domingo, 11 de abril de 2021

"AQUI ESTUVIERON LOS ESPAÑOLES"

 

    "AQUÍ ESTUVIERON LOS ESPAÑOLES"

La vida norteamericana, en múltiples aspectos, se ha beneficiado de la influencia de las alegres y pintorescas tradiciones de España

El ilustre novelista estadounidense John Dos Passos (el apellido es portu­gués) se crió en México, estudió arqui­tectura en España, y ha recorrido ambos países como escritor y como corresponsal de prensa. El Instituto Nacional Estado­unidense de Artes y Letras ha conferido recientemente a Dos Passos la codiciada Medalla de Oro de la Novela, honor que otorga solamente una vez por quinquenio.

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST

1957     

 
 

«Aquí estuvieron

los españoles »

Por John Dos Passos

EN vías de que el rancho llegue a convertirse en la casa típica  estadounidense, creo que va llegando la hora de reconocer cuán enorme es la dosis de hereditarias in­fluencias hispánicas que palpitan en la vida diaria de los Estados Unidos.

Quien quiera que pasee en auto, una tarde serena, por los suburbios de no pocas ciudades estadouniden­ses, podrá ver una familia y otra y otra, tomando el fresco en el patio. Posiblemente el padre estará asando un bistec, su barbecue (del español barbacoa), y habrá rociado, por su­puesto, la salsa con un poquito de chile. Quizás se haya echado un trago de Julep (julepe). Entretanto, los mozuelos y mozuelas de la ve­cindad estarán bailando la rumba, o chillarán con deleite cuando un cantante de la radio desahogue sus pesares en un ay-y-y-y lamentoso; prolongado, de fuerte sabor flamen­co, entretejido con los ritmos semi-ibéricos, semi-africanos, del calipso; a la vez que la chiquillería, luciendo sus chaps (México, chaparreras) y sombreros, apuntarán con sus armas de fuego a unos imaginarios despe­rados (bandidos) que en su fantasía verán venir agresivos contra las bar­das del corral.

Si uno se pregunta de dónde han podido llegar estas palabras al habla estadounidense, recuerda en seguida que las gentes de lengua inglesa ocu­pan solamente una parte del conti­nente americano, y que, aun en esa parte, los españoles estuvieron antes. Recordamos algunos de los eufóni­cos nombres toponímicos que deja­ron: California, Colorado, Nevada, las Montañas de la Sangre de Cristo, la Mesa Encantada, el Río Grande, el Paso y Monterrey; mas tendemos a olvidarnos de lo mucho que influ­yeron en el aspecto y desarrollo del hablar cotidiano del país.

Cuando los peregrinos ingleses lle­garon a Massachusetts en 1620, se enteraron de que pescadores portu­gueses y vascos ya llevaban años cú­rando sus pescados en el Cabo Cod. Los primeros exploradores de Virgi­nia se quedaron un día atónitos al encontrar en las orillas del Río Ja­mes a un indio que hablaba espa­ñol. (Cuarenta años antes de que la Compañía de Virginia se establecie­se en Jamestown, varios jesuitas es­pañoles habían perdido la vida tra­tando de cristianizar a los indios de la Bahía de Chesapeake.) También es sabido' que aquellos colonizado­res ingleses vivían temerosos de las avanzadas que los españoles, desde su base de San Agustín (en la Flo­rida), habían establecido en la costa de lo que hoy son los estados de Georgia y Carolina del Sur.

Eminentes figuras entre los pri­meros colonizadores de Massachu­setts, como Cotton Mather y Samuel Sewell, tenían plena conciencia del esplendor y la cultura del imperio español que ya florecía en América. En la Ciudad de México se habían abierto 50 librerías cuando todavía en Boston no había más que una. El primer libro impreso de Norte­américa se tiró (1539) en una pren­sa de México. Las universidades de Santo Domingo, México y Lima es­taban llenas de estudiantes un siglo antes de que John Harvard pensase incluir en su testamento el legado para la creación de la pequeña es­cuela teológica que luego vino a ser la Universidad de Harvard.

El habla de los primeros coloniza­dores ingleses de Norteamérica se enriqueció en el comercio con los vi­nateros españoles, al acoger palabras como casK (de casco), cork (de cor­cho) y sherry (de jerez o xeres). De la trata de esclavos y de los belico­sos tripulantes de los veleros que ha­cían la travesía entre las Antillas y la costa africana, vienen canoe, ne­gro, comrade y renegade. El capitán John Smith, uno de los primeros co­lonos ingleses, ya hacía uso del es­pañol al referirse a los mosquitos que lo molestaban durante sus ex pediciones. Del español (y antes de los dialectos azteca y caribe) vinie­ron las voces tomato y patato, así como, tiempo adelante, quinine y cocaine. Los pesos españoles de pla­ta, acuñados en México, se convir­tieron en los dollars de las colonias anglosajonas en América. (Dallar es un derivado del thaler, o talero, aus­triaco, que viajara de Austria a Es­paña y de España a las Américas.)

Cuando el secretario del presiden­te Jefferson, Meriwether Lewis, y su pelirrojo amigo William Clark hicieron su primer viaje de estudio de la ruta terrestre al Oregón, ape­nas recordaban que 200 años antes un español llamado Juan de Oñate había subido hasta el Río Arkansas en su infructuosa busca de oro. Mas los rebaños de caballos salvajes que vagaban por las llanuras occidentales, y las jacas que encontraron en poder de los indios, les hicieron ver claramente que allí habían estado los españoles. Los pequeños caballos salvajes o semisalvales de las llanu­ras estadounidenses, llamados mus­tangs (de mesteño, o mostrenco), son descendientes de los que se de­jaron extraviados los conquistadores españoles en sus exploraciones del continente.

El entretejimiento de la cultura hispánica y la de los indios pueblos produjo la singular civilización de Nuevo México. Hasta la fecha, la huella hispana no se ha disipado aún completamente en el océano de co­mún americanismo anglosajón que por todos lados la cerca. Y ese tenaz elemento hispánico ha ejercido una inmensa atracción sobre los escrito­res, arquitectos, pintores y decorado­res estadounidenses.

