viernes, 28 de mayo de 2021

EL PERRO QUE CONQUISTÓ A UN PUEBLO

 EL  PERRO QUE CONQUISTÓ A  UN  PUEBLO

Con sus ires y venires, Bud unió a toda la gente.

Por JENNY PHILLIPS

 BUD ERA UN MALAMUTE de Alaska, de raza pura. Vivía en las inmediaciones de Ada­mant, Vermont, pueblo rodeado de mon­tañas y enclavado en una cuenca de cam­pos, bosques y estanques. Louis Porter, de 10 años, trajo a Bud a Adamant en el verano de 1986. Pero en septiembre, cuando Lou regresó a la escuela, Bud empezó a hacer viajecitos al pueblo por cuenta propia. Al principio vol­vía a su casa al atardecer, pero al poco tiempo dejó de regresar.

Ruthie, la madre de Lou, se pasaba horas buscando a Bud en el coche. Si el animal hubiera sido afecto a la ca­cería, el pueblo no habría tolerado sus excursiones. Los habitantes de Vermont son apasionados protectores de sus ciervos, pero a Bud no le interesaban los ciervos, ni si­quiera los otros perros. Lo suyo era la gente.

A Bud le gustaba ir de visita. Llegaba hasta la entrada de alguna casa y allí se detenía, miraba fijamente al due­ño y esperaba a que éste lo saludara y lo invitara a pasar.

Al poco rato decidía quedarse du­rante varios días.

Según Forest Davis, profesor jubi­lado: "No es que Bud fuera muy ex­trovertido y campechano. Más bien se portaba con cortesía y formalidad, como cualquier otro habitante de Vermont. Sabía esperar el momento oportuno para hacer algo".

Las primeras personas con quie­nes Bud trabó amistad en el pueblo fueron Lois y Elbridge Toby, quie­nes vivían en una loma que daba a la tienda general. Elbridge ha­bía sido herido en la Segunda Guerra Mun­dial. Bud siempre se sintió atraído por la gente lastimada, triste o de alguna manera vulnerable. Recuerda Lois: "Bud se acercó y nos olisqueó. Nunca lo habíamos visto. Elbridge le dio unas pal­maditas y Bud meneó la cola. Eso fue todo. Ya eran amigos"

Cuanto más se deterioraba la sa­lud de Elbridge, más horas pasaban él y Bud acostados juntos sobre el césped. Cuando Elbridge murió, di­ce Lois que se sentó con Bud y se lo dijo. El perro entendió. "En seguida recorrió todas las habitaciones y lue­go salió al jardín y se puso a aullar".

En esa época no se admitían pe­rros en la tienda de la comunidad, pero poco a poco las reglas se hicie­ron más flexibles para Bud. Cuando hacía frío, se pasaba horas echado frente a la estufa de leña.

Tim Cook, cuya hermana, Polly, está al frente de la tienda general, se mudó a una cabaña en el bosque, a 800 metros del pueblo. Una enfer­medad neurológica progresiva había dejado dejado a Tim casi sordo y ciego. Al vivir en una cabaña sin agua ni elec­tricidad, Tim estaba tratando de no reconocer que no podría vivir inde­pendientemente por mucho tiempo más. Bud debe de haberse dado cuenta de las dificultades de hombre, porque se convirtió en perro guía autodidacto. Empezó a caminar con él y a alejarlo del tráfico y los obstáculos.

Alison Underhill, apasionada defensora de la fauna silvestre solía llamar por teléfono a Ruthie cada vez que veía al perro merodeando por ahí. Pero Bud se la echó al bolsillo. "Él era nuestro, y nosotros también éramos suyos", dice Alison. "Era reservado e independiente, y no se mostraba ávido de atención como otros perros. Parecía decir: 'Si quie­res, puedes acariciarme', pero sabía mostrar un genuino afecto. Cuando visitaba a alguien, le daba a entender que lo hacía porque quería estar con esa persona. El escogía a quién acompañar. Yo siempre me sentía halagada cuando venía a verme".

