domingo, 30 de mayo de 2021

SOY EL PULMÓN DE JUAN- ¡Presta atención, Juan!


Un vistazo al interior de ese órgano esencial y delicado, merecedor de un trato más considerado que el que suele recibir.

SOY EL PULMÓN DE JUAN

EN BUENA parte, este artículo está basado en las entrevistas que tuvo el autor con los doctores Alton Ochsner y Hurst Hatch, de la afamada Clínica Ochsner, en Nueva Or­leáns (Luisiana).

POR J. D. RATCLIFF

SELLECIONES DEL R.D. JUNIO 1969

USTEDES conocen a muchas per­sonas semejantes a Juan. Tie­ne 47 años, es próspero y vive feliz con su esposa. Hace algún tiempo el corazón y el estómago de Juan

contaron su historia en SELEC­CIONES.* Ahora me toca a mí ha­cerlo. *Véase: Soy el corazón de Juan en Seleciones de julio de 1967; Soy el estómago de Juan, en agosto de 1968.

Soy el pulmón derecho de Juan, y me corresponde el privilegio de hablar porque soy algo más grande que mi compañero situado en el la­do izquierdo del tórax. Yo tengo tres lóbulos separados (o comparti­mientos), mientras que el izquier­do sólo tiene dos. Juan se llevaría una sorpresa si me viera, pues pien­sa que soy una especie de vejiga vacía, de color rosa, que cuelga den­tro del tórax. Por el contrario, no estoy vacío; la realidad es que, si me cortaran, ofrecería el aspecto de algo semejante a la sección de una  esponja de goma para baño. Ade­más, mi color no es rosado. Lo fue cuando Juan era un niño pequeño. En la actualidad, después de haber consumido un cuarto de millón de cigarrillos y de haberme inflado unos quinientos millones de veces en la atmósfera contaminada de las ciudades, tengo un feo color gris pizarra, moteado de negro.

En el tórax de Juan hay tres compartimientos separados y her­méticamente cerrados: en uno me encuentro yo, en el otro se aloja el pulmón izquierdo y en el último se halla el corazón. Yo cuelgo hol­gadamente en mi compartimiento, ocupándolo totalmente, y peso al­rededor de medio kilo.

Como no tengo músculos, desem­peño un papel pasivo en los movi­mientos de la respiración. Hay un vacío parcial en mi compartimien­to; por consiguiente, cuando se dilata el tórax de Juan, me dilato yo. Al exhalar Juan, yo me desinflo. Se trata simplemente de un mecanis­mo de retroceso. Si llegara a ocu­rrir que la pared del tórax se per­forara en un accidente, dejaría de existir el vacío parcial y yo queda­ría colgando lacio, sin trabajar, has­ta que se curara la herida y se vol­viera a hacer el vacío.

Veamos más de cerca cómo estoy constituido. La tráquea de Juan, que mide unos 12 centímetros de longitud, se divide en la parte in­ferior en dos conductos bronquiales principales: uno unido a mí y el otro a mi compañero. Luego co­mienzo a ramificarme como un ár­bol invertido. Primero en las ramas bronquiales y finalmente en los di­minutos bronquiolos, que miden un cuarto de milímetro de diámetro. Todos ellos son sencillamente con­ductos de aire. El verdadero trabajo lo realizo en los alvéolos: los mi­croscópicos sacos de aire que se agrupan como racimos de uvas. Hay en mí unos 250 millones de alvéo­los que, extendidos, cubrirían con su tejido aproximadamente medio campo de tenis.

Cada alvéolo está cubierto por una maraña de capilares. El cora­zón impulsa la sangre hacia un ex­tremo de cada capilar, y los glóbu­los rojos, uno por uno, lo recorren aproximadamente en un segundo. A continuación ocurre algo asom­broso. A través de la membrana finisima de la pared capilar, los gló­bulos rojos descargan su desecho de anhídrido carbónico en mis alvéo­los. Simultáneamente, toman el oxí­geno que entra por el otro extremo. Es una especie de tienda de inter­cambio : por un extremo de los ca­pilares la sangre entra de color azu­lado y por el otro sale de un vivo color rojo cereza.

