Sección de libros En julio de 1944 las tropas norteamericanas regresaron a Guam con fuerzas arrolladoras
LOS ÚLTIMOS SOLDADOS
DEL EMPERADOR (1)
Condensado del libro * de Ito Masashi
Aunque la segunda guerra mundial ya había terminado, con la rendición del Japón, algunos soldados
japoneses juraron no rendirse jamás. Por espacio de 16 años estuvieron luchando para sobrevivir en las espesas selvas tropicales de la isla de Guam. Inermes,
burlaban a las patrullas
enviadas a exterminarlos; no tenían medicinas para tratar las misteriosas dolencias tropicales que los atacaban;
vivían de la caza, arte
en que habían adquirirlo la destreza y sagacidad de los animales. Siempre estuvieron a un paso de
la muerte. He aquí la increíble
aventura de uno de estos hombres que,
durante todos aquellos años de
desesperación, cumplió el juramento de
fidelidad a su Emperador.
AUN ANTES del alba las sirenas de alarma antiaérea habían comenzado sus aullidos estridentes. Las bombas, silbando al caer, estremecían las paredes de nuestros refugios en las cuevas y oíamos el estruendo de los motores de interminables olas de aviones enemigos en el firmamento, lo que nos revelaba que los norteamericanos iniciaban la invasión. Había llegado el momento. Trataban de terminar con la ocupación japonesa de la isla de Guam, en el Pacífico.
Para confirmar nuestros temores, llegó un parte de que se habían avistado fuerzas enemigas frente a la costa occidental. A mi unidad se le ordenó abrirse camino a través de la espesa selva hasta un grupo de colinas que dominaba la mitad sur de la isla, y desde aquellas alturas contemplamos la flotilla, aparentemente interminable, de barcazas de desembarco norteamericanas que se aproximaban al litoral. ¡A pesar de todo, nuestras defensas permanecían mudas! Las piezas de artillería y las ametralladoras de la isla guardaban silencio. Todo el fragor y el estrépito procedía del enemigo, de los cañones de sus barcos que disparaban a buena distancia de la playa, de la profusión de bombas que lanzaban sus aviones.
Nuestro silencio obedecía a un plan. Un mes antes, en la invasión norteamericana de Saipán, habíamos aprendido una amarga lección. Alli habíamos comprometido todas nuestras armas contra las lanchas de desembarco que se aproximaban, para descubrir luego que eran sólo un señuelo. Cuando el enemigo lanzó la verdadera invasión en otro sector, nuestras tropas habían agotado sus municiones. Aquella madrugada del 21 de julio de 1944, al aproximarse el enemigo a nuestras costas, sabíamos que debíamos esperar a que desembarcaran sus fuerzas antes de lanzar el contraataque, cuando nos diera la orden personalmente el comandante de la división, cuyo mando se obedecía al pie de la letra.
Pronto comprendimos que nuestra estratagema había fracasado por completo. La enorme flotilla estadounidense no era un simple señuelo; las barcazas venían repletas de soldados y de tanques. Además, las baterías costeras que hubieran debido iniciar el ataque habían sido destruidas antes de hacer un solo disparo.
Cuando vimos agolparse las tropas norteamericanas y australianas en la playa durante la tarde, comprendimos que había pasado la hora del contraataque. La orden llegó al fin al anochecer, pero ya se reñía selva adentro una batalla sangrienta. Habiendo perdido las fortificaciones del litoral, comenzamos a replegarnos.
Al cabo de cuatro días la resistencia japonesa había quedado reducida a guerrillas. En la compañía de que yo formaba parte, mandada por el cadete Osada, quedaron 30 hombres y se nos estaban agotando las municiones. Sin embargo, teníamos la intención de combatir hasta la última granada. Para los estadounidenses y australianos constituíamos tan sólo una "operación de limpia", pero para nosotros era cuestión de sobrevivir o ser exterminados.
Durante el mes de agosto nos ocultamos en madrigueras de la selva esperando la oportunidad de atacar al enemigo. Pero nuestra primera ofensiva, a principios de septiembre, fue una embestida inútil contra tres tanques, y nos costó la pérdida de diez compañeros, que murieron. En una breve escaramuza que tuvimos más tarde, ese mismo mes, nos favoreció más la suerte: sin saberlo, un grupo de soldados venía andando hacia nosotros a través de los matorrales; por las polainas enrolladas y los cascos camuflados, los tomamos por japoneses; vacilamos, hasta que uno de los cuatro nos vio y disparó su fusil. ¡Eran australianos! Mis camaradas dieron media vuelta y huyeron, pero yo quité el seguro de mi granada y la lancé con todas mis fuerzas. "¡Bien por esa!" me dijo el cadete Osada cuando les di alcance, y sólo entonces me detuve a echar una mirada atrás por la senda. Reinaba el silencio en la selva.
