martes, 3 de agosto de 2021

UN ÁNGEL EN BERGEN -BELSEN 1944

 Su esposo y su único hijo habían muerto en los campos de exterminio, mas no su voluntad de salvar a aquellos inocentes.

UN ÁNGEL EN EL INFIERNO

POR LAWRENCE ELLIOTT

 SELECCIONES ENERO 1998

DEPIE EN UN ESPACIO AZOTADO por el viento, en el campo de concentración alemán de Bergen-Belsen, un grupo de niños andrajosos tiritaba de frío. Era la primera semana de diciembre de 1944, y después de haber logrado so­brevivir a cuatro años y medio de gue­rra y muchos meses de encierro, aque­llos pequeños judíos provenientes de Holanda se encontraban en el desam­paro absoluto.

Las sonrisas de Luba Gercak (arriba, a la izquierda) y de "sus" niños en esta fotografía de 1945 no revelan los horrores que padecieron.

Habían visto a los nazis llevarse a sus familiares varones en un convoy de camiones de la SS (la policía políti­ca de Hitler). Nadie sabía a dónde se los llevaban, pero alguien había oído pronunciar en voz baja los nombres de los campos de la muerte: Ausch­witz, Treblinka, Chelmno...

Después de llevarse a los hombres, los camiones regresaron por las ma­dres y las hermanas mayores. Luego trasladaron a los niños a las barracas donde hacinaban a las mujeres. Cuan­do los vehículos volvieron a alejarse, Gerard Lakmaker, de 11 años, advir­tió que sus escasas pertenencias, que llevaba envueltas en un pedazo de te­la ámarilla, habían desaparecido.

Í  Apiñados en la oscuridad, los niños mayores trataban de calmar el llanto de los más pequeños.

 En la penumbra de una barraca contigua, Luba Gercak despertó a la mujer que dormía junto a ella.

— ¿Oyes eso? —le preguntó—. Un niño está llorando.

—No es nada —repuso aquélla—, Es otra de tus pesadillas.

Luba cerró los ojos con fuerza pa­ra tratar de apartar de su mente los re­cuerdos que la atormentaban.

Ella se había criado en un Shtetl, co­mo llamaban en Polonia a las aldeas judías. Siendo apenas una adolescen­te, se casó con un ebanista llamado Hersch Gercak, con el cual tuvo un hi­jo al que pusieron por nombre Isaac. Hubieran querido tener más hijos, pe­ro entonces estalló la guerra y fueron arrastrados por sus cataclísmicos efec­tos. Los nazis subieron a casi todos los judíos de la región en carros tirados Mpor caballos y los llevaron a Ausch­witz-Birkenau, el campo de concen­tración donde se perpetraban los peo­res crímenes.

Al pasar por las puertas del campo, Luba abrazó a su hijo con todas sus fuerzas, pero unos agentes de la SS se lo arrebataron y se lo llevaron. Los gritos del niño, de tres años, resona­ron en sus oídos mientras aquéllos lo metían en un camión junto con otros prisioneros, demasiado jóvenes o de­masiado viejos para trabajar. Al poco rato, el vehículo partió hacia la cáma­ra de gas. Los días siguientes fueron de terrible dolor. Luego, la mujer vio pasar un camión que arrastraba el ca­dáver de su esposo.

Luba ya no quería vivir, pero una fortaleza surgida del fondo de su ser no la dejó darse por vencida. Pensó que quizá Dios le tenía reservada una misión. Con la cabeza rapada y el nú­mero 32967 tatuado en un brazo, con­siguió que le asignaran un trabajo en el "hospital" de Auschwitz, el barra­cón adonde llevaban a los enfermos para dejarlos morir.

Transcurrieron días interminables y noches llenas de terror. Luba apren­dió alemán, y eso le permitió mante­nerse alerta. Cierto día oyó que unas enfermeras iban a ser trasladadas a otro campo en Alemania; entonces se ofreció a ir con ellas. En diciembre de 1944 la enviaron a Bergen-Belsen. Allí no había cámaras de gas, pero la desnutrición, las enfermedades y las ejecuciones sumarias lo habían con­vertido en un centro de exterminio es­pantosamente eficaz.

Con la cercanía de los Aliados y la inminencia de la derrota nazi, las con­diciones del campo empeoraron. Día y noche llegaban camiones y trenes llenos de prisioneros, que eran haci­nados en unas barracas ruinosas e in­festadas de bichos.