Los órganos más importantes de Juan —señaladamente el corazónfuncionan por control automático. Lo mismo ocurre conmigo la ma­yor parte dél tiempo, aunque tam­bién estoy sujeto al control volun­tario de mi amo. De niño, cuando Juan hacía berrinches, en ocasio­nes contenía la respiración hasta po­nerse un poco morado. Su madre se preocupaba, aunque innecesaria­mente, pues mucho antes que su­friera verdaderos perjuicios, la res­piración automática se hubiera he­cho cargo y Juan comenzaría a respirar, aunque no quisiera.

La acción automática de mis fun­ciones respiratorias está regulada por el bulbo raquídeo —la protu­berancia donde la médula espinal se inserta en el cerebro—, que es un detector químico asombrosamente sensible. Durante el ejercicio enér­gico, los músculos consumen pron­to el oxígeno y descargan el desecho de anhídrido carbónico. Con­forme se acumula este gas, la san­gre se pone ligeramente ácida. El centro de control de las funciones respiratorias detecta esto de manera instantánea y me envía la orden de que trabaje más aprisa. Si la acidez aumenta demasiado, como ocurre cuando Juan hace un ejercicio enér­gico, el centro de control me orde­na que también haga más profunda la respiración: es lo que llamamos "el segundo aliento".

Cuando Juan está sentado necesi­ta unos 16 litros de aire cada mi­nuto; en la marcha, necesita unos 24; en la carrera, unos 50. Recosta­do, tranquilamente, en la cama, ne­cesita unos ocho litros de aire cada minuto. Para inhalarlos respira unas 16 veces por minuto, es decir, inhala poco menos de medio litro de aire cada vez que respira. (Yo puedo recibir ocho veces esa cantidad, que sólo me infla en parte.) Aun así, no todo ese medio litro de aire me llega a mí; un tercio se escapa sin rumbo fijo por la tráquea y otros conductos del aire.

El aire que necesito me debe lle­gar poco más o menos tan húmedo y cálido como el de una marisma tropical. Para producir ese aire tan especial en el trayecto de unos cuantos centímetros, se requiere todo un complicado sistema. Las mismas glándulas lagrimales que constante­mente bañan los ojos de Juan, jun­to con otras glándulas que vierten secreciones - mucosas en la nariz y en la garganta, producen hasta me­dio litro de líquido por día para humedecer el aire que recibo. A lo largo de la mucosa de esos mismos conductos, los vasos sanguíneos —que en los días fríos se dilatan y en los días cálidos se constriñenrealizan la labor de calentamiento.

Hay una lista casi interminable de cosas que me pueden causar di­ficultades. Cada día Juan inhala toda clase de bacterias y virus. La lisozima, poderosa enzima antimi­crobiana existente en la nariz y la garganta, destruye a,casi todos ellos. Y, por lo general, yo puedo comba­tir a los demás que llegan a pene­trar hasta mis oscuros, cálidos y hú­medos conductos, que constituyen un excelente coto de caza de micro­bios. Los fagocitos vigilan en mis conductos y sencillamente envuel­ven a los invasores y los engullen.

Desde luego, el aire contaminado es mi mayor problema. Los demás  órganos viven resguardos; sin embargo, para las conse­cuencias reales, daría lo mismo que yo estuviese afuera del cuerpo de Juan, expuesto a los peligros del medio ambiente y a sus impurezas. Aunque no lo parezca, soy muy de­licado, y es asombroso que pueda sobrevivir siquiera, obligado como estoy a sufrir la presencia de com­puestos como el anhídrido sulfuro­so, el benzopireno, el plomo, el bió­xido de nitrógeno. Como algunos pueden fundir inclusive medias de nilón, podrán ustedes imaginar qué efectos surten en mí.

El proceso mediante el cual se purifica el aire que recibo comienza con los pelillos de la nariz, que de­tienen las grandes partículas de pol­vo. Una película adherente de materia mucosa, en la nariz, la gar­ganta y los bronquios, actúa en for­ma semejante a la del papel mata­moscas para atrapar las partículas más pequeñas de polvo. Y por úl­timo, la labor de limpieza propia­mente dicha la realizan los cilios: pelillos microscópicos que cubren, en cantidad de decenas de millones, todos mis conductos respiratorios. Como trigo al viento, los cilios se agitan hacia atrás y adelante cerca de 12 veces por segundo. Movién­dose hacia arriba, empujan los de­sechos hacia la garganta, donde pue­den ser deglutidos por Juan.

