7 Se le concedió = hacer la guerra a los santos y vencerlos; se le concedió poderío = sobre toda raza, pueblo, lengua y nación.
8 Y la adorarán todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado.
9 El que tenga oídos, oiga.
10 = «El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a espada, a espada ha de morir». = Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos.
11 Vi luego otra Bestia que surgía de la tierra y tenía dos cuernos como de cordero, pero hablaba como una serpiente.
12 Ejerce todo el poder de la primera Bestia en servicio de ésta, haciendo que la tierra y sus habitantes adoren a la primera Bestia, cuya herida mortal había sido curada.
13 Realiza grandes señales, hasta hacer bajar ante la gente fuego del cielo a la tierra; Apocalipsis
AGUA CLARA Y FRESCA DEL MANANTIAL
Selecciones del Reader´s Digest Julio de 1971
Después de varios meses de cavar, dinamitar y trasportar,de sufrir y esperar, el pozo la granja brotó por fin y la bomba de agua, marca sensible del progreso, quedó debidamente instalada.En ese caluroso día de verano, mi abuelo, con un ceremonial exagerado se quitó el sombrero y se echó en la cabeza un cazo del primer chorro de agua que brotó del pozo. Mi padre habló, con gestos y ademanes, recordando la resistencia de la roca, la enorme profundidad de la corriente subterránea, las horas de sudores y fatigas. Pero ahí estaba la merecida recompensa de todos nuestros afanes: ya teníamos agua a 25 pasos de la mesa de la cocina.
"¡Se acabó el acarreo del agua del manantial!" era la letanía que repetíamos triunfantes. Mis hermanos y yo, descalzos, metíamos los pies debajo del chorro, bombeando incesantemente, dejando que el agua saltara a borbotones como si se tratara de borrar de los piececitos maltratados la mugre, las espinas y el cansancio de los incontables viajes al manantial. Mi abuela hablaba, como en sueños, de fuentes, de estanques con peces y hasta de una bañera. Mi madre, con sensatez, se puso a regar sus zinnias medio marchitas.
En realidad nunca se nos acabó el alboroto por el pozo; sin embargo, lo mejor de todo fue, tal vez, que nos hizo comprender cuánto más habíamos recibido del manantial, aparte de la frescura de sus aguas.
La fuente adonde teníamos que ir estaba situada a unos 200 metros de la casa. Para llegar hasta allí, se pasaba debajo del emparrado, se cruzaba frente al granero para llegar a la huerta y luego había que pasar una portilla para tomar una senda tortuosa, que siguiendo los quiebros de una barandilla en zigzag bajaba hasta la ladera y bardeaba desde allí los alrededores del manantial.
Años antes, algún Jacob había construido un muro de piedra en semicírculo, alrededor de la fuente. En la base del muro, donde brotaba el agua, alguien se había entretenido en grabar con cincel estas palabras: VUELVE Y DESCANSA. De cuando en cuando yo arrancaba el musgo que cubría las letras y leía la invitación, aunque para mí no tuvo significado hasta que empecé a ir con menos frecuencia. Al ver a una persona sacar agua del manantial, yo solía murmurar que más le valía descansar antes de emprender, con los cubos, el regreso cuesta arriba. A poco de brotar del subsuelo, el agua se desparramaba, formando una presa en miniatura, de donde salía burbujeante a llenar un estánque para deleite de los gansos, y más allá un riachuelo en la pradera, encanto de las vacas, mapaches, conejos, cangrejos y niños. Antes de que tuviéramos el nuevo pozo tan a la mano, mi madre, al oírnos pelear, solía decir a cualquiera de nosotros: "Ve a traerme un cubo de agua clara y fresca del manantial". Decía esto aun cuando el agua llenara todavía la mitad del cubo. Recuerdo ahora que estos adjetivos se le aplicaban sólo al agua del manantial, nunca a la del pozo, aunque las dos gozaran de la misma trasparencia.
Salíamos enfurruñados y de mal humor, pensando en seguir el pleito, pero la imaginaria pelea cesaba en cuanto entrábamos en la moteada sombra del emparrado. Allí se sentía, casi se tocaba la paz. Según la estación, me detenía a respirar la fragancia de las vides en flor, o a darme un banquete de uvas maduras, o a husmear los brillantes huevecillos de algún nido, cuando no encontraba allí dentro cabecitas cubiertas de pelusa, con los picos abiertos. Las hormigas marchaban en filas ordenadas por los soportes de madera, dedicadas a su vital labor. Las abejas zumbaban, saliendo y entrando con algún comunicado de última hora traído de los prados distantes. Con cierta frecuencia una mariposa se me posaba en el hombro, pidiendo así que la llevara a la huerta. Favorecida de esa manera, caminaba con el mayor cuidado para no asustar a la decoración viviente, y así se me olvidaba que habíamos estado discutiendo a quién le tocaba fregar el piso. Al volver a casa con el agua, todo parecía distinto: empezábamos otra vez.
