FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO
Por Anna Marie Dahiquist
durante las elecciones, hubiera votado por los socialistas. Pero quizá Wilson no sea tan malo. Hasta puede ser que introduzca algunas reformas.
Pablo quedó asombrado, como siempre, al notar la manera en que su madre defendía el conservadurismo. A pesar de ser miope y sorda, y de haber llegado solo hasta el tercer grado de la escuela elemental, estaba al día en todo. Había leído tantos artículos y libros sobre política, que nadie le podía ganar una discusión sobre el asunto.
Muy pronto Pablo estaba predicando en algunas iglesias cerca de Colorado Springs. Pero su salud no mejoraba, puesto que en el pastorado no podía estar libre de preocupaciones que le apremiaran. Su madre se afligía cada vez más, y le rogaba a Pablo que regresara al hogar materno para que ella lo cuidara. Pero Pablo no quiso. Insistía en trabajar para sostener a su familia, y no quería que su madre viuda tuviera que pagar sus gastos. No fue sino hasta abril, que por fin accedió, a regañadientes, a abandonar el púlpito, alejarse del estudio, de la gente, y de las preocupaciones.
Se acordó, entonces, de su "terrenito." El arroyo Wilson sería el lugar más indicado para recobrar fuerzas; y Dora y Carrie podrían acompañarlo.
Y así lo hicieron. Al entrar en la cañada, arreando el burro que llevaba la carpa y las provisiones, Pablo iba pensando en el lugar en donde él y su hermano, doce años atrás, habían tratado de cultivar melones y papas. ¡Todavía estaba allí! La tienda de campaña cabría muy bien en el espacio disponible.
Detrás de la pequeña planicie se elevaba un escarpado risco; a ambos lados había un sinnúmero de pequeños arbustos, en medio de las rocas; y delante del terreno estaba el barranco, en el fondo del cual corría el arroyo.
Venían preparados para pasar allí todo el verano. Después de levantar la carpa, cortaron ramas para construir un gallinero. Tenían que proteger de los coyotes a la docena de gallinas que trajeron. Ellas les proporcionarían carne y huevos.
Por las mañanas, Pablo se asoleaba y cortaba y preparaba ramas de pino, para hacer rústicos muebles: una banca, una cuna, una silla de patas altas para Carrie. Tenía que partir leña, y hornear pan en un horno que había hecho con piedras superpuestas. Dora lavaba los pañales y acarreaba agua del manantial, mientras que Carrie jugaba en el corral que Pablo había hecho, para protegerla del fuego y del barranco. Por la tarde, se sentaban para calentarse junto al fuego, hasta que las estrellas salían como diamantes sobre un cielo aterciopelado. En ese aislado paraje, se reían, debatían sobre muchas cosas y contemplaban a su nenita de ojos azules dar sus primeros pasos. Tenían que protegerse de los coyotes y de las culebras de cascabel. Cuán lejos le parecía la vida universitaria de Alemania. La filosofía de los agnósticos profesores parecía disiparse, como el humo del fuego del campamento. Por otra parte, Dios parecía estar más cerca que nunca.
Pablo se acordó del placer que había sentido cuando sus artículos empezaron a aparecer en El Socialista Cristiano. El editor le había felicitado por su buen trabajo, y le había pedido más escritos.
Sin embargo, Pablo se daba cuenta de que no podía continuar escribiendo para aquella revista. No podía entregarse al partido socialista, pues únicamente Cristo era su verdadero Señor; y Cristo lo había llamado a la predicación, no a la política. Cada día que pasaba, Pablo se sentía más seguro de su vocación.
Su salud también iba mejorando día a día. En septiembre el médico, renuentemente, accedió a concederle el permiso necesario para salir del país.
—Tu esposo realmente no está bien— le dijo a Dora. —Pero le dejaré ir. El mejor remedio para un hombre como él, es permitirle hacer lo que más desea; y lo que tu esposo realmente quiere hacer es irse como misionero.
