jueves, 5 de agosto de 2021

AL OESTE CON LA NOCHE - AFRICA- 2 parte final

AL OESTE CON LA NOCHE 

POR BERYL MARKHAM

SELECCIONES DEL RE4DER'S DIGEST    Diciembre
1988

AL OESTE CON LA NOCHE mientras que a mí me falta por aprender, pero no mucho, creo. Eso espero. Ya veremos; ya veremos.
Se acerca la gran carrera, la Saint Léger, y mis esperanzas están puestas en las ancas satinadas de una yegua llamada Wise Child.
—¿Qué posibilidades tenemos? —pregunta Eric Gooch, el granjero, su propietario, a quien le gustan todos los animales, y especialmente los caballos.
Yo frunzo el entrecejo y meneo la cabeza.
—Sin Wrack como contrincante, serían muy buenas.
¡Qué ironía! Yo misma moldeé, con toda mi habilidad y mi dedicación, cada músculo del cuerpo macizo y vigoroso del zaino Wrack. Su excelencia es obra de mis propias manos. Aquel caballo es, con mucho, el favorito para la Léger ... pero correrá contra mi yegua.
Hace precisamente 12 semanas pusieron a Wrack al cuidado de otro entrenador. Durante el año que me hice cargo de él, en Molo, se trasformó, el potro piernilargo y testarudo que era, en un caballo de carreras plenamente formado, veloz, altivo y desdeñoso en la competencia. Corría divinamente, y lo sabía.
El propietario se puso nervioso ante los comentarios de que no era posible confiarle a una muchacha de 18 años los sutiles toques finales, la talla delicada de músculos sobre huesos. Así pues, me quitaron a Wrack, y mi reputación como entrenadora, que apenas empezaba a formarse, no salió muy bien librada.
Pero las murmuraciones no necesariamente perjudican; hay quienes distinguen la injusticia, por disimulada que sea.
Eric Gooch estaba enterado de que yo llevaría unos caballos a Nairobi para la gran temporada, y confiaba en que algunos de ellos ganarían las carreras menos importantes. También sabía que, sin Wrack, yo no tenía ningún contendiente de cuidado para la carrera clásica, la única que realmente importaba.
—Esto me tiene preocupado —me comentó—, pero no veo ninguna salida. Ya se están cruzando apuestas por Wrack y, según parece, no le van a ver ni el polvo. Claro, allí está Wise Child, pero .. . bueno, tú la conoces.
¿Que si la conocía? La vi nacer. Su estirpe pura sangre había dado 20 generaciones de campeones. Poseía el temple necesario para enfrentarse a Wrack, pero, ¿y sus patas?
Cuando tenía dos años, su primer entrenador no supo tratarla: sus tendones quedaron afectados por la actividad, demasiado temprana, en una pista demasiado dura. Con un corazón tan ardiente, y esa energía en su cuerpo bien formado, color bayo, apenas podía llevar un hombre a lomos. ¿Sería posible fortalecer en 12 semanas aquellas patas, animadas por una buena voluntad, pero en malas condiciones, de modo que le dieran el triunfo después de correr una milla y tres cuartos? Eric no lo consideraba posible, pero me dejó tomar la decisión.
Sí me animé. Ello implicaba trabajo, pero valía la pena, antes que ver a mi Wrack llevarse de calle a sus contrincantes para gloria de otros.
Así se decidió. La potranca y yo trabajamos y nos esforzamos juntas. Las 12 semanas se fueron en un abrir y cerrar de ojos. Desplegué en la tarea toda mi habilidad. Y por fin estábamos allí, a punto de que comenzara la carrera.
El jockey recibió sus instrucciones: "Quédate dos o tres cuerpos atrás de Wrack, hasta que la potranca se caliente. Sostén la posición en la primera curva. Si sus patas aguantan hasta entonces, suéltala en la recta lejana. Ponte a la cabeza, y mantente allí. La yegua es valerosa y veloz. Si le fallan las patas ... bueno, no será tu culpa".
Wrack es un triunfador desde antes de la victoria. Es hermoso, ligero como el viento, y baila como un boxeador con sus patas rápidas, impacientes. Yo me atribuyo el mérito de su impresionante figura, pero me permito cierto goce malicioso al ver que demasiado sudor brota de su piel castaña. ¿Lo habrán entrenado en exceso desde que me lo quitaron? ¿O son figuraciones mías?
Eric Gooch me toca el hombro.
—¡No pude resistir! —exclama—. La potranca se ve tan bien que le he apostado por ti y por mí. No tendré que hipotecar la vieja finca si pierde y, en cambio, si gana, tú y yo seremos un poco más ricos. ¿Crees que gane?
—Sus patas parecen tallos de avena, pero lo intentará.
Eric y yo pasamos por las tribunas y ocupamos un palco. El juez de salida está listo; la muchedumbre está lista; Eric y yo estamos listos. La gran tribuna, silenciosa como una capilla. Es el momento: todo el mundo se pone de pie, y estira el cuello.
"Calma", me dice Eric. "Estás temblando".
