jueves, 22 de abril de 2021

BILL W. FUNDADOR DE ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS

 ¡UN PUÑAL EN EL CORAZÓN!

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST     Julio de 1986

 Casi en cualquier parte de Esta­dos Unidos, cuando alguien sufre una lesión traumática que pone en peligro su vida, las probabilidades de que sobreviva son terriblemente escasas. Hasta ahora, sólo 50 hospi­tales son verdaderos centros de trau­matología. Ello, a pesar de que son los traumatismos —y no el cáncer ni los padecimientos cardiacos— la principal causa de muerte entre los estadunidenses de menos de 45 años.

Una institución que estableció re­cientemente una unidad de trau­matología es el Centro Médico y Hospitalario Merey de San Diego, California. En los primeros seis meses de operación, ha abatido en 80 por ciento los casos de fallecimiento por traumatismos. Pero, cuando Christopher Valva fue trasladado a ella, a los 20 minutos de haber re­cibido una puñalada en el corazón, el doctor Eugene Rumsey, responsa­ble del caso, tuvo que recordar que aún se desconocen los límites de la traumatología. Quizá la muerte ya no es inevitable. . . pensó.

 FALTABA poco para la medIanoche del primero de febrero de
 1985, cuando el doctor Eugene Rumsey terminó su turno. Había tra­bajado sin parar desde las 7 de la mañana, y había dedicado las últi­mas horas a restaurar el destrozado cuerpo de un joven atropellado por un automóvil.

Se trataba del último de una se­rie de extraordinarios casos de sal­vamento registrados en el Merey y en los otros cinco hospitales recién designados como centros traumato­lógicos en el Condado de San Diego. Un helicóptero de rescate había re­cogido a la víctima en una autopis­ta, para trasladarla hasta la plata­forma de aterrizaje, a las puertas del departamento de urgencias del Merey. Rumsey y un equipo auxi­liar esperaban, con todo listo, en la sala de resucitación traumatológica.

Estamos en los nuevos linderos de la medicina, meditaba el gale­no de 37 años al cruzar la calle para ir a la cabaña que usaban como dor­mitorio los cirujanos de traumatologia. ¿Quién sabe hasta dónde po­dremos llegar?

La respuesta iba a sorprenderlo muy pronto. En ese momento, en una oscura calle a diez kilómetros del hospital, Christopher Valva, de 19 años, regresaba a casa tras el cambio de turno en la imprenta don­de trabajaba. Se topó con tres jóve­nes que vagaban cerca de la casa, y les pidió que se alejaran. Después de un acre intercambio de palabras, uno de ellos hundió un cuchillo de monte en el corazón de Christopher. Mientras los muchachos emprendían la huida, Chris avanzó tambaleante, abrió con rapidez la puerta de su casa, entró a duras penas en la sala, y dijo, casi sin aliento: "¡Madre, me apuñalaron! "

Irene Ferguson corrió hacia su hijo, que se desplomó. Al ver la sangrante herida en el pecho, le apli­có una toalla blanca, limpia. Luego se apresuró a marcar el número te­lefónico del socorro de urgencia. Chris sudaba copiosamente. Su piel perdió el matiz blanco y se tornó grisácea.

Llegó una patrulla policiaca, se­guida por una ambulancia y un carro de bomberos. Al acuclillarse junto a Chris, los paramédicos Steve Sal­vato y Jim Royal se miraron a los ojos un instante. Eran inconfundi­bles aquella palidez, preludio de muerte, y los estertores de los mo­mentos postreros.

Chris había encogido su espigado cuerpo para adoptar la posición fe­tal, pero sin ánimo de rendirse a su suerte. No obstante, empezaba a perder el conocimiento. ¡Resiste, resiste!, le ordenó una voz interior.

En cuanto le pusieron los panta­lones inflables para prevenir el cho­que, los paramédicos se apresura­ron a usar la camilla con ruedas para llevarlo a la ambulancia. Royal se comunicó por radio al Centro Mer­co, avisó que calculaban llegar en siete minutos y dio parte del estado del paciente.

"¡Traumatismo mayor! ¡Trauma­tismo mayor!" La voz de alerta se escuchó por el sistema de sonido del hospital y en los radiorreceptores de bolsillo que portaban los 17 hom­bres y mujeres de guardia. Médicos, enfermeras y técnicos acudieron a la sala de resucitación. Rumsey regre­só presuroso de la cabaña, para ha­cerse cargo del caso.

En el cuarto de radio del depar­tamento de urgencias, se oía voci­ferar a Salvato en medio del sonido de la sirena: "Herida penetrante en el hemitórax izquierdo... hemorra­gia intensa... pulso extremadamen­te débil... pupilas dilatadas... ojos en blanco".

Los paramédicos introdujeron por la boca una sonda hasta la tráquea de Chris, para permitirle respirar aunque perdiera el conocimiento, e inflaron los pantalones de presión para, impulsar hacia el cerebro la poca sangre que le quedaba a la víc­tima. Royal intentó insertar agujas intravenosas en los brazos de Chris. Fue inútil: las venas se habían cons­treñido. Desésperado, Salvato pin­chó la yugular. La aguja penetró, pero no fluyó nada de sangre. La gran vena estaba vacía. En eso, se detuvo también el pulso. "Aplicare­mos resucitación cardiopulmonar", gritó Salvato por radio. Llevaba ya un difunto.

Rumsey aguardaba impaciente, mientras la adrenalina inundaba su organismo.

—¿Está todo listo para abrirle el tórax? —preguntó a Sandy Van­der Voort, enfermera que lo asistía en el quirófano—. Lo abriremos aquí mismo.

