*Juan tiene 47 años de edad y es un típico hombre de negocios. Varios de sus órganos nos han hablado de sí mismos en anteriores artículos de SELECCIONES
No tendré ningún encanto; me despreciarán; me tildarán de delicado y latoso, pero lo cierto que merezco más cuidado de lo que generalmente me dan.
SOY EL PIE DE JUAN
Por J. D. Ratclif
SELECCIONES DEL READER´S DIGEST DICIEMBRE DE 1970
JUAN SE preocupa por su corazón, su hígado, sus pulmones y Otros órganos.* En cuanto a mí, tiende a considerarme como un miembro desgarbado y latoso. Soy el pie izquierdo de Juan. Me han descrito de todas las maneras posibles. comparándome unos con una pesadilla arquitectónica y ponderándome otros como una maravilla anatómica. Creo que esto último se acerca más a la verdad.
Juan no tiene idea de lo complicado que soy. Mientras él está ahí, de pie, mirando distraídamente por la ventana, dentro de mí pasan muchas cosas. En efecto, por la compleja interacción de mis 26 huesos (una cuarta parte de todos los huesos de Juan están en sus pies), 107 ligamentos y 19 músculos, mantengo en equilibrio un montón de carne y esqueleto que mide 1,80 metros de altura y pesa 80 kilos. ¡Traten ustedes de equilibrar cualquier cuerpo de ese tamaño sobre un área no mayor que las plantas de los dos pies! Es verdaderamente difícil. Cuando hago eso, por el cerebro pasa una corriente de mensajes que entran y salen; las zonas sensibles de mi planta informan que la presión aumenta en una parte determinada: Juan se inclina Después llegan órdenes de respuesta: contrae este músculo. . . relaja ese tendón, etcétera. Haría falta una computadora de buen tamaño para poder mantener semejante equilibrio. El andar es un proceso aun más complicado. Mi talón recibe el primer choque del peso corporal, que después se desplaza a lo largo de mis cinco huesos metatarsianos hasta la base de los dedos. A continuación, con el dedo grueso, doy un impulso hacia adelante. Todo eso me tiene bastante ocupado. Sin embargo Juan dedica más atención a los neumáticos de su automóvil que a mí. Me castiga despiadadamente y luego se queja de que yo me resienta. Juan, sencillamente, no es capaz de comprenderme. Supongamos que pasea por una acera a la cómoda velocidad de 100 pasos por minuto. Eso significa que yo, cargado con un peso de 80 kilos, estoy golpeando contra el duro suelo 50 veces cada minuto, mientras mi compañero de la derecha hace otro tanto. Y piensen ustedes en esto: en el curso de su vida Juan recorrerá a pie unos 100.000 kilómetros, lo que significa para mí decenas de millones de sacudidas. Lo admirable es que yo no acabe hecho pedazos.
Los primeros antepasados de Juan, que empezaron a habitar la Tierra hace poco más o menos un millón de años, no tenían dificultades con los pies. Todos iban descalzos (empezaron después a envolverse los pies con pieles de animales) por terrenos blandos y desiguales, lo cual constituye el mejor ejercicio posible para nosotros. Pero después llegaron los zapatos, las aceras de hormigón y los pisos duros. ¡Sólo de pensarlo empiezo a sentirme dolorido!
Los padres de Juan, sin saberlo, acumularon sobre mí un castigo tras otro cuando él era niño. No comprendían que mis huesos eran blandos y elásticos; que no iba a estar terminado mi desarrollo hasta que Juan cumpliese los 20 años de edad. Me remetían las sábanas en la cuna hasta el punto de producirme deformidades leves, e insistían en embutirme zapatos y calcetines que, por demasiado pequeños, sólo servían para empeorar el daño.
