sábado, 15 de mayo de 2021

LOS ÚLTIMOS SOLDADOS DEL EMPERADOR JAPONÉS ( 2)

 LOS ÚLTIMOS SOLDADOS DEL EMPERADOR ( 2)

SELECCIONES DEI, READER'S DIGEST Septiembre      1969

Por Ito Masashi

ruido de un motor, lo que nos hizo escondernos al instante. Pasó ante nosotros un pesado camión, carga­do con una montaña de desperdi­cios tan grande como el Fujiyama. Entonces a Miyazawa se le ocurrió una gran idea:

—Debemos buscar en el basurero norteamericano —exclamó.

Me opuse, señalándole los peli­gros.

—Tenemos que correr algunos riesgos —contestó Miyazawa—. Si no lo hacemos, en un plazo de seis meses habremos perecido.

Por fin acordamos que al caer la noche regresaríamos.

En el muladar encontramos cuan­to podíamos haber deseado, y esta­blecimos un servicio de recupera­ción y trasporte que funcionaba no­che tras noche. Encontramos latas vacías, que convertimos en ollas de cocina, y tanques con capacidad de muchos litros, para guardar agua. Recogimos una caja de aluminio, de artillería, como de un metro de largo y forrada con empaquetaduras de caucho, que se podía cerrar her­méticamente y que nos resultó in‑

Fragmentos del equipo con que sobrevivieron en la selvalos últimos combatientesFOTO: U. 5. ARMY

dispensable para conservar los ali­mentos. Otro hallazgo fue un ins­trumento cortante largo con afilada cuchilla curva en la punta. Nos faci­litó enormemente la labor de cortar leña o abrirnos paso entre la male­za, y hasta nos servía de cuchillo de cocina. Más tarde encontramos un cuchillo de hoja más angosta para estos menesteres y una pieza de acero inoxidable, del cual hici­mos una afilada hoja de afeitar para recortarnos la barba. Guardábamos todos esos instrumentos vitales en la vieja cueva para poderlos recuperar en caso de que las patrullas hallaran y destruyeran nuestro albergue pro­visional.

Otros hallazgos fueron prendas de ropa vieja. Habíamos hecho agu­jas con muelles de camas y aprendi­mos a torcer hilo con hebras de tela; entonces remendamos camisas y pantalones que nos quedaron como nuevos. Fabricamos morrales con la lona de unas tiendas de campaña abandonadas e hicimos sandalias con los neumáticos de un automóvil norteamericano, cortando las suelas bastante mayores que nuestros pies para amortiguar el sonido de las pi­sadas y disimular las huellas. Nos las sujetábamos a los pies con del­gados alambres y nos protegíamos la piel con calcetines de fabricación casera.

Tan distraídos nos mantuvieron nuestras tareas, que el tiempo pasó rápidamente. Nuestro estado de ánimo era excelente y reinaba el es­píritu de camaradería. Por cierto que el rango militar ya había dejado de valer desde hacía tiempo, así que no tenía importancia que uno fuera sargento o cabo, pues éramos simplemente compañeros. Pero en esos momentos, cuando ya nos está­bamos felicitando por nuestras habi­lidades para sobrevivir, el comienzo de la estación de las lluvias nos qui­tó súbitamente la tranquilidad. Los negros nubarrones de tormenta se fueron arremolinando y se desata­ron las lluvias. Mientras íbamos casi a tientas entre los copiosos chu­bascos tropicales, descubrimos, cons­ternados, que se había terminado la cosecha de papas rosa y que el fruto del árbol del pan, que ocuparía su lugar, aún no estaba maduro. Lo peor era que hasta entonces nuestro único método de hacer fuego había sido el sol, usando las lentes de nues­tras linternas de bolsillo y hierba se­ca. Ahora ya no podíamos calentar­nos siquiera. Durante días enteros aguantamos el hambre y permane­cimos acurrucados dentro de nues­tra guarida, silenciosos y malhumo­rados. Entre tanto la lluvia golpea­ba contra nuestro techo, pero entra­ba por los lados y nos calaba hasta los huesos.

Se nos iban poniendo los nervios de punta. Propuse, ya desesperado, que rehiciéramos nuestra choza, pe­ro disentimos violentamente con Minakawa sobre la manera de ha­cerlo. Yo quería reducir las dimen­siones de nuestra vivienda a dos me­tros por lado, poco más o menos, a fin de que quedaran aleros del cinc Y nos dieran mayor protección. Minakawa insistía en que simplemente teníamos que bajar el techo.

—Si estrechamos más el lugar —decía—, quedará tan reducido y sofocante que no podremos ni dor­mir.