Sandy Vander Voort se puso rápidamente los guan­tes esterilizados y sacó el instrumental.

"Estamos en la puerta trasera". El aviso de Salvato hizo que salieran disparados 12 miem­bros del grupo. Abrieron violenta­mente las portezue­las de la ambulancia. Las manos se exten­dieron para asir la camilla.

Este hombre ya perdió toda oportu­nidad, fue el pensa­miento de la seño­rita Vander Voort, cuando entró la ca­milla, y Rumsey su­bió a Chrís a la mesa de operaciones. Un anestesista supervi­só las vías respiratorias de Chrís. Otros le practicaron venodisecciones en los brazos y tobillos para aplicar líquidos intravenosos y trasfusiones. Los técnicos se aposta­ron a un lado, con botellas de solu­ción salina y de sangre de donadores universales ( tipo o, Rh negativo, la cual no provoca reacciones o, si las causa, son leves), que se usa cuan­do no se ha establecido el tipo san­guíneo del paciente.

Una enfermera pasó por el pecho de Chris una esponja empapada con un antiséptico, mientras Rumsey se ponía los guantes. Con el escalpelo que le entregó la señorita Vander Voort, el cirujano hizo una incisión en el costado, del frente hacia atrás. La sangre acumulada en la cavidad torácica se derramó en el piso.

Rumsey apartó el pulmón perfo­rado para abrir el pericardio que cubría el corazón de Chris. Rodeó con los dedos el contraído órgano, lo oprimió y luego lo soltó, para aplicarle así el masaje cardiaco. No hubo reacción.

"El corazón está vacío", susurró el médico, desalentado. Pero se tra­taba de un hombre joven y vigoro­so. Rumsey siguió dándole masaje al corazón. No sabemos hasta dónde llegan las posibilidades de la trau­matología, repitió para sí. Quizá la muerte ya no sea inevitable.

ESTA NUEVA y audaz rama de la medicina llegó a San Diego gracias al doctor Richard Virgilio, de 48 años, director de traumatología en el Centro Mercy, quien no olvida­ba la experiencia adquirida en Viet­nam. Durante los 13 meses que pasó en el Hospital Naval norteameri­cano establecido en Da Nang, Vir­gilio y sus colegas habían salvado la vida de cientos de hombres heri­dos de gravedad, gracias a una uni­dad de cirugía general de urgencia en campaña. Al volver a casa, Virgilio se preguntó por qué no había un servicio semejante para los civiles, víctimas de accidentes y de la vio­lencia delictiva.

En los años setenta, mientras pres­taba servicio en el Hospital Naval de Balboa, en San Diego, Virgilio trabajaba también como especialista en urgencias en otros hospitales de la localidad. Una y otra vez, las am­bulancias llevaban pacientes con le­siones gravísimas, que requerían in­tervenciones quirúrgicas inmediatas. Virgilio recuerda que a veces tenía que enviar taxis al banco de sangre, no conseguía localizar por teléfono a los cirujanos y veía, impotente, cómo se perdían vidas.

Un niño de 12 años, con el bazo perforado, murió de la hemorragia cierta noche, porque Virgilio no pudo encontrar cirujanos y técnicos para atenderlo. "Tuve que decirle a la madre que habíamos hecho todo lo posible por salvarlo", recuerda. "Pero no fue así; nuestro sistema no le había brindado al niño la aten­ción que necesitaba".

Cuando Virgilio dejó la Marina en 1978 e inició su asociación con el Hospital Mercy, divulgó su pro­puesta de establecer una red regio­nal de centros de traumatología. "Los militares estadunidenses en Vietnam tenían más probabilidades de sobrevivir que cualquier vícti­ma de un atropellamiento en las carreteras de nuestra localidad", in­sistió el médico.

Pasaron cuatro años antes de que su cruzada motivara una investi­gación de los servicios de trauma­tología existentes en la región. Se encontró que los sistemas de comu­nicación de urgencia eran anticuados, el trasporte deficiente, los técnicos mal adiestrados y las víctimas eran llevadas al hospital más cercano y no al mejor equipado para atender los traumatismos. Por fin seis de los 31 nosocomios del condado fueron designados centros de traumatología por el Consejo de Supervisores del Condado. Virgilio y los demás di­rectores de traumatología nombra­dos realizaron la cuidadosa selección de 39 cirujanos generales, entre los 200 que había en la región, para brindar servicio las 24 horas del día en cada hospital.

A partir del primero de agosto de 1984, en el Condado de San Diego, que abarca 11,000 kilómetros cua­drados con 2.1 millones de habitan­tes, las víctimas de traumatismos de­jaron de ser enviadas al servicio de urgencias más cercano para trasla­darlas lo más pronto posible a los centros de traumatología. En los seis meses previos a la llegada de Chris Valva, sólo fallecieron 133 de las 1778 víctimas recibidas. La realiza­ción de milagros se había converti­do en algo casi rutinario. "Aunque tengamos el uno por ciento de pro­babilidades, hacemos el intento", afirma Sandy Vander Voort.

POR ELLO, el doctor Rumsey es­taba parado en un charco de sangre, a medianoche, con el corazón de un joven en la mano.

El silencio invadió la sala, donde sólo se escuchaba el ruido de la bol­sa de oxígeno que era impelido a los pulmones de Chris. (Un médico sa­lió a buscar a Irene Ferguson y a prepararla para lo peor.) Durante cinco minutos, mientras otros mé­dicos suministraban al paciente sue­ro y sangre por vía intravenosa, Rumsey siguió aplicándole masae  cardíaco. Pronto tendría que da. por vencido. Al no recibir oxígeno el cerebro de Chris, sobrevendría colapso general.

