sábado, 29 de mayo de 2021

SOY EL PIE DE JUAN- 1970

 *Juan tiene 47 años de edad y es un tí­pico hombre de negocios. Varios de sus órganos nos han hablado de sí mismos en anteriores artículos de SELECCIONES

No tendré ningún encanto; me despreciarán; me tildarán de delicado y latoso, pero lo cierto que merezco más cuidado de lo que generalmente me dan.  

SOY EL PIE DE JUAN

Por J. D. Ratclif

SELECCIONES DEL READER´S DIGEST DICIEMBRE DE 1970

JUAN SE preocupa por su corazón, su hígado, sus pulmones y Otros órga­nos.* En cuanto a mí, tiende a considerarme como un miembro desgarbado y lato­so. Soy el pie izquierdo de Juan. Me han descrito de to­das las maneras posibles. comparándome unos con una pe­sadilla arquitectónica y ponderán­dome otros como una maravilla anatómica. Creo que esto último se acerca más a la verdad.

Juan no tiene idea de lo complica­do que soy. Mientras él está ahí, de pie, mirando distraídamente por la ventana, dentro de mí pasan mu­chas cosas. En efecto, por la comple­ja interacción de mis 26 huesos (una cuarta parte de todos los huesos de Juan están en sus pies), 107 liga­mentos y 19 músculos, mantengo en equilibrio un montón de carne y esqueleto que mide 1,80 metros de altura y pesa 80 kilos. ¡Traten uste­des de equilibrar cualquier cuerpo de ese tamaño sobre un área no ma­yor que las plantas de los dos pies! Es verdaderamente difícil. Cuando hago eso, por el cerebro pasa una corriente de mensajes que entran y salen; las zonas sensibles de mi planta informan que la presión aumenta en una parte determinada: Juan se inclina Des­pués llegan órdenes de respuesta: contrae este músculo. . . relaja ese tendón, etcétera. Haría falta una computadora de buen tamaño para poder mantener semejante equili­brio. El andar es un proceso aun más complicado. Mi talón recibe el primer choque del peso corporal, que después se desplaza a lo largo de mis cinco huesos metatarsianos has­ta la base de los dedos. A continua­ción, con el dedo grueso, doy un im­pulso hacia adelante. Todo eso me tiene bastante ocupado. Sin embargo Juan dedica más atención a los neumáticos de su automóvil que a mí. Me castiga des­piadadamente y luego se queja de que yo me resienta. Juan, sencilla­mente, no es capaz de comprender­me. Supongamos que pasea por una acera a la cómoda velocidad de 100 pasos por minuto. Eso significa que yo, cargado con un peso de 80 kilos, estoy golpeando contra el duro sue­lo 50 veces cada minuto, mientras mi compañero de la derecha hace otro tanto. Y piensen ustedes en esto: en el curso de su vida Juan recorrerá a pie unos 100.000 kiló­metros, lo que significa para mí decenas de millones de sacudidas. Lo admirable es que yo no acabe hecho pedazos.

Los primeros antepasados de Juan, que empezaron a habitar la Tierra hace poco más o menos un millón de años, no tenían dificulta­des con los pies. Todos iban descalzos (empezaron después a envolver­se los pies con pieles de animales) por terrenos blandos y desiguales, lo cual constituye el mejor ejercicio posible para nosotros. Pero después llegaron los zapatos, las aceras de hormigón y los pisos duros. ¡Sólo de pensarlo empiezo a sentirme dolorido!

Los padres de Juan, sin saberlo, acumularon sobre mí un castigo tras otro cuando él era niño. No comprendían que mis huesos eran blandos y elásticos; que no iba a es­tar terminado mi desarrollo hasta que Juan cumpliese los 20 años de edad. Me remetían las sábanas en la cuna hasta el punto de producir­me deformidades leves, e insistían en embutirme zapatos y calcetines que, por demasiado pequeños, sólo servían para empeorar el daño.