Ahora ya nada impedía que Pablo cumpliera su vocación. La mano divina había cerrado la puerta de Europa, pero había abierto la de Guatemala.
El 2 de octubre de 1913, Pablo y Dora zarparon del puerto de Nueva Orleans. Les acompañaba una señorita llamada Enriqueta York, la cual iba a trabajar como enfermera en el hospital de la misión. —He consagrado mi vida para pasar todos mis días en Guatemala— declaró la misionera con voz resuelta. Pablo no podía hacerse eco de aquella declaración tan osada. Sabía que la mano divina, que le había cerrado la puerta de Europa, podría algún día cerrar también la de Guatemala. Lo único que el joven misionero podía decir, con toda certeza, era que aquella mano le seguía guiando, y que siempre lo guiaría.
El viaje de cuatro días fue agradable y tranquilo. Como en un sueño, cargando a Carrie y llevando a Dora del brazo, Pablo bajó por la plancha del vapor, y puso sus pies en suelo guatemalteco. Estaban en Puerto Barrios, ciudad que lleva el nombre del gran reformador y presidente, que en 1882 había invitado a los primeros misioneros evangélicos a que vinieran a su patria.
Dejando atrás el tórrido puerto, los nuevos misioneros viajaron por tren hasta la ciudad de Guatemala, la capital; ciudad enquistada como brillante en un anillo de majestuosos volcanes.
Guillermo Allison, director de la misión, fue a la estación en su coche de caballos, para recibirlos. Era de edad madura, corpulento, y resuelto. —Les diremos cuál será su trabajo cuando tengamos la reunión anual de misioneros, dentro de unas pocas semanas,— les dijo, mientras los conducía al sitio donde se hospedarían. —Entre tanto, salgan a conocer la ciudad, y estudien el español.
"Perseguidos, mas no desamparados."—El apóstol Pablo (2 Cor. 4:9)
Capítulo Diez
APRENDIENDO A SER HUMILDE
Pablo y Dora esperaban nerviosamente fuera del salón en donde estaban reunidos los demás misioneros. —Con seguridad,— dijo Pablo, —el trabajo que nos sea asignado no alterará nuestros planes.
A los pocos momentos el Hno. Allison abrió la puerta y se dirigió a ellos: —Ustedes van a ir a Quezaltenango, para trabajar en la obra de evangelización.
Pablo luchó por contenerse, y contestar con calma: —¿Qué significa esto? La Junta de Misiones nos nombró para trabajar en la obra educativa; y usted mismo nos ha dicho que viviríamos aquí, en la capital, en el colegio de varones.
—Bueno, pues. Si ustedes no quieren aceptar la decisión del cuerpo misionero, tendrán que apelar a la Junta en Nueva York;— replicó Allison con tono terminante.
Pablo optó por no decir nada más. Cuando estuvo a solas con Dora, le dijo: —Tengo ganas de presentar mi renuncia. Nos quieren enviar lejos, a las montañas, porque somos los más jóvenes. Yo estudié con los mejores profesores de Europa, y algunos de los misioneros que están aquí ni siquiera han estudiado en un seminario. ¿Por qué no los mandan a ellos a Quezaltenango?
—Quizá no quieren que disemines aquí, en los colegios de la capital, tus ideas socialistas— dijo Dora con tono pesimista.
—Pues, no me parece justo. Puede ser que mis ideas modernas no le gusten a Mr. Allison, pero insisto en que él hizo mal en pasar por alto la decisión de la Junta en Nueva York. Realmente yo me había preparado para una carrera en el colegio.
Ambos se quedaron en silencio. Al rato, Dora volvió a hablar: —Sé que no es justo. Sin embargo, tú dices que Dios lo ordena todo de antemano. ¿No crees que fue El Quien permitió todo esto?
