¡UN PUÑAL EN EL CORAZÓN!
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Julio de 1986
Casi en cualquier parte de Estados Unidos, cuando alguien sufre una lesión traumática que pone en peligro su vida, las probabilidades de que sobreviva son terriblemente escasas. Hasta ahora, sólo 50 hospitales son verdaderos centros de traumatología. Ello, a pesar de que son los traumatismos —y no el cáncer ni los padecimientos cardiacos— la principal causa de muerte entre los estadunidenses de menos de 45 años.
Una institución que estableció recientemente una unidad de traumatología es el Centro Médico y Hospitalario Merey de San Diego, California. En los primeros seis meses de operación, ha abatido en 80 por ciento los casos de fallecimiento por traumatismos. Pero, cuando Christopher Valva fue trasladado a ella, a los 20 minutos de haber recibido una puñalada en el corazón, el doctor Eugene Rumsey, responsable del caso, tuvo que recordar que aún se desconocen los límites de la traumatología. Quizá la muerte ya no es inevitable. . . pensó.
FALTABA poco para la medIanoche del primero de febrero de
1985,
cuando el doctor Eugene Rumsey terminó su turno. Había trabajado sin parar desde las 7 de la mañana, y había dedicado las últimas horas
a restaurar el destrozado cuerpo de un joven atropellado por un automóvil.
Se trataba del último de una serie de extraordinarios casos de salvamento registrados en el Merey y en los otros cinco hospitales recién designados como centros traumatológicos en el Condado de San Diego. Un helicóptero de rescate había recogido a la víctima en una autopista, para trasladarla hasta la plataforma de aterrizaje, a las puertas del departamento de urgencias del Merey. Rumsey y un equipo auxiliar esperaban, con todo listo, en la sala de resucitación traumatológica.
Estamos en los nuevos linderos de la medicina, meditaba el galeno de 37 años al cruzar la calle para ir a la cabaña que usaban como dormitorio los cirujanos de traumatologia. ¿Quién sabe hasta dónde podremos llegar?
La respuesta iba a sorprenderlo muy pronto. En ese momento, en una oscura calle a diez kilómetros del hospital, Christopher Valva, de 19 años, regresaba a casa tras el cambio de turno en la imprenta donde trabajaba. Se topó con tres jóvenes que vagaban cerca de la casa, y les pidió que se alejaran. Después de un acre intercambio de palabras, uno de ellos hundió un cuchillo de monte en el corazón de Christopher. Mientras los muchachos emprendían la huida, Chris avanzó tambaleante, abrió con rapidez la puerta de su casa, entró a duras penas en la sala, y dijo, casi sin aliento: "¡Madre, me apuñalaron! "
Irene Ferguson corrió hacia su hijo, que se desplomó. Al ver la sangrante herida en el pecho, le aplicó una toalla blanca, limpia. Luego se apresuró a marcar el número telefónico del socorro de urgencia. Chris sudaba copiosamente. Su piel perdió el matiz blanco y se tornó grisácea.
Llegó una patrulla policiaca, seguida por una ambulancia y un carro de bomberos. Al acuclillarse junto a Chris, los paramédicos Steve Salvato y Jim Royal se miraron a los ojos un instante. Eran inconfundibles aquella palidez, preludio de muerte, y los estertores de los momentos postreros.
Chris había encogido su espigado cuerpo para adoptar la posición fetal, pero sin ánimo de rendirse a su suerte. No obstante, empezaba a perder el conocimiento. ¡Resiste, resiste!, le ordenó una voz interior.
En cuanto le pusieron los pantalones inflables para prevenir el choque, los paramédicos se apresuraron a usar la camilla con ruedas para llevarlo a la ambulancia. Royal se comunicó por radio al Centro Merco, avisó que calculaban llegar en siete minutos y dio parte del estado del paciente.
"¡Traumatismo mayor! ¡Traumatismo mayor!" La voz de alerta se escuchó por el sistema de sonido del hospital y en los radiorreceptores de bolsillo que portaban los 17 hombres y mujeres de guardia. Médicos, enfermeras y técnicos acudieron a la sala de resucitación. Rumsey regresó presuroso de la cabaña, para hacerse cargo del caso.
En el cuarto de radio del departamento de urgencias, se oía vociferar a Salvato en medio del sonido de la sirena: "Herida penetrante en el hemitórax izquierdo... hemorragia intensa... pulso extremadamente débil... pupilas dilatadas... ojos en blanco".
Los paramédicos introdujeron por la boca una sonda hasta la tráquea de Chris, para permitirle respirar aunque perdiera el conocimiento, e inflaron los pantalones de presión para, impulsar hacia el cerebro la poca sangre que le quedaba a la víctima. Royal intentó insertar agujas intravenosas en los brazos de Chris. Fue inútil: las venas se habían constreñido. Desésperado, Salvato pinchó la yugular. La aguja penetró, pero no fluyó nada de sangre. La gran vena estaba vacía. En eso, se detuvo también el pulso. "Aplicaremos resucitación cardiopulmonar", gritó Salvato por radio. Llevaba ya un difunto.