Cuando una pena se prendía del ánimo con sus garras grises, lo mejor era sentarse en lo alto de la portilla p. mirar desde allí las serenas y onduladas cuestas, los anchos campos que verdeaban al sol. Se podía observar que el paisaje no se lamenta nunca; parece que descansa, parece que se tiende, absorbiéndolo todo, y en el silencio puede oírse resonar el eco de una sentencia antigua: "¡Qué buena es la Creación!"
Y los ruidos que asaltaban el oído eran la palanca que rompía los grilletes del espíritu, dejándolo casi adormecido con la armonía. En momentos así comprendía que la única e irremediable pena habría sido perderme la dicha de vivir.
A menudo, durante el desayuno, discutíamos los problemas del momento, y cuando la decisión dependía exclusivamente de uno de nosotros, se veía casi siempre al interesado levantarse de la mesa, anunciando "Lo primero que haré hoy será traer un cubo de agua clara y fresca", lo que equivalía a decir: "Quiero estar solo para llegar a una conclusión". Todos, invariablemente, regresábamos con el problema resuelto, tal vez porque de camino al manantial observábamos que la indecisión prolongada no forma parte de las leyes de la Naturaleza. Los girasoles no pierden tiempo en dar la cara al sol; la enredadera, para bien o para mal, puede continuar trepando gracias a que sus zarcillos se aferran al punto de apoyo más cercano. Nunca discutimos la engañosa, sutil e indefinible necesidad de seguir yendo al manantial aunque ya no hiciera falta. Pero a la larga cada uno de nosotros decidía volver al surtidor en determinados momentos. Cuando mi padre regresó del hospital donde le habían amputado un brazo, mi madre tomó el cubo y dijo: "Creo que voy a traer un poco de agua clara y fresca de la fuente". Al volver a casa se le notaba una tranquilidad contagiosa e inesperada. Cuando una tormenta arrasó de repente los trigales, destrozó la cosecha de maíz y derribó medio granero, mi abuelo se fue al manantial y regresó con proyectos sencillos, pero realizables para proceder a la reconstrucción.
Por lo que a mí respecta, mi retorno a la fuente tuvo como origen un arrebato de cólera momentáneo, provocado por una deficiencia de la bomba. La tubería de succión se había quedado vacía y, por tanto, para echarla a andar era necesario cebarla con un cubo de agua. No era la primera vez que eso ocurría. Además, en el invierno el agua se congelaba en la bomba y teníamos que traer agua de la fuente, calentarla y verterla alrededor de la máquina lisonjearla. De una manera imprevista, todo esto parecía resumir una serie de cambios que se presentaban conforme yo iba creciendo. La gente se moría, los amigos se alejaban, se rechazaba o se consideraba relativo lo que hasta entonces había sido absoluto y verdadero. Surgió en mí una profunda ansia, un deseo de encontrar algo firme en que apoyarme, que me permitiera tomar una posición definida, un retorno y un nuevo inicio desde ese punto.
Ese día precisamente, en el emparrado, una petirrojo alimentaba a sus polluelos. En la huerta, los rábanos que mi madre había sembrado la semana anterior, echaron hojas verdes. Me pregunté si los petirrojos y los rábanos serían absolutos, pues indudablemente los había visto toda la vida.
Dentro de mí, algo duro y tirante empezó a trasformarse cuando, al llegar la primavera, escuché la música infinitamente tranquilizadora del agua que había estado fluyendo día tras día, quién sabe cuánto tiempo, espontánea y dadivosa. En un principio me pareció que el agua del manantial era digna de confianza, pues con ella no pasaría como como con la bomba, que se quedaba sin agua en la tubería y estaba sujeta a desgaste. En el manantial, con bajar y subir el cubo, asunto arreglado, allí teníamos el agua. Y tuve fe en que la paz emanada de todo esto llegara a su apogeo y acabara con mis dudas y con mis incertidumbres tan complejas. Y así sucedió.
Pero aun cuando este haya sido el caso, yo bien sabía que no era ni el manantial ni el agua lo que me infundía seguridad, ya que un movimiento de la corteza terrestre acabaría con todo ello. Era la certidumbre de que el agua venía de alguna parte. No eran los petirrojos, ya que no viven eternamente. Era el acto inmemorial llevado a cabo por la madre petirrojo que consiste en alimentar a sus polluelos, tal como lo han venido haciendo todos los petirrojos desde que fueron creados. Esto es, su acto; es algo verdadero e indestructible, un instinto que no está sujeto a los manejos humanos. No eran los rábanos, que duran tal vez dos semanas. Era que de sus semillas nazcan rábanos y no habichuelas: un hecho en el que se podía confiar.
Arranqué el musgo, y volví a leer el viejo mensaje. Ahora ya tenía algo en que apoyarme, ese algo en el que todos nos habíamos estado apoyando durante tanto tiempo sin saberlo. Existe en el hombre una necesidad de volver a la certidumbre del cuidado invisible y del orden universal, así como de descansar en la convicción de que estas cosas existen y es imposible que nada pueda destruirlas.
La bomba siguió siendo siempre motivo de admiración para la familia. Sin embargo, hoy, después de muchos años y lejos de mi hogar, cada vez que en espíritu vuelvo a la granja me descansa y conforta el milagro eterno del manantial y sus cubos de agua clara y fresca. Condensado de "New Hampshire Profiles
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