SOY LA
SUPRARRENAL
DE JUAN
*Juan tiene 47 años de edad y es un ti-pico hombre de negocios. En anteriores números de SELECCIONES han explicado ya sus habilidades otros órganos de su cuerpo.
Este artículo se basa en gran parte en las entrevistas celebradas por su autor con los, doctores Kenneth Savard, Daniel Mintz y Lawrence Fishman, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Miami.
POR J. D. RATCLIFF SELECCIONES DEL READER´S DIGEST Agosto 1971
Mis poderes (para
bien o para mal) son inmensos. Y aunque Juan no lo sepa, influyo en casi todos sus actos. FN PROPORCIóN a mi peso, en- cierro más peligro que cual- quier otro órgano del cuerpo de Juan. Puedo enfermarlo o inutilizarlo, enloquecerlo y matarlo. Claro que no le hice nada de eso; al contrario: me he conducido tan bien que Juan escasamente se percata de mi existencia.
Soy la cápsula o glándula suprarrenal que va situada en lo alto de su riñón derecho. Como un caballista minúsculo, mi socio gemelo cabalga sobre el otro riñón. Mi color es castaño rojizo y por mi forma me asemejo algo a un tricornio; no soy mucho más grande que la yema de un dedo; peso aproximadamente cinco gramos. Sin embargo, mis poderes son inmensos: se necesitaría una gran fábrica de productos químicos para sintetizar las 50 y pico hormonas o sustancias afines a ellas que yo manufacturo. Aunque no produzco ni siquiera tres centésimas de gramo de esas sustancias al día, su acción es vital para Juan.
Soy absolutamente esencial para la vida. Si nos extirparan a mi socio y a mí, Juan moriría en el plazo de unas 24 horas, a no ser que su médico le empezara a administrar a toda prisa hormonas artificiales. Si se entorpeciera mi funcionamiento,
Juan se debilitaría y pronto quedaría convertido en una sombra de lo que es.
Si cuando Juan era niño hubiese empezado a funcionar con excesiva actividad alguna de mis partes, los resultados hubieran sido igualmente extraños. El niño se hubiera convertido en un hombrecito: se le habría engrosado la voz; le habría brotado la barba; los órganos sexuales le hubieran tomado proporciones de adulto. Los extremos de los huesos, que deben quedar abiertos y blandos hasta que el cuerpo alcance su completo crecimiento, se le habrían calcificado prematuramente y Juan sería un enanito.
Durante mucho tiempo fui el órgano más misterioso de Juan. Nadie conocía mis funciones, aunque sí se sabía que mi extirpación causaba la muerte. Pero cuando los químicos empezaron a atisbar mis secretos, descubrieron mi virtuosismo. Al conocer, por ejemplo, mis hormonas corticoides, quedaron realmente asombrados, porque esas sustancias, por sí solas, son útiles para tratar más de 100 enfermedades que van desde la gota hasta el asma.
Pero veamos ahora mi estructura. Cuento con una de las más ricas redes de vasos sanguíneos que se hallan en el cuerpo. Cada minuto pasa a través de mí un volumen de sangre que pesa seis veces más que yo. También tengo una gran capacidad de reserva. El 10 por ciento de mis tejidos bastan para satisfacer las necesidades normales que Juan tiene de mis hormonas. Sin embargo, si se redujera mi producción al 10 por ciento y Juan se encontrara en un verdadero apuro (como una enfermedad grave o una operación quirúrgica importante), lo más probable es que pereciera, porque no tendría la suficiente protección hormonal que yo le debo dar.
En realidad produzco dos series básicas de hormonas. Mi médula o núcleo elabora una serie; mi corteza o zona exterior, la otra. Mi médula tiene un rasgo exclusivo: una línea de comunicación directa con el cerebro de Juan. Cuando Juan experimenta una emoción fuerte (una cólera repentina; un temor incontenible), mi médula recibe instantáneamente el aviso. Claro que yo no sé de qué se trata, y por eso preparo a Juan para lo que sea: para luchar o para huir. Mi médula empieza a verter en el torrente sanguíneo de Juan dos hormonas: la adrenalina y la noradrenalina.
La respuesta del organismo de Juan es extraordinaria. Su hígado libera inmediatamente en el sistema circulatorio el azúcar almacenada (que es energía instantánea). Mis hormonas contraen los vasos sanguíneos de la piel (Juan palidece), y esta sangre ahorrada en la periferia empieza a regar los músculos y los órganos internos. El corazón de Juan se acelera y las arterias se contraen para elevar la tensión sanguinea. La digestión se detiene (no hay tiempo ahora de preocuparse por ese detalle) y la velocidad de coagulación de la sangre de Juan aumenta, por si hay una herida.
