jueves, 29 de diciembre de 2022

EL SUEÑO DEL BRUJO PERPLEJO- Pablo Burgess

 "A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor.-

—El apóstol Pablo (Ro. 1:14)

Capítulo Dieciséis

BRUJO PERPLEJO

Por Anna Marie Dahiquist

Marcelino Vásquez era un dirigente rico y respetado entre los indígenas del pueblo costero de El Palmar; y además, brujo. Sin embargo, las prácticas de su religión no le daban la satisfacción que buscaba, y le había impresionado grandemente un sueño que tuvo, en el cual oyó el consejo: "Debes buscar un camino mejor, cueste lo que cueste."

Poco tiempo después, Marcelino conoció a Antonio Alva­rado, quien había sido arrestado por ser creyente, y enviado a El Palmar para reparar caminos. Cada vez que recibía los frugales alimentos, Antonio inclinaba la cabeza y daba gra­cias a Dios.

—¿Por qué es usted tan distinto a los demás presos?— le preguntó Marcelino.

Antonio trató de explicarle el evangelio. Marcelino movía su cabeza, indicando que no comprendía lo que estaba hablando. Entonces Antonio dijo: —Cuando salga en liber­tad, le pediré al Hno. Pablo Burgess que lo visite. El puede contestar las preguntas mejor que yo.

Antonio fue fiel a su promesa, e hizo arreglos para que Pablo visitara al brujo. Sin embargo, Marcelino temía la reacción de sus vecinos. Así que, en lugar de invitar al misio­nero a la vivienda que tenía en el pueblo, hizo que un criado suyo le condujera, a escondidas, a una choza que tenía en su finca de café. Así, solo su familia inmediata se daría cuenta de la visita.

Pablo visitó tres veces a Marcelino, antes de que su perple­jidad se transformara en gozo y felicidad. —¡Ahora en­tiendo!— exclamó jubiloso. —Acepto a Cristo como mi Sal­vador, ¡pues El murió por mí!— Luego, atizando las brazas en el fuego, agregó: —¿Qué debo hacer ahora?

La Biblia dice que usted debe confesar a Jesús ante los hombres— le contestó Pablo.

El rostro moreno de Vásquez volvió a ensombrecerse, per­plejo. —¿Cómo puedo hacer eso?— preguntó. —Puedo perder todo lo que tengo.

Pablo salió de El Palmar, aquel día, con el corazón deprimido.

Dos semanas más tarde, alguien tocaba reciamente la puerta de la casa misionera. Pablo fue a abrir, y allí estaba Marcelino Vásquez, con un pañuelo rojo en la cabeza, y los pies descalzos llenos de polvo por la larga caminata. Sin siquiera decir "buenas tardes," entró y se sentó en el zaguán.

—¡Lo hice! ¡Lo hice!— exclamó.

—¿Qué fue lo que hizo usted?— preguntó Pablo sin com­prender.

—Pues, ¡le conté a todo el pueblo que soy de Jesucristo! —Tenga la bondad de volver a sentarse, y cuénteme todo—dijo Pablo.

—Bien, pues. Fui a la oficina de la municipalidad, y allí que decían que los evangélicos sacrificaban a los niños, y que se los comen. Algo ardió dentro de mí, así que les grité: Eso es mentira!" Con eso, uno de los que estaban allí me echó una mirada maliciosa y fulminante, y me preguntó: "Y tú , ¿cómo lo sabes? ¿Tú también te has hecho evangélico?" Así que les dije claramente que sí. Después de todo eso, ya no podía esperar más para contárselo a usted también.

—¿Así que usted caminó cincuenta kilómetros cuesta arriba sólo para contármelo?— exclamó el misionero, estre­chando  calurosamente la mano de su amigo. —La mayoría de la gente hace su profesión de fe en la iglesia, pero usted, ¡lo hizo en la municipalidad!

La  vida de Marcelino *Vásquez fue totalmente transformada después de su conversión. Su lema era la oración. Le
a Dios dirección en todo, hasta para comprarse un reloj.
Sin embargo, no sabía qué hacer con sus dos mujeres.
Ambas le eran fieles, y las amaba a ambas.

Era un problema mayúsculo. Por fin, luego de mucha oración, les preguntó a cada una por separado. —¿Aceptarás mi fe?

Una con gusto respondió que sí, en tanto que la otra le dio una negativa rotunda. Con eso Marcelino entendió lo que debía hacer. Se separó de la que no quería saber nada del evangelio, le proveyó de terrenos y de medios de subsisten­cia, y luego se casó legalmente con la esposa creyente.