Rumsey percibió con los dedos un leve movimiento. "Siento algo anunció.

Un susurro de emoción recorrí la habitación. Todos continuaron su labor con más ánimo.

El corazón había empezado a dilatarse con los líquidos, pues la circulación se estaba reactivando, y se produjo un leve latido. "¡No ce­jen!", gritó Rumsey. "¡Está vol­viendo a la vida!"

La noticia llegó hasta Salvato y Royal, que habían estado rondando por el pasillo exterior. Sus ojos se encontraron por segunda vez en esa hora; pero, en ese momento, los te­nían desmesuradamente abiertos de asombro.

Dentro, Rumsey seguía hablando animosamente: "Los latidos son más fuertes... el ritmo ya está regula­rizándose. . . íLo logramos!"

Cuanto más estables eran los la­tidos, más sangre brotaba por lo invisible herida. Un interno, que auxiliaba a Rumsey, hizo a un lado el pulmón, y el cirujano acomodó el corazón en el centro del pecho. Ha­bía una cortadura de cuatro centí­metros en el ventrículo derecho. Rumsey presionó la herida con el índice y prolongó el masaje durante otros diez minutos. Luego, sin re­tirar el dedo, cerró la herida con seis puntos de sutura y le puso gra‑pas a la enorme incisión que había hecho en el tórax.

A los 35 minutos de haber llega­do, Chris iba rumbo al quirófano principal, ubicado en el piso de arri­ba. Un cirujano de tórax, recién lle­gado de su casa, estaba lavándose las manos y los antebrazos con ger­micida para terminar la curación.

—¿Aún vive mi hijo, doctor? —inquirió Irene, cuando vio que Rumsey salía de la unidad de terapia intensiva.

—Sí —contestó él, sorprendido por poder dar tal respuesta.

La excepcional preparación y la prontitud con que se procedió per­mitieron lograr algo casi imposible..

A pesar de la inexplicable convic­ción de que Chris se salvaría, Rum­sey procuró evitar que Irene tuviera una esperanza injustificada. Chris se hallaba en estado de coma; el híga­do y los riñones no funcionaban y se ignoraba hasta qué punto se ha­bía dañado el cerebro. Pero ella no estaba para negativas. Por primera vez desde que Chris llegó tamba­leante a casa, se daba cuenta de que ella también seguía respirando.

Rumsey pasó el resto de la noche al lado de Chris, y afrontó varias crisis. Aunque al mejorar la tensión arterial se restableció el funciona­miento del hígado y los riñones, era necesario controlar las arritmias car­diacas con medicamentos. Y, al bajar peligrosamente la- temperatura de Chris, fue preciso envolverlo con frazadas y aplicarle una trasfusión de sangre tibia.

A las 40 horas del ataque sufrido por Chris, Irene entró al cuarto y encontró a su hijo con el cuerpo hin­chado y las extremidades convulsas. Dominó sus temores y puso la mano en la del joven. " ¡Chris, escúchame! Si me oyes, apriétame la mano".

La enorme mano de Chris dejó de agitarse y la sujetó con fuerza. Y al finalizar el horrible espasmo, el rostro del muchacho adquirió un aspecto de serenidad.

Al día siguiente, Chris observó a Irene, que caminaba hacia la cabe­cera de su cama.

—¿Qué pasó, madre? —pregun­tó soñoliento.

EL 7 de marzo, 35 días después de haber recibido la puñalada, Chris Valva volvió a casa. Para el otoño, ya podía conducir el auto y tocar la guitarra. Y, al llegar la Navidad, es­taba de vuelta en el trabajo.

"Sigo con vida y tengo una nue­va oportunidad de vivirla", dice. "Aquella noche, supe que estaba muriéndome. Y estaría muerto, de haberme ocurrido esto un año an­tes, cuando no teníamos centros de traumatología".

"Debemos ver las cosas de otra manera", sostiene Rumsey. "Mu­chas muertes ocasionadas por trau­matismos son reversibles en reali­dad. ¡Lo hemos demostrado en San Díego! "


 arrojé una máqui­na de coser contra Lois, mi querida Lois. En otra ocasión, me sentía tan mal que temí que los demonios que había dentro de mí me hicieran lanzarme por la ventana. Arrastré mi colchón a la planta baja, por si sal­taba súbitamente".

INOLVIDABLE FUNDADOR

DE ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS SELECCIONES DEL READER'S DIGEST              Julio DE 1986

Se le ha llamado el más grande arquitecto social del siglo xx. Él se llamaba a sí mismo Bill W. Como analista de valores de bolsa, hizo fortunas para sí y para sus clientes. Pero lo per­dió todo al volverse alcohólico. Luego, gracias al don de una energía superior, encontró el camino de la recuperación y contribuyó a crear una hermandad única, que ha dado es­peranzas y una nueva vida a millones de personas en el mun­do entero. Yo formo parte de ella, y tuve la inmensa fortuna de conocer a este extraordinario hombre ordinario.

POR BoB P.

HACE 25 años, los médicos dijeron que pronto moriría si no dejaba de beber. Pero no era capaz de enfrentarme a la realidad sin grandes cantidades de vodka, seguida por cervezas.

De joven, había venido a la Ciu­dad de Nueva York procedente de Kansas; me forjé una carrera en re­laciones públicas, me casé, tuve tres hijos y establecí un hogar en un ele­gante suburbio de Connecticut.