SIN PODER AúN conciliar el sueño en su camastro, Luba volvió a oír el llan­to de un niño. Esta vez corrió hasta la puerta y con gran azoro contempló el triste espectáculo de un grupo de ni­ños aterrados y muertos de frío. Les hizo señas para que se acercaran, pero sólo algunos lo hicieron, recelosos co­mo estaban.

—¿Qué sucedió? —les preguntó en voz baja—. ¿Quién los trajo aquí?

En un alemán chapurreado, Jack Rodri, uno de los 54 chicos, le explicó que varios agentes de la SS los ha­bían llevado allí sin decirles dónde se encontraban. La mayor era una chica de 14 años llamada Hetty Werken­dam, quien sostenía en brazos a Stella Degen, de dos y medio. En el grupo había incluso bebés. Luego de tomar a Jack de la mano, Luba les indicó que la siguieran.

Algunas de las mujeres trataron de impedir que metiera a los niños en la barraca, pues sabían lo fácil que era despertar la ira de los guardias, pero Luba no se arredró. Estaba persuadi­da de que tenía que proteger a aque­llos inocentes. Entonces reprendió a las otras:

—¿Qué harían si fueran sus hijos? ¿No ven que estos pequeños necesi­tan ayuda?

Entonces hizo entrar a los niños al lóbrego recinto.

AL DÍA SIGUIENTE, Jack Rodro le contó lo que les había ocurrido. Al principio, los nazis no se habían ensañado con ellos porque sus padres eran los principales talladores de diamantes de Ámsterdam, y los alemanes los necesitaban. Pero al final los fanáticos racistas del alto mando nazi se impusieron, y los joyeros fueron enviados Bergen-Belsen junto con sus familias.  Poco después separaron a los niños con sus padres y los abandonaron donde Luba los había encontrado.

Ésta le agradeció a Dios que le hubiera llevado a aquellos niños y que le  hubiera dado así un nuevo sentido a  su vida. Estaba resuelta a protegerlos y a evitar que los asesinaran con su hijo.

Consciente de que no podía esconderlos, fue a enterar de lo ocurrir un agente de la SS.

—Deje que me haga cargo de ellos —le pidió, poniéndole una mano en el brazo—. Le doy mi palabra de que no causarán ningún problema.

—Usted es enfermera —respondió el agente—. ¿Por qué le preocupan  estos judíos mugrosos?

—Porque también soy madre dijo—. Y porque perdí a mi hijo Auschwitz.

Mientras pensaba en lo que lo que acababa de decirle, el agente se percató de que le seguía tocando elbrazo.

No estaba permitido que los prisioneros tocaran a los alemanes, así que ledio un puñetazo en plena cara y la arrojó al suelo.

La mujer se puso en pie con la boca sangrante, pero no desistió. —Usted tiene edad para ser abuelo—lo increpó   . ¿Por qué hacerles da­ño? Se van a morir si nadie cuida de ellos.

Conmovido quizá, o tal vez porque no quería decidir qué hacer con los ni­ños, el hombre cedió al fin:

—Quédese con ellos. Por mí, que se vayan al infierno.

Pero Luba aún no terminaba.

—Tienen mucha hambre —le di­jo—. Deje que les lleve un poco de pan.

El agente le dio un vale para que lo canjeara por dos hogazas. Sin embar­go, cuando Luba fue al almacén, acompañada por tres de los chicos, to­mó los dos panes y luego distrajo al encargado para que pudieran robarse algunos más.

En adelante, la comida se volvió su principal preocupación. Las raciones establecidas (medio tazón de sopa y una rebanada de pan negro) apenas si alcanzaban para no morirse. Así pues, Luba salía en las mañanas a rondar el almacecén, la cocina y la panadería para pedirir, canjear y robar comestibles. Los niños aguardaban apiñados en la puerta a verla regresar.

— ¡Ahí viene! —exclamaban—. ¡Y nos trae comida!

La llamaban Hermana Luba y le tenían el mismo cariño que a sus ma­dres, pues ella atendía sus necesida­des, los cuidaba cuando enfermaban y les cantaba en las noches para que se durmieran. Los pequeños no enten­dían sus palabras, pero sí entendían que la movía el amor. Y a pesar de las atrocidades que los nazis continuaban cometiendo, había logrado mantener Vivos a "sus" niños.

PASARON LOS MESES del invierno, y los prisioneros de Bergen-Belsen se fue­ron enterando de que los Aliados ya estaban cerca. Al llegar la primavera de 1945, los alemanes trataron de des­hacerse de los cadáveres que había en todo el campo, pero fue en vano: se desató un brote de disentería que de­jó a los niños deshidratados e inde­fensos contra la intensa fiebre y los dolores de cabeza del tifus.