Rumsey aguardaba impaciente, mientras la adrenalina inundaba su organismo.
—¿Está todo listo para abrirle el tórax? —preguntó a Sandy Vander Voort, enfermera que lo asistía en el quirófano—. Lo abriremos aquí mismo.
Sandy Vander Voort se puso rápidamente los guantes esterilizados y sacó el instrumental.
"Estamos en la puerta trasera". El aviso de Salvato hizo que salieran disparados 12 miembros del grupo. Abrieron violentamente las portezuelas de la ambulancia. Las manos se extendieron para asir la camilla.
Este hombre ya perdió toda oportunidad, fue el pensamiento de la señorita Vander Voort, cuando entró la camilla, y Rumsey subió a Chrís a la mesa de operaciones. Un anestesista supervisó las vías respiratorias de Chrís. Otros le practicaron venodisecciones en los brazos y tobillos para aplicar líquidos intravenosos y trasfusiones. Los técnicos se apostaron a un lado, con botellas de solución salina y de sangre de donadores universales ( tipo o, Rh negativo, la cual no provoca reacciones o, si las causa, son leves), que se usa cuando no se ha establecido el tipo sanguíneo del paciente.
Una enfermera pasó por el pecho de Chris una esponja empapada con un antiséptico, mientras Rumsey se ponía los guantes. Con el escalpelo que le entregó la señorita Vander Voort, el cirujano hizo una incisión en el costado, del frente hacia atrás. La sangre acumulada en la cavidad torácica se derramó en el piso.
Rumsey apartó el pulmón perforado para abrir el pericardio que cubría el corazón de Chris. Rodeó con los dedos el contraído órgano, lo oprimió y luego lo soltó, para aplicarle así el masaje cardiaco. No hubo reacción.
"El corazón está vacío", susurró el médico, desalentado. Pero se trataba de un hombre joven y vigoroso. Rumsey siguió dándole masaje al corazón. No sabemos hasta dónde llegan las posibilidades de la traumatología, repitió para sí. Quizá la muerte ya no sea inevitable.
ESTA NUEVA y audaz rama de la medicina llegó a San Diego gracias al doctor Richard Virgilio, de 48 años, director de traumatología en el Centro Mercy, quien no olvidaba la experiencia adquirida en Vietnam. Durante los 13 meses que pasó en el Hospital Naval norteamericano establecido en Da Nang, Virgilio y sus colegas habían salvado la vida de cientos de hombres heridos de gravedad, gracias a una unidad de cirugía general de urgencia en campaña. Al volver a casa, Virgilio se preguntó por qué no había un servicio semejante para los civiles, víctimas de accidentes y de la violencia delictiva.
En los años setenta, mientras prestaba servicio en el Hospital Naval de Balboa, en San Diego, Virgilio trabajaba también como especialista en urgencias en otros hospitales de la localidad. Una y otra vez, las ambulancias llevaban pacientes con lesiones gravísimas, que requerían intervenciones quirúrgicas inmediatas. Virgilio recuerda que a veces tenía que enviar taxis al banco de sangre, no conseguía localizar por teléfono a los cirujanos y veía, impotente, cómo se perdían vidas.
Un niño de 12 años, con el bazo perforado, murió de la hemorragia cierta noche, porque Virgilio no pudo encontrar cirujanos y técnicos para atenderlo. "Tuve que decirle a la madre que habíamos hecho todo lo posible por salvarlo", recuerda. "Pero no fue así; nuestro sistema no le había brindado al niño la atención que necesitaba".
Cuando Virgilio dejó la Marina en 1978 e inició su asociación con el Hospital Mercy, divulgó su propuesta de establecer una red regional de centros de traumatología. "Los militares estadunidenses en Vietnam tenían más probabilidades de sobrevivir que cualquier víctima de un atropellamiento en las carreteras de nuestra localidad", insistió el médico.
Pasaron cuatro años antes de que su cruzada motivara una investigación de los servicios de traumatología existentes en la región. Se encontró que los sistemas de comunicación de urgencia eran anticuados, el trasporte deficiente, los técnicos mal adiestrados y las víctimas eran llevadas al hospital más cercano y no al mejor equipado para atender los traumatismos. Por fin seis de los 31 nosocomios del condado fueron designados centros de traumatología por el Consejo de Supervisores del Condado. Virgilio y los demás directores de traumatología nombrados realizaron la cuidadosa selección de 39 cirujanos generales, entre los 200 que había en la región, para brindar servicio las 24 horas del día en cada hospital.