Así es. Me vuelvo hacia él y sonrío tontamente, como si un anciano de 80 años me hubiera pedido la próxima pieza. Cuando miro, los caballos ya arrancaron.
Coraje caballuno
WRACK va a la cabeza, lo cual no me sorprende. El gentío también lo esperaba. He dejado de temblar, y casi de respirar. Ahora estoy tranquila, y guardo la compostura. Allá van por la pista, seguidos de un estruendo amortiguado.
Wrack es el primero. El potro negro que lo sigue no lo hace mal, y a su lado un retinto se aferra con más estilo que velocidad al tercer lugar. Wise Child va en cuarto lugar, pegada a la barandilla.
"¡Va bien!", grita Eric y salta como si ya hubiera ganado la carrera. Yo me sonrío.
"¡Vamos, Wrack!"
Alguien apoya al enemigo. Yo resoplo y murmuro entre dientes: "¡Cállese, cretino, y observe!" Ya van en la recta lejana. Mi jockey no es ningún tonto. ¿Ves cómo avanza Wise Child? ¿Qué le pasa a tu Wrack? ¡Ella está alcanzándolo!
La potranca rebasa al potro como una liebre a una tortuga; como un guepardo a un perro. ¡Pobre Wrack! Le va a doler la derrota.
¡Pero no! ¡Wrack no va a darse por vencido! Lleva la cabeza un poco alta, y sé que está dándolo todo, pero dará más. Su orgullo de macho hace que desaparezca el dolor de sus músculos ardientes. Se olvida de sí mismo, de su jockey, de todo, salvo la meta. Baja la cabeza y se lanza tras la potranca.
No estoy tan endurecida que el valor de Wrack me deje inmutable. ¡Galopa, Wrack! ¡Más rápido! ¡Con más ganas! Mi Wrack, mi terco Wrack ... ¡seis cuerpos atrás!
Pero, ¿qué tiempo queda? Wise Child sigue junto a la barandilla, veloz como una sombra, y resuelta, imperturbable, firme. Mis binoculares la enfocan. Miles de ojos están fijos en ella cuando vacila.
La exclamación de la multitud absorbe la mía. La potranca da un traspié. ¡Las patas le fallan! ¡Está perdiendo velocidad! ¡Va a perder la carrera!
El jockey de Wrack lo ve. El caballo también lo ve, y se acerca presto; cuerpo a cuerpo, va disminuyendo la ventaja de la yegua.
"¡Wrack! Wrack! ¡Wrack!" El clamor es ya demencial, y brota de miles de gargantas.
¡Griten! ¡Aúllen! ¡Anímenlo! ¿No ven que las patas le están fallando a la potranca? ¿No se dan cuenta de que está corriendo con el corazón? Dejen que Wrack gane la carrera. Que se la lleve.
"Eric ...
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patas!" Mi amigo camina y se rasca la barbilla, en un varonil esfuerzo por no parecer sentimental ... y no lo logra, pero alcanza a darle a su voz algo de severidad.
"Tal vez sea tonto", dice, "pero estarás de acuerdo en que, por mucho dinero que pudiéramos ganar con Wise Child, ella merece no volver a competir".
En efecto, no volvió a tomar parte en una carrera.
Pero Eric se ha ido. Saltó del palco y corre hacia la barandilla. En cuanto a mí, no puedo moverme. Wrack y la potranca van ahora por la recta final, y él la alcanza, la rebasa, la humilla ... Ella parece claudicar.
Mis binoculares oscilan, pendientes de su correa. No puedo gritar, ni pensar. Sé que sólo es una carrera de caballos, y mañana la vida seguírá igual, pierda el que pierda. Sé que al mundo le da lo mismo, pero ... ¡me parece tan duro! . Veo que algo ocurre; lo veo clara y detalladamente, como lo captaría una cámara fotográfica. Wise Child da un nuevo traspié, pero se rehace y se trasforma, de la sombra que era, en una pequeña y valerosa centella. Tengo que tragarme' mis dudas. La veo volar por el último furlong, con las patas hinchadas, mientras su contrincante respira el polvo que levantan sus cascos. Se oye un rugido cuando la vencedora atraviesa la meta. Luego se hace el silencio; la multitud enmudece en Babel.

YA TERMINARON de pesar a los jockeys. Ya pasó todo; las últimas notas de la banda de música dieron lugar al silencio. La concurrencia se apiña en las salidas, y los vestigios de su día de asueto quedan esparcidos por el suelo, o revolotean al viento. Eric me toma del brazo, y con trabajo nos abrimos paso hacia la puerta.
"¡Rompió el récord de la Léger!', exclama Eric. "¡Y con esas patas!" Mi amigo camina y se rasca la barbilla, en un varonil esfuerzo por no parecer sentimental ... y no lo logra, pero alcanza a darle a su voz algo de severidad.
"Tal vez sea tonto", dice, "pero estarás de acuerdo en que, por mucho dinero que pudiéramos ganar con Wise Child, ella merece no volver a competir".
En efecto, no volvió a tomar parte en una carrera.

