Un vistazo al interior de ese órgano esencial y delicado, merecedor de un trato más considerado que el que suele recibir.
SOY EL PULMÓN DE JUAN
EN BUENA parte, este artículo está basado en las entrevistas que tuvo el autor con los doctores Alton Ochsner y Hurst Hatch, de la afamada Clínica Ochsner, en Nueva Orleáns (Luisiana).
POR J. D. RATCLIFF
SELLECIONES DEL R.D. JUNIO 1969
USTEDES conocen a muchas personas semejantes a Juan. Tiene 47 años, es próspero y vive feliz con su esposa. Hace algún tiempo el corazón y el estómago de Juan
contaron su historia en SELECCIONES.* Ahora me toca a mí hacerlo. *Véase: Soy el corazón de Juan en Seleciones de julio de 1967; Soy el estómago de Juan, en agosto de 1968.
Soy el pulmón derecho de Juan, y me corresponde el privilegio de hablar porque soy algo más grande que mi compañero situado en el lado izquierdo del tórax. Yo tengo tres lóbulos separados (o compartimientos), mientras que el izquierdo sólo tiene dos. Juan se llevaría una sorpresa si me viera, pues piensa que soy una especie de vejiga vacía, de color rosa, que cuelga dentro del tórax. Por el contrario, no estoy vacío; la realidad es que, si me cortaran, ofrecería el aspecto de algo semejante a la sección de una esponja de goma para baño. Además, mi color no es rosado. Lo fue cuando Juan era un niño pequeño. En la actualidad, después de haber consumido un cuarto de millón de cigarrillos y de haberme inflado unos quinientos millones de veces en la atmósfera contaminada de las ciudades, tengo un feo color gris pizarra, moteado de negro.
En el tórax de Juan hay tres compartimientos separados y herméticamente cerrados: en uno me encuentro yo, en el otro se aloja el pulmón izquierdo y en el último se halla el corazón. Yo cuelgo holgadamente en mi compartimiento, ocupándolo totalmente, y peso alrededor de medio kilo.
Como no tengo músculos, desempeño un papel pasivo en los movimientos de la respiración. Hay un vacío parcial en mi compartimiento; por consiguiente, cuando se dilata el tórax de Juan, me dilato yo. Al exhalar Juan, yo me desinflo. Se trata simplemente de un mecanismo de retroceso. Si llegara a ocurrir que la pared del tórax se perforara en un accidente, dejaría de existir el vacío parcial y yo quedaría colgando lacio, sin trabajar, hasta que se curara la herida y se volviera a hacer el vacío.
Veamos más de cerca cómo estoy constituido. La tráquea de Juan, que mide unos 12 centímetros de longitud, se divide en la parte inferior en dos conductos bronquiales principales: uno unido a mí y el otro a mi compañero. Luego comienzo a ramificarme como un árbol invertido. Primero en las ramas bronquiales y finalmente en los diminutos bronquiolos, que miden un cuarto de milímetro de diámetro. Todos ellos son sencillamente conductos de aire. El verdadero trabajo lo realizo en los alvéolos: los microscópicos sacos de aire que se agrupan como racimos de uvas. Hay en mí unos 250 millones de alvéolos que, extendidos, cubrirían con su tejido aproximadamente medio campo de tenis.
Cada alvéolo está cubierto por una maraña de capilares. El corazón impulsa la sangre hacia un extremo de cada capilar, y los glóbulos rojos, uno por uno, lo recorren aproximadamente en un segundo. A continuación ocurre algo asombroso. A través de la membrana finisima de la pared capilar, los glóbulos rojos descargan su desecho de anhídrido carbónico en mis alvéolos. Simultáneamente, toman el oxígeno que entra por el otro extremo. Es una especie de tienda de intercambio : por un extremo de los capilares la sangre entra de color azulado y por el otro sale de un vivo color rojo cereza.
Los órganos más importantes de Juan —señaladamente el corazón—funcionan por control automático. Lo mismo ocurre conmigo la mayor parte dél tiempo, aunque también estoy sujeto al control voluntario de mi amo. De niño, cuando Juan hacía berrinches, en ocasiones contenía la respiración hasta ponerse un poco morado. Su madre se preocupaba, aunque innecesariamente, pues mucho antes que sufriera verdaderos perjuicios, la respiración automática se hubiera hecho cargo y Juan comenzaría a respirar, aunque no quisiera.
