martes, 4 de mayo de 2021

SOY LA SUPRARRENAL DE JUAN

SOY LA

SUPRARRENAL

DE JUAN

*Juan tiene 47 años de edad y es un ti-pico hombre de negocios. En anteriores nú­meros de SELECCIONES han explicado ya sus habilidades otros órganos de su cuerpo.

Este artículo se basa en gran parte en las entrevistas celebradas por su autor con los, doctores Kenneth Savard, Daniel Mintz y Lawrence Fishman, de la Facultad de Medi­cina de la Universidad de Miami.

POR J. D. RATCLIFF SELECCIONES DEL READER´S  DIGEST    Agosto 1971

Mis poderes (para

bien o para mal) son inmensos. Y aunque Juan no lo sepa, influyo en casi todos sus actos. FN PROPORCIóN a mi peso, en- cierro más peligro que cual- quier otro órgano del cuerpo de Juan.  Puedo enfermarlo o inu­tilizarlo, enloquecerlo y matarlo. Claro que no le hice nada de eso; al contrario: me he conducido tan bien que Juan escasamente se per­cata de mi existencia.

Soy la cápsula o glándula supra­rrenal que va situada en lo alto de su riñón derecho. Como un caba­llista minúsculo, mi socio gemelo cabalga sobre el otro riñón. Mi color es castaño rojizo y por mi forma me asemejo algo a un tricornio; no soy mucho más grande que la yema de un dedo; peso aproximadamente cinco gramos. Sin embargo, mis po­deres son inmensos: se necesitaría una gran fábrica de productos quí­micos para sintetizar las 50 y pico hormonas o sustancias afines a ellas que yo manufacturo. Aunque no produzco ni siquiera tres centésimas de gramo de esas sustancias al día, su acción es vital para Juan.

Soy absolutamente esencial para la vida. Si nos extirparan a mi socio y a mí, Juan moriría en el plazo de unas 24 horas, a no ser que su mé­dico le empezara a administrar a toda prisa hormonas artificiales. Si se entorpeciera mi funcionamiento,

Juan se debilitaría y pronto que­daría convertido en una sombra de lo que es.

Si cuando Juan era niño hubiese empezado a funcionar con excesiva actividad alguna de mis partes, los resultados hubieran sido igualmen­te extraños. El niño se hubiera con­vertido en un hombrecito: se le ha­bría engrosado la voz; le habría brotado la barba; los órganos sexua­les le hubieran tomado proporcio­nes de adulto. Los extremos de los huesos, que deben quedar abiertos y blandos hasta que el cuerpo al­cance su completo crecimiento, se le habrían calcificado prematura­mente y Juan sería un enanito.

Durante mucho tiempo fui el ór­gano más misterioso de Juan. Nadie conocía mis funciones, aunque sí se sabía que mi extirpación causaba la muerte. Pero cuando los químicos empezaron a atisbar mis secretos, descubrieron mi virtuosismo. Al conocer, por ejemplo, mis hormo­nas corticoides, quedaron realmente asombrados, porque esas sustancias, por sí solas, son útiles para tratar más de 100 enfermedades que van desde la gota hasta el asma.

Pero veamos ahora mi estructura. Cuento con una de las más ricas redes de vasos sanguíneos que se hallan en el cuerpo. Cada minuto pasa a través de mí un volumen de sangre que pesa seis veces más que yo. También tengo una gran capa­cidad de reserva. El 10 por ciento de mis tejidos bastan para satisfacer las necesidades normales que Juan tiene de mis hormonas. Sin embar­go, si se redujera mi producción al 10 por ciento y Juan se encontrara en un verdadero apuro (como una enfermedad grave o una operación quirúrgica importante), lo más pro­bable es que pereciera, porque no tendría la suficiente protección hor­monal que yo le debo dar.

En realidad produzco dos series básicas de hormonas. Mi médula o núcleo elabora una serie; mi corte­za o zona exterior, la otra. Mi mé­dula tiene un rasgo exclusivo: una línea de comunicación directa con el cerebro de Juan. Cuando Juan experimenta una emoción fuerte (una cólera repentina; un temor incontenible), mi médula recibe instantáneamente el aviso. Claro que yo no sé de qué se trata, y por eso preparo a Juan para lo que sea: para luchar o para huir. Mi médula empieza a verter en el torrente san­guíneo de Juan dos hormonas: la adrenalina y la noradrenalina.

La respuesta del organismo de Juan es extraordinaria. Su hígado libera inmediatamente en el sistema circulatorio el azúcar almacenada (que es energía instantánea). Mis hormonas contraen los vasos san­guíneos de la piel (Juan palidece), y esta sangre ahorrada en la perife­ria empieza a regar los músculos y los órganos internos. El corazón de Juan se acelera y las arterias se con­traen para elevar la tensión sanguinea. La digestión se detiene (no hay tiempo ahora de preocupar­se por ese detalle) y la velocidad de coagulación de la sangre de Juan aumenta, por si hay una herida.