A partir del primero de agosto de 1984, en el Condado de San Diego, que abarca 11,000 kilómetros cuadrados con 2.1 millones de habitantes, las víctimas de traumatismos dejaron de ser enviadas al servicio de urgencias más cercano para trasladarlas lo más pronto posible a los centros de traumatología. En los seis meses previos a la llegada de Chris Valva, sólo fallecieron 133 de las 1778 víctimas recibidas. La realización de milagros se había convertido en algo casi rutinario. "Aunque tengamos el uno por ciento de probabilidades, hacemos el intento", afirma Sandy Vander Voort.
POR ELLO, el doctor Rumsey estaba parado en un charco de sangre, a medianoche, con el corazón de un joven en la mano.
El silencio invadió la sala, donde sólo se escuchaba el ruido de la bolsa de oxígeno que era impelido a los pulmones de Chris. (Un médico salió a buscar a Irene Ferguson y a prepararla para lo peor.) Durante cinco minutos, mientras otros médicos suministraban al paciente suero y sangre por vía intravenosa, Rumsey siguió aplicándole masae cardíaco. Pronto tendría que da. por vencido. Al no recibir oxígeno el cerebro de Chris, sobrevendría colapso general.
Rumsey percibió con los dedos un leve movimiento. "Siento algo anunció.
Un susurro de emoción recorrí la habitación. Todos continuaron su labor con más ánimo.
El corazón había empezado a dilatarse con los líquidos, pues la circulación se estaba reactivando, y se produjo un leve latido. "¡No cejen!", gritó Rumsey. "¡Está volviendo a la vida!"
La noticia llegó hasta Salvato y Royal, que habían estado rondando por el pasillo exterior. Sus ojos se encontraron por segunda vez en esa hora; pero, en ese momento, los tenían desmesuradamente abiertos de asombro.
Dentro, Rumsey seguía hablando animosamente: "Los latidos son más fuertes... el ritmo ya está regularizándose. . . íLo logramos!"
Cuanto más estables eran los latidos, más sangre brotaba por lo invisible herida. Un interno, que auxiliaba a Rumsey, hizo a un lado el pulmón, y el cirujano acomodó el corazón en el centro del pecho. Había una cortadura de cuatro centímetros en el ventrículo derecho. Rumsey presionó la herida con el índice y prolongó el masaje durante otros diez minutos. Luego, sin retirar el dedo, cerró la herida con seis puntos de sutura y le puso gra‑pas a la enorme incisión que había hecho en el tórax.
A los 35 minutos de haber llegado, Chris iba rumbo al quirófano principal, ubicado en el piso de arriba. Un cirujano de tórax, recién llegado de su casa, estaba lavándose las manos y los antebrazos con germicida para terminar la curación.
—¿Aún vive mi hijo, doctor? —inquirió Irene, cuando vio que Rumsey salía de la unidad de terapia intensiva.
—Sí —contestó él, sorprendido por poder dar tal respuesta.
La excepcional preparación y la prontitud con que se procedió permitieron lograr algo casi imposible..
A pesar de la inexplicable convicción de que Chris se salvaría, Rumsey procuró evitar que Irene tuviera una esperanza injustificada. Chris se hallaba en estado de coma; el hígado y los riñones no funcionaban y se ignoraba hasta qué punto se había dañado el cerebro. Pero ella no estaba para negativas. Por primera vez desde que Chris llegó tambaleante a casa, se daba cuenta de que ella también seguía respirando.
Rumsey pasó el resto de la noche al lado de Chris, y afrontó varias crisis. Aunque al mejorar la tensión arterial se restableció el funcionamiento del hígado y los riñones, era necesario controlar las arritmias cardiacas con medicamentos. Y, al bajar peligrosamente la- temperatura de Chris, fue preciso envolverlo con frazadas y aplicarle una trasfusión de sangre tibia.
A las 40 horas del ataque sufrido por Chris, Irene entró al cuarto y encontró a su hijo con el cuerpo hinchado y las extremidades convulsas. Dominó sus temores y puso la mano en la del joven. " ¡Chris, escúchame! Si me oyes, apriétame la mano".
La enorme mano de Chris dejó de agitarse y la sujetó con fuerza. Y al finalizar el horrible espasmo, el rostro del muchacho adquirió un aspecto de serenidad.
Al día siguiente, Chris observó a Irene, que caminaba hacia la cabecera de su cama.
—¿Qué pasó, madre? —preguntó soñoliento.
EL 7 de marzo, 35 días después de haber recibido la puñalada, Chris Valva volvió a casa. Para el otoño, ya podía conducir el auto y tocar la guitarra. Y, al llegar la Navidad, estaba de vuelta en el trabajo.
"Sigo con vida y tengo una nueva oportunidad de vivirla", dice. "Aquella noche, supe que estaba muriéndome. Y estaría muerto, de haberme ocurrido esto un año antes, cuando no teníamos centros de traumatología".
