martes, 10 de agosto de 2021

1947-SUS OBREROS GANAN LA MITAD DE LAS GANANCIAS; Y GANA MÁS QUE CUANDO LES PAGABA UN JORNAL

  Entrega a sus trabajadores la mitad de las ganancias; y gana más que cuando se limitaba a darles un jornal.

DONDE EL OBRERO ES CAPITALISTA

 A él se debió el primer tanque de acero soldado para depósito.

(Condensado de « Life ») Por John Chamberlain

ANTE «la cuestión obrera», muchos directores de empresas industriales, y muchos jefes de sindicatos obreros coinciden en creer que el problema puede resolverse expidiendo estas o aquellas leyes. Así, mientras unos piden legislación que reprima las huelgas, otros abogan por que se legisle con parcialidad para los huelguistas. Y todos aspiran, no a avenirse con los del campo opuesto, sino a imponérseles y dominarlos.
Muy diverso es el ambiente que reina en cierta fábrica de East Palestina, población de unos seis mil habitantes enclavada en la región nortecentral de los Estados Unidos. Cecil F. Adamson, director de esa fábrica, pudiera llegar a convertirse nada menos que en precursor de una nueva Era industrial—por el modo como aplica una idea bastante vieja: la participación del trabajador en las utilidades. Según la entienden y practican Adamson y sus socios, tal participación ha de comportar el derecho del trabajador a la mitad de las utilidades. Caso digno de notarse: desde que pusieron en ejecución esa idea, los dueños de la fábrica — con todo y percibir solamente la mitad de las utilidades— reciben más del doble que cuando la empresa reservaba para sí la totalidad de las ganancias.
Cecil F. Adamson cuenta ya sesenta y cuatro años. Hombre campechano y amigo de la comodidad en el vestir, se presenta diariamente en la fábrica en mangas de camisa, sin corbata y con el cuello desabotonado. Es el alma del establecimiento. En cuanto hay en los talleres un trabajo que pida cuidado especial, allá va él a poner mano en su ejecución. El volumen anual de negocio de la empresa monta cerca de un millón de dólares. Su ramo es la fabricación de tanques de acero soldados, propios para depósito; sus principales clientes, las compañías petroleras y las estaciones de servicio para automóviles. Adamson ha logrado que el negocio no decaiga nunca, y deje ganancia hasta en épocas de crisis general. Paga los jornales más altos. Aventaja siempre a los competidores en la baratura del artículo.
Cuando cursaba la segunda enseñanza, el joven Adamson se aplicó principalmente a las matemáticas, el dibujo lineal, la mecánica, y el manejo y reparación de maquinaria. Dueño de estos conocimientos, le pareció más práctico buscar el modo de establecerse que estudiar una carrera. El primer negocio que emprendió fue la fabricación de un vulcanizados muy sencillo, inventado por él, para facilitar la reparación de neumáticos en la misma carretera. Poco tiempo después, se generalizó el neumático de balón, y cesó la demanda que antes tenían los vulcanizadores.
« ¿Qué artículo tendría buena demanda en el mercado abierto por la expansión de la industria del automóvil?» Al tratar de contestarse esta pregunta, Adamson que había visto en los astilleros de la primera guerra mundial soldar las planchas de los buques, en vez de remacharlas; y al cual no se le escapaba el desarrollo, día a día mayor, de las estaciones de servicio para automóviles—llegó a la conclusión de que su negocio estaba en fabricar tanques de acero soldados, propios para depósito. Ocurría esto en 1919.  El haberse vendido dos millones de tanques de esa clase en los veinticinco años siguientes acredita la visión comercial del hombre que tuvo la idea de fabricarlos.
En 1937, la comisión organizadora del sindicato de trabajadores del acero envió emisarios a East Palestina, para afiliar a los obreros de la fábrica de Adamson. No puso él la menor dificultad. Si su gente quería pertenecer al sindicato, santo y bueno.
Supuso, eso sí, que sus obreros, una vez afiliados, empezarían a ser más eficientes en el taller. El advertir que no había tal le movió a reflexionar en la naturaleza del capital y el trabajo. Ambos, según su modo de ver, eran comparables a la maquinaria de una fábrica, pues, como ésta, necesitaban sostenimiento y conservación.