Como todos los padres jóvenes, estaban ansiosos de que Juan diera sus primeros y vacilantes pasos, y trataban de ayudarlo. Yo no era en­tonces más que un montoncito de huesos gelatinosos, aún imprepara­do para andar. Hubiera sido preferible que dejasen a Juan descalzo hasta que cumpliera un año, y que después hubiesen esperado a que él mismo decidiera cuándo había lle­gado el momento de soltarse a an­dar.

De niño revisaban regularmente el corazón, los pulmones y otros ór­ganos de Juan, que rara vez causan molestias a esa edad. Y sin embargo a mí (el gran latoso) me pasaban por alto con toda intención. Me figuro que muchos médicos pensaran que nadie ha muerto de pies llagados. Cuando Juan cumplió cuatro años, hubiera sido el momento de que me examinara un buen pedicu­ro, porque habría visto que me urgía una ayuda inmediata. Al cumplir los seis años de edad estaba ya en marcha un verdadero trastorno: mi compañero y yo empezábamos a aplanarnos, y también se advertían los comienzos de otras deformida­des causadas, sobre todo, por la he­rencia y por los zapatos.

Juan aprendió a limpiarse los dientes, a peinarse, a lavarse las ore­jas; pero nadie les dío lecciones de marcha, y mucho menos le enseña­ron a andar con los dedos hacia adelante. Andaba con los dedos mi­rando para fuera. Sus padres le compraban zapatos que duraran, y eso es lo peor que se puede hacer. Hasta los seis años de edad, Juan tenía que haberse medido el pie Cada cuatro o seis semanas y haber comprado zapatos nuevos cuando fuera necesario. A los 12 años debía haber cambiado el calzado cada tres meses.

Hay un refrán que relaciona el dolor de pies con el malestar gene­ral. Y lo cierto es que puedo produ­cir síntomas en otras partes del cuer­po muy alejadas de mí: dolor de espalda, de cabeza, calambres en las piernas y otros trastornos semejan­tes. Todas estas molestias, en gene­ral, se deben a que Juan cambia de postura y se pone a andar en forma de no apoyarse en mis zonas dolori­das. Podría añadir también que es­tas molestias tienen un efecto emo­cional, lo mismo que lo tienen físi­co. La persona a quien le duelen los pies, está de mal humor.

Con mayor razón todavía que yo, podrían narrar aquí su vida los pies de la esposa de Juan, porque las mu­jeres tienen en los pies molestias cuatro veces más abundantes que los hombres. Los zapatos de tacón alto, desde luego, son los culpables. Hacen que el peso del cuerpo caiga hacia adelante, donde no debe recaer: acortan los músculos de la pantorrilla y rompen el equilibrio de, la espina dorsal. Por eso las mu­jeres se quejan tanto de dolores de espalda y de piernas. Y por eso se quitan los zapatos en cuanto pue­den. Lo mejor que podrían hacer es tirarlos definitivamente.

Hay un catálogo de unos 50 tras­tornos que me pueden ocurrir. El más comun, son los callos. Cuando un zapato produce presión en un lugar determinado de mis dedos, respondo acumulando en ese sitio tejido protector. Así se forma pron­to una especie de pila de células muertas, lo bastante para opri­mir algún nervio que esté debajo y producirme dolor. La cura más recomendable para esto sería que Juan guardara cama algunas sema­nas, pues así mis callos desapare­cerían solos.

Juan se cree que es un cirujano bastante competente. No lo es. Se recorta las durezas y callos con una hoja de afeitar que no esteriliza, y usa callicidas ácidos: tanto un reme­dio como el otro pueden provocar alguna infección. Lo que debía ha­cer es aplicar un protector almoha­dillado para aliviar el dolor inme­diato, y después ponerse unos zapa­tos que no me lastimen.

Los juanetes se producen cuando mi dedo gordo se dobla debajo del segundo. En general son una defor­midad hereditaria, en los varones, pero los zapatos vienen a agravarla. A los juanetes también respondo construyendo un cojincillo de tejido protector. Este problema se suele ali­viar con separadores o soportes para los dedos, o con otros medios mecá­nicos en los zapatos. Pero, si no die­ra resultado, la única solución para enderezar el dedo grueso tal vez sea la cirugía.

