jueves, 29 de abril de 2021

PABLO BURGESS _FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO

 domingo, 29 de noviembre de 2015

PABLO BURGESS _FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO Por Anna Marie Dahiquist

FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO

Por Anna Marie Dahiquist

Capítulo once

En la Cárcel

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_Los misioneros sentían renovadas sus fuerzas, pero la situación internacional había empeorado. Incluso la familia de Pablo fue afectada, pues el esposo de Anita, su hermana, murió en el frente de batalla, al otro lado del Atlántico. Fallecieron también en la guerra varios compañeros de estudio, un primo llamado Alberto Hertz; y quince jóvenes de la congregación alemana de Quezaltenango fueron llama­dos a filas y a batalla en ultramar.

"Ya estamos cansados de la guerra," escribió Pablo en sus apuntes.

Al poco tiempo, Guatemala rompió relaciones diplomáti­cas con Alemania, y reclutó tropas para enviarlas a la fron­tera mexicana. Alemania procuraba que México se pusiera de su lado.

Pablo estaba dedicando una capilla nueva en el frío pueblo de Sija, cuando entraron unos policías, agarraron a dos jóvenes que hasta entonces se habían escondido, y los reclu­taron en el instante.

¡Cómo había sufrido la iglesia de Sija! Primero había sido azotada por la persecusión religiosa; y ahora, cuando los creyentes al fin habían logrado construir una capilla propia, el pueblo quedaba reducido a mujeres y niños indefensos. ¿Quiénes se encargarían de trabajar en las siembras y las cosechas?

¿Cuándo se acabará este militarismo alemán?— se pre­guntaba Pablo una y otra vez.

¡Tanto dolor que han causado los alemanes!— agregó Dora. —Sin embargo, tengo muchas amigas alemanas; y seguirán siendo mis amigas, pase lo que pase.

¡Bravo! Sigue invitándolas a tomar té. Yo seguiré predi­cando en los servicios en alemán. Debemos ser fieles a nues­tras responsabilidades, aunque no sea popular tener amis­tad con ellos— replicó Pablo.

Tenían muchos amigos alemanes. Uno de ellos vivía en una enorme mansión sobre una colina; tenía quince sirvien­tes solo para la casa, y empleaba a mil hombres para traba­jar en sus sembríos de café. Sin embargo, Pablo decía que no se sentía inferior al finquero, pues le había ganado en ajedrez.

Pero no todos los alemanes eran amigables. Cierto día, se había ido a trabajar en la finca El -Reposo. Se fue a pie. Había dejado de viajar a caballo, desde que se dio cuenta de que al ir a pie tenía más oportunidades para evangelizar en el camino.

Como a mediodía Pablo llegó a la finca. Se acercó con cautela a la puerta de hierro. Una mujer delgada, de largas trenzas, le abrió la puerta.

Cuando la señora se enteró del propósito que traía al misionero, sonrió y dijo: —¡Yo conozco a esa familia! Yo también soy creyente. Pero le advierto que el patrón es muy raro, y que no le gustan las visitas. Pase usted adelante.

Pablo la siguió hasta la casa de hacienda. Dos inmensos perros salieron ladrando furiosamente, seguidos por un hombre corpulento y rubio.

—¿Y quién es usted?— preguntó a gritos el dueño de la finca.

—Pablo Burgess, a sus órdenes.

Hablaremos después de que yo almuerce,— dijo el fin­quero bruscamente. Con eso cerró la puerta, dejando al misionero afuera. La brisa le traía el aroma de la carne asada y del pan recién horneado. ¡Claro! Era la hora del almuerzo, pero era obvio que no se le iba a ofrecer nada.

Pasado un buen rato, el finquero se asomó de nuevo, pre­guntando ásperamente: —Y bien, ¿qué quiere?

Quisiera pedir permiso para tener un servicio para los evangélicos— respondió Pablo en alemán.

—El finquero frunció el ceño. —La religión católica es mala, pero la protestante es peor. ¿Sabe usted cuál es la religión nuestra? Es el trabajo. No se permite nada de música ni de bulla.

—Pero la gente tiene derecho de adorar a Dios. No pueden estar trabajando todo el tiempo. ¿No cree usted que tienen alma?

El hombre se puso furioso. —Si tienen almas, ¡que las salven por medio del trabajo! No le permitiré ni siquiera que eleve una oración en sus chozas. ¡Fuera!

Pablo retrocedió, y consideró que era mejor retirarse. Desde luego, señor. Esta finca es suya. Buenas tardes._

Saliendo de la finca, el misionero se encaminó hacia el pueblo más cercano. Casi podía saborear las tortillas calien­tos y la deliciosa carne de venado que se vendía en un pequeño comedor allí. Pero antes de que llegara al pueblo, un grupo de soldados armados le salió al paso.

¡Usted está detenido! le dijeron, secamente.

—¿Por qué?— preguntó Pablo, procurando reponerse de la sorpresa.