Aun antes del contacto de la Unión Norteamericana con Nuevo México y California, era evidente una incli­nación al aprecio cordial de las cosas españolas. Los escritores estadouni­denses de comienzos del siglo XIX se sentían cautivados por España. Washington Irving se encontraba, frente a las montañas nevadas que veía desde la Alhambra, en un am­biente tan de su íntimo gusto como sus Catskills. Desde los tiempos co­loniales, el Quijote se ha leído en los Estados Unidos casi tanto como la Biblia. Cuando Hugh Henry Brackenridge se propuso escribir su pri­mera novela costumbrista, lo hizo tomando por modelo para su Mo­dera Chivalry la obra maestra de Cervantes. James Russell Lowell y Longfellow inspiraron sus poemas en asuntos hispánicos. Toda una ge­neración de estadounidenses se edu­có en la lectura de Prescott sobre las narraciones de los viejos conquista­dores. La obsesión de Ernesto Hemingway con España dista mucho de ser cosa nueva en las letras esta­dounidenses.

Los jóvenes de la Unión que re­gresaban de las fronteras a casa, en los años que precedieron a la guerra con México, salpimentaban su con­versación con relatos de fiestas, fan­dangos, comidas servidas al fresco filibustera, señoritas y bonanzas.

Las influencias hispánicas se man­tenían vigorosas entre los primitivos tejanos, cuya constitución, promul­gada en español y en inglés, glosa­ba las leyes españolas. Por ejemplo, el carácter inviolable de la propie­dad de la mujer casada era principio jurídico heredado de España; por­que a tenor de la ley inglesa, la mu­jer, en el matrimonio, carecía de to­do derecho de propiedad sobre sus bienes. Todos ellos pasaban a la pro­piedad de su marido. La legislación estadounidense en materia de pro­piedad comunal siguió con el tiem­po el concepto español respecto a los derechos de propiedad de la mujer.

La tradición de la ranchería del Oeste fue aportación española. Es­paña era el único país de Europa en donde había espacio bastante para la cría de ganado sobre vastas extensio­nes de terrenos de pasto. Muchos de los conquistadores procedían de Ex­tremadura, que es todavía la tierra de las grandes dehesas. Aquellas con­diciones topográficas, de las cuales se derivaron en España el toreo y la cría de reses bravas, han producido en el occidente de la Unión la cien­cia práctica del vaquero.

La jerga de la vida del Oeste tie­ne también sus raíces en España. El sombrero, los chaparejos, las botas con punteras pintadas y altos taco­nes españoles; la montura o silla y la cinch (la cincha) con que se la aprieta al vientre del caballo; la hac­kamore (del español jáquima) que usa el «cowboy» para llevar su ca­ballo de cabestro, el quirt (del espa­ñol mexicano, cuarta o látigo), y el lasco o lariat (lazo) que cuelga de la perilla del arzón, todas son pala­bras trasmitidas al «cowboy» por los vaqueros mexicanos, que antes las aprendieron de los españoles.

A la vez que los rancheros mon­taban el escenario para la represen­tación del drama del Oeste Bravío, los padres misioneros españoles pre­paraban allí el camino para la gran­ja y la plantación de frutales. Intro­dujeron los procedimientos de riego que los españoles habían aprendido de los moros y trajeron de España esquejes de olivos, almendros, higue­ras y vides. Las palabras orange, le­mon, pomegranate (granada) y avo­cado (aguacate) delatan su origen español.

En los comienzos de este siglo, los arquitectos estadounidenses empezaron a mirar con renovado interés las casas de adobe de los ranchos de Nuevo México; y, posteriormente, aquellos que deseaban complacer los gustos de las florecientes poblaciones de la Florida y California, se apasio­naron de las rejas y los tejados del estilo español californiano. El espa­ñol colonial ha sido tan importante como el inglés colonial en la evolu­ción de los diseños estadounidenses, así en la construcción como en la de­coración. Hoy día, muchas de las nuevas casas construidas en la Flo­rida, Tejas, California, y sectores del suroeste de los Estados Unidos, re­presentan un esfuerzo para adaptar algunas características de la preser­vada intimidad del viejo patio espa­ñol a las necesidades de la vida suburbana de los norteamericanos.

La influencia sudamericana es par­ticularmente fuerte en las danzas estadounidenses. Hace una genera­ción, el tango llegó de la Argentina. Sobre su estela, vinieron: de Cuba, la rumba; el samba, que bailan los brasileños durante el carnaval de Río Janeiro; el cha-cha-chá y el mambo. Juntamente con los ritmos de baile, llegó la música de concierto, de Vi­lla-Lobos y de Chávez.

Ahora que el trasporte aéreo ha puesto a la mayoría de las princi­pales ciudades de las dos Américas a la distancia de un día de vuelo, o poco más, las influencias recí­procas se han intensificado enorme­mente.

Examinando atentamente la cre­ciente interacción de las dos culturas de las Américas, podríamos conside­rar agrupadas las influencias más pa­tentes de Hispanoamérica en los Es­tados Unidos, en la comprensión de una sola palabra: color. Las escuelas mexicana y brasileña de pintura in­fluyen sobre los artistas estadouni­denses. Muchos de los diseños en el tejido, y pintorescos ornamentos del hogar, en este país, copian motivos mexicanos. En las tiendas de los Es­tados Unidos se ofrecen las alegres chucherías, la cristalería, la joyería de plata, la brillante cestería y la­tonería de Hispanoamérica. Todas esas cosas, lo mismo que la cadencia y el golpe de tambor de la música sudamericana, dan sabor a la vida. La América de habla inglesa seria bastante aburrida si no fuera por­que la amenizan un poco los vecinos del sur.

Es un sentimiento especial, este que despiertan las auras del sur. Tie­ne mucho que ver con el sol y las planas superficies de los edificios, y la forma en que allá viven las gen­tes. Yo he tenido esa sensación hasta en Colorado, al despertar en el co­che cama de Chicago a Denver y mirar por la ventanilla, para hallar­me con que aquel nuevo sol maña­nero era de diferente color, y el pol­vo más brillante, y más alto el cielo. He ahí una punta de mulas, en un corral con cerca de adobe... Sin du­da, ¡aquí estuvieron los españoles!

El noventa por ciento de las asperezas de la vida cotidiana son efecto del tono de voz que empleamos.

Máxima china

AL CELEBRAR sus bodas de oro el embajador nacionalista chino Ho­llington Tong, ofreció dos reglas para el matrimonio feliz:

La esposa debe amar al marido menos y entenderlo más.

