En qué consiste ese precioso don que poseen algunas personas de hacer a otras sentirse confiadas, importantes y estimadas?
RECOMPENSAS DE UN ESPÍRITU GENEROSO
POR ELIZABETH BYRD
Condensado de “TOGETHER”
C IERTA vez, hace años, camino de Inverness, en Escocia, se sentó a mi lado en el ómnibus una corpulenta campesina de rasgos angulosos. Extrañada, me preguntó cómo era que yo, una turista, me dirigía, en lo más crudo del invierno, hacia el norte.
—Hace demasiado frío en las montañas —me dijo.
Le respondí que me gustaban las temperaturas glaciales y que estaba recogiendo datos para una novela histórica: conversando con la gente del campo, empapándome de las costumbres típicas, en las que los siglos apenas habían hecho mella.
Me invitó a pernoctar en su casa. —Vivimos en una casita modesta pero abrigada, y me servirá usted de grata compañía, ya que mi marido fue al mercado.
Llovía a cántaros cuando llegamos a una casucha de piedra gris, en la falda de un otero pelado y desierto. Unos perros de pastoreo nos acogieron ruidosamente. La señora McIntosh, que ese era su nombre, me introdujo en una salita pobremente amueblada, pero muy limpia.
De repente, las luces, después de parpadear unos instantes, se apagaron. Mi anfitriona suspiró y exclamó resignada: "Se acabó la corriente". Encendió un par de velas. Mientras prendía el fuego en la chimenea, golpearon la puerta.
Abrió, y entró un muchacho. Ella le tomó la capa y la gorra que chorreaban agua. Cuando el chico avanzó hacia el calor del hogar, me di cuenta de que tendría unos 12 años y de que estaba lamentablemente lisiado.
Después de recuperar el aliento, el niño dijo:
—Mi padre ha estado tratando de telefonearle a usted; pero su aparato, por lo visto, no funciona. Por eso he venido a ver si se le ofrecía algo.
—Gracias, Juan —le dijo, presentándonos.
El viento soplaba cada vez con más fuerza. Silbaba y rugía terriblemente, batiendo las persianas. Les dije cuánto me gustaba escuchar el dramatismo impresionante de la tormenta desencadenada.
—¿Pero usted no siente miedo? —me preguntó Juanito.
Iba a decirle que no, cuando la señora Mclntosh, pese a ser obviamente mujer que no se amedrentaba fácilmente, se adelantó a decir lo que a todo chico le agrada escuchar.
—Claro que tenía miedo, como lo tenía yo también; pero ahora no, porque tenemós un hombre con nosotras.
Hubo después un momento de silencio.
Luego el muchacho se levantó: "Voy a ver si todo está bien", dijo, y salió cojeando, aunque fingiendo determinación y valentía.
Al cabo de varias semanas aún me perseguía el recuerdo de aquel incidente. ¿Por qué no respondí a la pregunta del chico como lo hizo la señora McIntosh, con ingenio y ternura? ¿Cuántas veces en mi vida, insensible por estar absorta en mí misma, había descuidado las necesidades de los demás?
Probablemente mi corazón había estado como dormido durante muchos años, pero ahora despertaba, ansioso de recuperar el tiempo perdido, y lleno de ávida curiosidad. ¿Por qué arte de magia la señora McIntosh había convertido al pobre niño lisiado en un hombre tan seguro de sí? ¿Lo había hecho por un bello impulso de bondad instintiva, o reflexivamente? ¿Por compasión, por tacto, o por una mezcla de ambos? Fue entonces cuando me acordé de la expresión que suele usar un filósofo amigo mío. Llama él a esa generosidad de corazón "espíritu generoso".
Volviendo los ojos atrás, me percaté de cuán a menudo había recibido la beneficiosa influencia de esa virtud y de cuántas veces una frase o acción amables me habían alentado. Siendo yo joven y, como tal, extremadamente susceptible, mi madre supo devolverme muchas veces, con un solo gesto oportuno, el inapreciable respeto a mí misma.
Recuerdo que una vez, a los siete años, se preparaba mi madre a recibir a sus amistades a la hora del té. Deseosa de ayudar, le preparé un ramillete de flores silvestres. Alguien que no hubiese sido ella se habría conformado con darme las gracias, colocando el ramillete en cualquier bote de cocina vacío. Pero mi madre escogió su mejor florero para ellas, colocándolo sobre el piano entre un par de elegantes candelabros. También se abstuvo de explicar, condescendiente, a sus invitados que aquellas eran las "flores de Isabelita". Ahora, siempre que veo flores en una fiesta, recuerdo el orgullo con que contemplaba yo mis humildes florecitas, preferidas a las rosas para ocupar el sitio de honor sobre el piano.