En octubre se nos acabaron las municiones y, no queriendo que cayeran en manos enemigas las armas marcadas con el noble escudo del crisantemo imperial, las enterramos profundamente. También se nos habían agotado las raciones de pan, y entonces andábamos sin cesar a la caza de frutos comestibles, estimulados por el doloroso vacío de nuestros estómagos. Pero aun así nos manteníamos desafiantes, con las granadas listas, abrigando la esperanza de que una nueva fuerza japonesa vendría muy pronto a rescatarnos.
—El estado mayor general —solía decirnos el cadete Osada— desembarcará tropas frescas, escogidas, para ayudarnos. Así que, por desesperada que parezca ahora nuestra situación, debemos escondernos en la selva y esperar la llegada de ese día. El morir como perros o caer prisioneros son las peores humillaciones concebibles. Debemos defender la vida y la libertad todo el tiempo que podamos.
Las patrullas enemigas no cejaban, y durante todo el mes de noviembre tuvimos varios encuentros, tras de los cuales nuestro número quedó reducido a siete. De vez en cuando oíamos disparos de fusil, pero el cañoneo había cesado por completo, por lo cual dedujimos que la resistencia japonesa organizada había terminado. Después, andando una tarde por un camino abierto con fines militares, escuchamos de nuevo el estallido de granadas y resolvimos investigar. Me estaba atando el cordón de una bota mientras los otros seis se ponían en marcha, y por la prisa que llevaba se me reventó. Me agaché entonces a unir con un nudo los dos extremos.
—Ven, Ito —me dijo alguien—, deja eso para después.
Pero me propuse hacerlo de una vez. Tenía los dedos torpes, quizá por el hambre, y tardé más de lo que pensaba, mientras oía el taconeo cada vez más lejano de las botas de mis compañeros. Apenas terminé mi tarea, oí un tiro a mi derecha. Al alzar la vista, vi a un grupo de australianos corriendo por una senda aledaña a la vía principal. Frenéticamente salté a la selva y quedé inmóvil bajo unos matorrales. Hubo otra descarga de fusilería, y por encima de las detonaciones se oyó un grito de dolor. Finalmente vino el estallido de una granada y después el silencio, roto sólo por las voces de los norteamericanos. Las cargas explosivas estallan dentro de una defensa subterránea japonesa, en la península de Rota.
SE CIERRA LA SELVA
REINABA el silencio, pero no me atrevía a moverme. El sol se filtraba a través de las hojas gigantescas de los árboles del pan, y en medio de la tranquilidad comenzó a apoderarse de mí el terrible sentimiento de que me hallaba solo y abandonado, y nada podía esperar ya, fuera de una muerte inútil. En mi desgracia, pensaba en mi familia. Hacía apenas dos años había salido de mi aldea diminuta, entre banderas ondeantes y gritos de "¡Buena suerte!" de guapas muchachas que habían llegado hasta la vía férrea a verme partir. Mis padres, mi hermana y todos los demás vecinos de Oiso, la aldea de mi infancia, estaban orgullosos de mí cuando me alisté.
Cuando me había unido a la 63 Oriental en Kofu, todos estaban de buen ánimo, alentados por una serie de victorias japonesas. Mis compañeros de armas y yo habíamos sido enviados a una unidad de segunda línea en Manchuria y allí, mientras iban pasando los días y las semanas, nos adiestrábamos y esperábamos turno para ser destinados al frente de combate. La orden de marcha llegó repentinamente a principios de marzo de 1944. Nuestra división, recién organizada, salió en un convoy de la bahía de Yokohama para dirigirse al sur, a las islas Marianas; y el 21 de marzo llegamos a Guam.
La isla de Guam, la mayor del grupo de las Marianas, es larga y estrecha; se extiende casi 50 kilómetros de norte a sur. Al desembarcar, nuestra unidad fue acantonada en la región del río Inada. A principios de mayo nos habían dispersado por toda la isla y nos habían puesto en pie de guerra.
Hoy, apenas ocho meses después, estaba yo solo e inerme. En un esfuerzo para aliviar el enorme sentimiento de soledad que me embargaba procuré hacerme la ilusión de que me hallaba nuevamente rodeado por las colinas y ríos de mi valle natal. Poco a poco me fui serenando y, al caer la tarde y desaparecer la luz del día, me metí debajo de unas ramas y hojarascas, donde me acomodé para dormir.
A la mañana siguiente me despertaron unos tiros lejanos de fusil y, para orientarme, trepé a una colina, una cuesta empinada, boscosa, que inesperadamente daba a una planicie llena de pedruscos. Al otro lado del pedregal observé una extraña sombra negra que parecía un tronco, y me había aproximado ya a mitad de distancia cuando vi que era el cadáver de un australiano. La hediondez de la muerte era insoportable. No obstante, sin saber por qué, le di vuelta a aquel cuerpo . . . y descubrí que tenía aferrado en las manos rígidas un fusil corto de repetición. Dominado por el anhelo de poseerlo, arranqué el arma de las manos del muerto. Al inspeccionarlo vi que tenía intactos sus ocho proyectiles. El fusil me dio nuevo valor.