—Pero... si lo hacemos en forma que pueda quitarse el techo una vez que haya pasado el chubasco. ..sugirió Miyazawa.

—¡Es una estupidez! —gritó Mi­nakawa—. Si vais a construir así, me iré a otra parte.

—¡Ah . . . ! ¿De modo que pre­fieres estar solo? —comenté bur­lonamente.

—Sí; eso mismo —replicó mor­dazmente Minakawa—. Pediré al grupo que vive al otro lado del río que me reciba.

Cuando se están pasando penali­dades, cualquier desacuerdo trivial puede adquirir proporciones gigan­tescas. Ninguno de los dos estába­mos dispuestos a ceder. Como nos había presentado un ultimátum, Minakawa no tuvo otro recurso que meter sus pocos bártulos en el mo­rral y salir en medio de la lluvia.

Las patrullas dan el golpe

ESE mismoo día, algo más tarde, me sentí culpable por nuestra insen­sata desavenencia, pero ya no tenía remedio. Me consolaba pensando que—Minakawa  no estaría--  ( hoja rota- faltan unas líneas)  ca de comida al amanecer y pasába­mos los días en paz trabajando y co­cinando, remendando e improvisan­do. Una húmeda mañana de julio, al salir de nuestra guarida, oímos el temido fragor de los tiros y las ex­plosiones de granadas, que nos lle­gaba de la dirección del campamen­to donde vivía Minakawa. En un movimiento reflejo simultáneo, los dos echamos a correr en dirección opuesta y en pocos segundos había­mos dejado atrás 300 metros de sel­va. Seguimos andando después has­ta que cesaron las detonaciones.

—Subámonos a un árbol, a ver si podemos divisar algo —dijo Mi­yazawa, jadeante.

Trepamos a un árbol del pan y vi­mos una columna de humo blanco que salía de la espesura. Siempre que las patrullas encontraban refu­gios los quemaban totalmente, y no­sotros esperábamos ver una segunda columna de humo levantarse del nuestro.

—¿Habrá logrado escapar Mina­kawa? —murmuré mordiéndome el labio.

—No lo creo —respondió Miya­zawa—: los disparos fueron muy nutridos; no habrá tenido muchas oportunidades.

No apareció la temida segunda columna de humo, pero, como gatos espantados (hoja rota- faltan unas líneas) jó de mecerse, saltamos por fin a tierra.

Los dos días siguientes pasaron en calma, pero a la tercera mañana, cuando el firmamento iba tomando un color ceniciento, nos despertó de repente un susurro desde un punto cercano a nuestra guarida.

—¡Ito, Miyazawa... soy yo!

Miyazawa y yo nos miramos an­tes de echar un vistazo afuera. En la débil luz del amanecer vimos a dos hombres: uno de ellos era Mi­nakawa.

Después de correr a él y abrazar­lo, escuchamos su relato. Nos dijo que los había atacado un grupo de aborígenes, de la tribu chamorro, que se habían acercado al campa­mento en semicírculo para acribi­llarlos con fusiles y granadas. Pero como Minakawa era uno de los que quedaban más distantes, había lo­grado escapar.

—Luego mi amigo Umino pasó junto a mí —agregó Minakawa— y lo llamé a mi escondite.

¿Y los demás? —pregunté.

Los dimos por muertos —con­testó fríamente Umino. (No me ca­yó muy bien el tal Umino.)

Estábamos seguros ya de que los aborígenes habían asumido el servi­cio de patrullas. El odio que profe­saban a los japoneses, sus perros ---hoja rota- faltan unas líneas --- conocimiento- hoja rota- faltan unas líneas) --

muy distante, y a menudo se acerca­ban a charlar; a veces pasábamos la noche entera conversando en voz baja de nuestras familias, nuestros pueblos natales y la guerra. Aún creíamos que habría un segundo de­sembarco de fuerzas de relevo del Japón y, aunque mencionábamos el asunto menos cada vez, todos abri­gábamos en nuestros adentros esa esperanza. Por ironía del destino fue en aquel mes de septiembre de 1945 cuando se firmó el armisticio.