El marido debe amarla más y no tratar de entenderla en absoluto.

Washington Post and Times Herald

LOS HOLANDESES «HACEN» SU PAÍS

 Por Wolfgang Langewiesche 

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST         Setiembre 1956

  Condensado de «Harper's Magazine»

 CUANDO EL avión en que via'ábamos empezó a volar sobre la costa de Holanda, los pasajeros de esta nación se agolparon en las ven­tanillas. Allá abajo, verdeantes y lo­zanos, se extendían campos que no hace mucho formaron parte del le­cho del mar. Pertenecen a la nueva provincia que Holanda está añadien­do a su territorio: la de «Flevoland.» Es esta provincia el orgullo de los holandeses. A su sola vista les bri­lla de entusiasmo la mirada.

El procedimiento para trasformar en tierra firme y fértil la que antes cubría el mar, es el siguiente: Des­pués de circundar con diques deter­minada porción de la costa en que el agua tiene poca profundidad, la desecan valiéndose de bombas. Dejan luego trascurrir unos años, en los cuales las lluvias lavan de sal el terreno. Logrado esto, inician el cul­tivo de lo que es ya tierra adecuada para la agricultura. Su configura­ción es- la de un redondel; queda ba­jo el nivel del mar; se conoce con el nombre de «pólder.» La palabra es intraducible a otro idioma. Úni­camente los holandeses tienen pól­deres. Desde hace mil años han esta­do construyéndolos; en un princi­pio, de corta extensión; ahora que cuentan con dinero y maquinaria potente, mucho más extensos.

Viajé en automóvil a lo largo de un dique destinado a convertir el lecho del mar en una nueva porción de Flevoland. La costa quedó atrás, se perdió de vista; y aún se prolongaba la carretera. «Esto es grandio­so,» me dije. Y en realidad, compa­rado con el tamaño de Holanda, es colosal: algo así como si los Estados Unidos emprendieran la desecación del Golfo de México para crear una segunda Tejas.

Llegamos a Lelystad, la futura ca­pital de Flevoland, actualmente un mero ensanchamiento en el dique. Unas pocas docenas de casas, un hos­pital, una escuela. Algunos de los empleados de las obras del dique vi­ven allí. A ambos lados de la pobla­ción no hay otra cosa que el mar Basta el confín del horizonte.

Todo esto es parte de una gran tradición. Desde hace mil años han estado los holandeses ganándole te­rreno al mar; y el mar a los holan­deses. A no ser por los diques, gran parte de Holanda no existiría. Por­ciones considerables de su suelo ya­cen a seis metros bajo el nivel del mar. Esto es lo que hace que Holan­da sea Holanda. Como las tierras bajas no desaguan naturalmente en el mar, se atiende a conseguirlo me­diante bombas que, movidas por mo­linos de viento, sacan el agua que dejan las lluvias. ¿Qué otra razón para los típicos zuecos holandeses? En muchas regiones del país el sue­lo está constantemente húmedo, y los zapatos de madera resguardan los pies de la humedad. No sirven para correr, desde luego; pero el ho­landés es hombre metódico, se levan­ta temprano, reparte juiciosamente su tiempo y no necesita apresurarse.

En Holanda ve uno canales don­dequiera: a lo largo de la calle principal de las poblaciones, al lado de las carreteras, a través de las gran­jas. Nada más natural, ya que para retirar las aguas estancadas hay que entrelazar los campos con una red de zanjas de desagüe que sólo distan unos 30 metros entre sí; las zanjas desembocan en canales, y éstos en otros más-anchos y profundos por los que llega el agua a las instala­ciones de bombear que la expulsan al mar.

La terminación «dam» en Rot­terdam, Amsterdam y los nombres de otros lugares significa en realidad dique de compuertas. En la pleamar se cierran las compuertas para impe­dir la entrada del agua; en la baja­mar se abren para dar salida al agua de la región.

Flevoland, la futura provincia de Holanda, no es más que el Zuider­zee desecado pólder a pólder. Cada pólder —de 20.000 a 50.000 hectá­reas aproximadamente— da cabida a unas 2500 granjas, una docena de aldeas y una población de mayor tamaño. Las obras del Zuiderzee se iniciaron en 1923. El primer pólder quedó desecado en 1930. El segundo, que fue el que vimos desde el avión, en 1942, y está procediéndose en la actualidad a poblarlo. El tercero que­dará desecado el año que viene. Se calcula que los dos últimos pólderes se hallen listos antes de 1980. Detrás del personal que trabaja en las obras de cada dique, llegan los encarga­dos de acondicionar el suelo; siguen a éstos los que construyen carreteras y puentes; acuden por último los contratistas de casas y otros edificios. Recién salido del mar, el «país nuevo,» según llaman a estos pólde­res, es una extensión de tierra gris, yerma, lúgubre. Los funcionarios a cuyo cargo se halla la dirección de la empresa saben, empero, perfecta­mente donde habrán de alzarse la ciudad y los pueblos, las huertas y los bosques. ¿ Los bosques? Claro que sí, los bosques. En el país nue­vo habrá niños, y donde hay niños es conveniente que haya árboles. Nada escapa a la previsión de los holandeses. Mas a lo primero que importa atender es a que el suelo se halle en condiciones. En unos po-cos años las lluvias lavan la sal del mar; pero debe cuidarse de que no haya aguas estancadas. Obra es ésta superior a los recursos del granjero. Contratistas al servicio del Estado se valen de maquinaria especialmente destinada a este objeto para abrir zanjas y tender en el subsuelo de los campos kilómetros y más kiló­metros de cañerías de desagüe.

Una vez listo el pólder ¿se permi­te que los pobladores acudan a la buena de Dios para habitarlo? De ninguna manera. Holanda escoge a sus colonos, uno por uno, con escru­puloso cuidado. Las tierras del país nuevo han de confiarse a hombres que a la condición de agricultores competentes unan la de ciudadanos útiles a la comunidad, capaces de organizar una asociación ganadera, de establecer una iglesia local, de dar muestras de espíritu cívico en cuanto se relacione con el bien ge­neral. Para resolver la solicitud de todo aspirante, se atiende a informaciones confidenciales acerca de sus antecedentes, carácter, capacidades y demás circunstancias personales. Una vez resuelta favorablemente, Holanda procede a asentar al po­blador del país nuevo con el mismo esmero con que planta los bulbos de tulipán.

