7 Pues los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan.
8 Nosotros, por el contrario, que somos del día, seamos sobrios; = revistamos la coraza = de la fe y de la caridad, = con el yelmo = de la esperanza = de salvación. =
9 Dios no nos ha destinado para la cólera, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo,
10 que murió por nosotros, para que, velando o durmiendo, vivamos juntos con él.
11 Por esto, confortaos mutuamente y edificaos los unos a los otros, como ya lo hacéis.I Tesalonicenses
domingo, 3 de enero de 2016
Ni en la historia militar, ni en la más fantástica de las novelas, podrá hallarse un caso de espionaje comparable a éste.
LA TRAICIÓN DEL CAPITÁN TANAMA
(Condensado
de «The North American Review»)
Por William C. White Autor de « These Russians»
Junio de 1943
NO ES MÍA esta
historia. La refiero tal como la oí de labios del general Yablonsky. Era éste
el tipo clásico del emigrado de la Rusia zarista. Pobre, viejo y nostálgico, su
vida se hundía en el ayer, como una raíz en la tierra jugosa.
El general Yablonsky iba todas las noches a un cafetín ruso situado en la
Nollendorfplatz de Berlín. Sentado en un rincón, permanecía hora tras hora, con
el alma llena de recuerdos y el pecho constelado de condecoraciones. A veces, cuando el vodka le soltaba la lengua, refería la
historia del capitán Tanama.
«La revolución rusa y el desastre bolchevique se debieron exclusivamente a un
hombre, a un japonés...» empezaba diciendo el general Yablonsky.
«Si no hubiera sido por el capitán Tanama», continuaba luego, «tendríamos un
Zar en Rusia. Pero los japoneses nos derrotaron en 1905, y esa derrota fué el
origen de la revolución que años después acabaría con el trono, con todo lo que
era Rusia... ,
«Y ¿sabe usted por qué nos derrotaron los japoneses?» me preguntó aquella noche
en que yo le servía de auditorio. « ¡Por culpa de un bellaco, del capitán
Tanama!» dijo en seguida, contestando él mismo su pregunta. « ¿No ha oído nunca
hablar de él?»
Le dije que no.
Y he aquí lo que, evocando los recuerdos del tiempo en que pertenecía al
Servicio de contraespionaje zarista, me refirió entonces, el general
Yablonsky:
El CAPITÁN
TANAMÁ fué a San Petersburgo, en 1901, en calidad de Agregado Militar a la
Embajada japonesa. Debía de ser vástago de algún linaje extraordinario, porque,
lejos de tener la corta talla de sus paisanos, era un hombrón de un metro y
ochenta y dos centímetros de estatura. Tenía la tez bronceada, y era feo como
una de esas caretas litúrgicas que usan los tibetanos para representar al
diablo. Mas, a pesar de su fealdad, se veía arrogante vestido de uniforme, y las
mujeres no lo miraban con malos ojos.
Era yo, por aquellos mismos días, capitán ayudante
del jefe del servicio de contraespionaje. Como ya supondrá usted, no
le perdíamos pie ni pisada a Tanama. Se trataba de un agregado militar...
eufemismo con que ha convenido la cortesía internacional en designar a los
espías. Era descendiente de una de las familias de más claro abolengo en su
país, y su padre figuraba entre los consejeros íntimos del Mikado. Producto de
una educación esmerada y de su larga permanencia en el extranjero, eran la
simpática distinción y la urbanidad refinada que hacían descollar a
Tanama en los círculos sociales y militares. Para serle a usted franco, le diré
que nos preocupaba bastante la presencia en la capital de un hombre dotado de
tales prendas. Sabíamos que era una mera cuestión de tiempo la guerra con el
Japón en el Lejano Oriente. Además, nuestros agentes de Tokio nos habían
avisado una y otra vez que al Ministerio de la Guerra del Japón llegaban
constantemente informes acerca de nuestros secretos militares. No hacía falta
ser muy zahorí para adivinar que Tanama sabía perfectamente por qué ocultas
vías se filtraban esos secretos.