El festival del emperador Taisho

EL TIEMPO pasaba y nosotros tratá­bamos de mantenernos ocupados y distraídos, pero había días en     que teníamos el ánimo muy decaído. Debíamos de ser muy bisoños en­tonces, porque hasta el segundo año de estar en la isla no aprendimos a encender fuego después de la puesta del Sol. Inventamos el método de envolver un leño con un alambre y frotarlo vigorosamente hasta que se pusiera muy caliente, y luego echar­le un poco de pólvora extraída de los cartuchos que se podían encon­trar caídos en muchas partes. La pólvora siempre chisporroteaba y ardía, y por fin pudimos cocinar de noche. Recuerdo que a partir de nuestro descubrimiento----hoja rota- faltan unas líneas --- trozo de carne de vaca a rastras. Nos pusimos felices. Ese día había perdido yo media jornada dando caza con mi fusil a un venado, pero no había logrado siquiera acercarme a distancia de tiro, mientras que Umino se había metido audazmen­te en el lugar donde los aborígenes guardaban su ganado de cría y se li­mitó a darle un fuerte golpe en la cabeza a uno de los animales.

Casualmente ese día era el festi­va] del emperador Taisho, así que resolvimos celebrarlo con un festín de carne frita. Quizá el aroma deli­cioso de la grasa nos embotó los sentidos, o el chisporrotear de la car­ne nos distrajo de otros sonidos, no lo sé. Lo cierto es que, cuando al­cancé a percibir el quebrar de una ramita, ya era demasiado tarde. Se oyó un tiro de fusil y en el fogonazo alcancé a distinguir la cara del abo­rigen que lo disparaba. Oí un grito de Miyazawa, pero yo para entonces ya había echado a todo correr por entre los matorrales.

Sólo al amanecer cobré suficiente valor para regresar. Al volver vi a Minakawa y a Umino inclinados sobre el cadáver de Miyazawa, ten­dido con las piernas abiertas, tal co­mo lo había dejado la bala. Al ver su rostro sin vida, lloré. Me tembla­ba el cuerpo sin poder dominarme. Los tres éramos presa del pánico y sólo entendíamos que debíamos ale­jarnos de allí. Corrimos dando tum­bos por la selva, dejando que los pies nos llevaran adonde quisieran. Al anochecer, cuando regresamos, había un montículo fresco de tierra

sobre el cuerpo de Miyazawa, y la guarida estaba destrozada.

—¡Fue el olor de la grasa cocida! --repetía yo tontamente—. Los pe­rros han debido de olfatearlo.

—Me parece que fue un solo caza­dor —razonó Minakawa— y que volvió luego acompañado por la pa­trulla para prender fuego a la choza y enterrar el cadáver.

Desde esa noche me uní a Mina­kawa y Umino. Solo no podría mantenerme vivo. Dejamos aquel desdichado lugar al día siguiente y nos trasladamos al sur, en las cabe­ceras del río Talofofo, donde espe­rábamos iniciar una nueva vida.

Langostas y lagartos

PASAMOS la estación de las lluvias de 1947 sin ninguna crisis, pero de ahí en adelante comenzamos a su­frir de un cansancio supremo que nos quitaba todas las fuerzas. Tan debilitados estábamos que pasába­mos durmiendo la mayor parte del día. Umino, que presumía de en­tendido, diagnosticó que nos faltaba sal en la alimentación y proyectó un viaje para recoger agua del mar. Recuerdo que nos arrastramos sobre un camino muy concurrido que nos impedía el paso a la playa, y que una noche llegamos a la orilla del oscuro mar. Las olas rompían ha­ciendo espuma a nuestro alrededor mientras nos arrodillábamos por turnos para beber y llenar las latas que habíamos llevado en los morra­les. Me pareció sentir que me estaba volviendo la energía. Tal efecto, sin embargo, fue de corta duración, pues a la mitad del camino de re­greso sentí el ardor de la sed en la garganta, me tambaleé y por poco me desmayo. Al llegar a la choza nos disputamos la existencia de agua dulce; luego nos dejamos caer bajo el techo y quedamos sin sen­tido.

Al recobrarnos de la expedición, cocimos hojas de copra en agua de mar y las comimos, diciéndonos que la sal tomada en esta forma nos curaría. Nos equivocábamos lamen­tablemente. En vez de sentirnos más fuertes, pasamos los tres días si­guientes con accesos violentos de di­sentería. Por fin, después de una se­rie de experimentos de hervido y evaporación, logramos obtener lo que deseábamos: un puñado de cristales blancos de sal.

Desde entonces cambiaron total­mente nuestras costumbres alimen­tarias, y una vez que se nos ocurrió trasportar el agua de mar en una cá­mara de neumático abandonada, el recogerla   no era un gran problema. Naturalmente, se sucedían días y más días sin que comiéramos más que papas rosa o "conserva de pan" (nombre que dábamos al fruto del árbol del pan que calentábamos y luego secábamos y guardábamos en la caja de municiones), pero ya, cuando obteníamos carne, podíamos salarla y conservarla durante un año o más. Y otra vez podíamos disfru­tar de la langosta con sal. Estos crustáceos medían unos 30 centíme­tros de largo, del tamaño de nues­tras "langostas gigantes" del Japón, y constituían nuestro manjar pre­dilecto.