"Debemos ver las cosas de otra manera", sostiene Rumsey. "Muchas muertes ocasionadas por traumatismos son reversibles en realidad. ¡Lo hemos demostrado en San Díego! "
arrojé una máquina de coser contra Lois, mi querida Lois. En otra ocasión, me sentía tan mal que temí que los demonios que había dentro de mí me hicieran lanzarme por la ventana. Arrastré mi colchón a la planta baja, por si saltaba súbitamente".
INOLVIDABLE FUNDADOR
DE ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Julio DE 1986
Se le ha llamado el más grande arquitecto social del siglo xx. Él se llamaba a sí mismo Bill W. Como analista de valores de bolsa, hizo fortunas para sí y para sus clientes. Pero lo perdió todo al volverse alcohólico. Luego, gracias al don de una energía superior, encontró el camino de la recuperación y contribuyó a crear una hermandad única, que ha dado esperanzas y una nueva vida a millones de personas en el mundo entero. Yo formo parte de ella, y tuve la inmensa fortuna de conocer a este extraordinario hombre ordinario.
POR BoB P.
HACE 25 años, los médicos dijeron que pronto moriría si no dejaba de beber. Pero no era capaz de enfrentarme a la realidad sin grandes cantidades de vodka, seguida por cervezas.
De joven, había venido a la Ciudad de Nueva York procedente de Kansas; me forjé una carrera en relaciones públicas, me casé, tuve tres hijos y establecí un hogar en un elegante suburbio de Connecticut.
En apariencia, era próspero, pero en el interior me atormentaban sentimientos de inadaptación. Tenía 40 años cuando me diagnosticaron una enorme hinchazón abdominal como cirrosis avanzada del hígado. Por todo el cuerpo me habían salido moretones violáceos, y padecía de hemorragias nasales; todo ello es típico de esta clase de lesión del hígado.
En cierta ocasión, durante un viaje de negocios, empecé a vomitar sangre sin parar, hasta perder la mitad de la que tenía en el cuerpo. Me salvaron la vida gracias a trasfusiones. Pero no podía dejar de beber, ni siquiera después de que sufrí otra hemorragia.
Por último, mi médico se dio por vencido y me envió al doctor Harry Tiebout, uno de los pocos psiquiatras que en aquel tiempo mostraban comprensión a los Alcohólicos Anónimos y que reconocían el alcoholismo como una enfermedad, no como un defecto de carácter. Tiebout me sugirió que asistiera a AA, pero yo había llegado demasiado lejos para dejar de beber entonces, y por tanto me enviaron a la Granja de Observación, en Kent, Connecticut. Allí, di el primero de los 12 pasos de AA: reconocí que era impotente ante el alcohol, que había perdido el control de mi vida. El 4 de julio de 1961, ingresé en la hermandad de AA e inicié una vida de sobriedad.
TRES AÑOS después, cuando me ofrecí a ayudar a AA en sus relaciones públicas, conocí a Bill W. Era toda una leyenda viviente, y me sentí nervioso al entrar en su oficina de Manhattan.
Bill se hallaba repantigado en una silla, los pies sobre un viejo escritorio de madera de roble con docenas de quemaduras de cigarrillos. Cuando se levantó, vi que medía casi 1.90, que era delgado y desgarbado. Su rostro era alargado y tenía unos chispeantes ojos azules. Actuó como si verme fuera lo mejor que le hubiese ocurrido en años.
—Yo soy Bill —me dijo al tíempo que tendía la man0— Soy un borracho.
Empecé a murmurar que le debía la vida, y él, un tanto incómodo, miró al piso y me indicó:
--Pase.
Con el tiempo llegué al consejo de administración de AA, y estuve en contacto regular con Bill W. En las conferencias y juntas del consejo, a menudo observaba cómo lograba sacar de los rincones a los recién llegados. Él conocía la soledad, la timidez y la inseguridad del alcohólico. "Yo soy Bill", les decía, saludándolos como a mí. "Soy un borracho". Nunca le oí emplear la palabra "alcohólico" al referirse a sí mismo.
Bill actuaba como un hombre ordinario, y lo parecía. Pero era un extraordinario hombre ordinario. .No necesité mucho tiempo para comprender que todos los que lo conocían tenían maravillosas historias que contar acerca de Bill y de su esposa, Lois, quien le ayudó a fundar Al-Anon, para las familias de los alcohólicos. Pero nadie tenía una historia que contar mejor que el propio Bill.
Él la llamaba "cuento para irse a dormir".
EASt DORSET, Vermont, contaba con menos de 500 habitantes cuando Bill W. nació allí, el 26 de noviembre de 1895. Creció en un hogar desgarrado por las discusiones, que a menudo hacían que su padre pasara fuera de casa días. BILL conoció esa sensación de desastre que acecha en todo momento, y que muchos niños de hogares rotos han experimentado. Aquello lo atormentaba conforme crecía. Cuando tenía diez años, sus padres se dívorciaron y siguieron sus vidas por separado; algo casi inaudito en 1906. Bill quedó a cargo de sus abuelos maternos.