El trazado del país nuevo respon­de al propósito de que se asemeje lo más posible al país antiguo. Al proyectar una población, se hace que las dos calles centrales no se corten precisamente a escuadra, sino que las bocacalles queden ligeramente escalonadas. Tampoco corren las ca­lles en línea recta; todas tienen sus recodos. Asimismo se cuida de dar a los campos un ligero toque de an­tigüedad; una vuelta en tal punto de la carretera, un bosquecillo más allá. El Estado asume la construc­ción de casas, escuelas, iglesias, gra­neros, etc. Una vez plantados los árboles en torno de la casa y puesta la llave en la puerta de la granja, se entrega la finca al agricultor. Aun­que no en propiedad; la recibe con un contrato por 12 años, prorroga­bles si su conducta lo justifica.

El vecindario de las poblaciones se escoge e instala con no menos cui­dado que el de los campos. Según calculan los sociólogos, por cada tres granjeros debe haber un vecino: maestro de escuela, sacerdote, médi­co, veterinario, mecánico o comer­ciante. Saben con exactitud cuántos fotógrafos, zapateros, radioelectricis­tas de televisión pueden hallar tra­bajo en cada población. Ni uno más puede instalarse, porque por más que quisiese no hallaría dónde vivir. ¿ Da todo esto resultados que jus­tifiquen el gasto que supone?

No los da, si se considera como un negocio y nada más. El terreno desecado sale a 12.500 florines la hec­tárea (más de 3000 dólares), sin con­tar el acondicionamiento del suelo y la construcción de canales y carrete­ras. El Estado arrienda las tierras de agricultura a un precio que deja pérdida, pero, según observa un al­to funcionario holandés, «hay que tener en cuenta la diferencia que media entre la economía privada y la pública.» La nación entera sale ganando cuando circula el dinero de los agricultores. Calculan los enten­didos en la materia que al aumento de la producción agrícola correspon­de el de la renta nacional en la pro­porción de siete florines de ésta por cada florín en productos de aquélla.

Y ¡cómo produce la tierra en ma­nos de los agricultores holandeses! La hectárea de trigal rinde cuatro veces más que en los Estados Uni­dos. Por otra parte, emplean tal vez cuatro veces más hombres por hec­tárea. Se especializan en productos que obtienen buenos precios: pata­tas de simiente, ganado de cría, bul­bos de tulipán, plantas y flores de adorno, legumbres fuera de esta­ción; y por de contado, quesos, los cuales son en Holanda parte del de­sayuno. El agricultor holandés es muy minucioso y esmerado. En el otoño y la primavera, el ganado que pasta en los campos lleva mantas de abrigo.

Aparte de lo que el campo rindaen dinero, el holandés ve en el cam­po un factor de salud física y moral. Como la mayoría de los europeos, considera que el campo es moral­mente sano; y la ciudad, en el me­jor de los casos, dudosa en lo que hace a moralidad. Cree que la na­ción muere en las ciudades y renace-en los campos. Estima, asimismo, que un pueblo debe hallarse en ca­pacidad de derivar el sustento de la propia tierra en que habita. Holan­da decidió llevar a cabo las obras del Zuiderzee a raíz de la Primera Gue­rra Mundial, después de haber pre­senciado por cuatro años los respec­tivos esfuerzos de Alemania y de la Gran Bretaña para someter a la otra por hambre mediante la guerra sub­marina y el bloqueo.

Ocurre también que muchas gran­jas holandesas, por ser resultado de múltiples reparticiones de la granja paterna entre muchos hijos, no dan ya lo bastante para sostener una fa­milia. Los agricultores buscan más tierras, y no las hay disponibles. Ahora bien, los holandeses estiman que el agricultor debe hallar, dentro de la misma Holanda, medios de vida, como los hallan, por ejemplo, el ingeniero o el comerciante. De ahí la industria de «hacer» tierras.

Por lo demás, ni esta ni otras ra­zones son menester para los holan­deses. Conservar el suelo y aumentar su extensión ganando terreno al mar es para ellos una gran empresa. Pa­ra mayor gloria de Dios, para honra' del hombre, para asegurar el porve­nir de los hijos, el que es holandés construye diques

EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

PARA nuestro bull-terrier Pug no había más amo ni más cariño que mi marido. A lo más que lle­gaba conmigo era a consentir que le diese la comida y le curase las heri­das con que volvía de sus peleas. Co­mo mi marido trabajaba de noche en una fábrica, yo habría preferido que Pug subiera a hacerme compa­ñía en vez de echarse a dormir en la sala de la planta baja.

En la Segunda Guerra Mundial entró mi marido a servir en la arma­da, y quedamos solos el perro y yo. Desde el primer día cambió Pug de modo de ser. Mientras, entristecida por la ausencia, iba yo de un lado a otro atendiendo a los quehaceres de la casa, veía constantemente a mi lado la robusta y simpática figura del bull-terrier. Cuando me iba a acostar, me seguía a la alcoba y se echaba en la alfombra al pie de mi cama.

Apenas le dieron de baja, mi ma­rido no perdió un instante en volver a casa, y me llegó de sorpresa a las 4 a.m. El entusiasmo y las demos­traciones de alegría de Pug rivali­zaron con las mías. Pero cuando mi marido y yo subimos a la alcoba, Pug no nos siguió. Fue a ocupar nuevamente en la sala sil acostum­brado puesto. El también había cum­plido su tiempo de servicio. — M. D.

 DESDE el mismo instante en que volvió mi esposa con nuestro hijo Miguel del hospital de maternidad, Kicapú, el perrillo zorrero, se cons­tituyó en guardián inseparable del recién nacido. Oir llorar a Miguel volvía loco a Kicapú. Apenas daba el niño el primer vagido, salía el pe­rro disparado en busca de mi mu­jer, y no se sosegaba mientras no viese que ella le daba a Miguel el biberón o una galleta para que se entretuviése chupándola.

Cuando el niño empezó a gatear, Kicapú montaba constantemente guardia al pie del corralillo en que poníamos a Miguel. Notamos que al estar en compañía del perro, nun­ca lloraba el niño por más de unos instantes. Una mañana, cuando Mi­guel empezó a llorar, fui a ver qué le sucedía; y ¡qué veo! Kicapú va corriendo al porche, coge de su pro­pio comedero una galleta para pe­rros que había desechado la noche anterior, y se la lleva a Miguel, que al punto deja de llorar y principia a mordisquearla.    R. C.