Los jornales correspondían a los gastos generales del trabajo y el fondo de depreciación a los del capital. Pero sucedía que en la mayor parte de los casos el capital percibía bastante más de la suma correspondiente a esos gastos. Semejante favoritismocomo tal se presentaba en el razonamiento de Adamson—tenía lógicamente que parecerle injusto a la máquina-herramienta apta para todo trabajo llamada hombre. Estas conclusiones lo llevaron a la que, a su juicio, era la solución equitativa: un plan de participación en que las utilidades se repartiesen aproximadamente por igual.
Para desenvolver su plan, estudió lo hecho hasta entonces en otras industrias. Algunas empresas pedían al obrero que contribuyese con un tanto de su jornal, que la empresa «completaba» con parte de sus utilidades. Otras destinaban la participación señalada al obrero a un fondo de jubilación, o de asistencia en caso de enfermedad, o de cesantía. Aun las mismas empresas—y eran las menos—que le entregaban al obrero su parte de las utilidades, lo hacían sólo al fin del año, y sin que la cuantía de la participación dependiese de más norma que la voluntad de la propia empresa. Como en ninguno de estos casos constituía la participación en las utilidades algo a lo cual tuviese el asalariado tanto derecho como a su mismo salario, Adamson juzgó muy dudoso que con planes de semejante clase fuera posible estimular al obrero lo suficiente para que su trabajo rindiese más; pues pocos hombres se inclinarán a redoblar sus esfuerzos por cosa tan remota como una pensión en la vejez, o tan eventual como el socorro en caso de enfermedad o el pago de una suma en el de despido.
No pertenece Cecil F: Adamson al numeroso grupo de los capitalistas a quienes todo se les vuelve hablar de la «libertad de empresa», pero, en tratándose de los trabajadores de sus fábricas, consideran prudente que la suma que se les asigne por participación en las utilidades les sea entregada en forma que no les permita disponer libremente de ese dinero. El que juzga a los hombres dignos de ser libres—opina Adamson—ha de suponerlos capaces de cuidarse a sí mismos y de pensar en el día de mañana. Por consiguiente, el mejor plan de participación será aquel que le ofrezca al obrero recompensa inmediata por sus esfuerzos, y le dé ocasión de mostrar su espíritu de iniciativa y su sentido de la responsabilidad. Las utilidades deben, pues, repartirse todos los meses.
No bien resuelta esta cuestión, se presentó otra. Una empresa «donde el obrero es capitalista», aunque simpática al trabajador, no contará siempre con la buena voluntad de los jefes de los sindicatos, a los cuales no se les olvida que el incentivo de la participación en las utilidades sirvió más de una vez para alejar del sindicato a los obreros. Con la mira de obviar esta dificultad, Adamson determinó invitar al sindicato a que indicase la forma en que debía desarrollarse el plan, e interviniese en su ejecución. Así, fue a Pittsburgo para hablar con los jefes del sindicato de trabajadores del acero. «He convenido en todo lo que pedía el sindicato», les dijo, «y a pesar de eso, mi fábrica no anda bien. Veamos qué más quieren ustedes, y tratemos de ponernos de acuerdo
Joseph Scanlon, el jefe obrero con quien le tocó entenderse, era la persona precisa para Adamson. Perito del Sindicato en los ramos de régimen de talleres y de contabilidad de costos, profesaba Scanlon la sana filosofía de los que estiman que debe haber sindicatos florecientes al lado de industrias también florecientes. Los dos hombres llegaron a un acuerdo satisfactorio para ambas partes.
El plan de participación en las utilidades entró a regir el 1º de enero de 1945• El primer dividendo mensual-4200 dólares—se distribuyó entre los obreros—un centenar más o menos—en forma que guardase proporción con el respectivo jornal. A los pocos días empezaron a recibirse en la dirección multitud de indicaciones que hacían los trabajadores, ya para mejorar el procedimiento de soldadura, ya para acabar con las interrupciones, ya para desterrar la remolonería de los talleres. Los obreros soldadores, que hasta entonces acostumbraban quedarse cruzados de brazos mientras les traían más material, ayudaban ahora en las faenas de carga y descarga. Todo el personal procuraba familiarizarse con las diferentes clases de trabajo, cosa que, al poder ejecutar, a más del propio, otros diversos, disminuyese el número de gente de fuera a la que había que emplear temporalmente cuando los obreros de determinada sección no daban abasto, y se redujese, asimismo, el número de obreros de la propia fábrica a quienes, por falta de trabajo en su especialidad, era menester- mandar a sus casas por tiempo más o menos largo. A los obreros remolones se les hizo ver que debían enmendarse o marcharse.