Para contrarrestar su soledad y sentido de insuficiencia, hizo un esfuerzo por sobresalir. A los 12 años empezó a mostrar ambición y espíritu de competencia. Cuando su abuelo leyó un libro acerca de Australia y le dijo que sólo un aborigen de aquel país podía hacer un bumerán, Bíll pasó seis meses tallando madera hasta que logró hacer que uno fundonara. Después, consideró al bumerán como una maldición, porque demostró a su ego que tenía la tenacidad y el deseo de ser el mejor en cualquier cosa: música, deportes o ciencia. Por ejemplo, reparó un violín roto y practicó con el hasta llegar a ser el primer violín de la orquesta de su escuela. Sin ser un atleta, se esforzó y logró ser el capitán del equipo de beishol.
EN LA cercana Manchester, frecuentado sitio de vacaciones, conoció a Ebby Thatcher, de Albany, Nueva York. Ambos trabaron una amistad que duraría toda su vida. En 1913, dos años después de conocer a Ebby, Bill conoció a otra visitante del lugar: Lois Burnham, esbelta muchacha de una familia de clase acomodada de Brooklyn, Nueva York, y se enamoró de ella. El amor de Lois por Bill fue tan apasionado y constante como el de él, un amor que resistiría las vicisitudes de todos los años de alcoholismo de Bill. Pero el alcoholismo aún estaba en el futuro, mucho más adelante.
Bill no tomó un solo trago de alcohol hasta los 22 años, cuando era oficial del Ejército y estaba acantonado cerca de New Bedford, Massachusetts, durante la Primera Guerra Mundial. El tímido chico de Vermont se sentía incómodo y fuera de lugar en las reuniones, hasta que alguien le dio un coctel del Bronx, mezcla de ginebra, vermut dulce y seco y jugo de naranja.
"Aquella barrera", diría después, suspirando, "que me había separado de los demás, se derrumbó. Sentí que pertenecía al grupo, que era parte de la vida. ¡Cuánta magia había en aquellas bebidas! Podía hablar y ser ingenioso".
En contraste con algunos alcohólicos, que pasan por un lento proceso de creciente dependencia, Bíll se volvió un bebedor compulsivo desde el principio. Fue una de esas personas a las que el alcohol les altera poderosamente el cerebro y las emociones. El bebedor no tiene ya ningún control después de tomar el primer trago, que provoca el deseo del segundo.
Bill tenía el cuidado de moderarse en la ingestión de bebidas alcohólicas cuando estaba con Lois y su familia. Se casó con ella antes de que lo enviaran a Francia como teniente segundo en la artillería de la costa. Allá descubrió el fino borgoña y el coñac. Al terminar la guerra, en 1918, se había demostrado una vez más que era un triunfador, un líder de hombres, un héroe.
Cuando volvió a Estados Unidos, él y Lois vivieron con los padres de ella. De día trabajaba como investigador de fraudes para una compañía de seguros, y por la noche asistía a la Escuela de Derecho de Brooklyn. Pronto lo fascinó la bolsa de valores y llegó a ser un buen analista, agente especulador y dinámico, con clientes en diversas casas de bolsa en Wall Street.
Pero el alcoholismo iba imponiéndose: el día de su examen final en la escuela de derecho, estaba demasiado ebrio. A esas alturas, cualquier fracaso o éxito le servía de pretexto para emborracharse. Y cuando bebía, a menudo se mostraba soez y violento. Peleaba con meseros, taxistas, cantineros, desconocidos. Por la mañana, al sentir culpa y remordimiento, juraba a Lois que nunca volvería a beber; por la noche, estaba ebrio una vez más.
Durante largo tiempo, ambos lograron engañarse. Vivían en un lujoso apartamento, eran miembros de clubes elegantes. Todavía en 1928, Bill ganaba miles de dólares y se bebía una gran parte de ellos. Algunas mañanas, su esposa lo encontraba borracho, tirado frente al apartamento.
La quiebra de la bolsa de valores, en octubre de 1929, echó por tierra lo que no había arruinado la embriaguez de Bill. Muy endeudado, se mudó con Lois a casa de los padres de ella. Lois consiguió un empleo en una tienda de departamentos. Ahora, Bill vivía para beber, porque tenía que beber para vivir.
"Igual que otros alcohólicos", nos decía, "yo ocultaba el licor como una ardilla almacena nueces: en el desván, debajo de las duelas o en el depósito de agua del excusado. Cuando Lois salía a trabajar, yo me reabastecía. Ahora bebía para olvidar: dos o tres botellas de ginebra al día".
En 1932, Bill había empezado a temer por su salud mental. "Una vez, en pleno acceso de embriaguez", contaba, "arrojé una máquina de coser contra Lois, mi querida Lois. En otra ocasión, me sentía tan mal que temí que los demonios que había dentro de mí me hicieran lanzarme por la ventana. Arrastré mi colchón a la planta baja, por si saltaba súbitamente".