VOLVÍA a casa una noche oscura como boca de lobo cuando oí que un perro ladraba a lo lejos con fre­nética insistencia. Supuse que esta­ría tratando de pedir auxilio y, des­viándome del camino que llevaba, me dirigí hacia allá. En el cruce de dos calles, como clavados en el sitio, estaban el perro y un hombre. Pre­gunté a éste si le había sucedido al­gún percance.

—Sí —me dijo—. Soy ciego y me he perdido. Si usted me hiciera el favor de indicarme dónde estoy, no necesitaré de más para orientarme.

A todo esto el perro había cesado de ladrar y aguardaba pacientemen­te. Pero en cuanto el ciego, una vez encaminado por mí, echó a andar, el perro se alejó por su lado, con un trotecillo que reflejaba la satisfac­ción de haber socorrido a un extraño.

TENíAMOS en Idaho varias dehesas de ganado lanar y criábamos, para el cuidado de ellas, perros ove­jeros escoceses. Eran espléndidos ejemplares; vigorosos e inteligentes, aprendían en muy corto tiempo a obedecer, a voz o por señas, cuanto hay que mandarle a un perro de pastor. El más inteligente de todos era Bruce.

La primavera en que cumplió dos años se lo entregamos al pastor Eduardo, que salía para las tierras altas con un rebaño de borregos. Estando allá, a más de 30 kilómetros de poblado, tuvo Eduardo la mala suerte de que, al limpiar una esco­peta, se escapara el tiro y le hiriera gravemente la mano izquierda.

Después de vendarse la muñeca lo mejor que pudo, hizo señas a Bruce de que recogiese el ganado. En lo que tardaron los borregos en llegar al aprisco había perdido Eduardo las fuerzas casi por com­pleto. Llamando a Bruce, le amarró al collar un trapo empapado en san­gre y le dijo: «¡Pronto, Bruce, a ca­sa! ¡A casa! ¡Socorro!»

Aunque jamás le habían manda­do esto, Bruce ladró una vez, volvió grupas y echó a correr. Al llegar a casa estaba desfallecido. A duras pe­nas pudo alcanzar el umbral y des­plomarse allí a lamer el agua de la vasija que le puse delante.

Encontramos a Eduardo sin cono­cimiento, por la mucha sangre que había perdido; pero no solamente salvó la vida, sino que sanó por com­pleto de la mano.   K. T. S

Cuentas galanas

LAS MUJERES tienen pasión por las matemáticas. Dividen la propia edad por dos, duplican el precio de la ropa que compran, triplican el salario del marido, y suman cinco años a la edad de las mejores amigas.

Marcel Achard, citado en daily1 Express de Londres

  LO QUE LOS HOMBRES ME ENSEÑARON    

Una mujer rinde homenaje a ciertas cuali­dades del varón que le han enseñado a superarse como mujer

LO QUE LOS HOMBRES ME ENSEÑARON

Por Michael Drur

yExtractado del «Woman's Home Conilanion»

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST         Setiembre 1956

DEBO A LA enseñanza y al ejemplo del hombre los más preciados conocimien­tos que una mujer puede adquirir.

Gracias a los hombres he aprendido a con­formarme con la cara y la figura que Dios me dio. Sé que no soy una beldad; cosa que me mortificaba en mis quince abriles. Pero más tarde conocí a un hombre feo. Feo se­gún todas las normas de la estética: orejas y nariz descomunales, pecoso, muy desarro­llada la manzana de Adán... y usaba ante­ojos. No obstante, era un sujeto encantador. Bailando con él, en cierta ocasión, tuve el atrevimiento suficiente para pedirle que me explicara en qué consistía aquel fenómeno.

—Hace muchos años —me respondió— me miré al espejo y me dije: «Amigo, si la cara es lo que vale, debes pe­garte un tiro.» Pero como no tenía deseos de suicidarme, resolví sacar el corazón a la cara. Soy sociable por naturaleza y procuro que las gentes sepan lo que siento por ellas. Y era la pura verdad. Aquel señor sabe escuchar a una mujer como si fuese la primera que escucha en la vida. Le interesa la gente, tiene mo­dales distinguidos, es experto en su oficio y dueño de sí mismo. Estos atributos se traslucen en todos sus gestos y ademanes y a nadie se le ocurre pensar que es un hombre feo. La belleza no está en el rostro sino en los sentimientos. Los hombres aprenden eso antes que las mujeres. Los hombres me enseñaron la po­derosa necesidad de arriesgar la vi­da de vez en cuando, no sólo la vida física, sino los hábitos, las costum­bres y las creencias que forman par­te integrante de lo que yo llamo mi persona. La mujer, que busca por instinto el calor del nido, cambia con mucho gusto la posibilidad de gran­des aventuras por las cosas peque­ñas, caseras y seguras. El hombre es más inclinado a correr riesgos. Siendo aún niña, aprendí a nadar en un río al cual se tiraban los mu­chachos columpiándose en los beju­cos silvestres. Se lanzaban desde la empinada orilla, describían un arco que venía a terminar como a unos 10 metros sobre la superficie del agua y, izas! se dejaban caer. Un día les pedí que me enseñaran la prueba. Claramente me advirtieron que, una vez en el aire, no me quedaba otro remedio que soltarme y dejar­me caer al agua. De no hacerlo así y continuar agarrada al bejuco, me volvería hacia atrás a estrellarme contra los árboles. Trepé por el barranco de la ori­lla, presintiendo que había llegado mi última hora. Lamentaba con to­da mi alma el haberme desprendido de la inmunidad que me daba mi condición de niña. Apretando el largo bejuco entre las rodillas y contra el pecho, me arrojé al espacio convencida de que me iba a matar.

Nunca olvidaré ese viaje hacia el terror y la libertad: el golpe del vien­to, la espantosa certeza de que no podría retroceder. Me sentí subir y subir; después tuve la sensación de que se acababa el impulso y com­prendí que el momento había llega­do. Haciendo un heroico esfuerzo solté el bejuco y lo vi alejarse suave­mente. Apenas entonces me dí cuen­ta de mi caída.