Todo esto lo hago en unos segun­dos. De pronto Juan se convierte en un superhombre. Si para salvar­se tiene que correr más de prisa que nunca, o saltar más alto, o pegar más fuerte, o levantar un peso ma­yor, Juan será capaz de hacer cual­quiera de esas cosas. Ya ha oído relatos de individuos que levantan coches volcados para sacar de deba­jo alguna víctima atrapada. Las hormonas adrenales les permitieron realizar la hazaña.

Evidentemente un estímulo así no puede seguir actuando indefinida­inente; el organismo de Juan se es­forzaría tanto que moriría agotado.Pero, para evitarlo, funciona un pequeño

truco protector. La misma ansiedad que estimula la producción de adrenalina hace que el hipotálamo envíe una señal a la glándula pituitaria para que libere una sustancia llamada HACT (hormona adenocorticotrópica). Esta HACT, a su vez, espolea a mi corteza para que produzca ma­yor cantidad de hormonas propias, cuya función es mantener la tensión sanguínea y el flujo de sangre hacia los órganos vitales, y ayudar a con­vertir la grasa y las proteínas en azúcar, que es una forma de ener­gía inmediatamente utilizable. Y pronto vuelve la normalidad.

Las hormonas que produce mi corteza se dividen en tres grandes clases. Una clase (las de la familia de la cortisona) preside el metabo­lismo de las grasas, los hidratos de carbono y las proteínas; la segunda vigila el equilibrio del agua y los minerales en el cuerpo de Juan. La tercera clase son hormonas sexuales complementarias de las que produ­cen las gónadas. Como estas hor­monas no se pueden almacenar, tengo que fabricarlas constantemente, y el hígado debe destruir todas las que sobren. Así las hormonas que produjo mi corteza hace, dos horas, ya han sido sustituidas en gran parte por hormonas recientes.

Guardar el equilibrio es una ta­rea ardua y de importancia decisiva. Supongamos que Juan sufre una herida o una enfermedad que inuti­liza las células activas de mi corteza. Cuando los investigadores no sabían aún como manufacturar tales hor­monas, ese accidente era una senten­cia de muerte. Y era una muerte nada deseable. La víctima parecía sufrir una docena de enfermedades a la vez. La piel se ponía bronceada; venía la anemia; los músculos se consumían; el peso y la tensión ar­terial bajaban bruscamente; el ape­tito menguaba; había náuseas, vó­mitos y diarreas. El enfermo iba debilitándose y consumiéndose constantemente, y la muerte se solía recibir como un alivio. Afortunada­mente Juan no tiene que temer hoy una desgracia semejante: si ocurrie­ra algo a mi corteza, las hormonas artificiales le permitirían llevar una vida casi normal.

Un exceso de mis hormonas corticales puede ser casi tan malo como de su defecto. Supongamos que produzco demasiado cortisol (hormona de la familia de la cortisona) : los brazos y las piernas de Juan se en marchitarían, porque la hormona  sobrante convertiría la proteína muscular en azúcar. Privados de los minerales, los huesos se pondrían quebradizos. La grasa se acumularía en la espalda de Juan y formaría llantas sobre el abdomen, impo­niendo una sobrecarga a sus enfla­quecidas piernas. La tensión arterial le subiría velozmente; sufriría muy frecuentemente aberraciones men­tales.

 Otra de las hormonas principales de mi corteza es la aldosterona, que ayuda a conservar el equilibrio de los minerales y del agua en el orga­nismo de Juan. Un exceso de esta hormona (aunque sea en cantidad no mayor que la cabeza de un alfi­ler) acarrearía verdaderos trastor­nos a Juan. Perdería con la orina el vital potasio y retendría el sodio (sal) sobrante. Los músculos deJuan se debilitarían y quizá queda­rian paralizados. El corazón aceleraría sus latidos y vendría una gran hipertensión arterial; le hormiguearían los dedos y sufriría unas jaquecas continuas y casi insoportables. El exceso de aldosterona suele ser consecuencia de tumores; cuando se  extirpa el tumor, se logra la curación.

Claro está que ninguna de esas co­sas ha ocurrido a Juan, hasta ahora, por lo menos. Pero verán ustedes que realmente puedo ser una caja de Pandora. Ya llevo años ejecutando tan bien mis tareas principales que Juan casi se ha olvidado de

mi existencia. Sería preferible, sin embargo, que no me olvidara y me ayudara en mi trabajo.

Juan debería recordar que la ten­sión emocional excesiva (demasia­da preocupación, cólera u odio) es tan mala para él como para mí. Así pues, podría tratar de calmarse.

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