lunes, 26 de diciembre de 2022

CRUZANDO FRONTERAS DE CONTRABANDO - Pablo Burgess

El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial. —            

El apóstol Pablo (2 Tim. 4:18)

Capítulo Trece

CRUZANDO FRONTERAS DE CONTRABANDO 

Por ANNA MARIE DAHIQUIST

Sin el bullicio de las cuatro niñas y sin la voz de su señora, la vida en la casa grande le parecía muy solitaria. Sin embargo, los días pasaban rápidamente. Se mantenía ocu­pado en predicar, corregir pruebas, y distribuir provisiones a los habitantes de la capital que habían venido a refugiarse en Quezaltenango después del terremoto.

Las cartas de Dora, tan esperadas, por fin llegaron. Por ellas se enteró de que las niñas estaban bien, al cuidado de los abuelos, y que Dora estaba echando carnes y recobrando ánimos. El tratamiento prescrito por el famoso Dr. Kellog, en la clínica Battle Creek, le había hecho mucho bien.

¡Cómo deseaba verla! Decidió pedir permiso para viajar a los Estados Unidos antes de la navidad. Para entonces había ya otros predicadores trabajando y colaborando con él, tales como don Anastasio Samayoa, don Tomás Delgado, don Everarcio Gonzáles, y don Pedro Poz; los cuales podrían continuar con I-a--obra, mientras él estába fuera.

Don Pedro Poz, de la raza quiché, se había convertido mientras estaba en la artillería. Empezó a predicar aún antes de salir de ella, y en 1915 había sido ordenado anciano. Dominaba tanto el español como el quiché, y había estable­cido varias congregaciones, fundando así la primera obra indígena de la región. Cuando predicaba, lo hacía con efica­cia, al punto que los mismos brujos aceptaban el evangelio y arrojaban sus fetiches al rugiente río Samalá. Pablo se reunía a menudo con sus colaboradores, para estudiar la Biblia, orar y para hacer planes para la obra.

A mí me tocará la costa este mes— les dijo en cierta ocasión. —Don Everardo se quedará aquí para encargarse de la Iglesia Bethel.

Pero, ¡en la costa está dando la fiebre amarilla!— le respondieron sus colegas, alarmados.

—Si los zancudos no me pican, no me enfermaré— replicó. —Además, me cubriré la cara con ungüento repelente.

De modo que envolvió el envase de ungüento, algo de ropa limpia y unas Biblias para vender, en una frazada a cuadros, y echándosela a la espalda, bajó por el polvoriento camino, junto con los comerciantes y cargadores.

Yo también soy sirviente— les decía a los peones more­nos mientras que caminaba a su lado. —Permítanme contar­les acerca de mi Patrón.

Después de una caminata de cerca de 60 kilómetros, Pablo llegó a la costa. Al entrar en la casa en donde lo esperaban, a la luz de las velas vio que en el suelo habían varios petates, y que sobre ellos yacían, delirantes, varias personas víctimas de la fiebre. Con actitud decidida, el misionero se acercó a un anciano, le tomó de una de las manos enflaquecidas y ardientes, y le dijo en voz suave: —Dios le ama, amigo mío.

—¡No lo toque!— exclamó una voz. —¡El tiene la fiebre!

—No me contagiaré— respondió Pablo. —El zancudo puede trasmitir la fiebre, pero este hermano, no. Reunámo­nos para orar

Hasta veinte personas morían cada día, víctimas de la fiebre amarilla. Entre ellas falleció el hijo menor de don Pedro Poz. Sin embargo, Pablo regresó a la sierra sin haber sido víctima de la fiebre.

Entre tanto, en Quezaltenango se había levantado un nuevo enemigo: un tal Dr. Tavel; francés él, y ruselista o "testigo de Jehová," que pretendía exigir que todos los misioneros norteamericanos fueran expulsados del país. Se había comprado una imprenta, y publicaba tratados insi­diosos en contra del misionero. Con su poderosa retórica se estaba ganando a los recién convertidos.

¿Cómo podría Pablo viajar a los Estados Unidos para la navidad? Tenía buenos colaboradores, pero ninguno de ellos había estudiado en un seminario, ni había sido ordenado formalmente como pastor. Temía que si él salía del país, ]as tiernas iglesias serían devoradas por el ruselismo que predi­caba el Dr. Tavel. Se necesitaba de un dirigente sabio y veterano; de manera que Pablo pidió a los jefes de la misión que enviaran a don Eduardo Haymaker a Quezaltenango, por seis meses, en tanto que él iba a su tierra.

Entre tanto, había publicado dos libros. El primero, edi­tado por don Anastasio Samayoa, consistente en una compi­lación de las cartas abiertas que había escrito a los espiritis­tas. El segundo, intitulado Los Veinte Siglos del Cristia­nismo. Le envió un ejemplar a su madre, la cual había aprendido por sí sola el español. Esperaba que le agradaran las palabras de la dedicatoria:

A mi madre: ANA HERTZ BURGESS,

de quien primero oí la mayor parte de lo que este
libro contiene, y cuyos hechos y palabras encaminaron mis pasos juveniles hacia Jesús.

