable que no siga yo indagando por algún tiempo.

Y le expliqué que había pasado casi todo el día tratando de localizar al propietario de la billetera. Mientras charlábamos, saqué del bolsillo la billetera de piel café os­curo con ribetes rojos y se la enseñé al vigilante, quien la miró fijamente y exclamó:

—¡Espere! Esa billetera la reconocería yo en cualquier parte. Es la del señor Goldstein, que la extravía a cada rato. Ya la he encontrado en el vestíbulo tres veces por lo menos.

—¿Quién es ese señor Goldstein? —le pregunté, apremiándolo; la mano me temblaba al decir esto.

Es uno de los viejos residen­tes del octavo piso. ¡Sí! ¡Esa bille­tera es la de Mike Goldstein: estoy seguro! Con frecuencia le dan per­miso para salir a pasear.

Tras agradecer sus informes al vigilante, regresé corriendo al des­pacho del director. Le comuniqué lo que el empleado me había dicho. El director me condujo al octavo piso. Rogué a Dios que el señor Goldstein no estuviera dormido. "Me parece que el señor Gold­stein se encuentra todavía en la sala de descanso", nos informó la enfer­mera. "Le gusta leer de noche. . . Es un anciano encantador".

Fuimos a la única habitación que tenía las luces encendidas, y allí es­taba un hombre totalmente absorto en la lectura. El director le pregun­tó sí de casualidad había extraviado su billetera.

El señor Goldstein alzó la vista, se palpó el bolsillo posterior y luego exclamó:

—¡Válgame Dios! ¡Se me perdió!

—Este amable caballero encontró una billetera. ¿Será la de usted?

En cuanto la vio, una sonrisa de alivio asomó a su rostro.

—¡Sí, claro! ¡Esa es! Se me ha­brá caído esta tarde. Permítame: le daré una recompensa.

Y ya estaba sacando un billete de un dólar.

—¡No, no por favor! —protes­té—. ¡Gracias! Pero debo decirle algo: me permití leer la carta que viene allí, con la esperanza de saber quién era el dueño.

La sonrisa se desvaneció de aquel rostro.

—¿Leyó usted esa carta?

—No sólo la he leído —repli­qué—. Le diré también que creo sa­ber dónde está Hannah.

El anciano se puso pálido.

—¿Hannah? ¿Sabe usted dónde vive? ¿Cómo está? ¿Todavía es tan bonita como antes?

Yo vacilaba.

—¡Por favor! ¡Dígamelo usted; se lo ruego!

—Está muy bien, y es tan bonita como cuando usted la conoció.

--¿Podría usted decirme dónde está? Quisiera telefonearle mañana mismo —me tomó la mano y agre­gó—: ¿Sabe usted una cosa?... Cuando recibí esa carta, acabó mi vida. No me casé. Me parece que a Hannah la he adorado siempre.

—Michael, venga conmigo —le sugerí.

Nos dirigimos los tres al ascensor para bajar al tercer piso. Fuimos a la salita de descanso donde Hannah permanecía aún instalada frente al televisor. El director se le acercó.

—Hannah —le dijo con voz sua­ve—, ¿conoce usted a este señor?

Michael y yo esperábamos junto a la puerta.

La anciana se ajustó los anteojos, se volvió a mirarnos un momento, pero no dijo nada.

—Hannah, soy yo, Michael. Mi­chael Goldstein. ¿No te acuerdas de mí?

—¿Michael? ¿Michael? ¡Eres tú!

El anciano caminó hasta ella con lentitud. Hannah se puso en pie, y se abrazaron. Luego, fueron a sen­tarse en un diván, se tomaron de la mano y empezaron a hablar. El di­rector y yo abandonamos la sala, llorando.

Vea usted cómo se cumplen los designios del Señor --observé filo­sóficamente—. Lo que ha de ser, será.

Tres semanas después me telefo­neó el director.

—¿Podría usted disponer del do­mingo para asistir a una boda?

No esperó mucho mi respuesta:

—¡Por supuesto! Michael y Han­nah se echarán el lazo, ¿eh?

Fue una boda bellísima, a la que asistieron todos los residentes y el personal del asilo de ancianos. Han­nah lució un vestido color café claro y estaba preciosa. Michael vistió un traje azul marino y parecía muy alto y erguido. El asilo les asignó su pro­pia habitación, y si el lector pensó alguna vez en ver a una novia de 74 años de edad y a un novio de 78 comportándose como una pareja de adolescentes, tenía que haber visto a Hannah y Michael.

Fue el final perfecto de un amor que había durado casi 60 años.

 

Fue el ser humano más desvalido que he conocido. Pero su presencia era una bendición para nosotros.

Christopher con Oliver, en 1948.