Como todos los padres jóvenes, estaban ansiosos de que Juan diera sus primeros y vacilantes pasos, y trataban de ayudarlo. Yo no era entonces más que un montoncito de huesos gelatinosos, aún impreparado para andar. Hubiera sido preferible que dejasen a Juan descalzo hasta que cumpliera un año, y que después hubiesen esperado a que él mismo decidiera cuándo había llegado el momento de soltarse a andar.
De niño revisaban regularmente el corazón, los pulmones y otros órganos de Juan, que rara vez causan molestias a esa edad. Y sin embargo a mí (el gran latoso) me pasaban por alto con toda intención. Me figuro que muchos médicos pensaran que nadie ha muerto de pies llagados. Cuando Juan cumplió cuatro años, hubiera sido el momento de que me examinara un buen pedicuro, porque habría visto que me urgía una ayuda inmediata. Al cumplir los seis años de edad estaba ya en marcha un verdadero trastorno: mi compañero y yo empezábamos a aplanarnos, y también se advertían los comienzos de otras deformidades causadas, sobre todo, por la herencia y por los zapatos.
Juan aprendió a limpiarse los dientes, a peinarse, a lavarse las orejas; pero nadie les dío lecciones de marcha, y mucho menos le enseñaron a andar con los dedos hacia adelante. Andaba con los dedos mirando para fuera. Sus padres le compraban zapatos que duraran, y eso es lo peor que se puede hacer. Hasta los seis años de edad, Juan tenía que haberse medido el pie Cada cuatro o seis semanas y haber comprado zapatos nuevos cuando fuera necesario. A los 12 años debía haber cambiado el calzado cada tres meses.
Hay un refrán que relaciona el dolor de pies con el malestar general. Y lo cierto es que puedo producir síntomas en otras partes del cuerpo muy alejadas de mí: dolor de espalda, de cabeza, calambres en las piernas y otros trastornos semejantes. Todas estas molestias, en general, se deben a que Juan cambia de postura y se pone a andar en forma de no apoyarse en mis zonas doloridas. Podría añadir también que estas molestias tienen un efecto emocional, lo mismo que lo tienen físico. La persona a quien le duelen los pies, está de mal humor.
Con mayor razón todavía que yo, podrían narrar aquí su vida los pies de la esposa de Juan, porque las mujeres tienen en los pies molestias cuatro veces más abundantes que los hombres. Los zapatos de tacón alto, desde luego, son los culpables. Hacen que el peso del cuerpo caiga hacia adelante, donde no debe recaer: acortan los músculos de la pantorrilla y rompen el equilibrio de, la espina dorsal. Por eso las mujeres se quejan tanto de dolores de espalda y de piernas. Y por eso se quitan los zapatos en cuanto pueden. Lo mejor que podrían hacer es tirarlos definitivamente.
Hay un catálogo de unos 50 trastornos que me pueden ocurrir. El más comun, son los callos. Cuando un zapato produce presión en un lugar determinado de mis dedos, respondo acumulando en ese sitio tejido protector. Así se forma pronto una especie de pila de células muertas, lo bastante para oprimir algún nervio que esté debajo y producirme dolor. La cura más recomendable para esto sería que Juan guardara cama algunas semanas, pues así mis callos desaparecerían solos.
Juan se cree que es un cirujano bastante competente. No lo es. Se recorta las durezas y callos con una hoja de afeitar que no esteriliza, y usa callicidas ácidos: tanto un remedio como el otro pueden provocar alguna infección. Lo que debía hacer es aplicar un protector almohadillado para aliviar el dolor inmediato, y después ponerse unos zapatos que no me lastimen.
Los juanetes se producen cuando mi dedo gordo se dobla debajo del segundo. En general son una deformidad hereditaria, en los varones, pero los zapatos vienen a agravarla. A los juanetes también respondo construyendo un cojincillo de tejido protector. Este problema se suele aliviar con separadores o soportes para los dedos, o con otros medios mecánicos en los zapatos. Pero, si no diera resultado, la única solución para enderezar el dedo grueso tal vez sea la cirugía.