Buscadora de elefantes
Yo SIEMPRE había creído que los cambios importantes y emocionantes de la vida tenían lugar en alguna encrucijada del mundo, donde toda la gente, jadeante, pululaba al compás de una música presurosa e inimaginada por mí. Y nunca ambicioné encontrarme en esas circunstancias. Aquello era una realidad literaria, tan inalcanzable como la Bagdad de Scherezada que yo recordaba de mi niñez.
Molo era la antítesis de aquel hermoso sueño. Era accesible, plácido y monótono.
Tom Black y yo nos conocimos en un camino de tierra de Molo. Tom estaba tratando, con las manos mugrosas, de arrancarle el rugido de la vida al motor de su automóvil, el cual estaba ahí, atascado y muerto. Me detuve para ayudarlo, y nos pusimos a platicar. Él tenía una pequeña granja, y esperaba que algún día le dejara ganancias para comprarse un aeroplano. Había volado durante la guerra, y le gustó hacerlo.
Yo había oído hablar de aeroplanos, artefactos que también pertenecían a Bagdad. Mi padre meneaba la cabeza casi siempre que hablaba de ellos.
Muchos días siguieron a aquel encuentro en el camino de Molo; muchos mediaron entre aquella ocasión y la segunda vez que vi a Tom, y él me dijo: " ¡Claro que vas a volar! Yo siempre lo he sabido; lo vi en las estrellas".
Tom me enseñó en un de Havilland Gipsy Moth. Despegábamos cada mañana del Aeródromo de Nairobi, como lo llamábamos, volábamos por encima de las colinas y de la población y luego regresábamos. Entonces aprendí cómo puede un hombre dominar un aparato, y cómo un aparato puede dominar a un elemento.
Tom Black nunca le había enseñado a volar a nadie, y tuvo que trasmitirme, además de los rudimentos del negocio, nociones inexpresables en palabras. La intuición y el instinto siguen siendo misteriosos, y Tom los poseía, sean lo que sean.
La Wilson Airways, primera compañía especializada en aviación comercial en África Oriental, nació gracias a la imaginación y la visión de Tom. Cuando decidió enseñarme a volar, era el gerente, principal piloto y espíritu guía de la pequeña y prometedora compañía.
El trabajo de Tom consistía en  abrir nuevas rutas, explorar el continente y buscar puntos de escala para el futuro. Las más de las veces despegaba de Nairobi y volaba sobre una región en donde las ruedas se conocían tan poco como las alas metálicas, con la débil esperanza de que hubiera algún lugar dónde aterrizar al término del vuelo.
Y no todo esto lo hacía a la luz del día; volaba sin luces ni radio, exponiéndose a lo que surgiera en la noche y a las variaciones del clima. Rara vez lo guiaba la luz de alguna aldea, y no había carreteras, ni vías de ferrocarril, ni líneas de telégrafo, ni granjas. Cuando la niebla o una tormenta se lo exigían, volaba a ciegas durante horas, sin instrumentos especiales, y no perdía el rumbo. Poseía eso que en ciertos volúmenes de cubiertas grises se llama "reacción sensorial".
Al año y medio de que empecé a volar, me dieron mi licencia "B". De acuerdo con los reglamentos británicos, este es el más alto diploma para pilotos. Tenía yo por entonces 1000 horas de vuelo, aproximadamente; había dejado por completo de entrenar caballos.
La maravilla de mis vuelos de novata pronto se perdió entre los cientos de horas que pasé ante los controles de mi Avían, ganándome la vida. Cuando trabajé para la East Afrícan Airways, me encargué mes tras mes del servicio postal, hasta que ese optimista esfuerzo terminó. Llevé pasajeros en todas direcciones, pero como había más de los que yo podía trasportar, alquilé un avión más grande, un Leopard Moth, y con él amplié mi flota de una sola nave. Así pues, empecé a volar en el Leopard cuando tenía que llevar dos pasajeros. Con los dos aviones llegué a reunir un ingreso mensual de 60 libras esterlinas, más o menos.
Durante un tiempo me pareció que aquello era bastante, pero luego pensé que quintuplicarlo sería mejor; tanto así podía ganar buscando elefantes. No importaba que nadie más quisiera el empleo, ni que Tom hubiese tratado de disuadirme. Demostré que era posible.
Desde luego, Tom tenía toda la razón. Me escribió desde Inglaterra, donde estaba trabajando: "Si tuvieras un mínimo de sentido común, no te dedicarías a volar sobre tierra de elefantes. Sería una soberana locura, y correrías un riesgo tremendo".
Tom sabía de las tormentas que se desplazan tierra adentro desde la costa; y de la disentería, la mosca tsetsé y la malaria. Sabía también de la sanseviera, esa hierba inofensiva en apariencia, pero mortífera, que forma interminables ejércitos armados con sables en las vertientes que van a hundirse en el océano Indico. Sí se aterriza en esos llanos, el avión queda como un pato erizado de alfileres en el taller del taxidermista. Y aun en caso de lograr alejarse de ahí caminando, no será el momento de cantar victoria. Y no por los leones; habrá, si acaso, alguno que otro leopardo, pero abundan las hormigas siafu.