SU INVALIDEZ

NOS DIO FUERZA

POR CHRISTOPHER DE VINCK

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST DICIEMBRE DE 1985

EN LA casa donde crecí, m¡ hermano permaneció casi 33 años acostado boca arriba en el lecho, en el mismo rincón de su habitación, bajo la misma ventana, junto a los mismos muros amarillos. Oliver era ciego y mudo. Tenía las piernas torcidas. No tenía fuerza sufi­ciente para alzar la cabeza, ni la menor inteligencia para aprender algo.

Hoy día, soy profesor de literatura; cada vez que ex­pongo a mis discípulos la obra sobre la sordomuda Helen Keller, The Mirarle Worker, les hablo de Oliver. En una ocasión, un muchacho alzó la mano y dijo:

—Usted quiere decir que él era un vegetal.

Vacilé unos segundos antes de contestar. Mi familia y yo alimen­tábamos a Oliver. Le cambiábamos los pañales, lo bañábamos y le ha­cíamos cosquillas en el pecho para que se riera. Mientras veíamos tele­visión en la planta baja, oíamos que movía los brazos hacia arriba y aba­jo para hacer que la cama rechinara. Tosía en medio de la noche.

—Pues creo que podrías llamarlo vegetal —reconocí—. Yo lo llama­ba Oliver, hermano mío. Te habría agradado.

Cuando mi madre llevaba tres meses de embarazo y esperaba a Oliver, la intoxicaron los gases que se escapaban de la estufa de carbón. Mi padre la arrastró de inmediato afuera, donde al poco tiempo vol­vió en sí.

Oliver nació el 20 de abril de 1947. Era un precioso niño regor­dete, de aspecto saludable. Pocos meses después, mamá llevó a Oliver a una ventana y lo sostuvo a la luz del sol, Oliver dirigió la vista pre­cisamente hacia el sol; así, advirtió que su hijo era ciego. Meses des­pués, mis padres supieron que la ceguera representaba sólo una par­te del problema.

En el Hospital Mt. Sinaí de la Ciudad de Nueva York, el médico indicó a papá y mamá que no había absolutamente nada que pudiera ha­cer por Oliver. No quería darles falsas esperanzas.

—Podrían internarlo en un asilo —sugirió.

—¡Pero es nuestro hijo! —pro­testaron ellos—. Llevaremos a Oli­ver a nuestra casa, por supuesto.

—Entonces, ¡llévenlo a casa, y ámenlo mucho! —aconsejó el buen galeno.

En Navidad, envolvíamos como regalo para Oliver una caja de ce­real para lactantes y la poníamos bajo el árbol. En las terribles ondas de calor de julio, le acariciábamos la cabeza con un trapo húmedo. Su fe de bautismo estaba colgada en la pared, encima de la cabecera del lecho. Un obispo fue a nuestra casa y lo confirmó.

Aún ahora, a los cinco años de su muerte, recuerdo a Oliver como al ser humano más débil y desva­lido que yo haya conocido; y, sin embargo, para mí es uno de los más poderosos. No podía hacer absolu­tamente nada más que respirar, dor­mir y comer; y, sin embargo, res­pondía al amor, a la fortaleza de ánimo y a la comprensión.

Cuando era yo pequeño, mi ma­dre me decía: "¿No es maravilloso que puedas ver?" Y, una vez, co­mentó: "Cuando vayas al cielo, Oli­ver correrá hacia ti, te abrazará, y dirá: ¡Gracias!" También recuerdo cómo me explicó que, con Oliver, el Señor nos había enviado bendi­ciones que al principio ella no ha­bía comprendido.

Es muy frecuente que un matri­monio se enfrente al problema de tener un hijo con grave retraso men­tal, que además es hiperactivo, ex¡gente o travieso, y necesita de cons­tantes cuidados. Por eso, mucha gente no tiene más remedio que internara ese hijo en un asilo.

Nosotros fuimos afortunados, porque Oliver no necesitaba que es­tuviéramos todo el día en su habita­ción. Nunca se enteró de su estado. Su presencia entre nosotros fue una bendición: una verdadera presencia de paz.

Tenía yo un poco más de 20 años cuando conocí a una muchacha y me enamoré de ella. Unos meses des­pués la llevé a casa para presentarla a mi familia. Al entrar mi madre en la cocina a preparar la cena, le pre­gunté a la muchacha:

—¿Te gustaría conocer a Oliver?

¡No!    --contestó sin titubear.

Poco después, conocí a otra jo­ven, Roe, y la llevé a casa para pre­sentarla a mi familia. A la hora de alimentar a Oliver le pregunté tími­damente si le gustaría verlo.

—¡Claro que sí! —respondió.

Me senté en la orilla de la cama de Oliver y le di las dos primeras cucharadas de cereal.

—¿Me dejas que yo lo haga? —me pidió Roe con tranquilidad, sencillez y compasión.