Durante dos largas semanas todos mis movimientos fueron los de un animal obsesionado por el hambre. Sentía retortijones terribles en el vientre y andaba desorientado, sin descansar un momento, metiéndome en la boca cuantas frutas y raíces podía encontrar. Un atardecer, mientras buscaba comida, me pareció oír un ruido en la hojarasca e instintivamente eché cuerpo a tierra, conteniendo la respiración. Las pisadas se fueron acercando más hasta que, moteados por las sombras del monte bajo, pasaron sigilosamente cuatro pies humanos. Me incorporé cautelosamente y seguí con la vista a las dos figuras. Ninguno tenía fusil.
"Bien. Eso significa que son japoneses", dije para mis adentros, y fui tras ellos, palpitándome el corazón. Cincuenta pasos más adelante desaparecieron como si se los hablera tragado la tierra. "Una cueva, seguramente", pensé, y sin titubear anduve hasta la negra entrada de tres o cuatro metros de altura que daba a las tinieblas silenciosas. Dando un paso adelante, dije en voz baja:
—¿Amigos o enemigos? ¿Sois amigos?
Nadie respondió. Descarté entonces todas las precauciones, tan ansioso estaba de identificarlos.
—¿Amigos o enemigos? —dije nuevamente en voz más alta y tono más urgente.
—Amigos —dijeron por fin. Tuve la sensación de que un hombre se aproximaba a mí en las tinieblas. Un segundo bulto lo seguía a pocos pasos, y luego pude distinguir ya las caras. Ambos eran soldados japoneses que habían estado en mi división.
TRES CONTRA LA SELVA
MIS COMPAÑEROS se llamaban Minakawa Bunzo y Miyazawa Tokusaburo. Me contaron que habían formado parte de una sección de morteros de trinchera, y que habían disparado todas sus municiones el día en que desembarcaron los norteamericanos, y que desde entonces habían quedado rezagados en la selva. Yo, por mi parte, les conté mis aventuras, haciendo hincapié en las dos últimas semanas de soledad.
—De ahora en adelante —pregunté—, ¿podríamos seguir juntos?
—Por mi parte está bien —dijo Minakawa. Miyazawa también estuvo de acuerdo.
La cueva que tenían era lo bastante grande para que durmieran allí 20 hombres, pero, a pesar de la relativa comodidad que ofrecía, era un sitio peligroso. Si nos tendieran una emboscada, no tendríamos escapatoria, y aun pudiendo salir sin ser vistos, la vegetación rala y baja de la entrada no nos daría ninguna protección. Después de discutirlo, resolvimos que la mejor manera de burlar a las patrullas era establecer albergues móviles y trasladarnos con frecuencia. Buscamos, pues, una espesura bien poblada a unos 100 metros de nuestra guarida primitiva. Le pusimos un excelente techo con una lámina de cinc que había usado el Ejército japónes y nosotros recogimos. Para disimularla doblamOs y estiramos las ramas de los árboles que la rodeaban, dejando que la maleza formara muros naturales. Luego abrimos una entrada angosta y, metiéndonos a gatas por ella, nos refugiábamos mucho más seguros adentro.
Poco después nos encontramos con otro grupo de soldados que se ocultaban en la región. Nos invitaron a unirnos a ellos, pero pensamos que una cuadrilla grande estaba más expuesta a que la descubrieran. A los tres ya no nos preocupaba más que sobrevivir. Nuestra voluntad era guardar la vida y esperar la fuerza de relevo procedente del Japón.
Entonces nuestros problemas se resumían a dos elementos fundamentales: alimentos y equipo. Comíamos casi exclusivamente frutas, bayas y raíces crudas, y la abundante "papa rosa", legumbre en forma de patata redonda que se da en la raíz de una mata espinosa. Cuando teníamos la suerte de hallar cocos maduros, les sacábamos el agua y nos hacíamos la ilusión de que nos sabía a sopa japonesa de frijoles. Bebíamos agua de un arroyo cercano. Era una alimentación rudimentaria, pero no nos dimos cuenta de lo peligrosa que era hasta que a los tres nos atacó una terrible disentería que nos tuvo postrados. En adelante, si deseábamos sobrevivir, tendríamos que hervir el agua y tener mayor cuidado con lo que comiésemos.
Nuestro
conflicto se resolvió en forma accidental. Un día nos dirigíamos a
un viejo campamento japonés en busca de vasijas, y al cruzar un camino oímos a lo lejos el (Continuará)
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