Tenía el tal capitán un don especial ptra hacer amigos; y lo aprovechaba, sobre
todo con oficiales, actrices y funcionarios públicos. No reparaba en la
categoría social ni en la reputación moral de sus relaciones. Y sabido es que
de hacer amigos a valerse de ellos no hay más que un paso. Disponía Tanama de
mucho dinero, y era un jugador contumaz. Perdía siempre, sin que se eclipsara
jamás su cautivadora sonrisa...,ni aún cuando tuviera que desembolsar sumas muy
crecidas. Sé de un par de colegas míos que regalaron
a sus queridas magníficos brillantes comprados con dinero que le
ganaron a Tanama.
Nos pasamos un año entero acechándolo, y no sacamos nada en limpio. Aunque no
perdimos,de vista a ninguno de los oficiales rusos con quienes tenía amistad,
nada hubo que justificara la menor sospecha. Las
aventuras galantes del japonés, que eran muchas y notorias, tampoco
pasaban de ser lo que parecían. Lo sabíamos muy
bien, pues las heroínas estaban a sueldo del contraespionaje. Y con
todo, de Tokio seguían avisándonos que nuestros secretos militares continuaban
filtrándose, y en proporción cada vez mayor...
Nos quedaba un recurso: sacar 'Tanama de Rusia en la confianza de que su
sucesor no fuera tan mañoso ni supiera crearse tantas simpatías y desempeñar el
peligroso oficio con tan singular habilidad. Decidimos, pues, suspender sobre
Tanama la amenaza de un escándalo deshonroso, que no le dejase mas camino que
el de largarse para siempre de Rusia o el de suicidarse. Lo mismo nos daba que
escogiese uno u otro camino, con tal de vernos libres de tan molesto y dañino
huésped.
No nos fue difícil tenderle una celada. Fuimos a ver a una de sus amigas, la
actriz Ilyinskaya, y le manifestamos lo que pretendíamos de ella. Encrespóse un
poco y tuvimos que apelar a ciertas amenazas para conseguir que se prestase a
hacernos el juego. ¡Me figuro que estaba enamorada de veras de aquel infame!
Por fin, prometió que haría lo que le indicábamos.
En efecto, una noche se presentó en el departamento del capitán Tanama y le
pidió, entre las lágrimas y los aspavientos del caso, que se casara con ella
cuanto antes. El capitán se negó, caballerosa, pero resueltamente, aduciendo que los oficiales japoneses que contrajeran
matrimonió con extranjeras tenían que retirarse del servicio. Esto sin
contar con que él, Tanama, era casado. Su esposa lo aguardaba en el Japón.
Terminó ofreciéndole a Ilyinskaya una gruesa suma, que la ofendida no aceptó.
¡O se casaba con ella... o el escándalo!— Le doy veinticuatro horas para
pensarlo —le dijo al despedirse—. Volveré mañana por la noche a saber su
respuesta.
Al día siguiente sonó el timbre de mi teléfono: era el capitán Tanama que
deseaba verme inmediatamente, a solas, y para un asunto «urgentísimo».
Fuí a su casa. Debo reconocer que procedió con toda franqueza. Abrió la
conversación preguntándome:
—¿Sabe usted lo de la llylnskaya... Como que no podía corresponder a su
franqueza, le dije que no.
Explicóme,
entonces, brevemente la situación, y me dijo al concluir:
— ¿Se da usted bien cuenta de cuál es la única salida que tengo si esa mujer
cumple sus amenazas ? No me crea usted cobarde. No le temo al escándalo, ni siquiera
al suicidio. Pero pertenezco a una familia antiquísima muy pagada de su
abolengo. Mi padre, que ocupa un puesto en el Consejo Privado del Emperador,
está ya muy anciano. No me perdonaría yo nunca el haber amargado sus últimos
días. Al enterarse de mi deshonra, se creería obligado a suicidarse, como
habría de hacerlo yo mismo. Otro tanto pensaría mi tío. Ustedes no nos conocen bien a nosotros los Japoneses...
Al llegar aquí, se interrumpió bruscamente, me miró con fijeza al rostro y me
dijo:
—Monsieurr le capitaine: usted, si quiere, puede sacarme de este
atollade,ro. Fije sus condiciones:."
Regocijábame interiormente aquel triunfo que me parecía logrado a tan poca
costa. Fingí, sin embargo, vacilación.
