martes, 17 de agosto de 2021

MANUAL DE URBANIDAD Y BUENAS MANERAS -cap 1 ANTONIO CARREÑO

MANUAL DE URBANIDAD Y BUENAS MANERAS MANUEL ANTONIO CARREÑO COPIA COMPLETA DEL ORIGINAL París, 1 Agosto de 1867

 DEBERES MORALES DEL HOMBRE.

CAPITULO I.

DE LOS DEBERES PARA CON DIOS.

 Basta dirigir una mirada al firmamento, ó á cualquiera de las maravillas de la creación, y contemplar un instante en los infinitos bienes y comodidades que nos ofrece la tierra, para concebir desde luego la sabiduría y grandeza de Dios, y todo lo que debemos á su amor, á su bondad y á su misericordia.

En efecto, ¿quién sino Dios ha creado el mundo y lo gobierna, quién ha establecido y conserva ese orden inalterable con que atraviesa los tiempos la masa formidable y portentosa del Universo, quién vela incesantemente por nuestra felicidad y la de todos los objetos que nos son queridos en la tierra, y por último, quién sino él puede ofrecernos y nos ofrece la dicha inmensa de la salvación eterna? Sómosle, pues, deudores de lodo nuestro amor, de toda nuesira gratilud, y de la más profunda adoración y obediencia ; y en todas las situaciones de la vida, en medio de los placeres ¡nocentes que su mano generosa derrama en el camino de nuestra existencia, como en el seno de la desgracia con que en los juicios inescrutables de su sabiduría infinita prueba á veces nuestra paciencia y nuestra fe, estamos obligados á rendirle nuestros ho-menajes, y á dirigirle nuestros ruegos fervorosos, para que nos haga merecedores de sus beneficios en el mundo, y de la gloria que reserva á nuestras virtudes en el Cielo.

Dios es el ser que reúne la inmensidad de la grandeza y de la perfección; y nosotros aunque criaturas suyas y destinados á gozarle por toda una eternidad, somos unos seres muy humildes é imperfectos ; así es que nuestras alabanzas nada pueden añadir á sus soberanos atributos. Pero él se complace en ellas y las recibe como un home-naje debido á la majestad de su gloria, y como prendas de adoración y amor que el corazón le ofrece en la efusión de sus más sublimes sentimientos, y nada puede por tanto excusarnos de dirigírselas. Tampoco nuestros ruegos le pueden hacer más justo, porque todos sus atributos son infinitos, ni por otra parte le son necesarios para conocer nuestras necesidades y nuestros deseos, porque él penetra en lo más íntimo de nuestros corazones ; pero esos ruegos son una expresión sincera del reconocimiento de su poder supremo, y del convencimiento en que vivimos de que él es la fuente de todo bien, de todo consuelo y de toda felicidad, y con ellos movemos su misericordia  y aplacamos la severidad de su divina justicia irritada por nuestras ofensas, porque él es Dios de bondad y su bondad tampoco tiene límites. ¡ Cuan propio y natural

no es que el hombre se dirija á su Creador, le hable de sus penas con la confianza de un hijo que habla al padre más tierno y amoroso, le pida el alivio de sus dolores y el perdón de sus culpas, y con una mirada dulce y llena de unción religiosa, le muestre su amor y su fe como los títulos los de su esperanza.

Así al acto de acostarnos como al de levantarnos, ele-varemos nuestra alma á Dios : y con todo el fervor de un corazón sensible y agradecido, le dirigiremos nuestras alabanzas, le daremos gracias por todos sus beneficios y le rogaremos nos los siga dispensando. Le pediremos por nuestros padres, por nuestras familias, por nuestra patria, por nuestros bienhechores y amigos, así como también por nuestros enemigos, y haremos votos por la felicidad del género humano, y especialmente por el consuelo de los afligidos y desgraciados, y por aquellas almas que se encuentren extraviadas dé la senda de la bienaventuranza. Y recogiendo entonces nuestro espíritu, y rogando á Dios nos ilumine con las luces de la razón y de la gracia, examinaremos nuestra conciencia, y nos propondremos emplearlos medios más eficaces para evitar las faltas que hayamos cometido en el discurso del día. Tales son nuestros deberes al entregarnos al sueño y al despertarnos, en los cuales, además de la satisfacción de haber cumplido con Dios y de haber consagrado un momento á la filantropía, encontraremos la inestimable ventaja de ir diariamente corrigiendo nuestros defectos, mejorando nuestra condición moral, y avanzando en el camino de la virtud, único que conduce á la verdadera dicha.