Las síafu arrancan pedacitos de carne. Al cabo de unas cuantas horas, un caballo sano, que no logre escapar de su establo, puede morir y quedar semidevorado por un batallón relativamente pequeño de esos bichos.
Pensé en todo eso, y también en las desventajas del negocio de buscar elefantes en avión. Pero el mismo día que llegó la carta de Tom recibí un telegrama:
BERYL:
PRESÉNTATE MAÑANA EN MAKINDU 7 HORAS. MAKULA INFORMA REBAÑO ELEFANTES CON GRAN MACHO. BABU EN MAKINDU DARÁ INSTRUCCIONES MÍAS POR ESCRITO.
BLIX
Blix, o Blickie; el barón von Blixen. Se le conocía por todos estos nombres. Era un amable sueco de más de 1.80 metros de estatura y, que yo sepa, el más rudo y tenaz Cazador Blanco que haya respondido al llamado de la selva, o le haya atinado entre los ojos a un búfalo que lo atacaba mientras él discutía si iba a beber ginebra o whisky al atardecer.
Ver su nombre en un telegrama enviado desde Makindu fue demasiado emocionante para ignorar la invitación.
"Tal vez tenga que matarlo"
ES ABSURDO que el hombre mate elefantes. Además de que esos animales son de un tamaño y una conformación más apropiados estéticamente para hollar la tierra que nuestra informidad angulosa, su ínteligencía promedio es comparable con la nuestra.
Sería un error considerar a los elefantes animales totalmente pacíficos. Es falsa la idea, tan difundida, de que únicamente los que se han separado del rebaño son peligrosos; tan falsa que, por su causa, un número considerable de personas han quedado reducidas a polvo, sin un proceso gradual de desintegración. Un macho incitado por el olor del hombre puede atacar sin dilación, y con una velocidad tan increíble como su movilidad. La trompa y las patas son las armas que emplea para la desagradable tarea de acabar con un ser humano; los majestuosos sables de marfil los reserva para enemigos más respetables.
Blix y yo no pertenecíamos a esta categoría, ni mucho menos; nada parecía indicarlo cuando por fin lo encontramos o, mejor dicho, cuando él nos encontró a nosotros. Puedo afirmar, con legítimo orgullo, que salimos bien de un incidente tal, aunque todavía lo sueño a veces.
Aquel fue un safari bastante modesto. Se instalaron tres grandes tiendas de campaña: una para el acaudalado cliente norteamericano, Winston Guest, una más para Blix, y otra para mí. Había tiendas de menor tamaño para los aborígenes porteadores y seguidores de pistas. Y un baobab formaba con su sombra un agradable lugar de reunión.
Media hora después de que aterricé, Blix y yo estábamos volando en el Avian, con la esperanza de localizar un rebaño de elefantes antes de que Winston llegara, esa misma noche. Si lo encontrábamos a dos o tres días de viaje a pie desde el campamento, aquella sería una extraordinaria suerte.
No es insólito que un cazador de elefantes siga la pista de un solo macho durante meses. Buscando en avión se evita mucho trabajo preliminar; sin embargo, descubrir un rebaño a 50 o 60 kilómetros del campamento significaba que los cazadores aún tendrían que recorrer esa distancia caminando o arrastrándose entre arbustos, espinas, calor, mosquitos, alacranes, serpientes y moscas tsetsé. Lo esencial en la cacería de elefantes es pasar tal cantidad de penalidades que únicamente los ricos pueden pagarlas.
Blix y yo fuimos afortunados: a menos de cinco kilómetros de nuestro baobab comunal vimos cuatro elefantes, tres de los cuales eran unos hermosos machos. Estos animales nunca se quedan a menos de cinco kilómetros de un campamento. Y no fue justo para ellos que estuvieran allí: pudimos incluso aterrizar en el campamento y acercárnosles a pie para apreciar mejor su tamaño y conjeturar sus intenciones.
Makula, el legendario seguidor de pistas, nos acompañaba. Safaris van, safaris vienen, y Makula continúa en lo suyo. Debe de ser uno de los hombres más sabios que yo haya conocido; aún recuerdo cierta observación que le hizo a un novato demasiado entusiasta: "Los hombres blancos pagan por el peligro; nosotros, los pobres, no podemos darnos ese lujo. Encuentre usted su elefante y desaparezca; así vivirá para encontrar otro".
Makula iba delante de Blix en la espesura; de pronto hizo una señal para que nos detuviéramos, trepó a un árbol, muy silenciosamente, y no tardó en descender. Indicó un espacio entre los arbustos, tomó a Blix del brazo y lo empujó hacia allí; luego desapareció. Blix avanzó, y yo lo seguí.
No hacíamos el menor ruido. íbamos acercándonos a los elefantes, y ellos no oían nada; ni siquiera cuando nos topamos con los enormes cuartos traseros de dos machos, que se levantaban ante nosotros como peñascos grises incrustados en la tierra.
Blíx se detuvo. Me hizo señas con los dedos, y yo lo entendí: "Cuidado con el viento. Hay que dar un rodeo. Quiero ver sus colmillos".