En apariencia, era próspero, pero en el interior me atormentaban sen­timientos de inadaptación. Tenía 40 años cuando me diagnosticaron una enorme hinchazón abdominal como cirrosis avanzada del hígado. Por todo el cuerpo me habían salido mo­retones violáceos, y padecía de he­morragias nasales; todo ello es típi­co de esta clase de lesión del hígado.

En cierta ocasión, durante un viaje de negocios, empecé a vomitar san­gre sin parar, hasta perder la mitad de la que tenía en el cuerpo. Me sal­varon la vida gracias a trasfusiones. Pero no podía dejar de beber, ni siquiera después de que sufrí otra hemorragia.

Por último, mi médico se dio por vencido y me envió al doctor Harry Tiebout, uno de los pocos psiquia­tras que en aquel tiempo mostraban comprensión a los Alcohólicos Anó­nimos y que reconocían el alcoholis­mo como una enfermedad, no como un defecto de carácter. Tiebout me sugirió que asistiera a AA, pero yo había llegado demasiado lejos para dejar de beber entonces, y por tanto me enviaron a la Granja de Obser­vación, en Kent, Connecticut. Allí, di el primero de los 12 pasos de AA:  reconocí que era impotente ante el alcohol, que había perdido el control de mi vida. El 4 de julio de 1961, ingresé en la hermandad de AA e inicié una vida de sobriedad.

TRES AÑOS después, cuando me ofrecí a ayudar a AA en sus relacio­nes públicas, conocí a Bill W. Era toda una leyenda viviente, y me sen­tí nervioso al entrar en su oficina de Manhattan.

Bill se hallaba repantigado en una silla, los pies sobre un viejo escrito­rio de madera de roble con docenas de quemaduras de cigarrillos. Cuan­do se levantó, vi que medía casi 1.90, que era delgado y desgarbado. Su rostro era alargado y tenía unos chispeantes ojos azules. Actuó como si verme fuera lo mejor que le hu­biese ocurrido en años.

—Yo soy Bill —me dijo al tíempo que tendía la man0— Soy un borracho.

Empecé a murmurar que le debía la vida, y él, un tanto incómodo, miró al piso y me indicó:

--Pase.

Con el tiempo llegué al consejo de administración de AA, y estuve en contacto regular con Bill W. En las conferencias y juntas del con­sejo, a menudo observaba cómo lo­graba sacar de los rincones a los recién llegados. Él conocía la sole­dad, la timidez y la inseguridad del alcohólico. "Yo soy Bill", les decía, saludándolos como a mí. "Soy un borracho". Nunca le oí emplear la palabra "alcohólico" al referirse a sí mismo.

Bill actuaba como un hombre or­dinario, y lo parecía. Pero era un extraordinario hombre ordinario. .No necesité mucho tiempo para comprender que todos los que lo conocían tenían maravillosas histo­rias que contar acerca de Bill y de su esposa, Lois, quien le ayudó a fundar Al-Anon, para las familias de los alcohólicos. Pero nadie tenía una historia que contar mejor que el propio Bill.

Él la llamaba "cuento para irse a dormir".

EASt DORSET, Vermont, contaba con menos de 500 habitantes cuan­do Bill W. nació allí, el 26 de no­viembre de 1895. Creció en un ho­gar desgarrado por las discusiones, que a menudo hacían que su padre pasara fuera de casa días. BILL conoció esa sensación de desas­tre que acecha en todo momento, y que muchos niños de hogares rotos han experimentado. Aquello lo ator­mentaba conforme crecía. Cuando tenía diez años, sus padres se dívor­ciaron y siguieron sus vidas por se­parado; algo casi inaudito en 1906. Bill quedó a cargo de sus abuelos maternos.

Para contrarrestar su soledad y sentido de insuficiencia, hizo un es­fuerzo por sobresalir. A los 12 años empezó a mostrar ambición y espíri­tu de competencia. Cuando su abue­lo leyó un libro acerca de Australia y le dijo que sólo un aborigen de aquel país podía hacer un bumerán, Bíll pasó seis meses tallando madera hasta que logró hacer que uno fundonara. Después, consideró al bume­rán como una maldición, porque demostró a su ego que tenía la te­nacidad y el de­seo de ser el mejor en cualquier cosa: música, deportes o ciencia. Por ejem­plo, reparó un vio­lín roto y practicó con el hasta llegar a ser el primer vio­lín de la orquesta de su escuela. Sin ser un atleta, se es­forzó y logró ser el capitán del equipo de beishol.

EN LA cercana Manchester, fre­cuentado sitio de vacaciones, conoció a Ebby Thatcher, de Albany, Nueva York. Ambos trabaron una amistad que duraría toda su vida. En 1913, dos años después de co­nocer a Ebby, Bill conoció a otra visitante del lugar: Lois Burnham, esbelta muchacha de una familia de clase acomodada de Brooklyn, Nue­va York, y se enamoró de ella. El amor de Lois por Bill fue tan apasio­nado y constante como el de él, un amor que resistiría las vicisitudes de todos los años de alcoholismo de Bill. Pero el alcoholismo aún estaba en el futuro, mucho más adelante.

Bill no tomó un solo trago de alcohol hasta los 22 años, cuando era oficial del Ejército y estaba acan­tonado cerca de New Bedford, Mas­sachusetts, durante la Primera Gue­rra Mundial. El tímido chico de Vermont se sentía incómodo y fue­ra de lugar en las reuniones, hasta que alguien le dio un coctel del Bronx, mezcla de ginebra, vermut dulce y seco y jugo de naranja.