No entra en las normas de la fábrica de Adamson aquello de fomentar rivalidades entre los obreros, concediendo primas a los que den mayor rendimiento; tampoco se le lleva allí al trabajador cuenta minuciosa del tiempo que emplea en determinada tarea. A lo que se atiende es al resultado de conjunto, que no ha podido ser más satisfactorio. La producción de viguetas en H empezó a superar cada mes el límite alcanzado en el anterior. Los obreros sentían que un mes de buenos rendimientos significaba para ellos la sensación de un triunfo personal, y un aumento de bienestar económico. Un laminador pudo pagar, en sólo doce meses, cinco contados anuales de la casa que había comprado a plazos. Otro trabajador se compró una finquita de dos hectáreas y media. Por acuerdo adoptado recientemente en junta general de obreros, se señaló a Adamson un sueldo de 12.000 dólares al año. Hasta entonces había recibido sólo su parte de las utilidades.
Los obreros de la fábrica de East Palestino no son gente joven: el promedio de edad es cuarenta y ocho años. Esta circunstancia hace más notable todavía que su rendimiento de trabajo aumentara de modo tan repentino. Hasta al mismo Adamson le pareció sorprendente que, al finalizar el año de 1945, la eficiencia en la producción fuese un 54 por ciento mayor. Las entradas, al compararlas con las del año en que aún no regía el plan de participación, causaban asombro: un aumento de casi la mitad en las de los trabajadores, y de más del doble en las de los dueños. Como la situación del mercado no había sufrido cambio de un año a otro, el incremento de las ganancias debía atribuirse por entero a la mayor eficacia de los trabajadores, a los cuales animaba ahora un nuevo sentimiento de seguridad económica, de participación en los frutos de su esfuerzo, de responsabilidad por la buena marcha de la fábrica.
No faltan quienes observen que si Adamson alcanza tan satisfactorios resultados con ese plan auspiciado por el sindicato obrero, se debe: (1) a que su empresa es una de aquellas en que la demanda puede calcularse de antemano con relativa aproximación, y (2) a que le basta tener contentos a los obreros para que esto influya decisivamente en la ganancia. (No sucede lo mismo en otras industrias en las que la ganancia depende más de los caprichos de la moda, de la diligencia de los vendedores, de la habilidad de los anuncios, del acierto de los ingenieros.) Añadadase a esto que Adamson cuenta con la ventaja de poder entenderse con un solo sindicato. De hallarse su fábrica expuesta a las rivalidades de jurisdicción entre dos o más sindicatos, no hubiera podido llegar a esa colaboración tan eficaz de la fábrica y el sindicato, ni tampoco a la ayuda mutua que, ocasionalmente, se prestan los obreros de las diferentes secciones: requisitos ambos indispensables al buen éxito del plan ideado por Adamson.
Aún hay más: la manera como generalmente están constituidas las empresas industriales se presta muy poco a un plan como el de Adamson. Los accionistas se opondrían tal vez enérgicamente a que se asignase a los obreros la mitad de esas utilidades que, según el concepto clásico, son «la compensación debida al que arriesgó su dinero» . Contadas serán, por otra parte, las empresas cuyas utilidades les consientan adoptar un plan tan liberal. Si el rendimiento de los obreros de la General Motors, pongamos por caso, aumentase en forma considerable, no se seguiría de ahí que pudieran aumentarse, también en forma considerable, las entradas de esos obreros. Porque el público consumidor pediría a toda hora y en todos los tonos que los nuevos automóviles se vendiesen a precio menos alto.
El plan de Adamson daría buenos resultados en las muchas empresas propiedad de una familia, o de un número limitado de socios. No será ese plan una panacea; pero, en estos tiempos de malestar general y de huelgas continuas, bien podrá perdonársele a uno que—ante la paz y el contento que reinan en esa fábrica de East Palestina—se incline a ver en Cecil F. Adamson al precursor de la era de concordia que todos- anhelamos 

  SELECCIONES DEL.READER'S DIGEST    Junio de 1947   

 

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