A MEDIADOS del verano de 1934, BILL ingresó en el hospital Charles Towns, de la Ciudad de Nueva York, especializado en el tratamiento del alcoholismo. Casi todos consideraban a los alcohólicos como personas sin fuerza de voluntad, carácter ni disciplina moral. Pero el médico de Bill en el Charles Towns, William Duncan, era uno de los pocos que habían concluido que el alcoholismo es una enfermedad. Dijo a Lois que no eran muchos los alcohólicos en estado tan avanzado como el de Bill que se recuperaban. Ya estaba dando señales de lesión cerebral. Tendría que pasar hospitalizado el resto de su vida.
Pero, después del tratamiento, parecía tan robusto que se fue a casa. Esta vez, dejó de beber varios meses. Pero, a la mañana siguiente del aniversario del fin de la Primera Guerra Mundial, Lois lo encontró en una especie de estupor, aferrado a la cerca que rodeaba la casa. Se miraron, y Bill vio que en los ojos de ella moría el último rayo de esperanza. Supo que estaba condenado. Bueno, así sea, pensó. Y se resignó: Mientras tenga mi ginebra...
No mucho después, Ebby Thatcher, viejo amigo de Bill y compañero de borracheras, le telefoneó. ¡Qué extraña coincidencia! (Nosotros, en AA, decimos que una coincidencia es un milagro en que Dios prefiere permanecer anónimo.) Bill lo invitó. Sería bueno compartir unos tragos con su viejo compañero.
Poco después, sonó el timbre de la puerta. Allí estaba Ebby, con la mirada brillante y el aliento limpio de alcohol.
—¿Qué te hizo cambiar, Ebby? —le preguntó Bill.
—He encontrado la religión.
De modo que Ebby se había vuelto un chiflado idealista.
"Me imaginé que empezaría a predicarme", recordó Bill. "No fue así. Se limitó a decirme que no había podido ya dejar de beber, que se había metido en dificultades con la justicia y que unos amigos le habían dado un lugar para vivir". Uno de ellos, Rowland Hazard, borracho empedernido, había estado entrando y saliendo de los hospitales durante años.
Finalmente, se dirigió a Carl Gustan Jung, el psiquiatra suizo. Rowland le preguntó si había esperanza.
—Sí —le contestó Jung.
En raros casos, los alcohólicos llegan a tener intensas experiencias espirituales, "desplazamientos y re-acomodos emocionales", que, de pronto, les hacen cambiar. Jung había intentado un cambio así en Rowland, pero no pudo.
Sin embargo, un día, Rowland asistió a una reunión del llamado Grupo de Oxford, donde la gente se reunía para hablar de sus propios defectos y seguir ciertos preceptos. Allí experimentó un profundo cambio de emociones y encontró un contacto directo con Dios. Dejó de beber. Cuando Rowland contó su historia a Ebby en Vermont, se forjó el primer eslabón de la cadena que se convertiría en Alcohólicos Anónimos. Y ahora, Ebby estaba llevando el mensaje a Bill.
"Ebby me dijo que tuvo que reconocer que estaba liquidado", afirmó Bill. "Tuvo que reconocer abiertamente sus pecados, recompensar a quienes había dañado y dar amor sin esperar respuesta. Tuvo que rogar al Dios en que creyera; y si no creía en Dios, actuar como si creyera. Ebby me dijo que no había bebido una copa en seis meses.
"Un par de semanas después, tras otra borrachera, volví al Hospital Towns y me registré voluntariamente. Ebby fue a verme. Sé honrado contigo mismo, me dijo. Habla con alguien más. Pero yo no quería saber nada de aquella tontería sobre Dios".
Durante una de sus noches de insomnio; Bill cayó "al fondo mismo" y "se acabó mi terco ogullo". Clamó entonces: " ¡Si hay un Dios, que se muestre! ¡Estoy dispuesto a todo!"
De pronto, su habitación del hosp¡tal "se iluminó con una intensa luz blanca". Un extraño éxtasis inundó el cuerpo de Bill. "Un viento, no del aire, sino del espíritu, soplaba", fue así como lo describió. "Me sentí en paz... y pensé: Por muy malas que parezcan, las cosas están bien con Dios y Su mundo".
BILI. FUE dado de alta el 18 de diciembre de 1934, y nunca volvió a probar el alcohol. Pero siempre tuvo el cuidado de aclararnos que la mayoría de los alcohólicos no tiene experiencias como la suya. Los más de nosotros encontramos muy lentamente a un Dios, a nuestro propio poder superior.
EN sus primeros meses de sobriedad, Bill sacaba ebrios de los bares y los llevaba a las reuniones del Grupo de Oxford. Les predicaba. Ninguno permanecía sobrio. Trató de ayudar a los pacientes del Hospital Towns. Fracasó. El doctor Silkworth le dijo que debía hablar con los ebrios, no a ellos, y poner énfasis en la desesperación que la enfermedad produce.