Si Juan pudiera observar mis ci­lios al microscopio, vería que cuan­do se les arroja humo de cigarrillo o aire muy contaminado, dejan de agitarse y se paralizan durante algún tiempo. De continuar esta irri­tación durante un periodo largo, los cilios se debilitan y mueren, sin que los puedan remplazar.

A los treinta años de fumador, Juan ha perdido casi todos los ci­lios, y las membranas de los con­ductos que segregan materia mu­cosa han aumentado tres veces su espesor normal. Juan no lo sabe, pero corre el peligro de sofocarse. Si cae en mis sacos de aire dema­siada materia mucosa, la respira­ción cesa tal como si hubieran pe­netrado en los pulmones varios li­tros de agua. Lo único que salva a Juan de ese riesgo es su ruidosa e ineficaz tos de fumador que ha pasado a suplir la silenciosa fun­ción de los cilios. Juan debe tener presente que este es el único meca­nismo de limpieza que me queda, y deberá guardarse de tomar medi­camentos para combatir la tos.

La mayor parte del tiempo Juan me exige que inhale verdaderos desperdicios. Algunas partículas obstruyen mis conductos más pe­queños, y otras queman mis teji­dos. Las frágiles paredes de mis al­véolos pierden elasticidad y no se desinflan como es debido cuando exhalo. (Por eso le es posible in­halar, mas no exhalar.) El anhídri­do carbónico queda retenido en los alvéolos, que dejan de proporcionar oxígeno a la sangre y de tomar los desechos de anhídrido carbónico. Así sobreviene el enfisema pulmo­nar, espantosa afección en que cada respiración constituye una lucha pa­ra sobrevivir. Aunque Juan no lo sabe, varios millones de alvéolos míos se hallan en esta situación. Como su capaci­dad pulmonar es unas ocho veces mayor que la que necesita para el trabajo sedentario, todavía le que­da una reserva suficiente. Sin em­bargo, a últimas fechas se ha perca­tado de que incluso un esfuerzo menor le causa una forma leve de sofocación. De esta manera lo es­toy poniendo sobre aviso.

Juan debe tener en cuenta el viejo adagio médico que advierte: "El que está consciente de tener pulmones, es que ya está enfermo"; y debe darme un mejor trato, lo que principalmente significa un aire de mejor calidad. Lo más importante, desde luego, es que deje de fumar. Pero si es incapaz de re­nunciar al cigarrillo, puede ayudar­me por otros medios. Existe una pequeña máquina, de precio mode­rado, que hace circular el aire de la habitación a través de una capa de carbón activado —empleado en las caretas de protección contra el gasy absorbe las sustancias químicas que atacan a mis tejidos. Si Juan colocara una en su alcoba y otra en la oficina, yo tendría 16 horas de protección cada día.

También le aconsejo que haga más ejercicio y observé un régimen alimenticio más adecuado. Cual­quier clase de ejercicio corporal, subir a pie las escaleras, pasear, salvar distancias a trote lento, prac­ticar deportes— me obliga a respi­rar con mayor profundidad, y eso es muy conveniente. Además, hay ejercicios especiales para las funcio­nes respiratorias. En condiciones normales la mejor manera de res­pirar es hacerlo profundamente, in­troduciendo en los pulmones mayor cantidad de aire a un ritmo más pausado. Juan podría practicar la respiración abdominal, como lo ha­cen los pequeños y los cantantes de ópera, que consiste en no inflar el tórax y en dejar caer el diafragma. De este modo el aire penetra hasta mis alvéolos más recónditos.

Además, sería útil que varias ve­ces al día Juan empleara en mí cier­to recurso de limpieza. Juan cree que con exhalar normalmente yo quedo vacío de aire. Pero está equi­vocado. Que abra la boca y exhale todo el aire que pueda. Luego, que frunza los labios y sople: todavía le quedará bastante aire. Si lo hi­ciera fumando, observaría algo que debería hacerlo reflexionar: de sus labios fruncidos saldría humo que normalmente quedaría encerrado, estancándose en mi interior.

Todo se resume en lo siguiente: En su mayoría los órganos vecinos míos pueden soportar sin queja un trato muy rudo. Desgraciadamente este no es mi caso. La Naturaleza no me ha dotado de todos los medios de protección que necesito para vi­vir en el mundo de hoy. Por eso han adquirido proporciones de epidemia una serie de enfermedades de los pulmones. ¡Presta atención, Juan!

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