Por otro lado, se propuso dar como ofrenda todo lo que ganaba en la venta de café, y vivir sólo con lo que ganaba de la venta de bananos, cosecha que le traía menos ganancia. Construyó una capilla, fundó una escuela, y pagó el salario del maestro. Sin embargo, él mismo, a sus cincuenta años, no sabía leer. Nunca había aprendido.

Podía hablar castellano; pero, ¿qué eran aquellos garaba­tos que veía en los libros? Marcelino empleó a un maestro indígena para que le enseñara a leer. A pesar del interés y del esfuerzo, los círculos y las tildes se entremezclaban en las líneas, apareciéndole como un conjunto borroso. Un día, por fin, haciendo caso del consejo del Hno. Haymaker, Marce­lino fue a conseguirse lentes. Con eso, las letras se le apare­cieron claras y dejaron de confundirse. Pronto aprendió a leer. ¡Ahora, las riquezas de la Biblia en español eran suyas!

Luego empezó a visitar a los hogares, y a predicar en la capilla que había construido. Al poco tiempo, la congrega­ción de El Palmar tenía más de cien miembros.

Pablo se recogijaba al ver al ex-brujo convertido por la misericordia de Dios, y trabajando para el Señor. Pero no sólo ex-brujos o campesinos eran trofeos de la gracia de Dios; también lo eran los miembros bien educados de la Iglesia Bethel, tales como el Dr. Manuel Jaramillo, médico y lin­güista bien conocido; don José Tribullier, profesor de len­guas; don Benjamín Mazariegos, fundador de la Liga Anti­Alcohólica de Quezaltenango, y autor y traductor de re­nombre; y el Dr. Juan de Dios Castillo, brillante abogado y sabio juez de la Corte Suprema de Justicia de Guatemala.

Muchos de la clase media también eran trofeos de la gracia de Dios. En la Iglesia Bethel había más de siete zapateros que tenían sus propios talleres. En las capillas de las aldeas se habían convertido muchos campesinos, por medio de la predicación de hombres como Marcelino Vásquez y Pedro Poz.

Lo que había transformado, tanto a ricos como a pobres, no era la filosofía humana; no era la reforma política, ni la abolición de la pobreza. No era ni siquiera el programa de la iglesia. Era la gracia de Dios, que transformaba el corazón.

Pablo se acordaba de lo que había escrito en uno de los artículos publicados por El Socialista Cristiano:

¿Por qué debe el cristiano votar por el partido socialista? En primer lugar, porque el socialismo sos­tiene que . . . cada persona debe tener un salario adecuado para vivir. En segundo lugar, porque sos­tiene que se deben abolir las ganancias ... pues de esta manera se producirá el contentamiento y la pie­dad.

¡Cuán seguro creyó haber estado de que un gobierno socia­lista resolvería los problemas de la injusticia y la maldad! Tan seguro se creía, que había concluido otro artículo diciendo:

Yo y mi casa predicaremos el socialismo, trabaja­remos por el socialismo, y votaremos por el socialismo.          

¡Hacía tanto tiempo que había escrito así! Ahora había regresado a las sencillas pero firmes y eternas doctrinas aprendidas en su ñinez. Había visto que no era la "abolición de ganancias" lo que transformaba a personas como don Marcelino; era la regeneración efectuada por el Espíritu de Dios. Luego, habiendo sido regeneradas, estas personas, a su vez, estaban transformando a la sociedad por medio de sus esfuerzos evangelizadores, humanitarios y educativos. Lo que Guatemala necesitaba era el evangelio en toda su pureza.

Y todos los habitantes de Guatemala necesitaban el evan­gelio. Lo necesitaba, no sólo el 25% de la población, que hablaba el español; sino también el otro 75%, los de sangre india. La mayoría de los indígenas no dominaban el caste­llano, ni poseían terrenos. Eran personas olvidadas, escon­didas en aldeas lejanas, o sirviendo poco menos que como esclavos en haciendas y fincas grandes. Más y más misione­ros llegaban para evangelizar a la minoría de blancos; pero solo unos pocos obreros se habían consagrado a la obra entre los indígenas.

Sin embargo, estos pocos habían decidido unirse para evangelizar a las tribus de naturales. Una Conferencia Indí­gena, para misioneros de varias denominaciones, fue pla­neada para enero de 1921. Pablo le escribió a su hermana Anita:

Por muchos años Dora y yo hemos soñado con evangelizar a los indígenas. Cada vez que parecía que íbamos a realizar el sueño, fuimos frustrados. Confiamos en que el camino aún se nos abrirá. Aun­que ya tenemos canas, nuestros sueños y anhelos nos siguen llamando.

¿Podría ser la conferencia indígena la llave que abriría la puerta para esa obra anhelada, a pesar de que la Junta de Misiones no quería asignarles para que trabajaran entre los naturales? Pablo tendría que esperar hasta enero para saber la respuesta.

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