LOS ÚLTIMOS SOLDADOS DEL EMPERADOR ( 2)
SELECCIONES DEI, READER'S DIGEST Septiembre 1969
Por Ito Masashi
ruido de un motor, lo que nos hizo escondernos al instante. Pasó ante nosotros un pesado camión, cargado con una montaña de desperdicios tan grande como el Fujiyama. Entonces a Miyazawa se le ocurrió una gran idea:
—Debemos buscar en el basurero norteamericano —exclamó.
Me opuse, señalándole los peligros.
—Tenemos que correr algunos riesgos —contestó Miyazawa—. Si no lo hacemos, en un plazo de seis meses habremos perecido.
Por fin acordamos que al caer la noche regresaríamos.
En el muladar encontramos cuanto podíamos haber deseado, y establecimos un servicio de recuperación y trasporte que funcionaba noche tras noche. Encontramos latas vacías, que convertimos en ollas de cocina, y tanques con capacidad de muchos litros, para guardar agua. Recogimos una caja de aluminio, de artillería, como de un metro de largo y forrada con empaquetaduras de caucho, que se podía cerrar herméticamente y que nos resultó in‑
Fragmentos del equipo con que sobrevivieron en la selvalos últimos combatientesFOTO: U. 5. ARMY
dispensable para conservar los alimentos. Otro hallazgo fue un instrumento cortante largo con afilada cuchilla curva en la punta. Nos facilitó enormemente la labor de cortar leña o abrirnos paso entre la maleza, y hasta nos servía de cuchillo de cocina. Más tarde encontramos un cuchillo de hoja más angosta para estos menesteres y una pieza de acero inoxidable, del cual hicimos una afilada hoja de afeitar para recortarnos la barba. Guardábamos todos esos instrumentos vitales en la vieja cueva para poderlos recuperar en caso de que las patrullas hallaran y destruyeran nuestro albergue provisional.
Otros hallazgos fueron prendas de ropa vieja. Habíamos hecho agujas con muelles de camas y aprendimos a torcer hilo con hebras de tela; entonces remendamos camisas y pantalones que nos quedaron como nuevos. Fabricamos morrales con la lona de unas tiendas de campaña abandonadas e hicimos sandalias con los neumáticos de un automóvil norteamericano, cortando las suelas bastante mayores que nuestros pies para amortiguar el sonido de las pisadas y disimular las huellas. Nos las sujetábamos a los pies con delgados alambres y nos protegíamos la piel con calcetines de fabricación casera.
Tan distraídos nos mantuvieron nuestras tareas, que el tiempo pasó rápidamente. Nuestro estado de ánimo era excelente y reinaba el espíritu de camaradería. Por cierto que el rango militar ya había dejado de valer desde hacía tiempo, así que no tenía importancia que uno fuera sargento o cabo, pues éramos simplemente compañeros. Pero en esos momentos, cuando ya nos estábamos felicitando por nuestras habilidades para sobrevivir, el comienzo de la estación de las lluvias nos quitó súbitamente la tranquilidad. Los negros nubarrones de tormenta se fueron arremolinando y se desataron las lluvias. Mientras íbamos casi a tientas entre los copiosos chubascos tropicales, descubrimos, consternados, que se había terminado la cosecha de papas rosa y que el fruto del árbol del pan, que ocuparía su lugar, aún no estaba maduro. Lo peor era que hasta entonces nuestro único método de hacer fuego había sido el sol, usando las lentes de nuestras linternas de bolsillo y hierba seca. Ahora ya no podíamos calentarnos siquiera. Durante días enteros aguantamos el hambre y permanecimos acurrucados dentro de nuestra guarida, silenciosos y malhumorados. Entre tanto la lluvia golpeaba contra nuestro techo, pero entraba por los lados y nos calaba hasta los huesos.
Se nos iban poniendo los nervios de punta. Propuse, ya desesperado, que rehiciéramos nuestra choza, pero disentimos violentamente con Minakawa sobre la manera de hacerlo. Yo quería reducir las dimensiones de nuestra vivienda a dos metros por lado, poco más o menos, a fin de que quedaran aleros del cinc Y nos dieran mayor protección. Minakawa insistía en que simplemente teníamos que bajar el techo.
—Si estrechamos más el lugar —decía—, quedará tan reducido y sofocante que no podremos ni dormir.