Las durezas que se suelen formar en la base de los dedos son a veces dolorosas a la presión. Alivia algo que el pedicuro las corte, pero lo mejor es usar cuñas, puentes y otros aparatos ortopédicos semejantes, diseñados para lograr un equilibrio más conveniente.
El pie de atleta es una enfermedad que me causan los hongos. Siempre los llevo encima, pero no me hacen daño mientras no se alojan y multiplican en alguna grieta húmeda de la piel. La mejor prevención contra este mal es que me mantengan seco, lo cual no es fácil, porque las glándulas sudoríparas son más abundantes en mi planta que en cualquiera otra parte del cuerpo, excepto en las palmas de las manos. Si Juan me diera dos buenos baños al día y después me friccionara vigorosamente con alcohol y me empolvara a menudo, el problema estaría por lo menos controlado. En caso de que fallaran estas medidas, siempre cabría recurrir a las nuevas píldoras fungicidas.
Todos hemos tenido uñas enterradas. El mejor tratamiento es limpiar los bordes de la uña y poner un algodoncito con medicamento debajo de la uña, y mejor todavía es la prevención, cortándose la uñas rectas y no demasiado cortas. Hace poco tiempo Juan sintió que yo me enfriaba y entumecía, lo mismo que mi compañero: eso se debe a la mala circulación, que es un síntoma de la edad. Para que yo entre en calor. basta con hacer que la sangre circule más de prisa. Los pediluvios ayudan a dilatar mis vasos sanguíneos y mejoran la circulación. También es útil que nos apoyen a mi compañero y a mí sobre un escritorio o sobre un cojín. O dar un paseo.
El mejor ejercicio que Juan me puede imponer es andar sobre un terreno que no sea llano, como hacían sus antepasados. Si se pusiera a jugar al golf descalzo, yo gozaría. Sin embargo, en las superficies duras necesito unos zapatos para apoyarme. Y aunque Juan me aprisiona en estas cárceles de cuero durante dos terceras partes de su vida, no sabe todavía comprar el calzado. En efecto, dedica más tiempo a elegir una corbata. De vez en cuando, si le causo molestias, comprará acaso un par de zapatos "higiénicos". No hay tal cosa, como no hay tampoco anteojos "higiénicos", ni dentaduras "higiénicas". El zapato o nos queda bien o nos queda mal.
Juan debería comprar los zapatos al final de la tarde, cuando haya alcanzado yo mi mayor volumen en las 24 horas del día. Debe insistir en que el dependiente nos tome las medidas a mí y a mi compañero, porque muchas veces un pie es ligeramente mayor que el otro. Además Juan debe probarse los zapatos puesto de pie.
Los zapatos deberán tener por lo menos un centímetro y medio más de largo que mi longitud máxima. Si el calzado no me deja espacio para que pueda mover los dedos, Juan deberá abstenerse de comprar ese par. Y que no confíe nunca en domar los zapatos". El zapato que no me quede cómodo de nuevo, seguro que me molestará a mí, y también a Juan. Hay otra cosa que debe recordar: los calcetines demasiado cortos son casi tan dañinos para mis dedos como los zapatos mismos. Juan debería cuidarse sobre todo de los calcetines elásticos.
Una advertencia final que hago en forma de amenaza, para que Juan me preste atención: recuerde que le espera la vejez, y que la gran mayoría de los ancianos tienen los pies enfermos como consecuencia de muchos años de descuido. Esta es, por cierto, una de las razones principales de que pasen tanto tiempo sentados en mecedoras o en los bancos de los jardines. Se sientan allí precisamente cuando más necesitan hacer ejercicio moderado y desempeñar alguna actividad estimulante.
En este sentido es muy justo decir que puedo acortar una vida. Si Juan quiere evitarlo, que empiece en seguida a prestarme atención. Toda la atención que merezco.
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