Rompí el frío y oscuro cristal del agua con los pies y seguí bajando, bajando.. . Antes de tocar el fondo rocoso comencé a luchar por salir a flote, pero ya sin miedo. Salí del río hecha una persona bien distinta a la que había entrado en él. ¡Qué expe­riencia tan asombrosa es la de medir nuestras fuerzas con el peligro y triunfar! Así se conquista la paz es­piritual. No arguyo en favor del peligro por el peligro; pero sí quiero re­cordar que la propia estimación nace del atrevimiento y que la es­tatura moral crece traspasando losmites convencionales que le hemos fijado al espíritu. Los hombres tie­nen por naturaleza la osadía de co­lumpiarse sobre los bejucos silves­tres; las mujeres tenemos que ad­quirirla.

A los hombres vivo agradecida por haberme enseñado lo que sig­nifica el dinero. Nosotras somos muy listas para captar los valores espiri­tuales y sabemos por instinto que hay cosas que el dinero no puede comprar; por eso llegamos apresu­radamente a la conclusión de que las mejores cosas de la vida no cues­tan nada. ¡Qué sin razón!

El dinero es trabajo, talento y pro­ducción; despreciarlo o malgastarlo equivale a despreciar y malgastar las fuentes de donde proviene. Los hom­bres respetan el dinero porque pa­gan por él en tiempo, inteligencia y energía. Hay que gastar dinero pa­ra vivir: la sabiduría consiste en gas­tarlo cuerdamente.

Más que ninguna otra cosa, me han enseñado los hombres que, ba­jo el exterior masculino que les pres­cribe la sociedad, hay un ser que se diferencia muy poco del mío. De­masiado estricta es la división de la humanidad en dos géneros: mascu­lino y femenino. Ellos también sueñan, dudan, oran y esperan, y tam­bién se preocupan por lo que de ellos piensen los demás. Me gustan los hombres; por ellos aprendo dia­riamente a superarme como mujer.