La acción automática de mis funciones respiratorias está regulada por el bulbo raquídeo —la protuberancia donde la médula espinal se inserta en el cerebro—, que es un detector químico asombrosamente sensible. Durante el ejercicio enérgico, los músculos consumen pronto el oxígeno y descargan el desecho de anhídrido carbónico. Conforme se acumula este gas, la sangre se pone ligeramente ácida. El centro de control de las funciones respiratorias detecta esto de manera instantánea y me envía la orden de que trabaje más aprisa. Si la acidez aumenta demasiado, como ocurre cuando Juan hace un ejercicio enérgico, el centro de control me ordena que también haga más profunda la respiración: es lo que llamamos "el segundo aliento".
Cuando Juan está sentado necesita unos 16 litros de aire cada minuto; en la marcha, necesita unos 24; en la carrera, unos 50. Recostado, tranquilamente, en la cama, necesita unos ocho litros de aire cada minuto. Para inhalarlos respira unas 16 veces por minuto, es decir, inhala poco menos de medio litro de aire cada vez que respira. (Yo puedo recibir ocho veces esa cantidad, que sólo me infla en parte.) Aun así, no todo ese medio litro de aire me llega a mí; un tercio se escapa sin rumbo fijo por la tráquea y otros conductos del aire.
El aire que necesito me debe llegar poco más o menos tan húmedo y cálido como el de una marisma tropical. Para producir ese aire tan especial en el trayecto de unos cuantos centímetros, se requiere todo un complicado sistema. Las mismas glándulas lagrimales que constantemente bañan los ojos de Juan, junto con otras glándulas que vierten secreciones - mucosas en la nariz y en la garganta, producen hasta medio litro de líquido por día para humedecer el aire que recibo. A lo largo de la mucosa de esos mismos conductos, los vasos sanguíneos —que en los días fríos se dilatan y en los días cálidos se constriñen—realizan la labor de calentamiento.
Hay una lista casi interminable de cosas que me pueden causar dificultades. Cada día Juan inhala toda clase de bacterias y virus. La lisozima, poderosa enzima antimicrobiana existente en la nariz y la garganta, destruye a,casi todos ellos. Y, por lo general, yo puedo combatir a los demás que llegan a penetrar hasta mis oscuros, cálidos y húmedos conductos, que constituyen un excelente coto de caza de microbios. Los fagocitos vigilan en mis conductos y sencillamente envuelven a los invasores y los engullen.
Desde luego, el aire contaminado es mi mayor problema. Los demás órganos viven resguardos; sin embargo, para las consecuencias reales, daría lo mismo que yo estuviese afuera del cuerpo de Juan, expuesto a los peligros del medio ambiente y a sus impurezas. Aunque no lo parezca, soy muy delicado, y es asombroso que pueda sobrevivir siquiera, obligado como estoy a sufrir la presencia de compuestos como el anhídrido sulfuroso, el benzopireno, el plomo, el bióxido de nitrógeno. Como algunos pueden fundir inclusive medias de nilón, podrán ustedes imaginar qué efectos surten en mí.
El proceso mediante el cual se purifica el aire que recibo comienza con los pelillos de la nariz, que detienen las grandes partículas de polvo. Una película adherente de materia mucosa, en la nariz, la garganta y los bronquios, actúa en forma semejante a la del papel matamoscas para atrapar las partículas más pequeñas de polvo. Y por último, la labor de limpieza propiamente dicha la realizan los cilios: pelillos microscópicos que cubren, en cantidad de decenas de millones, todos mis conductos respiratorios. Como trigo al viento, los cilios se agitan hacia atrás y adelante cerca de 12 veces por segundo. Moviéndose hacia arriba, empujan los desechos hacia la garganta, donde pueden ser deglutidos por Juan.