Pablo estuvo de acuerdo, y poco a poco se le fue pasando la cólera. —Tienes razón, mis Cebollitas. Dios puede hacer que esta injusticia ayude a bien. Aceptemos el trabajo. Si Dios me llama a evangelizar al Departamento de Quezaltenango, ¡me entregaré de lleno a esa tarea!
Pocos días después, la familia estaba en camino. Les acompañaba Linn Sullenberger, un misionero jovial y alegre, que ya había trabajado antes en Quezaltenango.
No había camino directo entre la capital y Quezaltenango. De modo que era necesario ir en ferrocarril, por la costa, hasta San Felipe. El destartalado tren bajó lentamente hacia el Pacífico. El calor de las llanuras costeras era casi insoportable. Carrie lloraba mucho. No hallaba ningún consuelo en los sudorosos brazos de su madre.
En San Felipe terminaba la vía férrea. Desde allí los viajeros tenían que recorrer el último trecho del viaje en una diligencia tirada por ocho mulas, que salía a las tres de la -madrugada.
— ¿Dónde están las maletas?— preguntó Pablo, mientras subían a la diligencia, en medio de la oscuridad.
—Las llevan los cargadores indígenas,— replicó Sullenberger. A la agencia de transportes le cuesta menos emplear a un hombre que usar una mula.
A Pablo se le vino a la mente el cuadro del indio que había entrado en su hogar, allá en su infancia. Ahora, se interesó en saber cómo eran los naturales de Quezaltenango. ¿Cuál sería el resultado de tantos años de opresión?
Cuando los primeros rayos del sol clarearon el día, Pablo pudo ver a los cargadores, subiendo por el polvoriento camino, al lado de la diligencia, y doblegados por su carga. Llevaban cerca de doscientas libras a la espalda. Tenían puestos unos delantales cuadriculados de lana blanca y negra, sobre pantalones cortos, dejando al desnudo las musculosas piernas y los pies descalzos y endurecidos. Iban asubir hasta más de dos mil cuatrocientos metros de altura antes de que el sol se pusiera.
A mediodía la diligencia llegó a Santa María, un poblado rodeado de brumas, y de la verde vegetación propia de la región entre la costa y la serranía. Allí almorzaron los viaje ros, y luego siguieron su camino. Conforme avanzabas) cuesta arriba, la densa vegetacion tropical daba paso a los bosques de pino, y luego éstos a los pajonales. El majestuoso pico del volcán Santa María se destacaba por entre la neblina, arrojando bocanadas de humo blanco.
—Cuénteme algo de Quezaltenango— dijo Pablo a su compañero de viaje.
—Los indígenas la llaman Xelajú. También es conocida como "la capital de los altos." La Junta abrió una obra en ella en 1898, pero fue abandonada después del gran terremoto de 1902. Eduardo Haymaker le podrá contar más acerca de esa experiencia. Cuenta que veía a los campesinos cavar en la ceniza para sacar su maíz, como si estuvieran cavando papas. ¡Tal fue la cantidad de ceniza que cayó en la erupción que acompañó al terremoto! De todos modos, solo hace poco se volvió a abrir la misión.
—¿Cuántos habitantes tiene Quezaltenango?
—Creo que unos veinte mil. Quizá unos doce mil indios de la tribu quiché; y ocho mil "ladinos," que es como llaman aquí a las personas que hablan español. También hay unos cuatrocientos alemanes; la mayoría de ellos finqueros que tratan a los indígenas como si fueran esclavos.
—¿Hay algunos norteamericanos en la ciudad?— preguntó Dora.
—Muy pocos. Conocerán a una de ellas muy pronto. Se apellida King. Ella nos está esperando para la cena. La noche había entrado ya, cuando la diligencia llegó a Quezaltenango. Pablo y Dora se alegraron al ver luces eléctricas iluminando las ventanas y balcones de las casas coloniales.