—Pero... si lo hacemos en forma que pueda quitarse el techo una vez que haya pasado el chubasco. ..sugirió Miyazawa.
—¡Es una estupidez! —gritó Minakawa—. Si vais a construir así, me iré a otra parte.
—¡Ah . . . ! ¿De modo que prefieres estar solo? —comenté burlonamente.
—Sí; eso mismo —replicó mordazmente Minakawa—. Pediré al grupo que vive al otro lado del río que me reciba.
Cuando se están pasando penalidades, cualquier desacuerdo trivial puede adquirir proporciones gigantescas. Ninguno de los dos estábamos dispuestos a ceder. Como nos había presentado un ultimátum, Minakawa no tuvo otro recurso que meter sus pocos bártulos en el morral y salir en medio de la lluvia.
Las patrullas dan el golpe
ESE mismoo día, algo más tarde, me sentí culpable por nuestra insensata desavenencia, pero ya no tenía remedio. Me consolaba pensando que—Minakawa no estaría-- ( hoja rota- faltan unas líneas) ca de comida al amanecer y pasábamos los días en paz trabajando y cocinando, remendando e improvisando. Una húmeda mañana de julio, al salir de nuestra guarida, oímos el temido fragor de los tiros y las explosiones de granadas, que nos llegaba de la dirección del campamento donde vivía Minakawa. En un movimiento reflejo simultáneo, los dos echamos a correr en dirección opuesta y en pocos segundos habíamos dejado atrás 300 metros de selva. Seguimos andando después hasta que cesaron las detonaciones.
—Subámonos a un árbol, a ver si podemos divisar algo —dijo Miyazawa, jadeante.
Trepamos a un árbol del pan y vimos una columna de humo blanco que salía de la espesura. Siempre que las patrullas encontraban refugios los quemaban totalmente, y nosotros esperábamos ver una segunda columna de humo levantarse del nuestro.
—¿Habrá logrado escapar Minakawa? —murmuré mordiéndome el labio.
—No lo creo —respondió Miyazawa—: los disparos fueron muy nutridos; no habrá tenido muchas oportunidades.
No apareció la temida segunda columna de humo, pero, como gatos espantados (hoja rota- faltan unas líneas) jó de mecerse, saltamos por fin a tierra.
Los dos días siguientes pasaron en calma, pero a la tercera mañana, cuando el firmamento iba tomando un color ceniciento, nos despertó de repente un susurro desde un punto cercano a nuestra guarida.
—¡Ito, Miyazawa... soy yo!
Miyazawa y yo nos miramos antes de echar un vistazo afuera. En la débil luz del amanecer vimos a dos hombres: uno de ellos era Minakawa.
Después de correr a él y abrazarlo, escuchamos su relato. Nos dijo que los había atacado un grupo de aborígenes, de la tribu chamorro, que se habían acercado al campamento en semicírculo para acribillarlos con fusiles y granadas. Pero como Minakawa era uno de los que quedaban más distantes, había logrado escapar.
—Luego mi amigo Umino pasó junto a mí —agregó Minakawa— y lo llamé a mi escondite.
—¿Y los demás? —pregunté.
—Los dimos por muertos —contestó fríamente Umino. (No me cayó muy bien el tal Umino.)
Estábamos seguros ya de que los aborígenes habían asumido el servicio de patrullas. El odio que profesaban a los japoneses, sus perros ---hoja rota- faltan unas líneas --- conocimiento- hoja rota- faltan unas líneas) --
muy distante, y a menudo se acercaban a charlar; a veces pasábamos la noche entera conversando en voz baja de nuestras familias, nuestros pueblos natales y la guerra. Aún creíamos que habría un segundo desembarco de fuerzas de relevo del Japón y, aunque mencionábamos el asunto menos cada vez, todos abrigábamos en nuestros adentros esa esperanza. Por ironía del destino fue en aquel mes de septiembre de 1945 cuando se firmó el armisticio.