Lo más asombroso era que Bud pudiera llevar una agenda tan apre­tada de compromisos sociales. Al paso de los años, unió al pueblo con jtodos sus ires y venires. Alguien dijo:"Teníamos en común ese perro. Nos llamábamos por teléfono para saber qué estaba haciendo". Al final, nadie era dueño de Bud. Éste se convirtió en una institución pública.

Eleanora Sense, mujer de avanza­da edad, era una de las principales promotoras de la Escuela de Música de Adamant. Imperiosa y severa, también Eleanora llegó a sentir debilidad por Bud. Se cuenta que la anciana solía llevar un lazo cuando iba a la tienda general. Si Bud anda­ba por allí, Eleanora le pasaba el la­zo por el collar y se lo llevaba a su cabaña. Bud pasaba entonces varios días con ella. Los vecinos decían que la mujer y su prisionero volun­tario tomaban juntos té y galletas.

FUE DURANTE una camina­ta invernal con Lois Toby cuando Bud empezó a presentar síntomas de un mal renal. "De pronto se cayó sin razón aparente", recuerda Lois. El veterinario le recetó una dieta especial y, al poco tiempo, en todas las casas del pueblo había latas de los alimentos permitidos. En el tablero de mensajes del almacén apa­recían informes sobre la salud de Bud. Se corrió la voz de que no había que darle galletas ni helado.

Al empeorar su estado, se hizo necesario darle medicina todos los días. Alguien pegó en el tablero de la tienda general una hoja de papel para que se inscribieran en ella las personas dispuestas a hacerlo. Tam­bién se pegaron las instrucciones de cuándo y cómo administrarle los medicamentos.

Al ir perdiendo movilidad, Bud empezó a pasar más tiempo frente a la estufa de leña. Al final estaba tan enfermo que ni siquiera caminaba. Ruthie recuerda: "Sabíamos que iba a ser necesario sacrificarlo. Decidi­mos darle unos días más para que todos pudieran despedirse de él".

Se puso un aviso que decía: "Buddy se está muriendo". Durante los días siguientes hubo un flujo constante de amigos de Bud. "Ha­bía muchos a los que yo no conocía, pero él sí", dice Ruthie.

Algunos prefirieron no ver al pe­rro en su lecho de muerte. Como di­jo cierta persona: "No quería aver­gonzar a Bud. Tuvo tanta dignidad en vida".

El 24 de febrero de 1996 Ruthie anotó en su diario: "Buddy no se puede sostener en pie. Tiene la cara hinchada y no deja de temblar". El 28 de febrero escribió: "Hoy es el día. Tengo el corazón apesadumbrado. Encontré a una nenita llorando jun­to a Bud. Nunca la había visto".

Esa tarde llamaron al veterinario. Bud murió rodeado de un pequeño círculo de amigos.

Trasladaron su cuerpo al pueblo al caer la noche. Un viento helado levantaba remolinos de nieve fresca. Lo cubrieron con una sábana y  lo pusieron en el asiento trasero de un viejo coche rojo. Mientras el vehícu­lo avanzaba por el sinuoso camino de tierra, sus faros iluminaban a los amigos de Bud, que formaban una valla a ambos lados del sendero. Junto a un estanque congelado ha­bía una sepultura abierta. Bajaron el cuerpo lentamente y luego lo cu­brieron con una pañoleta de color rojo vivo. La gente del pueblo se turnó para echar tierra en la tumba.

Alguien murmuró:

Lo vamos a extrañar mucho.

En la tienda general se vende una postal de la Escuela de Música de Adamant en la que aparece Bud, Una lápida de granito, que se compró con donativos, aún marca la úl­tima morada del animal.

Durante un tiempo, un perro viejo llamado Eric estuvo disfrutando el lugar de Bud frente a la estufa de leña. Algunos dicen que trataba de sustituirlo. Pero todos saben que ningún perro podrá hacerlo jamás.

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