¡Rodeo! Tardamos poco más de una hora en describir un semicírculo de 50 metros. Los machos eran grandes, y tenían buenos colmillos; algo así como 50 kilos de marfil.
Blix estaba satisfecho y bañado en sudor, cuando uno de los elefantes irguió la cabeza y la trompa, y se nos acercó. Sus descomunales orejas empezaron a desplegarse, como si fueran a captar los latidos de nuestros corazones. Por pura casualidad había estado apacentándose en un lugar por donde nosotros habíamos pasado poco antes, y había percibido nuestro olor. Era todo lo que necesitaba.
Pocas veces he visto calma tan imponente, desenfado como el de aquel paquidermo que se disponía a destruir. Podría hablarse en este caso de delectación morosa. Como todos los elefantes, aquel era casi ciego y no podía vernos, pero se guiaría por nuestro olor y por el ruido que hiciéramos. Según calculé, tardaría en dar con nosotros más o menos 30 segundos.
Blix señaló hacia abajo con el dedo: "¡Pecho a tierra!"
Es asombrosa la cantidad de insectos que llega uno a tener en las narices cuando las anda metiendo en la tierra. No había yo avanzado un metro a rastras y ya tenía entre la ropa representantes de unas 50 especies, con. hormigas siafu dirigiendo el congreso.
Veía las botas de Blix a un palmo de distancia. Sus piernas se movían entre la maleza como si hubieran estado muertas y alguien tirara de ellas con cuerdas. No sé cuánto avanzamos así; quizá 100 metros. Las picaduras de los insectos pronto se convirtieron en ronchas enormes, quemantes. Ya estábamos respirando mejor, o al menos yo así lo sentía, cuando los pies y las piernas de Blix se quedaron inmóviles. Alcancé a ver que él levantaba la cabeza. Tenía al gran macho a tres metros ... y a esa distancia los elefantes sí ven. Blix se puso de pie y levantó lentamente su fusil, con inefable tristeza en el rostro.
Esa expresión es para mí, pensé. Él sabe que ni con un tiro en el cerebro lo detendrá antes de que nos aplaste como si fuéramos mangos.

En un lugar abierto habría sido posible hacerse a un lado, pero allí no. Me quedé detrás de Blix y le puse las manos en la cintura, siguiendo sus instrucciones, aun a sabiendas de que no serviría de nada. Me sentí como si estuviera atrapada en el lugar donde está a punto de caer una roca que oscila al borde de un precipicio.
Se me figuró que era el momento de disparar, pero Blix no reaccionó; se quedó sosteniendo su fusil muy firmemente y empezó a recitar las blasfemias más espantosas que -yo haya oído jamás. Reconozco que lo hizo con cierta gracia, pero no me pareció el momento más oportuno, ni mucho menos.
El elefante avanzó; Blix soltó más denuestos ( esta vez en sueco,) , y me puse a temblar. No hubo ningún disparo. "Tal vez tenga que matarlo", declaró, y no pude menos de admirar su buen juicio.
Uno no se pone a pensar que los elefantes puedan tener fauces, porque no se les ven cuando la trompa les cuelga. Por eso, a escasos metros de uno de esos gigantones que la levanta, resulta una revelación casi bochornosa la abertura roja y negra. Yo estaba boquiabierta contemplando aquella bocota cuando, de pronto, el paquidermo soltó un barrito... con el cual, estoy convencida, nos salvó a Blix y a mí.
Fue un barrito tan formidable, de tan espléndida resonancia, que los otros elefantes, los que estaban paciendo por ahí, lo tomaron como una seria advertencia, y huyeron.Descuajaron la comarca entera a su paso; desaparecieron árboles, maleza, sanseviera, detritos. También el monstruo que teníamos enfrente: se quedó quieto, como aguzando el oído, y luego dio vuelta con la crispante parsimonia de la puerta de una bóveda bancaria. Se perdió como tromba que barría la vegetación.
Durante un largo tiempo no hubo silencio, y cuando por fin lo hubo Blix bajó su fusil. Yo estaba desfalleciente, irritable, y no paraba de maldecir a la especie de los insectos. Blix y yo nos abrimos paso a machetazos hasta el campamento. No articulamos palabra, pero cuando me dejé caer en una silla de lona, afuera de las tiendas de campaña, olvidé el histórico recato de mi sexo y le dije a quemarropa:
—Blickie, creo que eres el mejor cazador de África, pero a veces tienes un macabro sentido del humor. ¿Por qué no disparaste?
Él se quedó mirando el follaje del baobab, y replicó:
 —No seas tonta. Bien sabes por qué no disparé: esos elefantes son para Winston.
Adiós a África
Tom Y su copiloto ganaron la carrera aérea internacional de Mildenhall a Melbourne. De Inglaterra hasta Australia; medio mundo. Yo debería volar a Inglaterra. ¿Por qué? Porque soy curiosa. Porque ahora me he convertido en una vagabunda incorregible.
—¿Quieres ir en avión a Londres, Blix?
Él me responde que sí sin apartar siquiera la mirada del fusil que está limpiando.