Si Juan pudiera observar mis cilios al microscopio, vería que cuando se les arroja humo de cigarrillo o aire muy contaminado, dejan de agitarse y se paralizan durante algún tiempo. De continuar esta irritación durante un periodo largo, los cilios se debilitan y mueren, sin que los puedan remplazar.
A los treinta años de fumador, Juan ha perdido casi todos los cilios, y las membranas de los conductos que segregan materia mucosa han aumentado tres veces su espesor normal. Juan no lo sabe, pero corre el peligro de sofocarse. Si cae en mis sacos de aire demasiada materia mucosa, la respiración cesa tal como si hubieran penetrado en los pulmones varios litros de agua. Lo único que salva a Juan de ese riesgo es su ruidosa e ineficaz tos de fumador que ha pasado a suplir la silenciosa función de los cilios. Juan debe tener presente que este es el único mecanismo de limpieza que me queda, y deberá guardarse de tomar medicamentos para combatir la tos.
La mayor parte del tiempo Juan me exige que inhale verdaderos desperdicios. Algunas partículas obstruyen mis conductos más pequeños, y otras queman mis tejidos. Las frágiles paredes de mis alvéolos pierden elasticidad y no se desinflan como es debido cuando exhalo. (Por eso le es posible inhalar, mas no exhalar.) El anhídrido carbónico queda retenido en los alvéolos, que dejan de proporcionar oxígeno a la sangre y de tomar los desechos de anhídrido carbónico. Así sobreviene el enfisema pulmonar, espantosa afección en que cada respiración constituye una lucha para sobrevivir. Aunque Juan no lo sabe, varios millones de alvéolos míos se hallan en esta situación. Como su capacidad pulmonar es unas ocho veces mayor que la que necesita para el trabajo sedentario, todavía le queda una reserva suficiente. Sin embargo, a últimas fechas se ha percatado de que incluso un esfuerzo menor le causa una forma leve de sofocación. De esta manera lo estoy poniendo sobre aviso.
Juan debe tener en cuenta el viejo adagio médico que advierte: "El que está consciente de tener pulmones, es que ya está enfermo"; y debe darme un mejor trato, lo que principalmente significa un aire de mejor calidad. Lo más importante, desde luego, es que deje de fumar. Pero si es incapaz de renunciar al cigarrillo, puede ayudarme por otros medios. Existe una pequeña máquina, de precio moderado, que hace circular el aire de la habitación a través de una capa de carbón activado —empleado en las caretas de protección contra el gas—y absorbe las sustancias químicas que atacan a mis tejidos. Si Juan colocara una en su alcoba y otra en la oficina, yo tendría 16 horas de protección cada día.
También le aconsejo que haga más ejercicio y observé un régimen alimenticio más adecuado. Cualquier clase de ejercicio corporal, subir a pie las escaleras, pasear, salvar distancias a trote lento, practicar deportes— me obliga a respirar con mayor profundidad, y eso es muy conveniente. Además, hay ejercicios especiales para las funciones respiratorias. En condiciones normales la mejor manera de respirar es hacerlo profundamente, introduciendo en los pulmones mayor cantidad de aire a un ritmo más pausado. Juan podría practicar la respiración abdominal, como lo hacen los pequeños y los cantantes de ópera, que consiste en no inflar el tórax y en dejar caer el diafragma. De este modo el aire penetra hasta mis alvéolos más recónditos.
Además, sería útil que varias veces al día Juan empleara en mí cierto recurso de limpieza. Juan cree que con exhalar normalmente yo quedo vacío de aire. Pero está equivocado. Que abra la boca y exhale todo el aire que pueda. Luego, que frunza los labios y sople: todavía le quedará bastante aire. Si lo hiciera fumando, observaría algo que debería hacerlo reflexionar: de sus labios fruncidos saldría humo que normalmente quedaría encerrado, estancándose en mi interior.
Todo se resume en lo siguiente: En su mayoría los órganos vecinos míos pueden soportar sin queja un trato muy rudo. Desgraciadamente este no es mi caso. La Naturaleza no me ha dotado de todos los medios de protección que necesito para vivir en el mundo de hoy. Por eso han adquirido proporciones de epidemia una serie de enfermedades de los pulmones. ¡Presta atención, Juan!
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