En aquel tiempo, Bill volvía a empezar en Wall Street, pero en un viaje de negocios a Akron, Ohio, sintió la imperiosa necesidad de beber. En el vestíbulo de su hotel, consultó el directorio de las iglesias, seleccionó una al azar e hizo una llamada telefónica. Preguntó al ministro si había allí algún ebrio empedernido con quien pudiera hablar. Esta llamada lo llevó a un médico, el doctor Robert Smith (el doctor Bob, como nosotros lo conocemos), alcohólico desesperado que había tratado de dejar de beber, y no lo había logrado.
Ambos charlaron durante horas. Bill no predicó ni exhortó. Apaciblemente contó su historia, y la sed de alcohol pasó. Y después de una última borrachera, algo le ocurrió al doctor Bob. El 10 de junio de 1935, tomó su último trago. Aquel día nació Alcohólicos Anónimos,
Poco tiempo después , Bill celebraba reuniones en su casa y, después en un lugar de la calle 23 Oeste de la ciudad de Nueva York. En 1938 escribió un manuscrito de 164 páginas intitulado”Alcohólicos Anónimos” y así fue como nuestra hermandadrecibió su nombre. Aquel año se vendieron pocos ejemplares del libro, pero la hermandad empezaba a crecer lentamente.
1, primera publicidad que AA recibió por todo Estados Unidos fue la de- un artículo publicado en la revista Liberte, que causo la llegada de 800 cartas y la petición de varios cientos de ejemplares del. libro de Bill W.
El artículo originó la publicación de un escrito, en marzo de 1941, en The SaTurdav Evening '' con eltítulo de "Alcohólicos Anónimos". Causó sensación, y brotaron grupos en todo el país: muchos de ellos basados en alguna persona desesperada que había leído el libro y trataba de poner en práctica sus principios. Traducido ya a 13 idiomas, se vendieron más de 70,000 ejemplares del libro tan sólo en 1985, y hasta la fecha se han vendido más de cinco millones en total. El grupo que Bill inauguró en Brooklyn en 1935, ha crecido hasta tener 70,000 grupos afiliados en todo el mundo.
ESA FUE la historia que Bill W. nos contaba cada año en las oficinas centrales de AA.
El 24 de enero de 1971, a la edad de 75 años, Bill falleció de enfisema. Dos días después, el Times de Nueva York publicó la nota necrológica en la primera plana, y el mundo conoció su nombre completo: William Griffith Wilson.
Epílogo. En julio de 1985, yo estaba en el podio del Estadio Olímpico de Montreal y veía casi 50,000 rostros de 54 de los 114 países miembros de AA, inclusive cuatro afiliados de Polonia, nuestros primeros representantes de un país situado tras la Cortina de Hierro.
"Mi nombre es Bob P.", dije, "soy alcohólico. Bienvenidos al quincuagésimo aniversario de Alcohólicos Anónimos".
Un clamor surgió de todas partes, un sonido exuberante que seguíá y seguía.
Mientras yo escuchaba aquel rumor, y a los oradores que me siguieron, comprendí que cada uno de nosotros estaba rindiendo homenaje a la persona más inolvidable de nuestras nuevas vidas: Bill W.
ENTRE BASTIDORES
¿QUÉ HICIERON LOS SOVIÉTICOS CON NUESTRAS CARTAS SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Diciembre de 1985
EL PASADO 15 de mayo de 1985, un grupo de empleados del gobierno estadounidense estacionó el auto afuera de la misión soviética ante las Naciones Unidas, en la Ciudad de Nueva York, en lo que parecía un trabajo de rutina: entregar una nota diplomática con siete "anexos".
En realidad era una tarea del todo distinta a cuantas hubiera emprendido José Sorzano, representante permanente de Estados Unidos ante la ONU. A juzgar por los frenéticos gritos de los funcionarios soviéticos cuando vieron los "anexos", aquel tampoco sería un día ordinario para los rusos.
La nota protestaba contra el trato de que hacen objeto los soviéticos a Andrei Sajarov, el físico ganador del Premio Nobel desterrado a Gorki junto con su esposa, Elena Bonner, por sus convicciones políticas. Resultó que los anexos eran siete valijas postales, repletas con más de 20,000 cartas enviadas de todo el mundo por lectores del Reader's Digest.
En noviembre de 1984 relatamos la historia de los Sajarov y pedimos a nuestros lectores que escribieran. En Japón y Colombia, Suiza y México, Argentina e Italia, la voz del pueblo cobró vida cuando nuestros lectores se dieron tiempo para expresar su pensamiento acerca de un asunto que desborda el ámbito de los intereses personales. En mayo de 1985 seguían llegando las cartas. "La reacción fue extraordinaria: precisamente la que era de esperarse del Dikest–, comentóJeane Kirkpatrick, ex embajadora de Estados Unidos ante la ONU.