No FUE un vuelo récord, ni en cuanto a rapidez ni a resistencia: nos tomamos nuestro tiempo, y no evitamos las escalas necesarias. Pero tampoco fue un vuelo aburrido. Aún en marzo de 1936, hacia la consumación de aquel innoble ejemplo de rapacería que los eufemistas italianos llamaron la Conquista de Etiopía, no era cosa de todos los días volar de Nairobi a Londres. Había pistas de aterrizaje en el camino, pero entre una y otra el terreno parecía tan distante e inhóspito como la superficie de la Luna.
No sé cuáles serán las reglas actuales, pero en aquel tiempo no se permitía que una mujer volara sola entre Juba y Wadi Halfa sin autorización del cuartel general de la Real Fuerza Aérea, situado en Khartum.
Las razones eran bastante razonables: un aterrizaje forzoso en los pantanos de papiro del Sudd habría sido como descender a orillas de la laguna Estigia. No veo muy claramente por qué se consideraba a las mujeres menos capaces que los hombres de evitar esos peligros, aunque sospecho que era cuestión más de galantería que de otra cosa. Quien pueda imaginar 31,000 kilómetros cuadrados de pantanos que bullen como un crisol prehistórico de vida semiformada, tendrá una idea cercana de lo que es el Sudd. Visto desde el aire, es una extensión plana y verde, que invita a visitarla.
Pero en caso de verse uno obligado a aterrizar allí, y si, por milagro, no se volcara el avión, las ruedas se hundirían al punto en el cieno, y las alas, muy probablemente, se posarían sobre un lecho de materia orgánica, en parte viva y en parte podrida, lecho que en algunos lugares tiene cinco metros de espesor y bajo el cual corren aguas negras.
Suponiendo que quedara uno así, ileso y arrellanado en ese interminable pantano (cuyo hedor ya se advertía a 300 metros de altura ), y suponiendo que estableciera uno comunicación por radio con Khartum para dar la localización de aquel punto y otros detalles, con mucha ingenuidad podría esperar que algo ocurriera, pero no ocurriría nada. La navegación en bote no es posible en el Sudd, los aviones no pueden aterrizar ahí, y el hombre no puede caminar en sus pantanos. Si llegara un avión, acaso sobrevolaría un rato y dejaría caer algo de provisiones pero, a menos que la puntería del piloto fuese tal que le atinara con el paquete de maná al aparato, la visita resultaría inútil.
Si por veitura recibiera uno suficientes víveres por medio de tales bombardeos, «quizá accedería a la serena madurez a través de la meditación, pero lo más probable sería que esos pequeños verdugos que son los mosquitos, para no hablar de la armada anfibia del infierno ( los cocodrilos pululan por el Sudd), se encargaran dez sacarle a uno canas mucho antes; cuestión, creo yo, de dos semanas.
Más allá del Sudd está el desierto, y nada más que el desierto, a lo largo de casi 5000 kilómetros. Y después del desierto, el mar. Atravesamos el golfo de Sidra y aterrizamos en Trípoli, primero, y después en Túnez. Volvimos a ver colinas verdes; por fin nos encontrábamos en el extremo de África. Antes de alejarnos, tal vez debí hacer con el avión alguna maniobra en señal de saludo, pues yo sabía que África permanecería allí hasta que volviéramos, pero ya no sería exactamente como la recordaba. África nunca es la misma si uno la ha abandonado y vuelve a verla.
Pasamos aquella noche en París, y la tarde del día siguiente Tom Black, Blix y yo estábamos en el Hotel Mayfair de Londres, rodeados de todas las comodidades de la civilización, y brindando por África.
Sola sobre el mar
AHORA, después de salir de Londres, voy volando en el Vega Gull, entre tinieblas. Espero que este vuelo transatlántico imponga un récord. Voy por el sur de Irlanda; hace más de una hora que despegué. Inglaterra, Gales y el mar de Irlanda quedan atrás, al igual que tanto tiempo consumido.
En todo vuelo largo, la distancia y el tiempo son siempre lo mismo. Pero en este hubo un momento en que el tiempo se detuvo, y se anuló la distancia. Fue el instante en que el Gull azul y plata se separó de la pista en el aeropuerto, y los fotógrafos lo captaron con sus cámaras, y percibí que el aparato resentía su carga y ya quería hincar el pico, en una súbita rebelión, sólo para obedecer por fin a los controles elevadores y corroborar así la opinión de los diseñadores, en el sentido de que tenía que volar porque los cálculos lo demostraban.
Se había elevado por los aires y había dicho:
—Bueno, aquí estamos. ¿A dónde nos dirigimos?
Aquella pregunta me sacudió, pero respondí:
Vamos a un lugar situado a 5800 kilómetros de aquí, y sobre-volaremos el océano a lo largo de 3200 kilómetros. Durante casi todo el viaje será de noche. Nos dirigimos al oeste con la noche.
Dejo atrás Cork, y me aproximo al faro de Berehaven. Es la última luz, en el confín del continente. La rebaso y salgo a mar abierto.