La Sra. de King salió a recibirlos. Tenía muchos años de haber enviudado. Por un tiempo se había ganado la vida en Quezaltenango, trabajando como niñera. Ahora andaba encorvada, por la edad. Su descolorida falda, producía un siseo irregular al arrastrarse por el piso, mientras ella iba y venía de la cocina, sirviendo la cena. Dora rebosaba de alegría al ver que la casa de la misión tenía once piezas! Su entusiasmo se convirtió en desilusión aquella noche, cuando los chinches y las pulgas los atacaron despiadadamente.—Están dentro de la madera de la cama— dijo con voz quejosa al día siguiente. —Debemos fabricar una cama nueva cuánto antes. ¿Qué piensas hacer con los cajones del embalaje?
—Me servirán para hacer un escritorio— replicó Pablo. —Me importa más un escritorio que una cama.— Ni siquiera se imaginaba que iba a necesitar imperiosamente una cama, mucho antes de que tuviera listo su escritorio. No habían transcurrido muchos días, cuando le atacaron escalofríos espantosos. No conseguía calentarse, a pesar de todas las frazadas y cobijas que Dora le amontonaba encima. Al rato, fue presa de una calentura abrasadora que le hizo delirar.
—Me estoy muriendo— murmuraba apagadamente y con los labios resecos. —¡No me servirá nunca el escritorio! ¡No podré escribir ni un solo sermón!
—Te ha dado paludismo— le aseguró Dora. —Toma esta quinina, y pronto te aliviarás.
Pablo empezó a mejorar, y a las pocas semanas había recobrado suficientes fuerzas como para acometer la empresa de tratar de aprender el español. Tuvo la fortuna de contar con un excelente maestro, don Manuel Meléndez.
Eduardo Haymaker, un misionero alto, de barba blanca y pelo cano, vino para acompañarlo a conocer el campo de trabajo. Pablo llegó a querer mucho al sagaz y entendido veterano. Eduardo no solo tenía la mente llena de conocimientos e inventiva, sino que también tenía el corazón lleno de un gran amor por la gente, y una pasión por el evangelismo. Pablo aprendería ésto de él.
Viajaban a caballo de una aldea a otra. Los habitantes llegaban para escuchar predicar al Hno. Haymaker. Cuando éste tuvo que regresar a su campo de trabajo, Pablo empezó a predicar en español, no solo en la Iglesia Bethel, sino también en varias aldeas de alrededor. La gente parecía tener hambre del evangelio. Cierta vez, un joven caminó más de veinticinco kilómetros al lado del caballo del misionero, lanzando una pregunta tras otra, durante todo el trayecto.
Por aquel tiempo estalló la guerra en Europa. Para entonces, Pablo estaba pastoreando también una congregación alemana en Quezaltenango. Con mucha tristeza vio al joven organista, el cual había sido llamado a la guerra, en ultramar.
Sin embargo, a los pocos días, el 10 de agosto de 1914, ocurrió un evento más alegre. Nació Paulina Ruth Burgess. Dora dio a luz en la misma casa. Habiendo sufrido tanto en el hospital de Berlín, rehusó ir al hospital para su alumbramiento. La Srta. York vino para ayudarle, y también para atender a Carrie, la cual estaba casi muriéndose, víctima de una fiebre altísima.
Carrie se alivió, pero el tiempo en que estuvo con buena salud fue muy breve. Al poco tiempo a ambas nenitas les dio tosferina, y luego el sarampión.
—¿Cuando me será posible hacer algo en la obra de Dios?— se quejó Dora con un gemido. —Las nenas siempre están enfermas, y mi esposo siempre está de viaje. Me siento casi presa en esta casa.
Pablo, en verdad, se había entregado tan totalmente a su trabajo, que rara vez estaba en casa. Sin embargo, la obra parecía progresar muy despacio.
