miércoles, 5 de mayo de 2021

LOS ÚLTIMOS SOLDADOS DEL EMPERADOR ( 1)- JAPÓN- 16 años sobreviviendo en la selva

 Sección de libros En julio de 1944 las tropas norteamericanas regresaron a Guam con fuerzas arrolladoras

LOS ÚLTIMOS SOLDADOS

DEL EMPERADOR (1)

Condensado del  libro * de Ito Masashi

Aunque la segunda guerra mundial ya había terminado, con la rendición del Japón, algunos soldados japoneses juraron no rendirse jamás. Por espacio de 16 años estuvieron luchando para sobrevivir en las espesas selvas tropicales de la isla de Guam. Inermes,
burlaban a las patrullas enviadas a exterminarlos; no tenían medicinas para tratar las misteriosas dolencias tropicales que los atacaban; vivían de la caza, arte
en que habían adquirirlo la destreza y sagacidad de los animales
. Siempre estuvieron a un paso de la muerte. He aquí la increíble aventura de uno de estos hombres que, durante todos aquellos años de desesperación, cumplió el juramento de fidelidad a su Emperador.

AUN ANTES del alba las sirenas de alarma antiaérea habían comenzado sus aullidos es­tridentes. Las bombas, silbando al caer, estremecían las paredes de nuestros refugios en las cuevas y oíamos el estruendo de los motores de interminables olas de aviones enemigos en el firmamento, lo que nos revelaba que los norteamerica­nos iniciaban la invasión. Había lle­gado el momento. Trataban de terminar con la ocupación japonesa de la isla de Guam, en el Pacífico.

Para confirmar nuestros temores, llegó un parte de que se habían avistado fuerzas enemigas frente a la costa occidental. A mi unidad se le ordenó abrirse camino a través de la espesa selva hasta un grupo de co­linas que dominaba la mitad sur de la isla, y desde aquellas alturas con­templamos la flotilla, aparentemen­te interminable, de barcazas de desembarco norteamericanas que se aproximaban al litoral. ¡A pesar de todo, nuestras defensas permane­cían mudas! Las piezas de artillería y las ametralladoras de la isla guar­daban silencio. Todo el fragor y el estrépito procedía del enemigo, de los cañones de sus barcos que dispa­raban a buena distancia de la playa, de la profusión de bombas que lan­zaban sus aviones.

Nuestro silencio obedecía a un plan. Un mes antes, en la invasión norteamericana de Saipán, había­mos aprendido una amarga lección. Alli habíamos comprometido todas nuestras armas contra las lanchas de desembarco que se aproximaban, para descubrir luego que eran sólo un señuelo. Cuando el enemigo lan­zó la verdadera invasión en otro sector, nuestras tropas habían agota­do sus municiones. Aquella madru­gada del 21 de julio de 1944, al aproximarse el enemigo a nuestras costas, sabíamos que debíamos espe­rar a que desembarcaran sus fuer­zas antes de lanzar el contraataque, cuando nos diera la orden personal­mente el comandante de la división, cuyo mando se obedecía al pie de la letra.

Pronto comprendimos que nues­tra estratagema había fracasado por completo. La enorme flotilla estado­unidense no era un simple señuelo; las barcazas venían repletas de sol­dados y de tanques. Además, las ba­terías costeras que hubieran debido iniciar el ataque habían sido des­truidas antes de hacer un solo dis­paro.

Cuando vimos agolparse las tro­pas norteamericanas y australianas en la playa durante la tarde, comprendimos que había pasado la hora del contraataque. La orden lle­gó al fin al anochecer, pero ya se re­ñía selva adentro una batalla san­grienta. Habiendo perdido las for­tificaciones del litoral, comenza­mos a replegarnos.

Al cabo de cuatro días la resisten­cia japonesa había quedado reduci­da a guerrillas. En la compañía de que yo formaba parte, mandada por el cadete Osada, quedaron 30 hom­bres y se nos estaban agotando las municiones. Sin embargo, teníamos la intención de combatir hasta la última granada. Para los estadouni­denses y australianos constituíamos tan sólo una "operación de lim­pia", pero para nosotros era cuestión de sobrevivir o ser exterminados.

Durante el mes de agosto nos ocultamos en madrigueras de la sel­va esperando la oportunidad de ata­car al enemigo. Pero nuestra prime­ra ofensiva, a principios de septiem­bre, fue una embestida inútil contra tres tanques, y nos costó la pérdida de diez compañeros, que murieron. En una breve escaramuza que tuvimos más tarde, ese mismo mes, nos favoreció más la suerte: sin saberlo, un grupo de soldados venía andan­do hacia nosotros a través de los ma­torrales; por las polainas enrolladas y los cascos camuflados, los toma­mos por japoneses; vacilamos, hasta que uno de los cuatro nos vio y dis­paró su fusil. ¡Eran australianos! Mis camaradas dieron media vuelta y huyeron, pero yo quité el seguro de mi granada y la lancé con todas mis fuerzas. "¡Bien por esa!" me dijo el cadete Osada cuando les di alcance, y sólo entonces me detuve a echar una mirada atrás por la sen­da. Reinaba el silencio en la selva.