Llueve, y afuera de la cabina la oscuridad es total. Según mi altímetro, el Atlántico está 600 metros abajo. Mi Horizonte Artificial Sperry indica que la posición de la nave es correcta. Yo estimo que mi desviación es tres grados mayor de la que señala el mapa meteorológico, y hago el ajuste correspondiente.
Encontrarse una sola a bordo de un avión, aunque sea por tan breve lapso como una noche y un día, pero absolutamente sola, sin nada que mirar en la penumbra más que los instrumentos y las propias manos, y nada que contemplar aparte del tamaño del propio pequeño valor, ni cosa alguna en qué pensar más que las creencias, los rostros y las esperanzas arraigados en la mente .. . semejante experiencia puede ser tan perturbadora como la primera vez que se siente la presencia de un extraño que camina a nuestro lado en la noche. Uno mismo es ese extraño.
A las 10 de la noche voy siguiendo el rumbo ortodrómico hacia Harbour Grace, Terranova, con un viento en contra de 65 k.p.h., y con una velocidad de 210 k.p.h. En vista de las condiciones atmosféricas, no estoy segura de cuántas horas más tendré que volar, pero creo que serán entre 16 y 18.
A las 10:30 sigo volando con el combustible del gran tanque de la cabina; espero agotarlo pronto, para que se acabe el vaivén del líquido, el cual se ha trasmitido al avión desde que despegué. El tanque no tiene medidor, pero lleva escritas es-tas tranquilizadoras palabras: "Bueno para cuatro horas".
No hay razón para desconfiar de semejante garantía; yo creo en ella, pero a las 10:35 el motor tose un poco, y se apaga. El Gull queda exánime.
Supongo que la recomendación de "mantener la calma" alude a la necesidad de controlar los impulsos espontáneos, pero los impulsos espontáneos tienen su razón de ser. Si es de noche, y va uno manejando un avión con el motor apagado,- a 700 metros de altura sobre el mar, nada más natural que el impulso de jalar la palanca de control, con la esperanza de que esos 700 metros aumenten, aunque sea un poco. Cualquier razonamiento, noci©n o ley que dicte la esperanza radica en hacer lo contrario, o sea, en dirigir al agua el avión inerte, parece una locura a todas luces; la mente y el corazón lo rechazan. Pero las manos del extraño acatan el mandato con fría precisión.
Me quedo allí, viendo cómo empujan mis manos la palanca, y siento que el Gull empieza a inclinarse hacia el mar. Debe de ser cualquier cosa: seguramente el tanque de la cabina se vació antes de lo previsto. Sólo necesito darle vuelta a otra llave...
Pero la cabina está oscura. El altímetro iluminado se ve muy claro: mi altitud ahora es de 335 metros. No encuentro la llave, que debe de estar cerca del piso. Una mano tentalea por ahí, y da con una lámpara sorda; luego los dedos siguen hurgando con angustiosa calma, hasta que encuentran la llave y le dan vuelta. Yo aguardo.
A los 100 metros de altura el motor sigue muerto. Estoy consciente de que la aguja de mi altímetro es como un huso, y va devanando la distancia que media entre el avión y el agua.
Inevitablemente, me asalta la idea de que es el fin del vuelo, pero mis reacciones no son ortodoxas. No porque todos los incidentes azarosos de mi vida me vengan a la mente en tropel, como una película enloquecida; sólo siento que esto ha ocurrido antes . . . y así es. Lo he vivido cien veces, imaginariamente y en sueños, y por ello el pánico no me domina.
No sé cuán cerca estoy de las olas cuando el motor vuelve a la vida. Veo que mi mano mueve hacia atrás la palanca, siento que el Gull vuelve a ascender en medio de la tormenta, y observo que el altímetro gira nuevamente como huso, lo cual indica que aumenta la altura de la nave con respecto al mar.
Debo dar gracias a Dios ... y lo hago, aunque indirectamente. Doy gracias a Geoffrey de Havilland, quien diseñó el inabatible motor del avión, y que, naturalmente, a su vez debe de haber sido diseñado por Dios.
Un pantano sin nombre
VI UN barco, y el alba, y luego los acantilados de Terranova festoneados de bruma. Estas cosas siempre tendrán una gran significación para los aviadores. Sentí la emoción que tanto había imaginado, y la feliz culpa de haber burlado la amenazadora fama de los elementos y del mar.
Estaba cansada, y tenía frío. Comenzó a formarse una película de hielo sobre los cristales de la cabina, y la niebla practicaba trucos de ilusionista con la tierra. Allí estaba la tierra, aunque no la distinguiera; ya la había visto. Ni se me ocurría pensar que no fuera la que yo quería; tenía que ser.
Tenía que dirigirme al sur, al cabo Race, luego al oeste, a Sydney, en la isla de Cabo Bretón. Con mí trasportador, mi mapa y mi brújula, fijé un nuevo rumbo. Al rato pasaría por New Brunswick, luego por Maine .. y llegaría a Nueva York. Ya lo veía.