"Aquella barrera", diría después, suspirando, "que me había separado de los demás, se derrumbó. Sentí que pertenecía al grupo, que era parte de la vida. ¡Cuánta magia ha­bía en aquellas bebidas! Podía hablar y ser ingenioso".

En contraste con algunos alcohó­licos, que pasan por un lento proce­so de creciente dependencia, Bíll se volvió un bebedor compulsivo des­de el principio. Fue una de esas per­sonas a las que el alcohol les altera poderosamente el cerebro y las emo­ciones. El bebedor no tiene ya nin­gún control después de tomar el primer trago, que provoca el deseo del segundo.

Bill tenía el cuidado de moderar­se en la ingestión de bebidas alco­hólicas cuando estaba con Lois y su familia. Se casó con ella antes de que lo enviaran a Francia como te­niente segundo en la artillería de la costa. Allá descubrió el fino borgo­ña y el coñac. Al terminar la guerra, en 1918, se había demostrado una vez más que era un triunfador, un líder de hombres, un héroe.

Cuando volvió a Estados Unidos, él y Lois vivieron con los padres de ella. De día trabajaba como inves­tigador de fraudes para una compa­ñía de seguros, y por la noche asistía a la Escuela de Derecho de Brook­lyn. Pronto lo fascinó la bolsa de valores y llegó a ser un buen analis­ta, agente especulador y dinámico, con clientes en diversas casas de bol­sa en Wall Street.

Pero el alcoholismo iba imponién­dose: el día de su examen final en la escuela de derecho, estaba demasia­do ebrio. A esas alturas, cualquier fracaso o éxito le servía de pretexto para emborracharse. Y cuando bebía, a menudo se mostraba soez y violento. Peleaba con meseros, ta­xistas, cantineros, desconocidos. Por la mañana, al sentir culpa y remor­dimiento, juraba a Lois que nunca volvería a beber; por la noche, esta­ba ebrio una vez más.

Durante largo tiempo, ambos lo­graron engañarse. Vivían en un lu­joso apartamento, eran miembros de clubes elegantes. Todavía en 1928, Bill ganaba miles de dólares y se bebía una gran parte de ellos. Algunas mañanas, su esposa lo en­contraba borracho, tirado frente al apartamento.

La quiebra de la bolsa de valores, en octubre de 1929, echó por tierra lo que no había arruinado la em­briaguez de Bill. Muy endeudado, se mudó con Lois a casa de los pa­dres de ella. Lois consiguió un em­pleo en una tienda de departamen­tos. Ahora, Bill vivía para beber, porque tenía que beber para vivir.

"Igual que otros alcohólicos", nos decía, "yo ocultaba el licor como una ardilla almacena nueces: en el desván, debajo de las duelas o en el depósito de agua del excusado. Cuando Lois salía a trabajar, yo me reabastecía. Ahora bebía para olvidar: dos o tres botellas de ginebra al día".

En 1932, Bill había empezado a temer por su salud mental. "Una vez, en pleno acceso de embria­guez", contaba, "arrojé una máqui­na de coser contra Lois, mi querida Lois. En otra ocasión, me sentía tan mal que temí que los demonios que había dentro de mí me hicieran lanzarme por la ventana. Arrastré mi colchón a la planta baja, por si sal­taba súbitamente".

A MEDIADOS del verano de 1934, BILL ingresó  en el hospital Charles Towns, de la Ciudad de Nueva York, especializado en el tratamien­to del alcoholismo. Casi todos con­sideraban a los alcohólicos como personas sin fuerza de voluntad, ca­rácter ni disciplina moral. Pero el médico de Bill en el Charles Towns, William Duncan, era uno de los po­cos que habían concluido que el al­coholismo es una enfermedad. Dijo a Lois que no eran muchos los alco­hólicos en estado tan avanzado como el de Bill que se recuperaban. Ya estaba dando señales de lesión cere­bral. Tendría que pasar hospitaliza­do el resto de su vida.

Pero, después del tratamiento, pa­recía tan robusto que se fue a casa. Esta vez, dejó de beber varios me­ses. Pero, a la mañana siguiente del aniversario del fin de la Primera Guerra Mundial, Lois lo encontró en una especie de estupor, aferrado a la cerca que rodeaba la casa. Se miraron, y Bill vio que en los ojos de ella moría el último rayo de es­peranza. Supo que estaba condena­do. Bueno, así sea, pensó. Y se re­signó: Mientras tenga mi ginebra...

No mucho después, Ebby That­cher, viejo amigo de Bill y compa­ñero de borracheras, le telefoneó. ¡Qué extraña coincidencia! (Noso­tros, en AA, decimos que una coin­cidencia es un milagro en que Dios prefiere permanecer anónimo.) Bill lo invitó. Sería bueno compartir unos tragos con su viejo compañero.

Poco después, sonó el timbre de la puerta. Allí estaba Ebby, con la mirada brillante y el aliento limpio de alcohol.

—¿Qué te hizo cambiar, Ebby? —le preguntó Bill.

He encontrado la religión.

De modo que Ebby se había vuel­to un chiflado idealista.

"Me imaginé que empezaría a predicarme", recordó Bill. "No fue así. Se limitó a decirme que no ha­bía podido ya dejar de beber, que se había metido en dificultades con la justicia y que unos amigos le ha­bían dado un lugar para vivir". Uno de ellos, Rowland Hazard, borra­cho empedernido, había estado en­trando y saliendo de los hospitales durante años.

Finalmente, se dirigió a Carl Gus­tan Jung, el psiquiatra suizo. Row­land le preguntó si había esperanza.

—Sí —le contestó Jung.