Un día domingo, a principios de 1915, mientras Pablo esperaba que los miembros de la clase de varones llegaran para la escuela dominical, se asomó a la ventana de la Iglesia Bethel. Por las calles transitaban varias mujeres indígenas, vestidas de huipiles de vistosos colores, y llevando pesadas canastas en la cabeza. También pasaban muchos hombres bien vestidos, y los vio que entraban en el teatro o en las tiendas; pero nadie entraba en el templo.
Desalentado, Pablo se sentó en la banqueta del descompuesto armonio. Por fin dos hombres entraron en el templo. Eran los únicos alumnos que vendrían.
"He ganado premios en teología y en hebreo; he estudiado en las mejores universidades de Europa," se dijo Pablo para sus adentros; "y a nadie le importa un comino. ¡Ni siquiera quieren asistir a mi clase! ¿Qué me quiere enseñar Dios? Quizá he dependido más de la sabiduría humana, antes que en la de El."
Aquella noche Pablo escribió en sus apuntes: "Así tuvo Dios que humillar al hombre soberbio y enseñarle tranquilidad y confianza sólo en El."
Hubo también otras experiencias que doblegaron su arrogancia.
No era popular ser evangélico.
En algunos lugares, la gente le tiraba piedras mientras predicaba.
—¡Fuera con los evangélicos! ¡Diablos ignorantes! ¡Hijos de puercos!—gritaban.
Cierta vez, en la ciudad de (San Carlos) Sija, un piedrazo le llegó en la pierna. Cojeaba cuando salió del pueblo, pero no se enteró sino hasta buen tiempo después, de lo que les había pasado a los que estaban escuchándole. Una señora fue azotada; y los comerciantes rehusaron vender provisiones a los demás evangélicos.
En cierta ocasión, el jefe de la policía amenazó a Pablo con darle doscientos latigazos, solo porque vendía Biblias. El misionero se estremeció. Los reformadores guatemaltecos habían abolido la pena de muerte, pero no habían abolido el poste de flagelación; y dicho castigo bien podía resultar en la muerte.
Muchos evangélicos fueron encarcelados por su fe; uno de ellos tenía ya ocho meses de estar preso. —Yo podría dejarlo en libertad en cualquier momento— dijo el despiadado juez. —Pero le dejaré en la cárcel, para que vea que las oraciones de los demás evangélicos no le sirven para nada.
Pablo, sin embargo, predicaba el evangelio, a pesar de que la mayoría de la gente desconfiaba del mensaje y lo mal interpretaba; aun habiendo visto que el mensaje cristiano transformaba la vida de los oyentes más que cualquier reforma social.
A pesar de la persecusión, el evangelio empezó a extenderse rápidamente. Pablo estableció una librería evangélica, y empezó a publicar una revista mensual, llamada El Noticiero Evangélico. También abrió nuevos sitios de predicación en otros lugares. En cierta ocasión bautizó, en un solo año, a 64 adultos convertidos. Algunos de ellos habían sido borrachos de fama; otros eran respetados dirigentes de la municipalidad. En ambos casos Dios había transformado sus vidas.
Para entonces Pablo daba gracias a Dios por haber permitido que le tocara trabajar en el evangelismo y no en la educación. Había descubierto que no hay mayor gozo que ver a personas transformadas por Cristo. Valía la pena sufrir penalidades y persecusiones cuando la gente aceptaba el evangelio.
Sin embargo, a pesar del gozo de ver a la gente convirtiéndose, le daba tristeza al saber que muchas aldeas aún no habían sido evangelizadas. Aunque la mayoría de los habitantes eran de raza quiché, pocos indígenas se habían convertido.
¿Cómo alcanzarles para el Señor? Pablo no podía comprender el habla de los que llegaban a su puerta para vender fruta. ¿Cómo podría comunicarles el amor de Dios? Mientras viajaba a caballo por las aldeas que estaban de fiesta, viendo a los indígenas embriagados, tirados por las calles, inclinaba su cabeza, y oraba: "Dios, mándanos otra familia misionera para evangelizar al pueblo quiché."
No hay comentarios:
Publicar un comentario