sábado, 28 de enero de 2017
LAS SIETE VIDAS DE EDDIE RICKENBACKER -AS DE LA PRIMERA Y SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
REGALO DEL CIELO
EDDIE RICKENBACKER
SIEMPRE he
estado plenamente consciente de la existencia de un Gran Poder superior. Aprendí a orar en las rodillas de mi madre, y nunca me acuesto de
noche sin antes arrodillarme a dar gracias. Pero
la religión había sido siempre para mí cuestión reservada, personal, y no había
practicado desde la niñez ninguna forma exterior del culto. Ahora, por primera
vez en tantos años, comprendí que debía compartir mi fe con otros, y ayudarles
a encontrar la fortaleza a través de Dios.
Les insinué que arrimáramos las balsas y orásemos juntos. Bartek llevaba consigo un librito con el Nuevo
Testamento; leyó de él un pasaje y pasó el libro. Cada cual fue hojeándolo hasta encontrar algo adecuado a la
situación. El Salmo 23, que estaba citado en el texto, era particularmente
adecuado. Bajo el sol ardiente del
Pacífico sin límites, encontré nueva belleza en sus palabras familiares.
Realizábamos aquellas reuniones dos veces al día, y cada sesión concluía con
una oración que alguno de nosotros recitaba. Las palabras eran a veces
vacilantes, la gramática imperfecta, pero los sentimientos siempre sinceros.
Después cantabamos himnos. No conocíamos bien la letra de todos, pero lo
hacíamos lo mejor que podíamos.
Entre nosotros había algunos cínicos y descreídos; pero después del octavo día cambiaron. Porque ese día nos ocurrió un pequeño milagro.
Cherry leyó los
servicios esa tarde y terminamos las oraciones con un himno de alabanza. Hubo
alguna conversación pero por el calor opresivo se fue apagando. Con el
sombrero calado hasta las orejas, trataba de guarecerme del resplandor. Me
había adormecido sin darme cuenta .
Algo se me paró en la cabeza. Supe que era una gaviota; no tenía manera
de saberlo, pero lo sabia con toda certeza.
Todos la habían habían visto, pero permanecieron inmóviles y
absolutamente callados. Mirando bajo el ala del sombrero, pude ver las expresiones
de sus caras. No quitaban la vista del ave. Debía ser nuestro sustento.
Milímetro a milímetro comencé a mover la mano hacia el sombrero, lenta,lentamente. Sentía temblar todo mi cuerpo, pero tal vez sólo me lo imaginaba porque el pájaro permanecía allí. Ya llevaba la mano a la altura del ala del sombrero. Fue muy grande la tentación de lanzar un manotazo repentino, pero no podíaarriesgarme. no sabía en que punto preciso se hallaba posada la gaviota. Subí poco a poro la mano abierta hasta donde calculaba que debía de estar. luego cerré los dedos y la spatas me quedaron apresadas en la mano.
La operación de
retorcerle cl pescuezo duró aproximadamente un segundo, y la de
desplumada otro tanto. La cortamos dcspués en ocho partes iguales. La carne cruda
era oscura, musculosa, dura, con cierto sabor a pescado . . . pero deliciosa. La masticamos lentamente, con huesos y todo.
Eso fue tan solo el primer plato. Reservé los intestinos para usarlos de
carnada. Cherry, para que pesara más el sedal, le puso una sortija, y echó el
anzuelo sobre la borda. Inmediatamente picaron la carnada. Era una macarela de unos 30 centímetros de largo. Yo eché el
mío y cobré un robalo pequeño. Después puse manos a la obra de
repartir la macarela. También estuvo deliciosa, mucho más que la gaviota, y
pareció aplacarnos la sed además del hambre.
Para nuestros estómagos encogidos, tal cena de dos platos fue un banquete
opíparo:/Nos levantó el ánimo. Hasta los más enfermos, Alex y Hans, comieron su porción, y al parecer les sentó muy bien. Todo a causa de una pequeña gaviota a centenares de
kilómetros de tierra. Y no hubo ninguno de nosotros que no estuviese consciente de que el pájaro apareció
inmediatamente después de terminar nuestras oraciones.
