4 y seduce a los habitantes de la tierra con las señales que le ha sido concedido obrar al servicio de la Bestia, diciendo a los habitantes de la tierra que hagan una imagen en honor de la Bestia que, teniendo la herida de la espada, revivió.
15 Se le concedió infundir el aliento a la imagen de la Bestia, de suerte que pudiera incluso hablar la imagen de la Bestia y hacer que fueran exterminados = cuantos no adoraran la imagen de la Bestia. =
16 Y hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente,
17 y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre.
18 ¡Aquí está la sabiduría! Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia; pues es la cifra de un hombre. Su cifra es 666. Apocalipsis
lunes, 30 de noviembre de 2015
LA GANSA DE DOBLE PERSONALIDAD
Por Charles Drummond
Selecciones del R.D.1959
JUANA era una
gansa canadiense. Su nombre completo, Juana Calamidades, tuvo origen en su
nacimiento extraño e infausto ... pues vino a este
pícaro mundo en el asiento trasero de un automóvil prematuramente, a consecuencia
del choque del vehículo con un árbol del camino.
Me había quedado dormido sobre el volante al regreso de una expedición en que había recogido huevos de ganso arrastrados por las
inundaciones. Al súbito remolino de vidrios
rotos, nieve y lodo, siguió el silencio; oí entonces un insistente «pío, pío»
que salía del asiento trasero. Me acerqué y vi
un huevo roto y un polluelo todavía húmedo recién salido del cascarón. Para protegerlo contra el intenso frío, metí la felpuda
bolita dentro de mi camisa, en contacto directo con la piel. Poco a poco
se fueron acallando los píos y aquel cuerpecillo viscoso y desagradable se fue
secando y entrando en calor hasta hacerse imperceptible.
El auto aún podía andar y así regresé renqueando a casa. Coloqué el gansito en una caja de cartón y empecé a
alimentarlo con purés y picadillos de verduras.
Juana pelechó y bien pronto la pasamos a un corralillo exterior hecho de malla
de alambre. Cuando algo se le ofrecía, piaba roncamente; pero una vez
satisfecha, calmados ya el frío o el hambre, sus broncos chillidos se trocaban en ese aflautado chirr de los ansarones canadienses,
uno de los sonidos más agradables con que nos ha regalado la Naturaleza.
Se aficionó a mi mujer y a mí con toda la lealtad peculiar de su raza. Ya libre
de su encierro, nos seguía dondequiera que fuésemos; parecía
una bola de felpa amarilla-aceituna haciendo pinitos sobre sus patitas
negras como tinta china.
Cuando estuvo ya crecidita comenzamos a llevarla a paseo en la camioneta y le
permitíamos pastar eh el césped mientras revisábamos las cercas, o atendíamos
al ganado o a los riegos de la finca. Mi esposa la llevaba a bañarse en el
arroyo, que pasaba por un cercado que ofrecía protección a 20 o 30 ánsares
lisiados de diferentes especies (nuestra finca ha sido siempre algo así como un
refugio privado de animales silvestres) ; pero la volantona, acostumbrada a
vivir entre la gente, no hacía caso de ellos; creía, sin duda, que no eran sus
iguales.
Llegó el día en que Juana había crecido tanto que no cabía ya con nosotros en
el asiento de la camioneta. Resolvimos dejarle comida suficiente y salimos sin
ella.
—¡Allá viene! —gritó de pronto mi esposa.
La alcancé a ver en el espejo; corría desatinadamente tras la camioneta,
abiertas las alas no bien emplumadas aún. En su loca carrera se levantó en vilo
y voló un corto trecho. Tan extraña experiencia la desconcertó por un instante,
que aprovechamos para perdernos de vista tras unos árboles, pero a poco la
vimos venir a campo traviesa, corriendo y volando, y haciendo una algarabía
casi histérica. La metimos dentro y estuvimos a punto de llorar de emoción al
ver los arrumacos que hacía con el cuello para festejarnos.
La segunda vez que pretendimos escabullirnos, Juana levantó el vuelo, no muy
seguro todavía, y adelantándosenos fue a posarse en medio del caminó. No hubo
más remedio que parar y recogerla.
Al cabo de pocos días ya volaba al lado de nuestra camioneta acompañándonos a
todas partes sin dejar de parlotear amigablemente todo el camino. Unos 25
kilómetros por hora era la velocidad que parecía convenirle más.
En el verano la dejamos que volará libremente, pero al acercarse la estación de
la caza nos pareció que la más as segura con sus semejantes en el cercado junto
al arroyo. Le recortamos el ala derecha y una tarde la llevamos andando hasta
el estanque de los gansos y los patos a la hora de llevarles el alimento. Al ver a sus congéneres se pegaba a nuestras piernas como el
niño a quien se lleva por primera vez a la escuela.
La levanté del suelo y la arrojé por encima de la malla de alambre: la pobre se
puso a andar de arriba abajo tratando de volver al lado de sus amigos humanos.