Las durezas que se suelen formar en la base de los dedos son a veces dolorosas a la presión. Alivia algo que el pedicuro las corte, pero lo mejor es usar cuñas, puentes y otros aparatos ortopédicos semejan­tes, diseñados para lograr un equili­brio más conveniente.

El pie de atleta es una enferme­dad que me causan los hongos. Siempre los llevo encima, pero no me hacen daño mientras no se alojan y multiplican en alguna grieta húmeda de la piel. La mejor pre­vención contra este mal es que me mantengan seco, lo cual no es fácil, porque las glándulas sudoríparas son más abundantes en mi planta que en cualquiera otra parte del cuerpo, excepto en las palmas de las manos. Si Juan me diera dos buenos baños al día y después me friccionara vigorosamente con alcohol y me empolvara a menudo, el problema estaría por lo menos controlado. En caso de que fallaran estas medidas, siempre cabría recu­rrir a las nuevas píldoras fungicidas.

Todos hemos tenido uñas enterra­das. El mejor tratamiento es limpiar los bordes de la uña y poner un al­godoncito con medicamento debajo de la uña, y mejor todavía es la pre­vención, cortándose la uñas rectas y no demasiado cortas. Hace poco tiempo Juan sintió que yo me en­friaba y entumecía, lo mismo que mi compañero: eso se debe a la ma­la circulación, que es un síntoma de la edad. Para que yo entre en calor. basta con hacer que la sangre circu­le más de prisa. Los pediluvios ayu­dan a dilatar mis vasos sanguíneos  y mejoran la circulación. También es útil que nos apoyen a mi compa­ñero y a mí sobre un escritorio o so­bre un cojín. O dar un paseo.

El mejor ejercicio que Juan me puede imponer es andar sobre un te­rreno que no sea llano, como hacían sus antepasados. Si se pusiera a ju­gar al golf descalzo, yo gozaría. Sin embargo, en las superficies duras necesito unos zapatos para apoyarme. Y aunque Juan me aprisiona en estas cárceles de cuero durante dos terceras partes de su vida, no sabe todavía comprar el calzado. En efec­to, dedica más tiempo a elegir una corbata. De vez en cuando, si le causo molestias, comprará acaso un par de zapatos "higiénicos". No hay tal cosa, como no hay tampoco an­teojos "higiénicos", ni dentaduras "higiénicas". El zapato o nos queda bien o nos queda mal.

Juan debería comprar los zapatos al final de la tarde, cuando haya al­canzado yo mi mayor volumen en las 24 horas del día. Debe insistir en que el dependiente nos tome las me­didas a mí y a mi compañero, por­que muchas veces un pie es ligera­mente mayor que el otro. Además Juan debe probarse los zapatos puesto de pie.

Los zapatos deberán tener por lo menos un centímetro y medio más de largo que mi longitud máxi­ma. Si el calzado no me deja espa­cio para que pueda mover los de­dos, Juan deberá abstenerse de com­prar ese par. Y que no confíe nunca en domar los zapatos". El zapato que no me quede cómodo de nuevo, seguro que me molestará a mí, y también a Juan. Hay otra cosa que debe recordar: los calcetines dema­siado cortos son casi tan dañinos pa­ra mis dedos como los zapatos mis­mos. Juan debería cuidarse sobre todo de los calcetines elásticos.

Una advertencia final que hago en forma de amenaza, para que Juan me preste atención: recuerde que le espera la vejez, y que la gran mayoría de los ancianos tienen los pies enfermos como consecuencia de muchos años de descuido. Esta es, por cierto, una de las razones prin­cipales de que pasen tanto tiempo sentados en mecedoras o en los ban­cos de los jardines. Se sientan allí precisamente cuando más necesi­tan hacer ejercicio moderado y de­sempeñar alguna actividad estimu­lante.

En este sentido es muy justo decir que puedo acortar una vida. Si Juan quiere evitarlo, que empiece en se­guida a prestarme atención. Toda la atención que merezco.

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