Le pasé el plato, y ella alimentó a Oliver.

El poder del desvalido. ¿Con cuál de estas dos mujeres se casaría el lector?

Hoy, Roe y yo tenemos tres hijos.


LA PREFERIDA de FEDERICO MISTRAL

LA PREFERIDA
Federico Mistral
LiBRO QUINTO DE LECTURA
EL NUEVO SEMBRADOR
MADRID , ESPAÑA
Una  vieja leyenda provenzal __que tuvo la fortuna de ser recogida por la gloriosa pluma de Federico Mistral, el poeta de aquella región de la dulce tierra de Francia__Cuenta que un día un joven pastor dijo a la anciana madre de su madre, mujer llena de sabiduría y de  bondad:
-Abuela, querida abuela, estoy ya en edad y condición de casarme; dígame qué clase de muchacha debo buscar para hacerla mi esposa.
-Según eso no amas a ninguna.
-No tengo predilección cierta, abuela, pero, si he de decir la verdad entera, confieso que, en nuestro pueblo, hay tres a quienes por igual estimo y distingo.
La abuela meditó brevemente, y luego dijo:
-Véndate un brazo, muchacho, y pasa esta noche por las casas de estas tres niñas que te interesan. Diles que te has lastimado el brazo, y que te he recetado, para curar pronto, emplastos hechos con los restos de masa que suelen quedar en la batea después de amasar el pan. Y ven a verme mañana, que yo sabré entonces decirte cuál es la novia que te conviene, mi nieto.
Al día siguiente, la anciana sonreía oyendo, con la vista baja, el relato que, de las visitas hechas por él a las casas de sus jóvenes amigas, le hacía el obediente muchacho.
-Sí, señora –decíale el nieto-, anoche acudí a casa de Blanca. Estaban de fiesta. Amigos y amigas bailaban y cantaban, Blanca escuchó mi petición, y me despachó con esta respuesta:
“En casa no amasamos, nos evitamos trabajos y preocupaciones comprándole al panadero”.
Fui en seguida, en busca de Magdalena, quien, muy satisfecha de poder servirme, exclamó:
“¿Restos de masa? Corre a pedírselos a mi madre, que es quien amasa aquí” y, sin hacerme mayor caso, volvió a enfrascarse en la lectura de un libro que había dejado por un minuto en su falda. Le di las gracias, pero, en vez de recurrir a la laboriosa madre de Magdalena, me encaminé hacia la casa de mi amiguita Isabel.


 La pobrecilla me escuchó muy afligida, pues no sabía cómo arreglárselas para ayudarme, y, casi a punto de llorar, murmuró: “¡Pues sí que sí que es lástima, amigo mío! Casualmente hoy mismo he amasado, pero en seguida, según ha me enseñado mi madre, dejé la batea limpia como un espejo. ¡Si lo hubiera sabido!...”
La abuela sonrió, y dijo:
-Ya puedo darte el consejo que de mí esperas, mi nieto.
Cásate con la que tiene la batea limpia como un espejo. Será buena esposa.

  Una  Revelacion  Divina
del Infierno

Queda Muy Poco Tiempo!
por
Mary Katherine Baxter

Si usted fracasa en escoger servir a Dios, Ud. ha escogido servir a satanás. Escoga la vida y la verdad lo hará libre.

Después de caminar una corta distancia, nos paramos delante de otra celda. Escuché la voz de un hombre que llamaba, “ ¿Quién está ahí? Quien está ahí?” Yo me pregunté la razón por la cual llamaba.
Jesús dijo, “El está ciego.
Escuché un sonido, y miré a mi alrededor. Delante de nosotros estaba un demonio grande con alas largas que parecían estar rotas. El pasó sin mirarnos. Yo me paré cerca de Jesús.
Nos paramos juntos a mirar al hombre que había hablado. El también estaba en una celda y nos daba la espalda , el tenía la forma de un esqueleto en fuego y tenía el olor de muerte sobre él. Daba golpes en el aire y gritaba “Ayúdenme, alguien, ayúdenme.”
Jesús dijo tiernamente, “Hombre, sea la paz.” El hombre se volvió y dijo, “Señor, yo sabía que vendrías por mi. Yo me arrepiento ahora. Por favor déjame salir. Yo se que fui una persona horrible y que usé mi minusvalidad para ganancias egoístas. Yo se que fui un brujo y que engañé a muchos para satanás. Pero Señor, yo me arrepiento. Por favor déjame salir. Dia y ñoche soy atormentado en estas llamas, no hay agua. El exclamó, tengo mucha sed, no me puedes dar una poco de agua.” El hombre seguía llamando a Jesús, mientras nos alejábamos. Yo miré hacia atrás con tristeza.

Jesús dijo, “Todos los hechiceros y obradores de maldad tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre. Esta es la segunda muerte.