sábado, 17 de septiembre de 2016

"TU ESTARÁS CONMIGO"-A ORILLAS DEL RIO KWAI Por Ernest Gordon

 TU ESTARÁS CONMIGO"-
A ORILLAS DEL RIO KWAI 
Por Ernest Gordon
Un día un sargento australiano a quien yo no había visto antes, vino a verme. Nos sentamos en cuclillas frente a mi choza, y hablamos de varias cosas. Se veía que tenía algo que decirme pero le llevó algún tiempo para decidirse a hablar.
Finalmente dijo:
— Mis compañeros y yo hemos estado charlando acerca de algunas cosas. Nos pusimos a pensar si, después de todo, no habrá algo que no habíamos entendido correctamente hasta ahora en esta cuestión del cristianismo.
— ¿Cómo sucedió esto? — le pregunté. El sargento arrugó la frente.
— Estamos hartos de todo lo que vemos a nuestro alrededor — continuó —. Hombres que le patean los dientes al caído, que se roban mutuamente y que roban a los muertos, que se arrastran como ratas hasta las cocinas de los japoneses para recoger restos de los baldes de desperdicios ... — No, no puede ser así, — le temblaba la voz por la emoción —, por cualquier lado que se lo mire. , . Está todo muy podrido, podrido. . . — haciendo un esfuerzo volvió a cobrar dominio de sí.
—Sí, señor. Mis compañeros y yo lo hemos meditado bastante. Todos hemos podido conocer el lado peor de la vida ¿no es así? y pensamos que debe de haber algo mejor en alguna parte. De modo que queremos intentar una vez más con el cristianismo. . . descubrir si es de valor, o no.
¿Y qué pasa si descubren que no lo es?
El sargento se rascó el mentón pensativamente.
— Entonces sabremos que no sirve. Eso puede ser importante también.
— ¿Y qué tiene esto que ver conmigo? —pregunté.
El sargento me miró fijamente.
—    Mis compañeros, ... ellos ... bueno, me pidieron que le preguntara si usted estaría dispuesto a encontrarse con ellos, y ... bueno, dirigir las charlas.
— Pero ¿por qué yo? Seguramente hay otros que podrían hacer esa tarea mejor.
—    Ellos piensan que usted es la persona adecuada — contestó con calmosa tozudez —. En primer lugar porque saben que usted es un hombre de lucha, un soldado. Por otra parte han oído que usted asistió a la universidad, de modo que debe de saber algo del cristianismo.
Quedé pasmado con el pedido. Quise rehusar la propuesta de inmediato. Pero cuanto más hablábamos, tanto más me sentía atraído por este hombre. Nos podíamos comunicar sin ningún esfuerzo. ¿Sería tal vez porque había pasado por una experiencia similar a la mía?
Para ganar tiempo mientras tomaba una decisión, le pregunté acerca de su vida. Me dijo que había pasado la niñez en las minas de cobre de Nueva Gales del Sur, en donde creció acostumbrado al rigor y al peligro. No había tenido una educación formal, pero tenía, por naturaleza, inteligencia y fuerza de espíritu.
No le había dado la respuesta todavía cuando mencionó de paso que debido a su experiencia en atletismo, estaba organizando un equipo para devolverle vida a las piernas de los paralíticos. Ya que él se entregaba a los demás ¿tenía yo derecho a rehusar su pedido? Más aun, el interés de sus compañeros debía de ser genuino porque de lo contrario no lo habrían enviado a verme.
—    Y si acepto — le dije, tratando de dilatar la cosa — ¿crees que podré ser de alguna ayuda? — Por supuesto, no me cabe la menor dud- repuso enseguida —, pero debo aclararle algo. Los muchachos no van a aguantar una clasecita de Escuela Dominical. Quieren la cosa en serio.
— Está bien — le dije sonriendo —. Trataré de darles "la cosa en serio". Pero, entiéndame bien, no puedo asegurar que lo que yo diga llegue a tener significado para ellos.
— ¡Gracias! Se levantó del suelo, y me extendió la mano.
—    ¿Dónde nos reuniremos? — le pregunté. Pensó un momento.
—    ¿Conoce ese lugar pasando el hospital, donde crecen muchas cañas?
— Creo que sí.
— Un poco más arriba de las letrinas. Creo que allí estaremos tranquilos.
— ¿No es ese el lugar junto a la Casa de la Muerte?
— Sí, ¿por qué?
Me reí.
—    Es todo parte de mi pasado. ¿Cuándo nos encontramos?
— ¿Es muy pronto mañana por la noche?
—    En absoluto. Estaré allí.
Me dio las buenas noches y se fue.
 Hice un inventario de mis posibilidades. Una cosa sabía con certeza: En una situación tan real como un campo de concentración, no era cuestión de discutir conceptos filosóficos abstractos. Y, sin embargo, tenía muy poco en mi experiencia anterior a la guerra que prometiera ser significativo.
Había pasado por los típicos entusiasmos idealistas de la juventud. David Livingstone había sido uno de mis héroes de la niñez. La vida y la obra de Albert Schweitzer habían sido una inspiración para mí. En algún momento pensé en ser un misionero en algún país lejano pero gradualmente le fui dando la espalda a esa meta, y al mismo tiempo, la espalda al cristianismo. Sus doctrinas prácticas parecían irrelevantes y para el "otro mundo" en comparación con las de mis amigos"- racionalistas.
Las dos manifestaciones de doctrina cristiana con las que estaba familiarizado no me impresionaban en absoluto. La primera de ellas mantenía que la Biblia había sido inspirada literalmente, había sido dictada palabra por palabra y entregada al hombre en bandeja de plata. La vida cristiana estaba organizada como una vida de obediencia a una serie de leyes arbitrarias que me parecían negativas, restrictivas y frustrantes. Requerían que uno renunciara al mundo y sus pecados, pasara largo tiempo en interminables oraciones verbales, se dedicara a estudiar la Biblia de una forma muy literal, y considerara cada desastre como una consecuencia del pecado. El énfasis teológico principal se centraba en la muerte de Jesucristo como un sacrificio hecho para aplacar a un Dios iracundo.
Lo que yo encontraba particularmente difícil de aceptar era la actitud de tales cristianos hacia aquellos que estaban fuera de su grupo sectario. Con la vehemencia de quienes se sientan básicamente inseguros se veían a sí mismos como los ungidos de Dios, y por lo tanto criticaban a todos los demás.
Tal como yo veía las cosas, se las arreglaban para quitarle las burbujas a la champaña de la vida, dejándola chata, insípida y sin gusto. A mí me gustaba el mundo y la vida. Me gustaba la buena compañía y la diversión. Cualquier credo que exigiera no ir al teatro, no tomar, no fumar, y no besar a las chicas me parecía, no sólo monótono y aburrido, sino una manera increíblemente fácil de llegar al cielo. Prefería infinitamente un infierno duro a esta gris morada sin sol de los fieles, en donde cada uno estaba enojado con todos los demás.
La otra doctrina parecía sostener que el cristianismo era solamente para la gente decente, criada en casas hermosas, educada en buenas escuelas, en las que habían aprendido a hacer todas las cosas bonitas que se deben hacer. El cielo, para este grupo de personas, era una especie de continua merienda, con bocadillos y té servido en tazas de loza china. Era todo eminentemente respetable, pero bastante duro para los pececitos que estaban fuera del balde.
Nada de esto me atraía. La política o el servicio social — algo de este tipo — me ofrecían una forma más realista de ayudar a resolver los problemas de la humanidad. Y también estaba la ciencia. El rápido progreso que se hacía en ese campo indicaba que el hombre podía cuidar de sí mismo y resolver sus propios dilemas sin ayuda del poder divino, no importa cuán benigno fuera éste.
Muchos "mundos felices` se construían en aquellos días, y el mío era uno de ellos. No teníamos idea de cuán pronto se desmoronarían.
A medida que hacía mi evaluación decidí que prácticamente mi única ventaja era poder empezar a partir de cero. Después de eso lo más obvio era tratar de descubrir lo más posible acerca de jesús.
Una vez, cuando era estudiante, fui a una conferencia donde se anunciaba la primera de una serie de charlas acerca de la persona y las enseñanzas de Jesús. La serie comenzó con el libro de Levítico en el Antiguo Testamento. No me resultaba claro cómo alguien podía aprender gran cosa sobre Jesús en la variedad de sacrificios que allí s( detallaban en abundancia, de modo que no volví a asistir a las otras conferencias. Debido a experíencias de este tipo yo había llegado a la conclusión de que Jesús era un personaje de cuentos de hadas adecuado para niños tal vez, pero no para adultos.
El lugar lógico para comenzar ahora, reflexioné era el Nuevo Testamento, el único registro de si: vida y de sus enseñanzas que teníamos a nuestrc alcance.
Yo tenía una Biblia. Era una ya bastante usada que me había regalado un suboficial que quería aliviar su mochila antes de emprender la marcha hacia el interior del país. Estaba gastada, rota, y remendada, y tenía la tapa forrada con el hule de  una capa. No tenía referencias, ni explicaciones ni anotaciones.
Esa Biblia era todo lo que tenía para usar de base cuando enfrenté el grupo la noche siguiente en el bosquecillo de bambú. Con no poca alarma descubrí que había un grupo grande esperando.
Estaban allí sentados, esperando en respetuoso silencio. Pero sus rostros tenían un aire de advertencia que decía a las claras: "Te toleraremos, compañero, siempre y cuando no te pongas a dr] una perorata."
Comencé por describir mi propio incierto estado de gracia, hablándoles con toda franqueza de mis dudas y conflictos. Cuando les pregunté de frente si estaban dispuestos a acompañarme y enfrentar las cuestiones básicas de la existencia humana, dijeron que sí.
Al principio me abrí camino cautelosamente. Les conté algo de lo que había aprendido en la escuela acerca de la cultura griega y romana, del politeísmo y del mitraísmo, de la vida y las costumbres del Antiguo Testamento. No me llevó mucho tiempo recorrer la totalidad de mi superficial erudición. Se hizo un silencio, un silencio incómodo. En mi desesperación pedí que me hicieran preguntas.
Era riesgoso de hacer. Podrían haberme liquidado arrinconándome o forzando una competencia verbal en la que yo resultaría el perdedor. Pero no habían venido por esa razón. Querían hallar el significado de la vida, si es que ese significado existía y podía encontrarse.
Eran muy bondadosos estos muchachos. Cuando comenzaron a hablar acerca de sus interrogantes íntimos, lo hicieron libremente. Expresaron con franqueza sus puntos de vista acerca de la vida en este mundo, su sentido, y de la vida en la eternidad. Estaban buscando una verdad que pudieran percibir tanto con su corazón como con su mente. Cuando la reunión terminó supe que podría seguir adelante.
En los encuentros sucesivos fue creciendo el número. Había caras nuevas, más y más pares de ojos mirando interrogantes a los míos. Les fui exponiendo el Nuevo Testamento en el propio lenguaje de ellos, manteniéndome apenas una lección más adelante que ellos.
Por medio de nuestras lecturas y discusiones, llegamos a conocer a Jesús. El era uno de los nuestros. Entendería nuestros problemas porque era el tipo de problemas que El mismo había enfrentado. Lo mismo que nosotros, a menudo no tuvo donde reclinar su cabeza, ni alimento para su estómago, ni amigos en posiciones encumbradas.
El también sabía lo que era estar muerto de cansancio por exceso de trabajo, conocía el sufri-miento, el rechazo, y las desilusiones que son parte de la trama de la vida. Sin embargo no fue un aguafiestas.
A medida que leíamos y conversábamos, fue cobrando vida. Lo empezamos a ver en la plena dignidad de su hombría. Era un hombre a quien podíamos comprender y admirar; el tipo de amigo que nos hubiera gustado tener a nuestro lado, cuidándonos las espaldas; un líder al que podíamos seguir.
Nos fascinaba su humanidad. Aquí había un trabajador, y sin embargo alguien perfectamente libre, que no se había dejado esclavizar por la sociedad, ni por la economía, la ley, la política o la religión. Fuerzas demoníacas existían entonces como ahora. Habían intentado destruirlo, pero no habían podido tener éxito.
Es verdad, lo habían clavado a una cruz y atormentado con sufrimientos; pero no se había quebrado. El peso de la ley y de los prejuicios cayó sobre él, pero no pudo aplastarlo. Había permanecido libre y vivo, como lo había demostrado la resurreción. Lo que El era, lo que hizo, lo que dijo, todo tenía significado para nosotros. Comprendimos que el amor expresado de forma tan suprema por Jesús era el amor de Dios, el mismo amor que estábamos experimentando nosotros, amor que es apasionada bondad, amor que se centra en los demás en lugar de centrarse en sí mismo, amor más grande que todas las leyes humanas. Era el amor que había inspirado a San Pablo, una vez que experimentó su poder, a escribir:
"El amor es sufrido, es benigno."
Las doctrinas que fuimos extrayendo tenían sentido para nosotros. Nos aproximamos a Dios por medio de Jesús, el carpintero de Nazareth, la palabra encarnada. Una aproximación así la veíamos lógica, pues era la forma en que El había venido hasta nosotros. Se hizo carne, anduvo en medio de los hombres, y se manifestó por sus acciones, como alguien lleno de gracia y de verdad.
Fuimos llegando a nuestra comprensión de los caminos de Dios no uno por uno, sino juntos. En la confraternidad de la libertad y del amor, encontramos la verdad, y con la verdad, un maravilloso sentido de unidad, de armonía y de paz.
Mientras llevábamos a cabo cada noche nuestro encuentro en el bosquecillo de bambú, me uní, tan pronto como pude hacerlo, al equipo de masajes del sargento australiano. A cada uno se nos asignó cuatro o cinco pacientes que cuidar, dispersos en distintas barracas del campamento. Visitábamos diariamente a las personas que teníamos a nuestro cargo. Mientras les dábamos masajes escuchábamos sus penas y sus infortunios. Cuando se presentaba la oportunidad les hablábamos, intentando darles confianza, y estimulándoles la voluntad de vivir.
Casi todos nuestros pacientes eran jóvenes. Algunos de ellos estaban moribundos. Entonces tenía razones para agradecer las verdades eternas que habíamos encontrado durante nuestras reuniones en el bosque de bambú. Casi diariamente me hacían preguntas para las cuales la Razón no tenía respuestas. Casi diariamente me veía frente a frente con los grandes problemas de la existencia humana.
Estos interrogantes tomaban muchas formas. Pero casi todos ellos eran simplemente formas de ocultar la gran pregunta: ¿Cómo puedo enfrentar la muerte? ¿Es posible superar la muerte?