El éxito engendra confianza. Pero, ¿quién puede cantar victoria, salvo los dioses? Tenía viento de cola, y más de tres cuartas partes del combustible en el último tanque; la suerte me sonreía. Si hubiese sido un poco más sagaz habría tomado en cuenta que tales momentos son fugaces. El motor empezó a estremecerse; se apagó, carraspeó, volvió a arrancar y siguió fallando; tosió y escupió al mar un humo negro.
Todo tiene su nombre, pensé, yo que estaba pasando se llamaba obstrucción por aire. Con la esperanza de remediarla, empecé a abrir y cerrar todos los tanques vacíos. Las llavecitas eran como alfileres de metal, y cuando las había accionado ya una docena de veces vi que me sangraban las manos, y que la sangre manchaba mis mapas y mi ropa. Pero el esfuerzo fue en vano. Empecé a planear con un motor enfermo y titubeante.
Fui perdiendo altura poco a poco, al mismo tiempo que la frustración me impregnaba el corazón. Si hubiese tocado tierra, habría sido la primera persona en atravesar el Atlántico Norte partiendo de Inglaterra, pero un aterrizaje forzoso habría representado para mí un fracaso, pues Nueva York era mi objetivo. Pensé que si pudiera aterrizar y luego volver a despegar, todavía lo alcanzaría ... con un poco de suerte, tal vez .. .
El motor vuelve a apagarse, y después "se reanima", y cada vez que vuelve a la vida subo lo más alto que puedo. Luego, el aparato tose y se para, y yo me deslizo hacia el agua, para subir y bajar de nuevo. La visibilidad es perfecta, y diviso tierra a 65 u 80 kilómetros. Sí voy por donde creo, será cabo Bretón.
Estoy sobrevolando tierra. Tomo el mapa, lo examino y confirmo mis cálculos. Aun a la escasa velocidad que llevo, me encuentro a sólo 12 minutos de Sydney, donde podré aterrizar para hacer reparaciones y luego seguir adelante.
El motor se apaga otra vez, y empiezo a planear, segura de que volverá a arrancar, me elevaré y llegaré a Sydney. Pero ya no enciende. El Gull se dirige a tierra, a un lugar que me es totalmente desconocido. Es una tierra negra, guarnecida de rocas, y voy cayendo hacia ella, aferrada a la esperanza y a una hélice inmóvil. Inclino la nave y me deslizo lateralmente para esquivar las rocas. Las ruedas hacen contacto con el suelo, y siento que se hunden. La nariz del aparato se atasca en el lodo, y me golpeo la cabeza con el parabrisas. Me escurre sangre por la cara.
Bajo torpemente del avión y me hundo hasta las rodillas en el fango. Me quedo atontada, mirando no aquel páramo, sino mi reloj. Han trascurrido exactamente 21 horas con 25 minutos.
Vuelo transatlántico, desde Abingdon, Inglaterra, a un pantano sin nombre ... sin escalas.
ME ENCONTRÓ un pescador de cabo Bretón. El hombre iba caminando trabajosamente en el cieno, y vio el Gull con la cola al aire y la nariz enterrada. Luego me vio a mí batallando con su pegajosa tierra natal. Me llevó a su cabaña, a la orilla del mar, y telefoneé al Aeropuerto de Sydney para avisar que estaba a salvo, y para evitar que fueran a buscarme.
A la mañana siguiente descendí de un avión en el Campo Floyd Bennett, de Nueva York, y encontré una multitud esperando para saludarme. Había atravesado el Atlántico de este a oeste, y durante algún tiempo no salí de mi aturdimiento, entre campanilleos, telegramas y gente ávida de decirme cuán maravillosa le parecía mi hazaña de haber llegado casi a la Ciudad de Nueva York y . ¿no querría firmar un autógrafo?
El Gull, según me enteré, no me había fallado, después de todo. En una revisión se descubrió que en algún punto cercano a la costa de Terranova se le introdujo hielo en la toma de aire del último tanque de gasolina, y por eso se bloqueó parcialmente el paso del combustible al carburador. No me explico cómo pudo volar tanto tiempo en esas condiciones.
ME SENTí profundamente agradecida por la cordialidad y la infinita bondad de la gente en Estados Unidos, y no guardo el menor despecho por la fugacidad de mi fama. Todo esto ocurrió, y si algún episodio me resulta difícil de creer, allí tengo, para refrescarme la memoria, mi cuaderno de bitácora, y el tesoro de papel que he acumulado: cablegramas enviados en ocasión de mi vuelo sobre el Atlántico, unos cuantos recortes de periódico, seleccionados entre muchos otros, y una foto del Gull, con el pico hincado en el pantano de Nueva Escocia. El papel habla.
Sólo faltaba que alguien me dijera: "Tienes que escribir sobre tu viaje. De veras; hazlo".
CONDENSADO DE -WEST WITH THE NIGHT '. l~) 1942. 1963 POR BERYL MARKHAM.
USADO CON AUTORIZAC;óN DE CARMEN BALCELLS AGENCIA LITERARIA,
DE BARCELONA. ESPAÑA, ILUSTRACIONES: JERRY PINKNEY.


 

 

 


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