Por fin se instaló muy contenta con los otros ánsares y pasó el invierno entre
ellos. Sin embargo, era la primera en saludarnos cuando íbamos a darles de
comer y nunca dejó de graznar con desconsuelo cuando nos veía subir la colina
de regreso hacia la que habla sido su casa.
A la siguiente primavera un gigantesco ganso
canadiense comenzó a bajar diariamente al marjal, indiscutiblemente atraído por
algo que había visto dentro del encierro de malla. Era un magnífico
ejemplar que, al principio, se contentaba con pavonearse majestuosamente por el
pantano dando graznidos estentóreos. Después lo descubrimos dentro del cercado
(que tenía una hectárea de extensión) muy amartelado con una hembra. ¡Juana, nada menos, era su compañera! A pesar de ser
ésta demasiado jdven para compartir el honor y las responsabilidades de su
nuevo estado, nosotros, sus padres adoptivos, brindamos esa tarde por la eterna
buenaventura de aquel matrimonio un tanto prematuro.
Desvergonzadamente nos dimos a espiar la pareja de recién casados, primero con
los gemelos, luego aproximándonos cuanto podíamos para verlos bien de cerca.
Juana, echada en su nido, bajaba la cabeza cuando nos acercábamos, pero no
tanto como lo hacen los gansos salvajes. El ganso se retiraba al rincón más
apartado sin dejar de mirarnos, el cuello extendido, con aquellos ojillos que
semejaban cuentas de vidrio.
Una tarde sorprendimos a la pareja echada a considerable distancia del nido y
presentimos un desastre. Efectivamente, el sitio donde había estado el nido se
hallaba cubierto de cascarones rotos y plumas esparcidas: un desbarajuste
total. Ningún pajarraco hubiera sido capaz de atropello semejante; el ganso era
un aventajado contrincante para cualquier osado plumífero de la tribu. Algún
animal rapaz debió saltar la cerca y destrozar el nido. «¡Pobre Juana!» exclamamos ambos a una. Pero ella nos miró
calmadamente, erguida sobre una pata, con filosófica resignación.
Juana y «el salvaje» siguieron
juntos (los gansos canadienses generalmente se aparean de por vida) y cuando
mudó y le crecieron las plumas del ala recortada, su consorte la incitaba a
volar por los más remotos rincones de la finca. Nosotros los veíamos
frecuentemente y, al divisarnos, Juana graznaba y se acercaba anadeando hasta
nosotros. El ganso, en cambio, emitía gritos de
alarma y se
alejaba en dirección opuesta. Por no causarles disgustos domésticos,
preferíamos seguir nuestro humano camino.
Con Ja llegada de la primavera notamos que Juana se conducía de una manera
extraña. Después de comerse el grano que le dábamos en el patio, y mientras el
ganso la miraba receloso desde lejos, ella daba vueltas en torno a la casa,
paso a paso, mirándola con curiosidad; y una mañana, al salir el sol, mi mujer
y yo despertamos al ruido de pasos mesurados sobre el tejado.
—¿Qué puede ser,eso?— dijo ella sorprendida. Saltó de la cama y salió—. ¡Es
Juana! — me gritó desde fuera.
Aquella tarde, sentados en la sala, nos sorprendió ver la cabeza y en seguida
el pescuezo de Juana que asomaban por el borde del tejado. La mirada de sus
ojos oscuros no se dirigía precisamente a nosotros, sino al espacio que había
debajo del alero.
Al fin caímos en la cuenta. Su antiguo nido, construido en el corral de los
gansos y los patos, había resultado demasiado vulnerable. Buscaba un lugar más
protegido y ¿qué podría ser más seguro que el techo de la casa donde vivía su
familia? La idea no pareció gustarle mucho al «salvaje,»
porque mientras ella se dedicaba a buscar casa, él se mantenía a respetable
distancia sin dejar de reprocharla con sus graznidos; la esposa se contentaba
con responderle en tono alegre y confiado.
—Si es que quiere anidar en la techumbre ¿por qué no le arreglamos un sitio?
—preguntó mi mujer.
Conseguí un cajón, lo rellené de musgo y lo aseguré en el ángulo donde se
juntan los aleros, lugar bien protegido contra el viento y el sol. A la mañana
siguiente nos despertó el ruido que hacía Juana al posarse sobre el tejado. La
gansa iba y venía graznando para sus adentros. De repente cesó el movimiento y
el ruido.
—Ya encontró el cajón — nos dijimos al tiempo.
Al cabo de unos instantes Juana bajó volando y fue a encontrarse con su
compañero. Parlotearon seriamente, se sobaron los cuellos y volaron ambos hacia
el riachuelo.
De ahí en adelante la pareja de gansos se posaba todos los días en la ladera
cercana a la casa; el ánsar se quedaba haciendo la guardia en tanto que la
gansa volaba al alero, entraba en el cajón y allí se quedaba una hora más o
menos. Después de cada visita, subía yo por una escalera y encontraba un huevo.