—No sé si podré sacarlo a usted del embrollo... Por lo pronto tendrá usted que
salir de Rusia...
—Desde luego... ¿qué más?
Me sentí súbitamente tan confundido por todo lo que
aquella pregunta implicaba, que no atiné a pensar con claridad en la
respuesta que debía darle, y, a duras penas, pude decir:
—Bueno... vea usted... tengo que hablar con mis superiores...
Fui volando a mi despacho y conté a mis colegas, ce por be, lo que había
hablado con el japonés y lo que éste había querido
darme a entender al final de la entrevista. Celebramos, riéndonos a
mandíbula batiente, el hecho sin paralelo de que todo uu oficial japonés, y de
elevada alcurnia por añadidura, ofreciese su
complicidad traidora al servicio de contraespionaje de un presunto
enemigo, con tal de desenredarse de las mallas en que lo había hecho caer una
vulgar calaverada.
—Nos juzga bien obtusos y cándidos —sentenció mi superior, el Comandante
0blomof—. El Japón debe de estar muy ansioso de engañarnos con algunos informes
falsos. Pero sería vergonzoso de nuestra parte, no hacerle el juego. Pidámosle,
pues, al capitán Tanama que nos facilite copias de los planes de las
operaciones que se harán en caso de guerra, alrededor de Puerto Arturo y en el
sur de la Manchuria. Tengo gran curiosidad de saber lo que el Estado Mayor
japonés nos tiene preparado. Con toda seguridad podremos creer que hará todo lo
contrario de lo que esos planes indiquen.
Nos pareció una idea luminosa, y resolvimos hacerle el juego a Tanama. Salió
éste de San Petersburgo al día siguiente. Era a fines del verano de 1902, y
estábamos engolfados en los preparativos para una guerra que ya considerábamos
inevitable. Borróse Tanama de nuestra memoria hasta que, un día del mes de
diciembre de 1902, nos trajo la valija diplomática un paquete de nuestro
agregado militar en Tokio. Contenía el paquete los
planos en que se precisaban hasta el detalle más nimio, los
movimientos que habían de realizar las tropas japonesas en Puerto Arturo,
puntualizando los lugares de desembarco, la distribución de las fuerzas y lós
objetivos concretos de cada unidad.
Examinamos los planos con el mayor detenimiento. Ofrecían ciertas novedades
tácticas que nos produjeron sorpresa. Se había
trazado y previsto todo.
—Los japoneses son muy minuciosos —comentó
Oblomof—hasta en obras de arte falsas, como es ésta.
—Tal vez sea legítima—insinuó un oficial.
—¡Absurdo!... Claro está que son maestros consumados
en la doblez y saben comunicarle a una artimaña como ésta el aspecto
inconfundible de lo real y verdadero.
Nos sumamos todos a ese parecer, y relegamos los planos al polvo de los
archivos, donde quedaron durmiendo el sueño del olvido.
Al cabo de seis meses, en el verano de 1903, recibimos por el mismo conducto
otro juego de planos. En ellos pudimos advertir el
mismo minucioso cuidado en el detalle, la misma previsora prolijidad. Se
trataba esta vez de la acción ofensiva que el Estado Mayor japonés se proponía
desarrollar al sur de la península de la Manchuria, con Mukden por objetivo
general. La pulcra nimiedad con que estaban hechos
los planos, y que a todos nos pareció sospechosamente exagerada,
sirvió para confirmar nuestras dudas acerca de su legitimidad. No obstante,
hubo dos o tres oficiales que admitieron la posibilidad de que fueran planes
auténticos de campaña y que, fundados en esa suposición, propusieron que los
estudiásemos con profunda atención y rectificásemos de acuerdo con ellos,
nuestros propios proyectos. Pero eso hubiera exigido la total revisión de
nuestra proyectada táctica defensiva, por lo que los planos japoneses de la
segunda remesa, siguiendo el mismo destino de los anteriores, fueron a dormir
en los archivos.
A fines de diciembre de aquel mismo año recibimos otro juego de planos
relativos a la campaña a orillas del río Yalú. Esta vez no hubo tiempo para los
comentarios y las discusiones de rigor. Un día o dos después de la llegada del
tercer paquete, comunicaron de Tokio una noticia que nos hubiera parecido
engendro de la fantasía, si no certificase su veracidad nuestro agregado
militar: Tanama, sorprendido en el momento de robar
unos planos del Estado Mayor, había sido pasado por las armas.