Llegó noviembre, y Pablo todavía no sabía definitiva­mente si le sería posible viajar a su tierra para la navidad. Mientras tanto, habiendo aceptado una invitación, fue a predicar en la capital. "Estamos rodeados de terror y odio," decía allí."Pero aún mientras ruge la guerra en Europa, ustedes podrán ver un ejemplo de hermandad cristiana que disipa las tinieblas del odio y del prejuicio. Acompánenme a Quezaltenango; y allí verán a norteamericanos y a alema­nes, a naturales y a blancos, adorar a Dios unidos en amor."

Su mensaje fue interrumpido por el repique de las campa­nas de la catedral. En la calle se oían gritos: —¡Se firmó el armisticio! ¡Viva Francia! ¡Vivan los Estados Unidos! ¡Viva Guatemala!

Pablo regresó a Quezaltenango, feliz de que la guerra hubiera terminado. Pero, al mismo estaba preocupado. ¿Qué le podría haber pasado a Haymaker? ¿Estaría todavía en los Estados Unidos?

A principios de diciembre, en forma inesperada y sin anunciarse, el mismo Eduardo Haymaker apareció un buen día. —Me tardé diecisiete días en La Habana, debido a una huelga marítima— explicó; —pero aquí estoy. Empaque sus cosas, y vaya a ver a esas preciosas nenitas antes que se les olvide que tienen papá.— Luego se puso serio, y añadió: Pero usted sabe que no puede ir por mar. Todos los puertos están en cuarentena, debido a la fiebre amarilla.

Don José Tribullier, anciano de nuestra iglesia, acaba de regresar de México— replicó Pablo. —Me asegura que uno puede ir por tierra, a pesar de la revolución.

De modo que emprendió el viaje por tren, pasando por Tapachula. Al llegar a la frontera, un oficial malhumorado le dijo: —¡Hombre! ¿No sabe usted que estamos en medio de una revolución? ¡No le podemos dar permiso para entrar a nuestro país!

Parecía que no podía hacer nada más sino regresar a Quezaltenango. Desalentado, volvió a subir al destartalado tren, y emprendió el regreso. Sin embargo, en el camino el tren se descarriló cerca a un pueblo costero, en donde él había establecido una escuela dominical. No pudiendo continuar con su camino, Pablo decidió visitar a sus amigos. Uno de ellos le dijo que conocía a algunas personas que podrían ayudarle a cruzar la frontera de contrabando.

El misionero aceptó la idea, y a escondidas cruzó a pie el profundo y caudaloso río Suchiate. Ya del otro lado, avanzó hasta un pueblo cercano, y allí tomó el tren. Notó que los pasajeros estaban muy nerviosos. —Los revolucionarios ya quemaron las estaciones— comentaban en voz baja.

¡Acabarán por volar el tren!

Después de lo que parecía una eternidad, el tren por fin llegó a Veracruz. Pablo fue recibido por los misioneros pres­biterianos en dicha ciudad. Al día siguiente, sentado a la mesa, llegó a saber que los revolucionarios habían hecho volar el tren en el cual él había estado viajando. Orando en silencio, le dio gracias a Dios por haberle preservado la vida.

Saliendo de Veracruz en un vapor, llegó a Nueva Orleans. Allí se tropezó con un receloso guarda norteamericano, que se puso a interrogarlo: —¿No es usted un espía socialista?—le preguntó el soldado. Por la mente de Pablo cruzaron los artículos que había escrito sieile años atrás. ¿Pudiera ser que este hombre los hubiera leído?

Soy un ministro del evangelio— respondió.

El guarda siguió interrogándole, y luego ordenó con seve­ridad: —No salga usted de su cabina.

Pablo regresó entristecido a su camarote, y se dispuso a pasar la noche. ¿Se habría escapado de tantos peligros, solo para ser expulsado ahora, y de su propio país?

Al día siguiente se puso a observar de cerca al guarda. Esperó el momento propicio, y cuando el oficial miraba hacia otro lado, bajó presuroso por la plancha del barco, y se perdió de vista entre la multitud. ¡Estaba en su tierra! ¡Estaba libre! Nadie le quitaría el derecho de ver a su esposa, a sus hijas y a su madre.

Sin demora, tomó el primer tren que encontró, rumbo a Colorado. Haciendo escala en Pueblo, fue a visitar a Dr. MacLeod; a quien consideraba un padre espiritual. Después siguió hasta Cañon City. Su madre, radiante de gozo, estaba sirviendo la cena de nochebuena. Sus hermanas decoraban el árbol de navidad, y sus hijas jugaban alegremente en la nieve.

¿Y su esposa? Dora estaba totalmente restablecida de salud. Lo abrazó fuertemente, riendo y contándole sobre las muchas conferencias en las que había prometido hablar acerca de la obra misionera.

Sin embargo, su gozo duró poco tiempo. Pasada la navidad pescó una terrible influenza, la famosa influenza de 1918. Por muchos días, casi ni se daba cuenta de nada; ni siquiera de las oraciones que su familia hacía en su favor.

Cuando, finalmente, recuperó la salud, se enteró de que el Dr. MacLeod también había contraído la influenza al mismo tiempo, y que, a consecuencia de ello, había muerto.

¡Pero él había sobrevivido! Dios ciertamente tenía un pro­pósito muy especial para él, puesto que lo había preservado de la fiebre amarilla, de los revolucionarios mexicanos, del guarda insensible en Nueva Orleans, y de la mortífera influenza. Con un sentido de gratitud, renovó su voto de entrega personal para cumplir la tarea a la que Dios lo había llamado.

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