El espíritu generoso, sobre todo, comprende lo que los demás piensan y sienten. Mi hermano, siendo todavía un adolescente, me enseñó esta gran verdad la noche en que ayudó a popularizar a una desangelada personita. En un baile se dio cuenta de la desairada situación de una chica, tímida y carente de todo atractivo. Nadie se fijaba en ella. Su pálida figura se confundía casi con las paredes del salón. Notando sus apuros, mi hermano acudió al rescate. La invitó a bailar, y ocurrió un pequeño milagro. La chica irradió tal felicidad que se trasformó su borrosa estampa y hasta pareció bonita. Otro joven solicitó la siguiente pieza, y la muchacha bailó casi toda la noche.
Una galantería así profundiza las relaciones humanas. Es capaz de darle lustre renovado al matrimonio. Mi amiga Margarita me contó por ejemplo que, al cumplir los 40 años, se sintió, como ocurre a muchas mujeres, deprimida. Sabía bien que le quedaban todavía muchos años de dicha y agradable actividad, pero el desproporcionado valor que en nuestra sociedad se atribuye a la juventud, la hizo perder toda perspectiva. A la hora del desayuno ocultó su estado de ánimo al marido; pero tan pronto como él salió, la afligida Margarita se deshizo en llanto, al pensar en las futuras arrugas y la inminente lucha contra la obesidad. Recuperada ya un tanto para cuando el esposo regresó del trabajo, la angustia sin embargo todavía la dominaba. Después de comer, propuso él: "Ven a ver tus regalos".
Era costumbre entre ellos hacerse regalos "prácticos" en los cumpleaños, y mi amiga supuso que se trataría de la aspiradora eléctrica que necesitaban. Para sorpresa suya los paquetes contenían un par de pantuflas recamadas con pedrería y, luego, una bata trasparente de encaje finísimo.
—Él no me dijo nada —me refirió ella—; pero comprendí el significado de aquello: "Eres muy linda y hechicera". Lo curioso es que desde entonces empecé a creerlo.
El espíritu generoso encuentra siempre tiempo para todo. Recuerdo haber oído contar que cierto niñito estaba muy encariñado con un osito de juguete, muy maltratado y, por añadidura, tuerto. Hubo que llevar al chiquillo al hospital para extirparle las amígdalas y cargó con su adorado juguete. Cuando el cirujano se acercó minutos antes de la operación, el niño apretó contra su pecho al osito. Una enfermera hizo ademán de quitárselo; pero el médico le dijo gravemente: "Deje usted al osito ahí, que también necesita asistencia".
Cuando el niño volvió en sí, el oso estaba acurrucado entre almohadas a su lado y tenía la cuenca del ojo perdido cubierta con un vendaje hecho con la pericia y esmero de que es capaz un hábil cirujano.
La vida nos depara a cada momento ocasiones para practicar esta virtud delicada y graciosa. Una mañana había salido de compras con una amiga. Notó ella la presencia de un chicuelo como de ocho años que auxiliaba a su padre en la venta de legumbres junto a un carrito de mano. Con su pizca de orgullo el niño vendió una coliflor a una mujer y se puso a esperar el pago; pero la compradora no le hizo caso, dándole en cambio el dinero al padre. La sonrisa se le apagó al pequeño, y sus hombros se hundieron. Mi amiga pensó que debía hacer algo para desagraviar al chico por tamaña humillación. Lo llamó, escogió unos cuantos tomates y cebollas que el chico introdujo en una bolsa. Mi amiga llevaba suelto para pagarle, pero prefirió hacerlo con un billete. El chico pasó unos segundos, calculando, arrugado el entrecejo. Por fin, se le iluminó el rostro y entregó a mi amiga el cambio correcto.
—Gracias —le dijo ella—. Yo no habría podido sacar la 'cuenta con tanta rapidez.
—¡Bah! Eso no es nada —replicó él mirando a su padre. Pero sí era mucho para él, y, de pronto, los cuatro sonreímos satisfechos ante la acción que el ingenio y la delicadeza de mi amiga habían inspirado.
"El espíritu generoso posee el secreto de proteger y acrecer en otras personas el respeto que se deben a sí mismas y de ensancharles la conciencia de su propio ser, dignidad y valer", dice mi amigo el filósofo. "Cuando vuelves de tu trabajo a casa, y tu hijo corre a recibirte preguntándote con exaltación: ¿ Supiste, lo que ocurrió hoy en la calle Real ? Tu espíritu generoso tal vez no sepa nada del suceso; pero en todo caso debes brindarle a tu hijo el placer de contártelo. Pero, si dices: Sí, hace una hora que me lo contaron, solamente estarás ensalzando tu propio yo".
En este mundo hay una enorme suma de amor: instintiva, inconsciente, anheloso por manifestarse. Cada uno de nosotros puede aprender a liberar este tesoro usando bien un espíritu generoso. Selecciones del Reader,s Digest Septiembre de 1969
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MADAME d'Angeville era una dulce ancianita de 95 años y decana de los periodistas parisienses, cuando visitó por vez primera al actor y comediógrafo Sacha Guitry. Este bajó hasta el pie de la escalera para recibirla y le ofreció el brazo, con estas encantadoras palabras:
—Le ruego perdonarme, señora, si subo las escaleras muy despacio. ¡Pero me sofoco tanto! — Jean Nohain
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