miércoles, 28 de diciembre de 2022

PABLO BURGESS -CAPÍTULO QUINCE ¡REVOLUCIÓN!

 "Peligros en la ciudad."       —El apóstol Pablo (2 Cor. 11:26)

CAPÍTULO QUINCE

¡REVOLUCIÓN!

Anna Marie Dahiquist

A principios de 1920 todo parecía marchar bien. Sin embargo Pablo, al igual que mucha gente, se daba cuenta de que bajo la superficie calmada bullían problemas políticos que podían estallar en cualquier momento.

Guatemala estaba hastiada del presidente Manuel Estrada Cabrera, el cual había gobernado por veintidós años como si fuera un monarca. Los campesinos estaban cansados de la pobreza, y la gente pensante estaba harta de un dictador tan maniático y egocéntrico, que iba a los extremos de cambiar los nombres de los pueblos solo por honrar a sus familiares. Los católicos, asimismo, estaban cansados de un presidente que le daba a la diosa Minerva la honra que, según ellos, le pertenecía solo a la Virgen.

Así que, los que se oponían a Estrada formaron un partido denominado Unionista, pretendiendo buscar la unión de las cinco repúblicas centroamericanas; pero en realidad ha­ciendo planes para derrocar al dictador.

Como represalia, Estrada Cabrera envió al coronel de León a Quezaltenango, con el fin de fortalecer su propia posición y sofocar a los unionistas. Pablo conocía a Sancho de León como enemigo declarado del evangelio, que había encarcelado a los creyentes de Sija, y había castigado a una maestra evangélica por su fe, obligándola a limpiar las letri­nas de los soldados. Ahora se encontraba en Quezaltenango, reclutando cuánto soldado podía encontrar, decidido a de­fender al demente dictador.

Algunos de aquellos soldados eran evangélicos, así que Pablo fue al cuartel en abril, para visitarles y animarles en su fe. A la salida, el coronel de León se le acercó, preguntán­dole: —Dígame, Sr. Burgess, ¿defenderán los Estados Uni­dos a Estrada Cabrera?

—No sé,— respondió Pablo con calma. —No soy agente de los Estados Unidos. He venido a predicar el evangelio.

—¿El evangelio? ¿Qué es el evangelio?— prosiguió de León con sarcasmo.

—El evangelio quiere decir salvación para todos, incluso para usted, si recibe a Cristo como su Salvador,— contestó Pablo.

—¡Quién sabe qué haya al otro lado!— exclamó el militar, adoptando una actitud desafiante. —Pero, ¿sabe lo que realmente vale en esta vida? ¡La fuerza!

Dos días después, el pueblo fue despertado por el rugir de los cañones, el chasquido de los machetes y el silbido de las balas. La casa en que vivían los Burgess estaba en línea directa entre el cuartel, en donde estaban apertrechados los soldados, y la penitenciaría, en donde se habían parapetado los unionistas.

Los misioneros apenas tuvieron tiempo de vestirse antes de empezar a abrir la puerta a las personas que buscaban refugio en su casa. El primero fue don Pedro Poz, vestido de uniforme, del cual había arrancado los botones procurando evitar ser reconocido como militar. —Me llamaron para que sirviera nuevamente en la artillería— explicó jadeante. —Pero no quiero defender a Estrada Cabrera. Nadie lo quiere hacer.

Otros vecinos llegaron a refugiarse en la casa misionera. No faltó alguien que le preguntara a Pablo: —¿Por qué no sube usted al techo, para disparar contra los unionistas? ¿No deben los norteamericanos defender a Estrada Cabrera? ¡El tiene amistad con Washington!

Pablo no contestó. Estaba muy ocupado sirviendo el des­ayuno a sus aterrorizadas hijas y a sus inesperados hués­pedes.

—No llores— le dijo a Paulina Ruth. —Estamos seguros aquí en esta casa. Toma tu desayuno, y luego vete a jugar en el sótano.

—Pero ¿qué pasará si derrumban la casa?— preguntó Carrie, entre sollozos.

No se atreverán a hacerlo— respondió el padre. Pertene­cemos al Tío Sam; y la gente sabe que si nos molestan, el Tío Sam los castigará.

¡También nos protegerá Dios!— agregó Carrie, dejando de llorar.

Sí, mi hijita— dijo Pablo, reprochándose su propia falta de fe. —Dios es un Protector mucho mejor que el Tío Sam.

Ese día, los unionistas ganaron la batalla. El coronel de León murió con siete heridas de balas, y casi todos sus solda­dos se pasaron a los unionistas.

Cuando se creyó que el fuego se había calmado, Dora abrió una ventana para ver qué pasaba. Una bala pasó, entonces, por la ventana, a poquísimos centímetros de donde ella estaba parada. ¡Quizá el fuego todavía no había cesado por completo! Dora se retiró prontamente de la ventana. Sin embargo, ya se podía ver a aquellos que venían a recoger los cadáveres de los sesenta muertos que habían caído aquel día. Al poco rato, Pablo también salió para ayudar a llevar a los heridos al centro de la Cruz Roja.

Entre los heridos que Pablo ayudó a transportar en cami­lla, se encontraba un miembro de la Iglesia Bethel, que se había descarriado y alejado. Había dejado de hablarle por mucho tiempo. Ahora, con lágrimas en los ojos, miró al misionero, y le dijo: —Gracias, don Pablo. Le ruego que me perdone. Quiero reconciliarme con Dios.