En raros casos, los alcohólicos llegan a tener intensas experiencias espirituales, "desplazamientos y re-acomodos emocionales", que, de pronto, les hacen cambiar. Jung ha­bía intentado un cambio así en Row­land, pero no pudo.

Sin embargo, un día, Rowland asistió a una reunión del llamado Grupo de Oxford, donde la gente se reunía para hablar de sus propios defectos y seguir ciertos preceptos. Allí experimentó un profundo cam­bio de emociones y encontró un contacto directo con Dios. Dejó de beber. Cuando Rowland contó su histo­ria a Ebby en Vermont, se forjó el primer eslabón de la cadena que se convertiría en Alcohólicos Anóni­mos. Y ahora, Ebby estaba llevan­do el mensaje a Bill.

"Ebby me dijo que tuvo que re­conocer que estaba liquidado", afirmó Bill. "Tuvo que reconocer abier­tamente sus pecados, recompensar a quienes había dañado y dar amor sin esperar respuesta. Tuvo que ro­gar al Dios en que creyera; y si no creía en Dios, actuar como si creye­ra. Ebby me dijo que no había be­bido una copa en seis meses.

"Un par de semanas después, tras otra borrachera, volví al Hospi­tal Towns y me registré voluntaria­mente. Ebby fue a verme. Sé honra­do contigo mismo, me dijo. Habla con alguien más. Pero yo no quería saber nada de aquella tontería sobre Dios".

Durante una de sus noches de in­somnio; Bill cayó "al fondo mismo" y "se acabó mi terco ogullo". Cla­mó entonces: " ¡Si hay un Dios, que se muestre! ¡Estoy dispuesto a todo!"

De pronto, su habitación del hos­p¡tal "se iluminó con una intensa luz blanca". Un extraño éxtasis inundó el cuerpo de Bill. "Un vien­to, no del aire, sino del espíritu, soplaba", fue así como lo describió. "Me sentí en paz... y pensé: Por muy malas que parezcan, las cosas están bien con Dios y Su mundo".

BILI. FUE dado de alta el 18 de diciembre de 1934, y nunca volvió a probar el alcohol. Pero siempre tuvo el cuidado de aclararnos que la mayoría de los alcohólicos no tie­ne experiencias como la suya. Los más de nosotros encontramos muy lentamente a un Dios, a nuestro propio poder superior.

EN sus primeros meses de sobrie­dad, Bill sacaba ebrios de los bares y los llevaba a las reuniones del Grupo de Oxford. Les predicaba. Ninguno permanecía sobrio. Trató de ayudar a los pacientes del Hospi­tal Towns. Fracasó. El doctor Silk­worth le dijo que debía hablar con los ebrios, no a ellos, y poner énfa­sis en la desesperación que la enfer­medad produce.

En aquel tiempo, Bill volvía a empezar en Wall Street, pero en un viaje de negocios a Akron, Ohio, sintió la imperiosa necesidad de be­ber. En el vestíbulo de su hotel, consultó el directorio de las iglesias, seleccionó una al azar e hizo una lla­mada telefónica. Preguntó al minis­tro si había allí algún ebrio empe­dernido con quien pudiera hablar. Esta llamada lo llevó a un médico, el doctor Robert Smith (el doctor Bob, como nosotros lo conocemos), alcohólico desesperado que había tratado de dejar de beber, y no lo había logrado.

Ambos charlaron durante horas. Bill no predicó ni exhortó. Apaci­blemente contó su historia, y la sed de alcohol pasó. Y después de una última borrachera, algo le ocurrió al doctor Bob. El 10 de junio de 1935, tomó su último trago. Aquel día nació Alcohólicos Anónimos,

Poco tiempo después , Bill celebraba reuniones en su casa y, después en  un lugar de la calle 23 Oeste de la ciudad de Nueva York. En 1938 escribió un manuscrito de 164 páginas  intitulado”Alcohólicos  Anónimos” y así fue como nuestra hermandadrecibió su nombre. Aquel año se vendieron pocos ejemplares del      libro, pero la hermandad empezaba a crecer lentamente.

1, primera publicidad que AA re­cibió por todo Estados Unidos fue la de- un artículo publicado en la revista Liberte, que causo la llega­da de 800 cartas y la petición de varios cientos de ejemplares del. li­bro de Bill  W.

El artículo originó la publicación de un escrito, en marzo de 1941, en The SaTurdav Evening ''  con eltítulo de "Alcohólicos Anónimos". Causó sensación, y brotaron grupos en todo el país: muchos de ellos ba­sados en alguna persona desespera­da que había leído el libro y trataba de poner en práctica sus principios. Traducido ya a 13 idiomas, se ven­dieron más de 70,000 ejemplares del libro tan sólo en 1985, y hasta la fecha se han vendido más de cin­co millones en total. El grupo que Bill inauguró en Brooklyn en 1935, ha crecido hasta tener 70,000 gru­pos afiliados en todo el mundo.

ESA FUE la historia que Bill W. nos contaba cada año en las oficinas centrales de AA.

El 24 de enero de 1971, a la edad de 75 años, Bill falleció de enfise­ma. Dos días después, el Times de Nueva York publicó la nota necro­lógica en la primera plana, y el mun­do conoció su nombre completo: William Griffith Wilson.

Epílogo. En julio de 1985, yo estaba en el podio del Estadio Olím­pico de Montreal y veía casi 50,000 rostros de 54 de los 114 países miembros de AA, inclusive cuatro afiliados de Polonia, nuestros prime­ros representantes de un país si­tuado tras la Cortina de Hierro.