El festival del emperador Taisho
EL TIEMPO pasaba y nosotros tratábamos de mantenernos ocupados y distraídos, pero había días en que teníamos el ánimo muy decaído. Debíamos de ser muy bisoños entonces, porque hasta el segundo año de estar en la isla no aprendimos a encender fuego después de la puesta del Sol. Inventamos el método de envolver un leño con un alambre y frotarlo vigorosamente hasta que se pusiera muy caliente, y luego echarle un poco de pólvora extraída de los cartuchos que se podían encontrar caídos en muchas partes. La pólvora siempre chisporroteaba y ardía, y por fin pudimos cocinar de noche. Recuerdo que a partir de nuestro descubrimiento----hoja rota- faltan unas líneas --- trozo de carne de vaca a rastras. Nos pusimos felices. Ese día había perdido yo media jornada dando caza con mi fusil a un venado, pero no había logrado siquiera acercarme a distancia de tiro, mientras que Umino se había metido audazmente en el lugar donde los aborígenes guardaban su ganado de cría y se limitó a darle un fuerte golpe en la cabeza a uno de los animales.
Casualmente ese día era el festiva] del emperador Taisho, así que resolvimos celebrarlo con un festín de carne frita. Quizá el aroma delicioso de la grasa nos embotó los sentidos, o el chisporrotear de la carne nos distrajo de otros sonidos, no lo sé. Lo cierto es que, cuando alcancé a percibir el quebrar de una ramita, ya era demasiado tarde. Se oyó un tiro de fusil y en el fogonazo alcancé a distinguir la cara del aborigen que lo disparaba. Oí un grito de Miyazawa, pero yo para entonces ya había echado a todo correr por entre los matorrales.
Sólo al amanecer cobré suficiente valor para regresar. Al volver vi a Minakawa y a Umino inclinados sobre el cadáver de Miyazawa, tendido con las piernas abiertas, tal como lo había dejado la bala. Al ver su rostro sin vida, lloré. Me temblaba el cuerpo sin poder dominarme. Los tres éramos presa del pánico y sólo entendíamos que debíamos alejarnos de allí. Corrimos dando tumbos por la selva, dejando que los pies nos llevaran adonde quisieran. Al anochecer, cuando regresamos, había un montículo fresco de tierra
sobre el cuerpo de Miyazawa, y la guarida estaba destrozada.
—¡Fue el olor de la grasa cocida! --repetía yo tontamente—. Los perros han debido de olfatearlo.
—Me parece que fue un solo cazador —razonó Minakawa— y que volvió luego acompañado por la patrulla para prender fuego a la choza y enterrar el cadáver.
Desde esa noche me uní a Minakawa y Umino. Solo no podría mantenerme vivo. Dejamos aquel desdichado lugar al día siguiente y nos trasladamos al sur, en las cabeceras del río Talofofo, donde esperábamos iniciar una nueva vida.
Langostas y lagartos
PASAMOS la estación de las lluvias de 1947 sin ninguna crisis, pero de ahí en adelante comenzamos a sufrir de un cansancio supremo que nos quitaba todas las fuerzas. Tan debilitados estábamos que pasábamos durmiendo la mayor parte del día. Umino, que presumía de entendido, diagnosticó que nos faltaba sal en la alimentación y proyectó un viaje para recoger agua del mar. Recuerdo que nos arrastramos sobre un camino muy concurrido que nos impedía el paso a la playa, y que una noche llegamos a la orilla del oscuro mar. Las olas rompían haciendo espuma a nuestro alrededor mientras nos arrodillábamos por turnos para beber y llenar las latas que habíamos llevado en los morrales. Me pareció sentir que me estaba volviendo la energía. Tal efecto, sin embargo, fue de corta duración, pues a la mitad del camino de regreso sentí el ardor de la sed en la garganta, me tambaleé y por poco me desmayo. Al llegar a la choza nos disputamos la existencia de agua dulce; luego nos dejamos caer bajo el techo y quedamos sin sentido.
Al recobrarnos de la expedición, cocimos hojas de copra en agua de mar y las comimos, diciéndonos que la sal tomada en esta forma nos curaría. Nos equivocábamos lamentablemente. En vez de sentirnos más fuertes, pasamos los tres días siguientes con accesos violentos de disentería. Por fin, después de una serie de experimentos de hervido y evaporación, logramos obtener lo que deseábamos: un puñado de cristales blancos de sal.
Desde entonces cambiaron totalmente nuestras costumbres alimentarias, y una vez que se nos ocurrió trasportar el agua de mar en una cámara de neumático abandonada, el recogerla no era un gran problema. Naturalmente, se sucedían días y más días sin que comiéramos más que papas rosa o "conserva de pan" (nombre que dábamos al fruto del árbol del pan que calentábamos y luego secábamos y guardábamos en la caja de municiones), pero ya, cuando obteníamos carne, podíamos salarla y conservarla durante un año o más. Y otra vez podíamos disfrutar de la langosta con sal. Estos crustáceos medían unos 30 centímetros de largo, del tamaño de nuestras "langostas gigantes" del Japón, y constituían nuestro manjar predilecto.