En octubre se nos acabaron las municiones y, no queriendo que ca­yeran en manos enemigas las armas marcadas con el noble escudo del crisantemo imperial, las enterramos profundamente. También se nos habían agotado las raciones de pan, y entonces andábamos sin cesar a la caza de frutos comestibles, estimula­dos por el doloroso vacío de nues­tros estómagos. Pero aun así nos manteníamos desafiantes, con las granadas listas, abrigando la espe­ranza de que una nueva fuerza ja­ponesa vendría muy pronto a res­catarnos.

—El estado mayor general —solía decirnos el cadete Osada— desem­barcará tropas frescas, escogidas, para ayudarnos. Así que, por deses­perada que parezca ahora nuestra situación, debemos escondernos en la selva y esperar la llegada de ese día. El morir como perros o caer prisioneros son las peores humillaciones concebibles. Debemos defen­der la vida y la libertad todo el tiempo que podamos.

Las patrullas enemigas no ceja­ban, y durante todo el mes de no­viembre tuvimos varios encuentros, tras de los cuales nuestro número quedó reducido a siete. De vez en cuando oíamos disparos de fusil, pe­ro el cañoneo había cesado por com­pleto, por lo cual dedujimos que la resistencia japonesa organizada ha­bía terminado. Después, andando una tarde por un camino abierto con fines militares, escuchamos de nuevo el estallido de granadas y re­solvimos investigar. Me estaba atan­do el cordón de una bota mientras los otros seis se ponían en marcha, y por la prisa que llevaba se me re­ventó. Me agaché entonces a unir con un nudo los dos extremos.

—Ven, Ito —me dijo alguien—, deja eso para después.

Pero me propuse hacerlo de una vez. Tenía los dedos torpes, quizá por el hambre, y tardé más de lo que pensaba, mientras oía el ta­coneo cada vez más lejano de las bo­tas de mis compañeros. Apenas ter­miné mi tarea, oí un tiro a mi dere­cha. Al alzar la vista, vi a un grupo de australianos corriendo por una senda aledaña a la vía principal. Frenéticamente salté a la selva y quedé inmóvil bajo unos matorra­les. Hubo otra descarga de fusilería, y por encima de las detonaciones se oyó un grito de dolor. Finalmente vino el estallido de una granada y después el silencio, roto sólo por las voces de los norteamericanos. Las cargas explosivas estallan dentro de una defensa subterránea japonesa, en la penínsu­la de Rota.

SE CIERRA LA SELVA

REINABA el silencio, pero no me atrevía a moverme. El sol se filtraba a través de las hojas gigantescas de los árboles del pan, y en medio de la tranquilidad comenzó a apode­rarse de mí el terrible sentimiento de que me hallaba solo y abandona­do, y nada podía esperar ya, fuera de una muerte inútil. En mi desgracia, pensaba en mi familia. Hacía ape­nas dos años había salido de mi al­dea diminuta, entre banderas on­deantes y gritos de "¡Buena suerte!" de guapas muchachas que habían llegado hasta la vía férrea a verme partir. Mis padres, mi hermana y todos los demás vecinos de Oiso, la aldea de mi infancia, estaban orgu­llosos de mí cuando me alisté.

Cuando me había unido a la 63 Oriental en Kofu, todos estaban de buen ánimo, alentados por una serie de victorias japonesas. Mis compa­ñeros de armas y yo habíamos sido enviados a una unidad de segunda línea en Manchuria y allí, mientras iban pasando los días y las semanas, nos adiestrábamos y esperábamos turno para ser destinados al frente de combate. La orden de marcha llegó repentinamente a principios de marzo de 1944. Nuestra división, recién organizada, salió en un con­voy de la bahía de Yokohama para dirigirse al sur, a las islas Marianas; y el 21 de marzo llegamos a Guam.

La isla de Guam, la mayor del grupo de las Marianas, es larga y es­trecha; se extiende casi 50 kilóme­tros de norte a sur. Al desembarcar, nuestra unidad fue acantonada en la región del río Inada. A principios de mayo nos habían dispersado por toda la isla y nos habían puesto en pie de guerra.

Hoy, apenas ocho meses des­pués, estaba yo solo e inerme. En un esfuerzo para aliviar el enorme sen­timiento de soledad que me embar­gaba procuré hacerme la ilusión de que me hallaba nuevamente rodea­do por las colinas y ríos de mi valle natal. Poco a poco me fui serenando y, al caer la tarde y desaparecer la luz del día, me metí debajo de unas ramas y hojarascas, donde me aco­modé para dormir.

