lunes, 30 de agosto de 2021

DOÑA LEONOR DE CISNEROS

             HISTORIA DE LA INQUISICIÓN Y 

LA REFORMA EN ESPAÑA

Por SAMUEL VILA
ESPAÑA

4. Antonio Herrezuelo y su esposa Leonor de Cisneros.

Era ciudadano de Toro, Castilla, donde ejercía su cargo de abogado. Su origen era humilde y había alcanzado la posición en que se encontraba gracias a su diligencia y a su talento. Se habla casado con doña Leonor de Cisneros, hija de un hidalgo de la población, cuando ella tenía dieciocho años. El matrimonio fue un modelo de virtudes, distinguiéndose ’especialmente por su espíritu de caridad. Trabó Herrezuelo amistad con don Carlos de Seso, del cual ya sabemos que era corregidor de la ciudad, y como Seso no vivía para otra cosa que para sembrar el mensaje del Evangelio, no se abstuvo de hablar de él a Herrezuelo y a su esposa.
  Esta simiente fue sembrada en tierra abonada, con lo que recibieron los esposos la medida colmada de su felicidad. A través de los años, Herrezuelo se había convertido en un colaborador enérgico y entusiasta de Seso, en cuyos planes, oraciones y peligros participaba.
Cuando a los siete años del matrimonio vino de repente la catástrofe, prendieron al mismo tiempo al abogado y a su esposa. No tembló Herrezuelo ante la consideración de que tendría que sufrir y morir por su Salvador; pero la separación de su esposa le estremecería el corazón. Sabia que era de esperar la muerte de los dos, pero se horrorizaba al pensar que sus enemigos podían, con astucia o con violencia, hacer zozobrar la fe del tierno corazón de ella. Pronto tuvo ocasión de ver confirmados sus temores.
 Cuando victorioso él de las asechanzas y el tormento a que había sido sometido, despreciando la infamia del auto de fe y desafiando la misma hoguera, salió, al fin, de la prisión para ir a la plaza, sólo había en su pecho una angustiosa duda. Buscó en la fila de los que como él se habían mantenido firmes, a su esposa y con dolor comprobó que Leonor no se hallaba allí, sino un poco más alejada, en la compañía de los reconciliados.
 En efecto, Leonor había sufrido la grave prueba con menos valor que su esposo. Ya la separación de él, a los pocos años de casada y a los veinticuatro de edad, había de’ quebrantar gravemente su ánimo. Aparte de los demás sufrimientos, cabe pensar que indujera a Leonor a retractarse la insinuación o la afirmación de que su esposo también lo había hecho, o lo haría ante su ejemplo. Lograron, efectivamente, que Leonor hiciera hablar a su boca un lenguaje distinto del de su corazón, quizá por el mismo afecto que sentía hacia su esposo, pero ¿cuál no habría de ser su sorpresa cuando la infeliz vio aquella mañana que él estaba entre los condenados a muerte,en contra de todas sus esperanzas, y que ella tenia que mostrarse ante sus ojos como incapaz de guardar la fe que había  aprendido de sus labios?
 Al pasar los condenados al suplicio de la hoguera por delante del tendido donde se encontraban los reconciliados, no pudo Herrezuelo decir ni una palabra a su esposa, pues una mordaza oprimía su lengua, pero elevaría, sin duda, en su alma una ardiente oración a Dios para que salvase a su esposa, a pesar de su retractación. Dios contestó plenamente su oración, como veremos en seguida.

 Hemos dicho que Herrezuelo estaba amordazado. Los inquisidores se decidieron a hacerlo por cuanto no cesaba de alentar a sus compañeros, así como de dar valeroso testimonio de su fe, con lo cual inficionaba de herejía a los que lo estaban escuchando. Sin embargo, su entereza predicaba por él con tanta o más elocuencia que sus palabras. Al ser atado a la estaca le fue arrojada una piedra que le dio en la cara, de cuya herida empezó a chorrear la sangre. Un alabardero le pinchó en el vientre con su alabarda. Nada le pudo mover de su decisión.
Gonzalo de Illescas, en su Historia Pontifical, dice: «El bachiller Herrezuelo se dejó quemar vivo con  una fortaleza sin precedentes. Yo estaba tan cerca de él que pude ver, perfectamente, toda su persona y observé todos sus gestos y movimientos. No podía hablar, porque por sus blasfemias tenia una mordaza en la lengua; en todas las cosas pareció duro y empedernido, y por no doblar su brazo quiso antes morir ardiendo que creer lo que otros de sus compañeros. Aunque yo lo observaba de cerca, no pude ver la menor queja o expresión de dolor; con todo eso, murió con la más extraña tristeza en la cara que yo haya visto jamás. Tanto que ponía espanto mirarle el rostro, como aquél que en un momento había de ser en el infierno con su compañero y maestro Luthero.»
 Doña Leonor fue de nuevo conducida a la cárcel. No es posible imaginarse la confusión y la lucha interior que debía haber hecho presa de aquella alma. Poco a poco, sin embargo, se pondría orden en el caos de sus sentimientos y de sus ideas: el esposo amado, por el cual, y para salvar su vida, había llegado a vacilar en su fe, estaba ahora en un lugar donde ningún enemigo podía hacerle daño. Leonor sintió nacer en ella el deseo incontenible de honrar su fe y de honrar la memoria de su esposo muriendo tal como él lo había hecho.
 Despreció resueltamente toda hipocresía y toda condescendencia con la doctrina católica y lloró amargamente la debilidad en que había incurrido, sin cuidarse para nada de las consecuencias. Confesó de nuevo abiertamente la misma fe por la cual su esposo había muerto y todas las tentativas para reconciliarla otra vez se estrellaron ahora ante su firmeza. Relapsa esta vez, no hubo misericordia. A los treinta y tres años de edad, después de nueve años de sufrimiento, fue condenada, como su esposo, a la hoguera.
De qué forma recibió la palma del martirio nos lo dice el testimonio del mismo Illescas, cuya descripción de la muerte de Herrezuelo hemos copiado antes. Illescas, católico fanático y testigo ocular del nuevo auto de fe, dice: «En el año 1568, el 26 de septiembre, se ejecutó la sentencia de Leonor de Cisneros, viuda del bachiller Herrezuelo. Se dejó quemar viva, sin que bastase para convencerla diligencia ninguna de las que con ella se hicieron y que fueron muchas. Pero nada pudo conmover el endurecido corazón de esa obstinada mujer.» Estas palabras, que no hacen mucho honor a Illescas, sí lo hacen a doña Leonor y prueban de un modo indubitable que era digna de su esposo.

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