Al principio, nos pareció el notición una estratagema más de los japoneses.
Todas las fuentes de información a que acudimos garantizaban, sin embargo, la
verdad del suceso. Y si algún resto de duda quedaba en el ánimo de los
escépticos recalcitrantes, la disipó a los pocos días una información cablegráfica que publicó la prensa del mundo
entero: el Príncipe Tanama, Consejero Privado del Emperador, se había suicidado
al conocer la muerte infamante de su hijo.
¡Y en nuestros archivos había tres juegos de planos! Día y noche con actividad
febril, nos pusimos a estudiar los preciosos documentos, a rectificar nuestras
directivas, a sacar la máxima ventaja posible de las órdenes de movilización
que obraban en nuestro poder. Entonces, en febrero de 1904, estalló la guerra:
aquella guerra que incubaría la revolución de 1905 y abonaría el terreno para
la de 1917•
En abril nos vimos forzados a replegarnos a nuestras posiciones de
Chiulienchén, a orillas del río Yalú. La batalla que se dió allí el 30 de abril
de 1904 fué una de las más importantes del mundo. Por primera vez en la
historia moderna, un ejército de amarillos derrotó a un ejército de blancos.
Quienes ven hoy a los japoneses haciendo lo que les da la real gana en el
Lejano Oriente, deben recordar el descalabro de los rusos a orillas del Yalú,
hace treinta años.
Era
verdad que teníamos en nuestro poder los planes de los japoneses, pero... donde
íbamos a situar nosotros un regimiento, para anticiparnos a los japoneses, nos encontrábamos con que éstos habían apostado ya dos, y
donde nos disponíamos a emplazar una batería, había ya dos japonesas.
Acabó la batalla con la huida general de nuestras tropas y con el
aniquilamiento completo de nuestra retaguardia, cuya ala izquierda, al
emprender la retirada, siguió la dirección contraria a la que debió haber
tomado. Y ¿por qué equivocamos la dirección? ¡Ah! yo lo sabía muy bien, y el
espíritu del capitán Tanama, si éste, en realidad, había sido fusilado, lo
sabía aún mejor que yo.
Mas era ya demasiado tarde para cambiar de táctica. Descansaba ésta en los
datos que contenían los planos enviados por Tanama. Fuimos derrotados en
Nashan, en Mukden, en Puerto Arturo. La Historia dirá que perdimos la guerra
porque el ferrocarril transiberiano no pudo transportar al teatro de las
operaciones con suficiente rapidez los hombres y las provisiones que
necesitábamos ¡Mentira! Teníamos hombres de sobra,
más que los japoneses... pero los teníamos, indefectiblemente, en donde no nos
servían para nada, o a la hora en que ya no los podíamos utilizar.
Estuve en la línea de fuego, y allí, en diciembre de 1904, oí de labios de un
oficial japonés prisionero, el final de la aventura. Al preguntarle por Tanama,
me contestó:
—Es un grande y glorioso héroe nacional. El Emperador le ha concedido, a él y a
su familia, la Orden del Sol Naciente.
— ¿No lo fusilaron, entonces ?
—¡Oh, sí! Lo degradaron y lo fusilaron por espía.
Pero hace pocos meses se ha publicado la verdad del asunto: Tanama aceptó con patriótico celo el deshonor y la muerte con
tal de engañarlos completamente a ustedes, los rusos. Fué un magno
honor para él.
—.¿Y su padre?
- —Se suicidó, ¡qué duda cabe! Y fué también un
extraordinario honor para él.
Así perdimos la guerra rusojaponesa. Y dígame ahora, honradamente, ¿qué íbamos a hacer contra hombres que no temen el
fusilamiento o que se suicidan con tal de engañar al enemigo?
El autor hace este comentario a la anterior narración: «La primera vez que se la oí a un oficial ruso, la creí pura
fábula; pero, después, tuve ocasión de hablar con otros rusos que habiendo militado en el Ejército Imperial
habían oído contarla y aseguraban que eran muchos los que la tenían por
verdadera ».
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