En una de las barracas murió otra niña de Amsterdam: Ana Frank. De los niños de Luba, varios enfermaron. Ella pasaba largas horas alimentando a los que no podían comer por sí solos, tocándoles la frente con los labios pa­ra ver si tenían fiebre y dándoles a los que más sufrían las pocas aspirinas que conseguía. Entre tanto, le pedía a Dios un milagro.

Éste se produjo el domingo 15 de abril de 1945, cuando una columna de tanques británicos entró en Bergen­Belsen. Por los altavoces se oyó un mensaje en varios idiomas: "¡Son libires! ¡Son libres!"

Los Aliados llegaron con fármacos y médicos, pero para muchos fue de­masiado tarde. Había miles de cadá­veres por todo el campo, y de los 60,000 prisioneros restantes, alrede­dor de 15,000 murieron después de la liberación.

De los 54 niños que Luba había so­corrido desde hacía 18 semanas, todos sobrevivieron, menos dos. Cuando re­cobraron fuerzas suficientes para via­jar, un avión militar británico los tras­ladó a Holanda. Luba los acompañó y' cuidó de ellos todo el tiempo. Pos­teriormente, un funcionario holandés

escribió: "Estos niños sobrevivieron gracias a ella. Los holandeses le debe­mos mucho por todo lo que hizo".

Los pequeños fueron alojados en albergues mientras se hallaba la ma­nera de reunirlos con sus madres, de las cuales casi todas estaban con vida. Más tarde, por petición de la Cruz Roja Internacional, Luba acompañó a Suecia a 40 niños rescatados de varios otros otros campos de concentración que quedaron huérfanos du­rante la guerra. finto ellos co­mo Luba iban a comenzar allí una nueva vida.

Luba cono­ció en Suecia a Sol Frederick, quien también había sobrevivi­do al Holocaus­lo. Contrajeron matrimonio y luego emigra­ron a Estados Unidos, donde tuvieron dos hi­jos. Sin embar­go, ella jamás olvidó a los chicos holandeses.

Dondequiera que se establecieron, casi todos esos muchachos prospe­raron. Jack Rodri acabó viviendo en Los Ángeles, donde logró triunfar co­mo empresario; Hetty Werkendam se dedicó al negocio inmobiliario en Australia y también tuvo éxito, y Ge­rard Lakmaker se convirtió en un rico fabricante.

Stella Degen-Fertig no recordaba nada de Bergen-Belsen, pero su ma­dre le contó de lo mucho que le debía a una mujer llamada Luba. Stella se preguntaba dónde se encontraría su protectora.

Otros decidieron buscarla. Más de cinco años después de la liberación, Jack Rodri se las arregló para contar la historia de Luba en un programa televisivo.

—Si alguien sabe dónde se encuen­tra —dijo—, por favor, comuníquese a esta estación.

Por fin alguien telefoneó y aseguró que Luba vivía en Washington, D.C.

Jack se comunicó de inmediato con ella. y antes de una semana se encon­traron en el apartamento de Luba. Allí se abrazaron y lloraron sin reservas.

Años después, Lakmaker, quien vivía en Londres, empezó a organizarle un homenaje. Los pocos que ya se ha­bían reunido emprendieron una afa­nosa búsqueda de los demás.

UNA ESPLENDOROSA tarde de abril de 1995, en el quincuagésimo aniversario de su liberación, unos 30 hombres y mujeres que en su mayoría no se ha­bían visto desde la infancia se reunie­ron en el ayuntamiento de Amster­dam a rendir tributo a Luba.

Embargado de emoción, el viceal­calde, en nombre de la reina Beatriz, le otorgó la Medalla de Plata Honorí­fica por Servicios Humanitarios. Luba estaba conmovida; no sabía que ha­bría tantos reporteros congregados allí ni que un funcionario pronuncia­ría un discurso.

Al término de la ceremonia, Stell Degen-Fertig se le acercó y le dijo con un nudo en la garganta:

He pensado en usted toda mi vi­da. Mi madre me dijo siempre que le debía la vida a una mujer llamada Lu­ba y que nunca debía olvidarlo.

Sin poder contener más el llanto, la abrazó y le dijo al oído:

Nunca lo voy a olvidar.

Luba la estrechó con fuerza y miró a los demás con los ojos arrasados. Aquélla era su recompensa: estar con "sus" niños, volver a sentir el amor que los salvó a todos de hundirse en las sombras de la muerte.

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