Es también un acto debido á Dios, y propio de un corazón agradecido, el manifestarle siempre nuestro reconocimiento al levantarnos de la mesa. Si nunca debemos olvidarnos de dar las gracias á la persona de quien recibimos un servicio, por pequeño que sea, ¿ con cuánta más razón no deberemos darlas á la Providencia cada vez que nos dispensa el mayor de los beneficios, cual es el medio de conservar la vida ?

En los deberes para con Dios se encuentran refundidos todos los deberes sociales y todas las prescripciones de la moral ; así es que el hombre verdaderamente religioso es siempre el modelo de todas las virtudes, el padre más amoroso, el hijo más obediente, el esposo más fiel, el ciudadano más útil á su patria.... Y á la verdad, ¿ cuál es la ley humana, cuál el principio, cuál la regla que encamine á los hombres al bien y los aparte del mal, que no tenga su origen en los Mandamientos de Dios, en esa ley de las leyes, tan sublime y completa cuanto sencilla y breve? ¿dónde hay nada más conforme con el orden que debe reinar en las naciones y en las familias, con los dictados de la justicia, con los generosos impulsos de la caridad y la noble beneficencia, y con todo lo que contribuye a la felicidad del hombre sobre la tierra, que los

principios contenidos en la ley evangélica ? Nosotros satisfacemos el sagrado deber de la obediencia á Dios guardando fielmente sus leyes, y lasque nuestra Santa Iglesia ha dictado en el uso legítimo de la divina delegación que ejerce ; y es este al mismo tiempo el medio más

eficaz y más directo para obrar en favor de nuestro bienestar en este mundo, y de la felicidad que nos espera en el seno de la gloria celestial.

Pero no es esto todo : los deberes de que tratamos no se circunscriben á nuestras relaciones internas con la Divinidad. El corazón humano, esencialmente comunicativo, siente una inclinación invencible á expresar sus afectos por signos y demostraciones exteriores. Debe- mos, pues, manifestar á Dios nuestro amor, nuestra gratitud y nuestra adoración, con actos públicos que, al mismo tiempo que satisfagan nuestro corazón, sirvan de un saludable ejemplo á los que nos observan. Y como es el templo la casa del Señor, y el lugar destinado á rendirle nuestros homenajes, procuraremos visitarlo con la posible frecuencia, manifestando siempre en él toda la devoción y todo el recogimiento que inspira tan sagrado recinto.

Los sacerdotes, ministros de Dios sobre la tierra, tienen la alta misión de mantener el culto divino y de conducir nuestras almas por el camino de la felicidad eterna.

Tan elevado carácter nos impone el deber de respetarlos y honrarlos, oyendo siempre con interés y docilidad los consejos con que nos favorecen, cuando en nombre de su divino maestro y en desempeño de su augusto ministerio nos dirigen su voz de caridad y de consuelo. Grande es sin duda la falta en que incurrimos al ofender á nuestros prójimos, sean éstos quienes fueren; pero todavía es mucho más grave ante los ojos de Dios la ofensa dirigida al socerdote, pues con ella hacemos injuria á la Divinidad, que le ha investido con atributos sagrados y le ha hecho su representante en este mundo. Concluyamos, pues, el capitulo de los deberes para con Dios, recomendando el respeto á ios sacerdotes, como una manifestación de nuestro respeto á Dios mismo, y como un signo inequívoco de una buena educación moral y religiosa.

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