domingo, 7 de agosto de 2022

CAPITULO XV. - NAZARETH - “POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

 POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

POR J. MOISÉS DELEON LETONA

(El escritor es tio abuelo del autor del blog- un huehueteco apasionado por lo de antaño.)

IMPRESIONES DE UN GUATEMALTECO EN SU VIAJE
ALREDEDOR DEL MUNDO DURANTE LOS AÑOS DE
1922 A 1924.

Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas

Librería del Congreso de  los Estados Unidos de América

Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México

Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen

Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.

CAPITULO XV.

Nazareth.

Allá todo es vida, amor y alegría. La poesía que se res­piraba en tiempos de la Sagrada Familia, aún se respira en Nazareth.

La parte principal y más pintoresca está sobre una alta colina, que es muy dominante y tiene mucho declive. Las casas, encaladas, al estilo español. La teja de barro cubre sus techos. Ultimamente se han edificado algunas de cemento armado y concreto, entre las que sobresalen varias torres y alminares. En general, hay simetría, ornato en la ciudad, que se distingue por su aseo. Existen varias fuentes, y un prolongado valle co­mienza a extenderse desde sus alrededores para perderse a larga distancia.

Recorriendo sus empedradas calles, dimos con la tranquila fuente a donde iba a traer agua la Virgen, donde llenaba su cántaro para luego regresar a su modesta casa, acompañada de San José. El agua de aquel precioso manantial es pura, cris­talina y fría, de agradable sabor; a una plazuela que la cir­cunda convergen varias calles por las que asoman y pasan las nazarenas al ir a proveerse del líquido elemento. En la actua­lidad dicha fuente se ve siempre rodeada de bellísimas y sen­cillas mujeres del lugar. Como en Belén y Jerusalén, hay cis­ternas o aljibes—especialmente en la parte alta—y pozos que contienen agua potable, todos de gran utilidad, máxime los que se encuentran en las alturas. Sacan el agua en botes y cubetas mediante las viejas garruchas conectadas con el carrizo deste­ñido por el sol, que arrolla el lazo lustroso de tanto pasar por la acerada argolla pendiente de los maderos colocados en el centro del pozo, sobre el brocal. La cigüeña que da vueltas al cilindro, es movida lentamente por manos de los nazarenos o nazarenas que cantan con alegría. Al lado opuesto se ve el volante que con su peso y su velocidad ayuda en la vieja y pesada tarea. Cerca se ven las ollas y las tinajas que relum­bran por el agua que sobre ellas se desparrama y la luz solar que las besa. Se oye el ruido que en el fondo del pozo se

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 produce al golpe de la cubeta que cayó bruscamente y que en un lado tiene atadas piedras verdes para hacerle contrapeso, facilitando su hundimiento. Al mismo tiempo que aquel oficio se hace, los gallos cantan: las palomas revolotean bajando de sus nidos a comer granos al patio, para luego cruzar el espacio, produciendo ruido y aire con sus alas y con sus colas de aba­nico. Ellas, dueñas del firmamento, vagan alegres hasta llegar en su vuelo a las cumbres y collados del campo, regresando, por último a las inmediaciones del pozo, donde está el palomar con innumerables puertecitas.

Asistimos a la Iglesia de la Anunciación, sitio en que el Divino Verbo se hizo carne. Vimos y tocamos la columna don­de, en la cocina de la casa de la Virgen, apareció el Angel Gabriel Anunciador, el Delegado de la magnificencia de Dios, quien dijo a María: "Yo te saludo: llena eres de gracia: el Señor es contigo: bendita tú eres entre todas las mujeres."

Para llegar al altar mayor de este templo, hay que bajar a un subterráneo; en él existen muchas reliquias, muchos ex­votos; muchas cosas llevadas desde España. Y ahí también pueden admirarse muchos trabajos en mármol, del inmortal Artista Bramante.

Dicha iglesia es moderna, relativamente, y queda no lejos del Convento de los Franciscanos.

La Virgen, que nació en Séforis, antigua aldea de Galilea, se vino a vivir a Nazareth, en el sitio sobre el cual construyeron el templo a que acabamos de referirnos.

Tuvimos la dicha de visitar, así mismo, la iglesia en cuyo recinto estuvo el Taller de Carpintería de San José, a quien Jesús ayudaba durante su niñez y su juventud, mientras la Virgen se ocupaba en los quehaceres domésticos y en bordar. Nos imaginábamos oír el peculiar ruido producido al acepillar las tablas, el compás del martillo sobre los clavos que rechina­ban al entrar en la madera; el fuego hecho con virutas para calentar la cola, el sabroso olor de las duelas de pino, húmedas, acabadas de aserrar; las perchas de vigas de ciprés, acabadas de hender, la herramienta, las pinturas, las brochas, el aceite y el barniz; en fin, el Maestro con su gabacha blanca y su lápiz colorado, cuadrilongo en el oído, trabajando y enseñando a la vez entre operarios y aprendices, con una sencilla y amorosa familiaridad. Y fué a dicha carpintería, a ese santuario de trabajo y de paz, a donde Jesús vino después del destierro a Egipto; es decir, a la modesta casa en que El fué convirtiéndose también en el más grande Obrero del Espíritu.