Deseoso de enriquecer nuestra mesa, hice una red tupida con que atrapé un enorme lagarto; lo asa­mos con sal, pero a pesar del ham­bre que teníamos, su nauseabunda carne grasosa resultó incomestible. Probamos también con las anguilas, y en el río Talofofo pesqué una tan gruesa como mi brazo, pero al abrirla le encontré el estómago lle­no de parásitos y tuve que tirarla.

De haber encontrado más municiones para mi fusil, hubiéramos te­nido mayor variedad en la dieta, pe­ro guardé como un avaro las ocho balas y nunca desperdicié é un tiro. Umino tenía una pistola que guar­daba en la choza y, cuando le dije que la pusiera a buen recaudo apar­te, con los otros objetos de valor, perdió los estribos.

—La pistola es asunto mío —re­plicó—. No tengo intenciones de de­jarme sorprender sin ella y que otro me levante la tapa de los sesos.

Umino y yo siempre teníamos nuestras diferencias, pero aunque me caía muy mal, yo trataba de conservar la serenidad y no discutir.

"Terminar esa mísera existencia . . ."

IBAN pasando las estaciones, y cal­culábamos las fechas observando la Luna. También llevaba yo un dia­rio, usando un cuaderno que encon­tré en el muladar norteamericano y algunos cabos de lápices de la mis­ma procedencia. Al pasar el verano de 1950, mientras ardía la guerra en Corea, fui garrapateando la historia de nuestra propia lucha con la muerte.

A veces, después de haber consig­nado los hechos del día, solía volver atrás las páginas desteñidas pa­ra leer lo que había escrito un año, dos años y hasta seis años atrás. Cuando hacía aquello, era difícil de­jar de pensar que la vida había per­dido su razón de ser. El peor de los pensamientos era que nuestros com­patriotas hubieran intentado recon­quistar la isla y hubieran fallado.

Nuestro sentimiento de derrota siempre se acrecentaba al ver los cuarteles norteamericanos, y una noche que nos acercamos a ellos Minakawa y yo estuvimos contem­plando el conjunto brillantemente iluminado y vimos a los soldados bailar con sus novias. El sonido del jazz nos llegaba con gran claridad. Ninguno de los dos pudo proferir ni una palabra y nos volvimos en si­lencio a nuestra choza.

Por fin, tras siete años de penurias después de la guerra, el mundo ex­terior trató de comunicarse con no­sotros: fue en el año de 1952, cuan­do el Japón recobró su soberanía. Los tres íbamos en busca de alimen­tos una mañana, cuando alcancé a ver lo que parecía un paquete solta­do allí a propósito.

—lto, no lo toques. ¡Quizá sea una trampa! —me advirtió Mina­waka.

Pero lo recogí y lo abrí. Lo prime­ro que encontré fueron lápices japo­neses. El olor familiar de la madera me llenó de contento. Luego hallé una carta encabezada: "Ejército y Marina del Japón —Sección de Des­movilización". La leí ávidamente.

"Agradecemos la forma en que han consagrado sus vidas al Japón y nos alegramos de que hayan so­brevivido. Podemos ayudarles a ter­minar esa mísera existencia devol­viéndolos a la patria. Para tratar de convencerlos, citaremos la experien­cia de siete soldados que estuvieron en circunstancias similares en Guam y que recientemente se entregaron a los norteamericanos; ahora están en Japón ... Si no pueden ustedes dar crédito a esos hechos, empleen el pa­pel anexo para escribir a sus fami­lias". Terminé rompiendo la carta.

"Para mostrar mi gratitud"

AQUEL paquete destruyó el senti­miento que nos quedaba a los tres de perseguir un fin común. Desde entonces estábamos en desacuerdo por todo, y con el correr de los días nos separamos en chozas aparte. En cuanto a mí, fue un alivio alejarme de Umino, quien a menudo desaho­gaba sus frustraciones conmigo, por sentirse superior. En nuestra tierra había sido funcionario local subal­terno, mientras yo procedía de una familia campesina. A menudo so­lía acusarme de comer más de lo que me correspondía, a pesar de que él era perezoso para buscar y yo era quien recogía más comida. Una noche me riñó cuando yo estaba encendiendo el fuego.

—Estás haciendo demasiado humo (continuará)

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