miércoles, 15 de marzo de 2017

A ORILLAS DEL RIO KWAI --HIDALGUIA DE ROMMEL EN LA GUERRA

 A ORILLAS DEL RIO KWAI
ERNEST GORDON

Cuando la luz de la lámpara titilaba en la oscuridad tropical, brindándonos la única claridad de que disponíamos para nuestro culto, nos recordaba la vida de quien es la luz de los hombres, "aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre", la luz que no se apaga.
No tomé conciencia de la existencia de esta iglesia hasta que el reverendo Alfredo Webb llegó con un contingente de prisioneros de otro campamento. Inició un eficiente ministerio y rápidamente se ubicó como pastor sabio y afectuoso de una congregación en permanente crecimiento. Se enteró de mis charlas y actividades de grupo y me invitó amablemente a colaborar con él.
Llegó el domingo en que predicaría mi primer sermón. No contábamos con manuales de homilética. Pero estaba la Palabra de Vida, el testimonio de la Biblia y las palabras de Jesús para nuestra situación. Poco antes de comenzar el culto, mi amigo Bill Maclean me pasó su Biblia. Estaba abierta en las siguientes palabras del capítulo 12 de Lucas:
Cuando os trajeren a las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis por cómo o qué habréis de responder, o qué habréis de decir; porque el Espíritu Santo os enseñará en la misma hora lo que debáis decir." (Lucas 12:11, 12)
Fortalecido por ese pasaje, encontré las palabras. Prediqué sobre la parábola del hijo pródigo. Los hombres venían al culto con el corazón preparado, corazones abiertos para recibir las bendiciones que sólo Dios podía dar. Días más tarde, se acercaban para dialogar sobre algún punto que les interesaba. El carácter de sus preguntas me daba luz, y me demostraba que las necesidades espirituales son comunes a todos los hombres.
Todas las noches realizábamos un culto de oración por aquellos que estaban enfermos, por nuestras familias, por nuestras necesidades diarias. Orábamos pidiendo orientación y fortaleza para las pruebas que teníamos por delante.
Necesitábamos el don de un espíritu sereno, de modo que orábamos pidiendo tranquilidad para dormir. Mientras vivíamos en la seguridad de la vida civil nunca le habíamos prestado mucha atención al asunto del sueño. Pero aquí era diferente. Las mentes de los hombres estaban cargadas con el recuerdo de sucesos horrorosos que no les permitían descansar. A menudo sus alaridos perturbaban el sueño del campamento.

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