Todo esto lo hago en unos segundos. De pronto Juan se convierte en un superhombre. Si para salvarse tiene que correr más de prisa que nunca, o saltar más alto, o pegar más fuerte, o levantar un peso mayor, Juan será capaz de hacer cualquiera de esas cosas. Ya ha oído relatos de individuos que levantan coches volcados para sacar de debajo alguna víctima atrapada. Las hormonas adrenales les permitieron realizar la hazaña.
Evidentemente un estímulo así no puede seguir actuando indefinidainente; el organismo de Juan se esforzaría tanto que moriría agotado.Pero, para evitarlo, funciona un pequeño
truco protector. La misma ansiedad que estimula la producción de adrenalina hace que el hipotálamo envíe una señal a la glándula pituitaria para que libere una sustancia llamada HACT (hormona adenocor‑ticotrópica). Esta HACT, a su vez, espolea a mi corteza para que produzca mayor cantidad de hormonas propias, cuya función es mantener la tensión sanguínea y el flujo de sangre hacia los órganos vitales, y ayudar a convertir la grasa y las proteínas en azúcar, que es una forma de energía inmediatamente utilizable. Y pronto vuelve la normalidad.
Las hormonas que produce mi corteza se dividen en tres grandes clases. Una clase (las de la familia de la cortisona) preside el metabolismo de las grasas, los hidratos de carbono y las proteínas; la segunda vigila el equilibrio del agua y los minerales en el cuerpo de Juan. La tercera clase son hormonas sexuales complementarias de las que producen las gónadas. Como estas hormonas no se pueden almacenar, tengo que fabricarlas constantemente, y el hígado debe destruir todas las que sobren. Así las hormonas que produjo mi corteza hace, dos horas, ya han sido sustituidas en gran parte por hormonas recientes.
Guardar el equilibrio es una tarea ardua y de importancia decisiva. Supongamos que Juan sufre una herida o una enfermedad que inutiliza las células activas de mi corteza. Cuando los investigadores no sabían aún como manufacturar tales hormonas, ese accidente era una sentencia de muerte. Y era una muerte nada deseable. La víctima parecía sufrir una docena de enfermedades a la vez. La piel se ponía bronceada; venía la anemia; los músculos se consumían; el peso y la tensión arterial bajaban bruscamente; el apetito menguaba; había náuseas, vómitos y diarreas. El enfermo iba debilitándose y consumiéndose constantemente, y la muerte se solía recibir como un alivio. Afortunadamente Juan no tiene que temer hoy una desgracia semejante: si ocurriera algo a mi corteza, las hormonas artificiales le permitirían llevar una vida casi normal.
Un exceso de mis hormonas corticales puede ser casi tan malo como de su defecto. Supongamos que produzco demasiado cortisol (hormona de la familia de la cortisona) : los brazos y las piernas de Juan se en marchitarían, porque la hormona sobrante convertiría la proteína muscular en azúcar. Privados de los minerales, los huesos se pondrían quebradizos. La grasa se acumularía en la espalda de Juan y formaría llantas sobre el abdomen, imponiendo una sobrecarga a sus enflaquecidas piernas. La tensión arterial le subiría velozmente; sufriría muy frecuentemente aberraciones mentales.
Otra de las hormonas principales de mi corteza es la aldosterona, que ayuda a conservar el equilibrio de los minerales y del agua en el organismo de Juan. Un exceso de esta hormona (aunque sea en cantidad no mayor que la cabeza de un alfiler) acarrearía verdaderos trastornos a Juan. Perdería con la orina el vital potasio y retendría el sodio (sal) sobrante. Los músculos deJuan se debilitarían y quizá quedarian paralizados. El corazón aceleraría sus latidos y vendría una gran hipertensión arterial; le hormiguearían los dedos y sufriría unas jaquecas continuas y casi insoportables. El exceso de aldosterona suele ser consecuencia de tumores; cuando se extirpa el tumor, se logra la curación.
Claro está que ninguna de esas cosas ha ocurrido a Juan, hasta ahora, por lo menos. Pero verán ustedes que realmente puedo ser una caja de Pandora. Ya llevo años ejecutando tan bien mis tareas principales que Juan casi se ha olvidado de
mi existencia. Sería preferible, sin embargo, que no me olvidara y me ayudara en mi trabajo.
Juan debería recordar que la tensión emocional excesiva (demasiada preocupación, cólera u odio) es tan mala para él como para mí. Así pues, podría tratar de calmarse.
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