A la mañana siguiente me desper­taron unos tiros lejanos de fusil y, para orientarme, trepé a una colina, una cuesta empinada, boscosa, que inesperadamente daba a una plani­cie llena de pedruscos. Al otro lado del pedregal observé una extraña sombra negra que parecía un tron­co, y me había aproximado ya a mi­tad de distancia cuando vi que era el cadáver de un australiano. La he­diondez de la muerte era insoporta­ble. No obstante, sin saber por qué, le di vuelta a aquel cuerpo . . . y des­cubrí que tenía aferrado en las ma­nos rígidas un fusil corto de repeti­ción. Dominado por el anhelo de poseerlo, arranqué el arma de las manos del muerto. Al inspeccionar­lo vi que tenía intactos sus ocho proyectiles. El fusil me dio nuevo valor.

Durante dos largas semanas todos mis movimientos fueron los de un animal obsesionado por el hambre. Sentía retortijones terribles en el vientre y andaba desorientado, sin descansar un momento, metiéndo­me en la boca cuantas frutas y raíces podía encontrar. Un atarde­cer, mientras buscaba comida, me pareció oír un ruido en la hojarasca e instintivamente eché cuerpo a tie­rra, conteniendo la respiración. Las pisadas se fueron acercando más hasta que, moteados por las sombras del monte bajo, pasaron sigilosa­mente cuatro pies humanos. Me in­corporé cautelosamente y seguí con la vista a las dos figuras. Ninguno tenía fusil.

"Bien. Eso significa que son ja­poneses", dije para mis adentros, y fui tras ellos, palpitándome el cora­zón. Cincuenta pasos más adelante desaparecieron como si se los hablera tragado la tierra. "Una cueva, seguramente", pensé, y sin titubear anduve hasta la negra entrada de tres o cuatro metros de altura que daba a las tinieblas silenciosas. Dan­do un paso adelante, dije en voz baja:

—¿Amigos o enemigos? ¿Sois amigos?

Nadie respondió. Descarté enton­ces todas las precauciones, tan ansio­so estaba de identificarlos.

—¿Amigos o enemigos? —dije nuevamente en voz más alta y tono más urgente.

—Amigos —dijeron por fin. Tu­ve la sensación de que un hombre se aproximaba a mí en las tinieblas. Un segundo bulto lo seguía a pocos pasos, y luego pude distinguir ya las caras. Ambos eran soldados ja­poneses que habían estado en mi división.

 TRES CONTRA LA SELVA

MIS COMPAÑEROS se llamaban Minakawa Bunzo y Miyazawa Tokus­aburo. Me contaron que habían for­mado parte de una sección de mor­teros de trinchera, y que habían disparado todas sus municiones el día en que desembarcaron los nortea­mericanos, y que desde entonces ha­bían quedado rezagados en la selva. Yo, por mi parte, les conté mis aventuras, haciendo hincapié en las dos últimas semanas de soledad.

—De ahora en adelante —pre­gunté—, ¿podríamos seguir juntos?

—Por mi parte está bien —dijo Minakawa. Miyazawa también es­tuvo de acuerdo.

La cueva que tenían era lo bas­tante grande para que durmieran allí 20 hombres, pero, a pesar de la relativa comodidad que ofrecía, era un sitio peligroso. Si nos tendieran una emboscada, no tendríamos esca­patoria, y aun pudiendo salir sin ser vistos, la vegetación rala y baja de la entrada no nos daría ninguna protección. Después de discutirlo, resolvimos que la mejor manera de burlar a las patrullas era establecer albergues móviles y trasladarnos con frecuencia. Buscamos, pues, una espesura bien poblada a unos 100 metros de nuestra guarida pri­mitiva. Le pusimos un excelente te­cho con una lámina de cinc que ha­bía usado el Ejército japónes y noso­tros recogimos. Para disimularla do­blamOs y estiramos las ramas de los árboles que la rodeaban, dejando que la maleza formara muros naturales. Luego abrimos una entrada angosta y, metiéndonos a gatas por ella, nos refugiábamos mucho más seguros adentro.

Poco después nos encontramos con otro grupo de soldados que se ocultaban en la región. Nos invita­ron a unirnos a ellos, pero pensamos que una cuadrilla grande estaba más expuesta a que la descubrieran. A los tres ya no nos preocupaba más que sobrevivir. Nuestra voluntad era guardar la vida y esperar la fuerza de relevo procedente del Ja­pón.

Entonces nuestros problemas se resumían a dos elementos funda­mentales: alimentos y equipo. Co­míamos casi exclusivamente frutas, bayas y raíces crudas, y la abundan­te "papa rosa", legumbre en for­ma de patata redonda que se da en la raíz de una mata espinosa. Cuando teníamos la suerte de hallar cocos maduros, les sacábamos el agua y nos hacíamos la ilusión de que nos sabía a sopa japonesa de fri­joles. Bebíamos agua de un arroyo cercano. Era una alimentación rudi­mentaria, pero no nos dimos cuenta de lo peligrosa que era hasta que a los tres nos atacó una terrible disen­tería que nos tuvo postrados. En adelante, si deseábamos sobrevivir, tendríamos que hervir el agua y te­ner mayor cuidado con lo que co­miésemos.

Nuestro conflicto se resolvió en forma accidental. Un día nos diri­gíamos a un viejo campamento ja­ponés en busca de vasijas, y al cru­zar un camino oímos a lo lejos el (Continuará)

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