"Mi nombre es Bob P.", dije, "soy alcohólico. Bienvenidos al quincuagésimo aniversario de Al­cohólicos Anónimos".

Un clamor surgió de todas partes, un sonido exuberante que seguíá y seguía.

Mientras yo escuchaba aquel ru­mor, y a los oradores que me siguie­ron, comprendí que cada uno de nosotros estaba rindiendo homenaje a la persona más inolvidable de nuestras nuevas vidas: Bill W.

 

ENTRE BASTIDORES

¿QUÉ HICIERON LOS SOVIÉTICOS CON NUESTRAS CARTAS  SELECCIONES DEL READER'S DIGEST  Diciembre de 1985

EL PASADO 15 de mayo de 1985, un grupo de empleados del gobierno estadou­nidense estacionó el auto afuera de la mi­sión soviética ante las Naciones Unidas, en la Ciudad de Nueva York, en lo que parecía un trabajo de rutina: entregar una nota diplomática con siete "anexos".

En realidad era una tarea del todo dis­tinta a cuantas hubiera emprendido José Sorzano, representante permanente de Estados Unidos ante la ONU. A juzgar por los frenéticos gritos de los funcionarios so­viéticos cuando vieron los "anexos", aquel tampoco sería un día ordinario para los rusos.

La nota protestaba contra el trato de que hacen objeto los soviéticos a Andrei Sajarov, el físico ganador del Premio No­bel desterrado a Gorki junto con su espo­sa, Elena Bonner, por sus convicciones po­líticas. Resultó que los anexos eran siete valijas postales, repletas con más de 20,000 cartas enviadas de todo el mundo por lectores del Reader's Digest.

En noviembre de 1984 relatamos la his­toria de los Sajarov y pedimos a nuestros lectores que escribieran. En Japón y Co­lombia, Suiza y México, Argentina e Ita­lia, la voz del pueblo cobró vida cuando nuestros lectores se dieron tiempo para expresar su pensamiento acerca de un asunto que desborda el ámbito de los in­tereses personales. En mayo de 1985 se­guían llegando las cartas. "La reacción fue extraordinaria: precisamente la que era de esperarse del Dikest, comentóJeane Kirkpatrick, ex embajadora de Es­tados Unidos ante la ONU.

Un lector de Sáo Paulo, Brasil, expresó en su carta un sentimiento que experi­mentan muchas personas: Todo el mundo desea ver libre a Andrei Sajarov. ¿Por qué desperdiciar a un genio inocente y hacerlo sufrir en la cárcel?" Otro, desde Toronto, Canadá, decía: "Escribo para interceder por los Sajarov. ¡Por favor, suelten a estos dos distinguidos ciudada­nos de su país y permitan que personas de esa valía gocen de la libertad! Arthur Merz, de Dagsboro, Delaware, expresó: "¿Será ¿Será posible que el Kremlin tenga miedo de este hombre solitario? Lamentamos que la poderosa Rusia, que tanto ha dado a la ciencia, a la literatura y a la música, haya creído necesario destruir a uno de sus hijos más prominentes—.

COMPAREMOS ahora este torrente de opinión pública con la libre expresión al estilo   soviético. Los soviéticos devolvieron la nota y las cartas dos días después, tra­tándolas, en palabras de Sorzano, —como si no merecieran atención; como si fueran artículos peligrosos—.

El 25 de mayo, los hijastros de Sajarov, que viven en Massachusetts, recibieron una tarjeta postal de su madre, Elena. Un grafólogo confirmó las sospechas de los hijastros: la tarjeta se había alterado para que pareciera que había sido escrita el 21 de abril, en vez del primero de ese mes. Otra alteración cambió la frase "abril ha llegado" por abril ha pasado".

Los hijastros de Sajarov piensan que se­guramente su padrastro inició una huelga de hambre en abril, para obtener el pasaje de Elena a Occidente, a fin de que reciba tratamiento para el mal cardiaco que pa­dece. También piensan que se alteró la tarjeta postal para hacerles creer que sus enfermos padres estaban sanos y salvos a finales de abril.

Al  mes de haber llegado la tarjeta, sa­lían a relucir dos videocintas en Occi­dcnte. Una de ellas muestra a Sajarov en un hospital, al parecer, en junio. Un ­dico, en esa cinta, dice que Sajarov está enfermo del corazón y de un incipiente mal de Parkinson.

Otra videocinta, puesta en circulación por los rusos, pretende mostrar saludable a Andrei Sajarov, pero aún no le han per­mitido comunicarse con sus familiares en Estados Unidos. Las películas, como la tarjeta postal, suscitan más preocupación que tranquilidad.

La primavera ya había llegado a Gorki; luego, el verano, pero quienes observan y esperan sólo pueden sentir el viento frío de la represión.                - LA REDACCIÓN

 

Una  Revelacion  Divina
del Infierno

Queda Muy Poco Tiempo!
por
Mary Katherine Baxter

Capítulo 15: Los días de Joel

Escuche una voz que me dijo, “Escribe, pues estas cosas son fieles y verdaderas.” Otra vez estaba con el Señor en el Espíritu. El estaba alto y exaltado, y su voz era como de trueno.