El dueño de El Reposo nos telegrafió. Lo acusa de ser un norteamericano subversivo, que trata de soliviantar a su gente.

Pablo no tuvo más remedio que seguir a los soldados. Después de varias horas de camino llegaron a la cárcel mili­tar. El misionero miró su reloj. Eran las cuatro de la tarde, y no había probado bocado desde el desayuno.

—El teniente se fue a Coatepeque a reparar su sable,— le explicó un soldado. —Usted tendrá que pasar la noche aquí, y mañana puede presentarle su caso. A ver qué hace con usted.

Cansado, Pablo se puso de cuclillas en el patio, y sacó del bolsillo su Nuevo Testamento.

Al poco rato, un grupo de presos y de soldados se le acercó, preguntándole con curiosidad: —¿Qué libro es ese?

Es el evangelio de Cristo— respondió el misionero. —Permítanme contarles acerca de El.

Con eso, el misionero pasó dos horas hablándoles del evangelio. Hasta se olvidó del hambre que traía. Por fin los hombres dejaron de hacerle preguntas, y se retiraron.

`Pablo se sentía a punto de desmayarse. —¿Hay algo para comer?— le preguntó a un soldado delgado y nervioso.

—Esa anciana vende comida— dijo el guarda, señalando hacia una mujer encorvada; —si es que usted tiene dinero con qué comprar.

Pablo se sentía mareado. Haciendo un esfuerzo se acercó a la mujer. Ella le sirvió, en una hoja de banano, un poco de yuca hervida. Luego lavó una taza mugrienta en una palan­gana de agua turbia, y le sirvió café negro y espeso.

 

Era lo único disponible, así que Pablo tuvo que confor­marse.

Para cuando terminó de comer, el sol ya se había puesto. Los presos fueron llevados a un cuarto grande y sin venta­nas, para que pasaran la noche. El piso estaba húmedo, y olía mal. No había camas.

Pablo se acostó en el suelo. Tenía la mente turbada. Sesentía confuso. Aquel finquero se había portado muy mal. Por un breve momento le dieron ganas de reunir a los solda­dos y marchar hacia El Reposo para demandar, en nombre de la ley, que el dueño respetara la libertad de culto de los trabajadores.

No obstante, Pablo sabía que nunca lograría nada si tra­taba de vengarse. Sabía que, más bien, debía perdonar al finquero, de la manera como Cristo perdonó a Sus verdugos. Mientras daba vueltas sobre el piso, oró en silencio: "Perdó­nanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Oh, Señor, yo perdono al finquero."

No podía dormir; el piso estaba demasiado húmedo. Entonces se dio cuenta de que se le acercaba alguien que olía a aguardiente. ¿Quién sería? ¿Algún despiadado criminal?

Yo ... yo eshtoy aquí por eshtar borrasho— explicó el hombre con palabras entrecortadas. —No sé por qué eshtá usted aquí, pero veo que no tiene chamarra. Mire, usted puede acoshtarse shobre eshte coshtal que tengo aquí.

—Gracias— murmuró Pablo. —Que Dios le bendiga, amigo.

Con el saco de cáñamo entre su cuerpo y el suelo, Pablo no sentía tanto la humedad; pero ni aun así podía dormir. Miles de pulgas le picaban, y tenía comezón en todo el cuerpo. Parecía que nunca amanecería.

Por fin llegó el amanecer, y también el teniente. Cuando éste se enteró de lo ocurrido, sus negros ojos ardieron en cólera. ¡Esos alemanes creen que Guatemala les pertenece! dijo furioso. —Usted puede salir libre, si promete regresar directamente a Quezaltenango.

Unas semanas más tarde, Pablo estaba conversando en su casa con un amigo. —De paso,— comentó el amigo, —hay un finquero alemán que han puesto preso aquí en la cárcel de Quezaltenango.

¿Quién es?— preguntó Pablo.

Es el dueño de la finca El Reposo. Dicen que insultó a un sargento, y que le dio de bofetadas; así que lo trajeron acá a Quezaltenango, y lo encarcelaron.

Pobre de él; debe tener hambre— dijo Pablo pensativo. Me acuerdo de cómo me sentí yo en la cárcel.

Cuando el amigó se despidió Pablo fue a la cocina. —Dora— dijo, —¿Dónde está aquel pudín de arroz tan deli‑cioso que hiciste? Tengo a un conocido en la cárcel, y quiero llevarle un poco.

El finquero, brusco como siempre, aceptó el pudín sin la menor seña de agradecimiento. El misionero dio media vuelta pora volver a su casa. De pronto, le sobrevino un presentimiento. ¿Cuántas veces estaría él preso detrás de paredes como aquellas? Recordó que Jesús había prometido que todo el que quisiera ser fiel al llamamiento divino, enfrentaría persecusión y sufrimientos.

 2    Atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén.
    23    Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» El les dijo:
24    «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán.
    25    «Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: "¡Señor, ábrenos!" Y os responderá: "No sé de dónde sois." Lucas
   

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