Llegamos a otra celda que estaba ocupada por otro hombre. El dijo, “Señor, yo sabía que tu vendrías a soltarme. Me he arrepentido hace mucho tiempo.” Este hombre, también era un esqueleto lleno de llamas y gusanos.
Oh hombre, estás todavía lleno de mentiras y de pecado. Yo sé que tu eras un discípulo de satanás, un mentiroso que engañaste a muchos. La verdad nunca estaba en tu boca y la muerte fue siempre tu recompensa. Tu escuchaste mis palabras muchas veces y te burlaste de mi salvación y mi Santo Espíritu. Tu mentiste toda tu vida y no me escuchaste. Tu eres de tu padre el diablo. Todos los mentirosos tendrán su parte en el lago de fuego. Tu has blasfemado contra el Espíritu Santo.”

El hombre comenzó a maldecir y a decir muchas cosas malas en contra del Señor. Seguimos hacia adelante. Esta alma estaba perdida para siempre en el infierno.

Jesús dijo, “todo el que quiera puede venir en pos de mi, y el que pierde su vida por mi causa encontrará vida, y vida en abundancia. Pero los pecadores tienen que arrepentirse mientras están vivos en la tierra; es muy tarde para arrepentirse cuando llegan aquí. Muchos pecadores quieren servirle a Dios y a satanás o se creen que tienen tiempo ilimitado para aceptar la gracia que ofrece Dios. Los verdaderamente sabios escogerán hoy a quien servir.”

Pronto llegamos a la próxima celda de donde salió un grito desesperado de dolor, miramos y vimos el esqueleto de un hombre acurrucado en el suelo. Sus huesos estaban negros del fuego y su alma por dentro era de un color gris sucio. Observé que le faltaban partes de su cuerpo a donde subían humo y llamas. Los gusanos se arrastraban dentro de él.

Jesús dijo, “Los pecados de este hombre fueron muchos. El fue un asesino y tenía odio en su corazón. El no se quería arrepentir o aún creer que yo lo perdonaría. Si solamente hubiera venido donde mi.”

Le pregunte al Señor, “ quieres decir que él pensó que tu no lo perdonarías de su homicidio u odio?”

Si,” dijo Jesús, “Si solamente hubiera creído y venido a mí, yo le hubiera perdonado todos sus pecados, grandes y pequeños. Por el contrario, el continuó pecando y murió pecando. Por eso es que está donde está hoy. Le dieron muchas oportunidades para que me sirviera, para que creyera el evangelio, pero él rehusó. Ahora es muy tarde.

La próxima celda a la cual llegamos estaba llena de un terrible olor. Yo podía escuchar los gritos de los muertos y sus ayes de remordimiento en todo lugar. Me sentí tan triste que estaba casi enferma. Yo decidí que iba a hacer todo lo que pudiera para decirle al mundo de este lugar.

La voz de una mujer dijo, “Ayúdame.” Miré a un par de ojos reales, no las cuencas quemadas que eran señal de haberse quemado. Yo estaba tan triste que me dió escalofrío y sentí una gran pena y dolor por esta alma. Quería intensamente sacarla de la celda y correr con ella. Ella dijo, “Es tan doloroso, Señor, yo haré lo correcto ahora. Yo te conocí una vez y tu eras mi Salvador.” Sus manos apretaron las barras de la celda. “ Porqué no quieres ser mi Salvador ahora?” Grandes pedazos de carne en fuego caían de ella y solamente sus huesos apretaban las barras.,“Tu hasta me sanaste de cáncer,” dijo ella. “Tu me dijiste que me fuera y no pecara más, no sea que me viniera algo peor. Yo traté, Señor; Tu sabes que traté. Yo hasta traté de testificar en tu nombre. Pero Señor, pronto aprendí que los que predican tu palabra no son populares. Yo quería que la gente me quisiera. Lentamente regresé al mundo y la concupiscencia de la carne me devoró. Los clubs nocturnos y las bebidas alcohólicas se hicieron mas importante que tú. Perdí el contacto con mis amigos cristianos y pronto me encontré siete veces peor de lo que estaba antes.

Y aunque llegué a ser amante sexual de hombres y mujeres, no era mi intención perderme. Yo no sabía que estaba poseída por satanás. Todavía sentía tu llamamiento en mi corazón que me arrepintiera y fuera salva, pero no quise. Seguí pensando que todavía tenía tiempo. Mañana regresaré a Jesús, y El me perdonará y me libertará. Pero yo esperé demasiado tarde y ahora es demasiado tarde,” exclamó ella.Sus ojos tristes se derramaron en fuego. Y desapareció. Yo grite y me apoyé de Jesús. Yo pensé, “Oh Señor, cuán fácil pude yo o uno de mis seres queridos, haber sido como ella! Por favor pecadores, despierten antes que sea muy tarde.

 

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