Cuando hubo cuatro, Juana enloqueció. Durante cuatro semanas no le vimos sino
la cabeza y parte del cuello que sobresalían por encima del cajón-nido. El
ganso anduvo todo ese tiempo por las cabeceras del riachuelo.
La rutina se interrumpía una vez al día: a eso de media mañana la gansa
comenzaba a graznar e, inmediatamente, desde un kilómetro de distancia, le
contestaba el macho. Observamos que en ese mismo instante él alzaba el vuelo,
Juana dejaba el nido y ambos volaban hacia el marjal, adonde llegaban casi
simultáneamente. El encuentro era realmente feliz:
graznaban, cotorreaban, se acariciaban con el cuello y con el pico como un par
de melosos enamorados. En seguida Juana se daba un chapuzón, aleteaba
sobre el agua y, conn unos minutos más de dulce compañía, mientras ella
se espulgaba y acicalaba el plumaje con el pico, concluía la reunión de la
mañana.
Entre tanto, nosotros íbamos marcando los días en el calendario. Los huevos
debían reventar a los 28 o 30 días después de comenzada la incubación. Juana
tendría que bajar entonces a sus bebés del tejado, desde una a altura de cuatro
metros poco mas o menos, y no queríamos perdernos el espectáculo. Aunque no es
raro que los gansos canadienses aniden en los árboles, casi nadie ha
presenciado el descenso de sus polluelos.
Al amanecer del vigésimo noveno día oímos que Juana emitía suaves graznidos.
Era algo distinto de la rutina cotidiana: aquello debía significar algo
especial. Salí corriendo a ver y, efectivamente, sobre
la espalda de la gansa había trepado un gansito chiquirritín. Me quedé
atisbando mientras mi mujer preparaba el desayuno, que tomamos cada cual pegado
a una ventana. Apareció otro polluelo y luego otro. Pronto vi cuatro ansarones
traveseando en el nido.
De pronto Juana se irguió y dio un fuerte graznido. Su consorte le respondió
desde el prado y muy pronto aterrizó como a 15 metros de la casa. Al ver a su
esposa y sus hijos al borde del tejado, prorrumpió en fuertes graznidos, Juana
le contestó en el mismo tono y se armó, tremenda algazara.
La gansa voló al suelo y luego ambos se acercaron a la casa sin quitar los ojos
de sus polluelos. Éstos, que parecían bolitas de terciopelo, corrían algo
desconcertados, pero uno, el más decidido, caminó hasta el borde del alero y
saltó. Dio en tierra sin que se produjera choque alguno; pesaba tan poco y era
tan mullido su plumón que no debió, sentir el impacto. En seguida se escurrió
bajo las alas de la madre sin mayor novedad.
Quedaban tres. Uno se acercó al borde, miró hacia abajo y retrocedió. Repitió
la tentativa dos o tres veces, hasta que uno de los compañeritos lo empujó
inadvertidamente y se vino abajo sin haberse preparado para el salto. Llegó a
tierra de cabeza, más pronto se puso en pie y corrió hacia la madre. El tercero
pisó en falso y se cayó. El cuarto y último procedió de una manera
espectacular: se colocó bien atrás, hizo una pausa para tomar impulso y corrió
para precipitarse al abismo en una auténtica «zambullida de cisne,» con la
cabeza en alto y moviendo las alitas extendidas; aterrizó en debida forma y
siguió caminando con paso firme hasta reunirse con el resto de la familia.
La cosa estaba hecha. Juana comenzó' a bajar la cuesta rumbo al agua; Papá
Ganso cerraba la marcha y entre ellos desfilaba la velluda prole en fila`
india. Hacían un cuadro conmovedor.Durante el verano vimos
a Juana, al «salvaje» y a sus cuatro retoños con alguna frecuencia en los
lagos. Hacia el otoño los vimos volar juntos muchas veces. Después,
llegaron los ánades del norte y por varios meses no pudimos distinguir a
nuestros amigos entre tantas aves.
Pasó la estación de caza y Juana no volvió a aparecer. En el invierno el «salvaje» llegó solo. Se pasó una semana entera con la cabeza bajo el ala, o
bien encaramado en alguna altura dando tristes
graznidos. Un día lo encontramos muerto; muerto sin señales de
violencia, cerca del primer nido que hicieron en el marjal.
Su muerte no es fácil de explicar; pudo haber sido asunto del corazón. En
cuanto a Juana, estamos seguros de que halló su triste fin por causa de su
doble personalidad. Se había acostumbrado a mirar a
los hombres como amigos y protectores y es posible que imprudentemente se
pusiera al alcance de la escopeta de algún cazador.
Desde que conocía Juana, jamás he vuelto a
disparar contra un ganso canadiense.
No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte;..
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