He aqui, oh tierra, estas cosas son, eran y están por venir. Yo soy el primero y el último. Sírvanme, el Creador, pues yo doy vida y no muerte. Levántense de su maldad y clamen a mi, yo os sanaré y os libertaré. Las cosas que lees en este libro son verdaderas y sucederán pronto.Arrepiéntanse, pues el tiempo está cerca, y el Señor de la gloria pronto aparecerá. Estad listos, porque no sabéis el día ni la hora. Grande será la recompensa de aquellos que ésperan mi venida. Yo bendeciré a mis pequeños, aquellos que han guardado la fe y me han servido en verdad y en justicia. Antes que lo sepan, Yo estaré sobre ellos. Yo he preparado una bendición para aquellos que han sido fieles a su llamamiento y para aquellos que no han negado mi nombre. 
Yo digo, que si mi pueblo que se llama por mi nombre, se humillan y oran, yo los perdonaré, y los sanaré, y los restauraré. Yo deseo escuchar, libertar, y salvar a todos los que creen y claman en mi nombre.
Santifiquen un ayuno. Llamen a una asamblea solemne. Reunid a todos los ancianos y a todos los habitantes de la tierra en mi casa y clamen a mí. Ay, pues el día del Señor viene como un ladrón en la noche —el día está cerca.
Confíen en mí, y yo restauraré los años que comió la oruga, las langostas, el gusano y las larvas.
El gran ejército que he llamado no romperá su lugar o su marcha. Ellos harán prestaciones brillantes maravillosas, y no serán conquistados, pues yo soy su fortaleza.
Sus voces sonarán como la trompeta, sonarán como el trueno y todos escucharán y sabrán que yo soy el Señor vuestro Dios.”

Amado Señor Jesús, es mi oración ser encontrada digna, de ser parte de este ejército. Yo quiero estar en este ejército, pero sé que tengo que ser pura y santa, como Jesús es, puro y santo. Con la sangre que Cristo derramó, límpiame de toda maldad. Ayudarne a mantener un corazón arrepentido, libre de todo odio y amargura.

Padre, yo sé que mucha de tu gente está dormida. Yo temo que vas a tener que romper nuestro vaso de barro y humillarnos para que pueda haber fruto de justicia.
Señor, yo no quiero tener que regresar al infierno otra vez y tener que quedarme allí. Oh Señor, ayudame a amonestar a la gente. Dame poder para impedir que el infierno siga creciendo. Ayúdame a mi, y a tu pueblo a ser buenos, de buen corazón, perdonándonos y amándonos los unos a los otros. Ayudanos a hablar la verdad todo el tiempo.
Yo sé que Jesús regresa pronto y sus recompensas con El. Yo sé que mi mensaje al mundo es, “Arrepentíos, pues el día del Señor está cerca.” Padre, yo no quiero la sangre de esta gente sobre mis manos.

  Capítulo 16: El centro del infierno

Otra vez, el Señor y yo fuimos al infierno. Jesús me dijo, “Mi hija, tu naciste para este propósito, para escribir y contar lo que te he dicho y enseñado. Pues estas cosas son fieles y verdaderas. Yo te he llamado para decirle al mundo por medio de ti que hay un infierno, pero yo he preparado un medio de escape. Yo no te enseñaré todas las partes del infierno. Hay cosas escondidas que yo no te puedo revelar. Pero te enseñaré mucho. Ahora, ven y ve, los poderes de las tinieblas y su fin.”

Regresamos otra vez al vientre del infierno y comenzamos a caminar hacia una pequeña apertura. Me puse a mirar por donde estábamos entrando y encontré que estábamos en una repisa. cerca de una celda en el centro del infierno. Nos paramos delante de una celda en la cual estaba una hermosa mujer. Sobre la parte alta de la celda estaban las iniciales “A.C.”

Escuché a la mujer que dijo, “Señor, yo sabía que un día vendrías. Por favor déjame salir de este lugar de tormento.”
Ella estaba vestida con la ropa del tiempo antiguo y era muy hermosa. Yo sabía que había estado aqui por muchos siglos y no podía morir. Su alma estaba en tormento. Comenzó a jalar las barras y a llorar. Suavemente Jesús dijo, “Sea la paz.” El le habló a ella con tristeza en su voz. “Mujer, tu sabes porqué estás aquí.”

Si,” dijo ella, “pero yo puedo cambiar.” Yo me acuerdo cuando dejaste salir a los otros del Paraíso. Yo me acuerdo de tus palabras de salvación. Ella exclamó, “Yo seré buena ahora y te serviré.” Ella apretó las barras de la celda con sus pequeños puños y comenzó a gritar, “Déjame salir! Déjame salir!

Después de eso, comenzó a cambiar delante de nuestros ojos. Su ropa se comenzó a quemar. Su carne se le cayó y todo lo que quedo fue un esqueleto negro con agujeros quemados en vez de ojos y un cascarón hueco por alma. Yo miré con terror mientras la mujer anciana caía en el suelo. Toda su belleza desapareció de momento. Se me estremeció el entendimiento al pensar que ella había estado aquí desde antes del nacimiento de Jesús.

Jesús le dijo, “Tú sabías en la tierra cual sería tu fin. Moisés te dio la ley y tu la escuchaste. Pero en vez de obedecer mi ley, escogiste ser un instrumento en las manos de satanás, una adivina y una bruja. Tu enseñaste el arte de la brujería, amaste las tinieblas en vez de la luz, y tus obras eran malas.

Si te hubieras arrepentido de corazón, mi Padre te hubiera perdonado. Pero ya es muy tarde,” le dijo El.
Con tristeza y gran pena en nuestros corazones, nos apartamos de ella. Nunca terminará su dolor y sufrimiento. Mientras nos alejábamos, sus manos delgadas trataron de alcanzarnos. “Mi hija,” dijo el Señor, “Satanás usa muchas artimañas para destruir hombres y mujeres buenas. El trabaja día y noche, tratando de conseguir que la gente lo sirva.”

 


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