Un lector de Sáo Paulo, Brasil, expresó en su carta un sentimiento que experimentan muchas personas: —Todo el mundo desea ver libre a Andrei Sajarov. ¿Por qué desperdiciar a un genio inocente y hacerlo sufrir en la cárcel?" Otro, desde Toronto, Canadá, decía: "Escribo para interceder por los Sajarov. ¡Por favor, suelten a estos dos distinguidos ciudadanos de su país y permitan que personas de esa valía gocen de la libertad!– Arthur Merz, de Dagsboro, Delaware, expresó: "¿Será ¿Será posible que el Kremlin tenga miedo de este hombre solitario? Lamentamos que la poderosa Rusia, que tanto ha dado a la ciencia, a la literatura y a la música, haya creído necesario destruir a uno de sus hijos más prominentes—.
COMPAREMOS ahora este torrente de opinión pública con la libre expresión al estilo soviético. Los soviéticos devolvieron la nota y las cartas dos días después, tratándolas, en palabras de Sorzano, —como si no merecieran atención; como si fueran artículos peligrosos—.
El 25 de mayo, los hijastros de Sajarov, que viven en Massachusetts, recibieron una tarjeta postal de su madre, Elena. Un grafólogo confirmó las sospechas de los hijastros: la tarjeta se había alterado para que pareciera que había sido escrita el 21 de abril, en vez del primero de ese mes. Otra alteración cambió la frase "abril ha llegado" por —abril ha pasado".
Los hijastros de Sajarov piensan que seguramente su padrastro inició una huelga de hambre en abril, para obtener el pasaje de Elena a Occidente, a fin de que reciba tratamiento para el mal cardiaco que padece. También piensan que se alteró la tarjeta postal para hacerles creer que sus enfermos padres estaban sanos y salvos a finales de abril.
Al mes de haber llegado la tarjeta, salían a relucir dos videocintas en Occidcnte. Una de ellas muestra a Sajarov en un hospital, al parecer, en junio. Un médico, en esa cinta, dice que Sajarov está enfermo del corazón y de un incipiente mal de Parkinson.
Otra videocinta, puesta en circulación por los rusos, pretende mostrar saludable a Andrei Sajarov, pero aún no le han permitido comunicarse con sus familiares en Estados Unidos. Las películas, como la tarjeta postal, suscitan más preocupación que tranquilidad.
La primavera ya había llegado a Gorki; luego, el verano, pero quienes observan y esperan sólo pueden sentir el viento frío de la represión. - LA REDACCIÓN
Una
Revelacion Divina
del Infierno
Queda Muy Poco Tiempo!
por
Mary Katherine Baxter
Escuche una voz que me dijo, “Escribe, pues estas cosas son fieles y verdaderas.” Otra vez estaba con el Señor en el Espíritu. El estaba alto y exaltado, y su voz era como de trueno.
Amado Señor Jesús, es mi oración ser encontrada digna, de ser parte de este ejército. Yo quiero estar en este ejército, pero sé que tengo que ser pura y santa, como Jesús es, puro y santo. Con la sangre que Cristo derramó, límpiame de toda maldad. Ayudarne a mantener un corazón arrepentido, libre de todo odio y amargura.
Capítulo 16: El centro del infierno
Otra vez, el Señor y yo fuimos al infierno. Jesús me dijo, “Mi hija, tu naciste para este propósito, para escribir y contar lo que te he dicho y enseñado. Pues estas cosas son fieles y verdaderas. Yo te he llamado para decirle al mundo por medio de ti que hay un infierno, pero yo he preparado un medio de escape. Yo no te enseñaré todas las partes del infierno. Hay cosas escondidas que yo no te puedo revelar. Pero te enseñaré mucho. Ahora, ven y ve, los poderes de las tinieblas y su fin.”
Regresamos otra vez al vientre del infierno y comenzamos a caminar hacia una pequeña apertura. Me puse a mirar por donde estábamos entrando y encontré que estábamos en una repisa. cerca de una celda en el centro del infierno. Nos paramos delante de una celda en la cual estaba una hermosa mujer. Sobre la parte alta de la celda estaban las iniciales “A.C.”
“Si,” dijo ella, “pero yo puedo cambiar.” Yo me acuerdo cuando dejaste salir a los otros del Paraíso. Yo me acuerdo de tus palabras de salvación. Ella exclamó, “Yo seré buena ahora y te serviré.” Ella apretó las barras de la celda con sus pequeños puños y comenzó a gritar, “Déjame salir! Déjame salir!”
Jesús le dijo, “Tú sabías en la tierra cual sería tu fin. Moisés te dio la ley y tu la escuchaste. Pero en vez de obedecer mi ley, escogiste ser un instrumento en las manos de satanás, una adivina y una bruja. Tu enseñaste el arte de la brujería, amaste las tinieblas en vez de la luz, y tus obras eran malas.
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