Al día siguiente, la esposa del pastor don Jorge Ruano entró corriendo a la casa de los Burgess, retorciéndose las manos. —Don Pablo— dijo, procurando contener los sollo­zos. —Mi esposo ha muerto en la batalla de Momostenango. ¿Me haría el favor de ir por el cadáver?

Pablo quedó desconcertado. Jorge Ruano era uno de los predicadores más populares y elocuentes de Guatemala. ¡Qué gran pérdida!

—No tengo automóvil— respondió. —Pero tal vez el Sr. Fleishman me prestará el suyo.

Hugo Fleishman era el cónsul británico. Con gusto ordenó a su propio chofer que llevara al misionero a Momostenango. Allí la batalla había sido muy recia, puesto que los indígenas habían disparado tanto contra los soldados del gobierno como contra los unionistas.

Habían avanzado apenas unos pocos kilómetros, cuando el chofer detuvo el vehículo, señalando una nube de polvo que había por delante. Por entre la nube se divisaba una gran cantidad de machetes. —No puedo seguir— dijo a Pablo. —Esos indios locos no nos respetarán a nosotros ni a la bandera brítánica. Si avanzamos, nos matarán.

En ese instante, una motocicleta los alcanzó, y una voz con acento tejano dijo: —¡Hermano Burgess! ¿Ha regresado usted de entre los muertos? Me dijeron que ustedes fueron asesinados. Yo venía en camino para ver qué se podía hacer.

Pablo sonrió. El que le hablaba era Alberto Hines, misio­nero pentecostal que trabajaba en Totonicapán. —Me da mucho gusto informarle que tanto doña Dora como su servi­dor estamos con vida. Voy a Momostenango para recoger el cadáver del hermano Jorge Ruano. Pero necesito alguien que me lleve. ¿Puede llevarme usted?

Sin más, Pablo montó en la motocicleta, y se alejaron, dejando atrás el carro del cónsul británico y a su chofer que los miraba atónito.

Momostenango era una ciudad quiché, en donde todavía se practicaba la antigua religión maya. Cuando se aproxi­maban a la población, vieron varios carros volcados, con las ventanas hechas añicos y los asientos empapados con sangre.

Se detuvieron brevemente para hablar con una señora conocida,la cual les dijo: —Don Jorge Ruano tiene que haber muerto. Los naturales no sabían quién estaba de parte de Estrada Cabrera y quién no. Dispararon contra todos los ladinos.

Los misioneros se encaminaron lentamente hacia la plaza central. De súbito, oyeron que alguien llamaba: —¡Don Pablo! ¡Don Pablo!— Al voltearse, vieron a un hombre del­gado y calvo que salía de un pajonal.

¡Don Jorge! ¡Don Jorge Ruano!— exclamó Pablo sin acabar de creer lo que veía. —¿Ha regresado usted de entre los muertos?

Cuando vi venir a los naturales, salí huyendo a toda carrera— explicó Ruano. —Pero me dio un calambre en una pierna, y me caí. Fui rodando hasta parar en el pajonal. ¡Eso fue lo que me salvó la vida!

¡Gracias a Dios!— dijo Pablo. —Ahora, acompáñenos a algún lugar seguro.— Con eso, se dirigieron a la vivienda del Rvdo. Rossbach, sacerdote católico en Chichicastenango, y allí se refugió don Jorge. Pablo gustaba de platicar con Rossbach en alemán. Muchas veces había debatido con él acerca de la filosofía de Kant, o sobre la cultura de los mayas. Pero ahora, algo más urgente los unía. "El peligro común nos ha unido a todos," escribió Pablo a su madre.

Los dos misioneros se dirigieron luego a la casa de Alberto Hines, para que Pablo comiera algo, antes de emprender a pie el regreso a Quezaltenango.

En los días subsiguientes, los vecinos manifestaron mayor cordialidad; más de una docena de miembros descarriados se reconciliaron con la iglesia, y los inconversos se interesaron más que nunca por el evangelio.

Manuel Estrada Cabrera no tardó en rendirse, y pronto la calma retornó a la nación, la cual eligió a Carlos Herrera, un finquero adinerado, como presidente. La ceremonia de inves­tidura fue efectuada el 15 de septiembre; mientras que Quezaltenango celebraba, una vez más, la fiesta sin juegos de azar, y Pablo vendía Biblias en el parque central.

Había cumplido ya los treinta y cuatro años; había vivido más tiempo que su padre. Dios le había preservado durante una revolución, y lo seguiría preservando hasta que cum­pliera su misión.

Pablo todavía conservaba su sueño. Podía ver, en el futuro, un instituto bíblico para jóvenes de habla quiché ... librerías evangélicas con Biblias y otros libros en el idioma quiché ... iglesias organizadas, y formando un presbiterio quiché. La Junta de Misiones todavía no le había dado permiso para dedicarse a la obra entre los indígenas, ni había señalado fondos para tal obra. Muchos de sus colaboradores no esta­ban de acuerdo con que se preservara el quiché, ni con que los ya convertidos usaran tal idioma en la adoración. Pero Pablo, sabiendo que Dios le había prolongado la vida para que obedeciera su llamamiento, persistía en su resolución: ¡evangelizaría al pueblo quiché!

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