Para algunos pudo ser mera coincidencia. Para mí, fue un regalo del cielo.
LA CASADA FIEL
John Wheeler
UN GRAN avión de la Eastern Air Lines se disponía a aterrizar en el aeropuerto de La Guardia, en Nueva York.—¿Listo el tren de aterrizaje, John?
Tras de echar una mirada al tablero de instrumentos, el copiloto se asomó a la ventanilla para cerciorarse de que el tren de aterrizaje estaba en posición. Una ráfaga de viento le arrebató la gorra.
—Listo—respondió volviendo hacia el capitán la desgreñada cabeza.
Y el avión aterrizó sin novedad a las 6 y 30 de la mañana.
Joe Higgins, camionero de una lechería de Long Island, habitaba con su esposa en una casita de Queen's Village, lugar cercano al aeropuerto de La Guardia. Estaba recién casado, y había conseguido hacía poco su empleo, en el que le tocaba trabajar de noche.
En la melancólica y silenciosa soledad de las madrugadas, Joe cavilaba a veces en lo que estaría haciendo su mujer a esas horas. En un artículo titulado Consejos para la felicidad conyugal había leído recientemente que el marido debe trabajar de día y permanecer de noche en el hogar. Esto y sus propias cavilaciones preocupaban a Joe ese día al llegar, a las siete de la mañana, a la puerta de su casa.
Iba ya a abrir cuando reparó en algo que había en el suelo, cerca de los escalones de la entrada, y se agachó a recogerlo. Era una gorra con el escudo de la Eastern Air Lines. Abrió Joe violentamente la puerta e irrumpió en la casa gritando:
—Jane! ¿Qué estuviste haciendo anoche ?
—Fui al cine y me acosté en cuanto volví a casa—repuso Jane bastante sorprendida.
—¿Y no andarías también volando . . . por todo lo alto?—preguntó él a tiempo que tiraba en la cama la gorra de aviador—. Tu amigo dejó esta tarjeta en la puerta. Ahí dentro puedes leer el nombre: John Bell. Jane miró con ojos llenos de asombro la gorra de aviador; miró después a su marido, que le gritaba dirigiéndose hacia la puerta de la calle:
—¡Guárdate la gorra, y que te sirva de recuerdo! ¡Tú y yo hemos terminado!
Jane había oído hablar del capitán Eddie Rickenbacker, director de la Eastern Air Lines, piloto veterano y hombre muy cortés y servicial. Le escribió explicándole lo sucedido, fue sin pérdida de tiempo a las oficinas de la Eastern en Nueva York, y entregó la carta y la gorra de aviador a la secretaria del capitán.
El capitán Rickenbacker no es amigo de dejar las cosas para luego. Salió inmediatamente con Jane Higgins para el aeropuerto de La Guardia. Una vez allí, el director de circulación entregó al capitán el cuaderno de vuelo del avión y mandó llamar al copiloto Bell, que se presentó a los pocos minutos. Todos se trasladaron a casa de los Higgins, en donde hallaron a Joe haciendo las maletas. Por supuesto, el cuaderno de vuelo y lo que le contó el propio Bell convencieron a Joe de su equivocación. Con esto, John Bell recuperó su gorra de aviador y Joe Higgins a su esposa.
—Se acabaron las caras agrias, amor mío—le dijo al abrazarla prolongadamente—. Y de todos modos, buscaré otro empleo en que no haya que trabajar de noche.
bien. Todo a causa de una pequeña gaviota a
centenares de kilómetros de tierra. Y no hubo ninguno de
nosotros que no estuviese consciente de que el
pájaro apareció inmediatamente después de terminar nuestras oraciones.
Para algunos pudo ser mera coincidencia. Para
mí, fue un regalo del cielo.
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