Deseoso de enriquecer nuestra mesa, hice una red tupida con que atrapé un enorme lagarto; lo asamos con sal, pero a pesar del hambre que teníamos, su nauseabunda carne grasosa resultó incomestible. Probamos también con las anguilas, y en el río Talofofo pesqué una tan gruesa como mi brazo, pero al abrirla le encontré el estómago lleno de parásitos y tuve que tirarla.
De haber encontrado más municiones para mi fusil, hubiéramos tenido mayor variedad en la dieta, pero guardé como un avaro las ocho balas y nunca desperdicié é un tiro. Umino tenía una pistola que guardaba en la choza y, cuando le dije que la pusiera a buen recaudo aparte, con los otros objetos de valor, perdió los estribos.
—La pistola es asunto mío —replicó—. No tengo intenciones de dejarme sorprender sin ella y que otro me levante la tapa de los sesos.
Umino y yo siempre teníamos nuestras diferencias, pero aunque me caía muy mal, yo trataba de conservar la serenidad y no discutir.
"Terminar esa mísera existencia . . ."
IBAN pasando las estaciones, y calculábamos las fechas observando la Luna. También llevaba yo un diario, usando un cuaderno que encontré en el muladar norteamericano y algunos cabos de lápices de la misma procedencia. Al pasar el verano de 1950, mientras ardía la guerra en Corea, fui garrapateando la historia de nuestra propia lucha con la muerte.
A veces, después de haber consignado los hechos del día, solía volver atrás las páginas desteñidas para leer lo que había escrito un año, dos años y hasta seis años atrás. Cuando hacía aquello, era difícil dejar de pensar que la vida había perdido su razón de ser. El peor de los pensamientos era que nuestros compatriotas hubieran intentado reconquistar la isla y hubieran fallado.
Nuestro sentimiento de derrota siempre se acrecentaba al ver los cuarteles norteamericanos, y una noche que nos acercamos a ellos Minakawa y yo estuvimos contemplando el conjunto brillantemente iluminado y vimos a los soldados bailar con sus novias. El sonido del jazz nos llegaba con gran claridad. Ninguno de los dos pudo proferir ni una palabra y nos volvimos en silencio a nuestra choza.
Por fin, tras siete años de penurias después de la guerra, el mundo exterior trató de comunicarse con nosotros: fue en el año de 1952, cuando el Japón recobró su soberanía. Los tres íbamos en busca de alimentos una mañana, cuando alcancé a ver lo que parecía un paquete soltado allí a propósito.
—lto, no lo toques. ¡Quizá sea una trampa! —me advirtió Minawaka.
Pero lo recogí y lo abrí. Lo primero que encontré fueron lápices japoneses. El olor familiar de la madera me llenó de contento. Luego hallé una carta encabezada: "Ejército y Marina del Japón —Sección de Desmovilización". La leí ávidamente.
"Agradecemos la forma en que han consagrado sus vidas al Japón y nos alegramos de que hayan sobrevivido. Podemos ayudarles a terminar esa mísera existencia devolviéndolos a la patria. Para tratar de convencerlos, citaremos la experiencia de siete soldados que estuvieron en circunstancias similares en Guam y que recientemente se entregaron a los norteamericanos; ahora están en Japón ... Si no pueden ustedes dar crédito a esos hechos, empleen el papel anexo para escribir a sus familias". Terminé rompiendo la carta.
"Para mostrar mi gratitud"
AQUEL paquete destruyó el sentimiento que nos quedaba a los tres de perseguir un fin común. Desde entonces estábamos en desacuerdo por todo, y con el correr de los días nos separamos en chozas aparte. En cuanto a mí, fue un alivio alejarme de Umino, quien a menudo desahogaba sus frustraciones conmigo, por sentirse superior. En nuestra tierra había sido funcionario local subalterno, mientras yo procedía de una familia campesina. A menudo solía acusarme de comer más de lo que me correspondía, a pesar de que él era perezoso para buscar y yo era quien recogía más comida. Una noche me riñó cuando yo estaba encendiendo el fuego.
—Estás haciendo demasiado humo (continuará)
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