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Puede decirse que allá pasó la mayor parte de su vida pri­vada. A su regreso de Jerusalén, posteriormente a los tres días que no se sabía de El durante las Pascuas, cuando su Santa Madre creía que se había perdido y le buscaba llorando, llena de dolor, y le encontró en el templo discutiendo con los sabios, según escribimos en el capítulo que antecede, a dicha casa llegó otra vez, para seguir ayudando a San José en sus duras y diarias faenas. La tosca música de la sierra, la caída de las doradas virutas y del amarillo aserrín, acompañaban su trabajo cuotidiano. Ahí la vida campesina, austera y frugal de sus Santos Padres, le dió el placer del hogar, criándose entre obre­ros pobres, humildes, pero muy dignos y virtuosos. Siempre estuvo al lado de ellos, y las sanas y útiles tareas de San José —que transformaban la madera labrada en cunas, bancas, puer­tas, cofres, cómodas, arados, yugos, etc.—dieron natural senci­llez a las suaves maneras del Nazareno, el predestinado a servir de vocero a Dios!

Es bien sabido que, entre los oficios, los de labrador, car­pintero, herrero y albañil, son los que más importancia han tenido en la antigüedad y la tienen aún, porque constituyen fortísimas palancas para la vida material, pues son propulsores de la comodidad: he ahí la supremacía del Taller de San José, donde Jesús trabajó como obrero, confundido sencillamente en­tre los honrados artesanos que ahí laboraban.

También en el patio de aquella casa, cultivó blancas azuce­nas y salió al campo, donde estuvo entre pastores, campesinos, ovejas y mansos corderitos, que encontraba por los valles y las selvas que recibieron la huella de sus sandalias que mar­caban su paso en la humedad, que la sombra de los árboles conservaba. El Nazareno, que así vivía, posteriormente fué pastor de almas, de hombres, pues ya las cosas que Dios había dicho a la Humanidad por medio de los Profetas, de los Ange­les y de los Patriarcas, venían a cumplirse mediante la man­sedumbre de Jesús, quien se transformaba milagrosamente de alumno en Maestro!

El alma goza al consignar que San José tenía del lado de la calle, precisamente en su carpintería, una enramada hecha de palmeras, dentro de la cual se sentaban a descansar los cami­nantes, encontrando agua, sombra y pan, que él y Jesús les ofrecían gratuita y cariñosamente, impulsados por sus senti­mientos caritativos, pues hacer el bien era su mayor placer. Rememorábamos la suma complacencia con que recibían y aten­dían a los viajeros que por su tendal pasaban: ahí yantaban (ingerían)

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 y se libraban de los abrasadores rayos del sol, de la sed devo­radora y de las otras inclemencias del tiempo.

 En Nazareth—al lado de sus Padres—creció Jesucristo en edad y sabiduría y estuvo sujeto a ellos hasta los 30 años, al cabo de los cuales empezó a predicar. Todo estaba escrito, determi­nado, y se cumplió fielmente.

 Los 3 últimos años de su vida son los de su vida pública; ellos son los más gloriosos, los inmortales, llenos de visiones y milagros.

 Tuvo siempre la misma entonación de voz, la misma dul­zura y suavidad; la misma mansedumbre desde el principio hasta el fin glorioso. El manantial de su alma, de toda su obra, siempre fué puro, cristalino: nunca se alteró. La limpidez de su mirada, de su sonrisa y de su corazón, se reflejaba en los ojos de los niños, en el canto melodioso de los pájaros, en el ensueño de la juventud. Aún se refleja en la evocación de sus milagros. Todavía en la madurez de su edad era niño: así se explica la claridad, la elegancia con que hablaba, el don divino con que atraía hacia El a cuantos tuvieron la felicidad de escu­charle. Su noble apostura seducía. Puede decirse que fué transparente.

 Era tan casto, tan puro, tan niño y tan superior a los doc­tores en su Sabiduría, que éstos así lo reconocieron, demostran­do su asombro, sin dejar de sentir envidia muchos de ellos.

 San Juan, el Profeta de Fuego, fué su Precursor, y vivió a orillas del Jordán; estuvo 40 días en el desierto, lo mismo que Moisés: Jesucristo necesitó del propio lapso posteriormente para su preparación en igual soledad, bajo un sol abrasador, rodeado de toscas piedras y de arena, donde las fieras y los reptiles vivían. En aquella apartada región meditó mucho y no se acordaba de comer; fué en medio de sus privaciones, durante esa triste soledad, cuando contestó a Satanás—quien trataba de ponerle la tentación—negándose a aceptar sus diabólicas ofer­tas: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios."

 Jesucristo trajo a los hombres el alimento del alma: la Verdad, el Amor, el Consuelo, la Esperanza, la Caridad y la Virtud, simbolizando la Paz Universal con su sabio "amaos los unos a los otros" y abriendo las puertas del Paraíso a todos los descendientes de Adán y Eva.

En el mercado, que es muy concurrido y se encuentra en la parte plana de la ciudad, al pie de una colina, pueden verse

J. M. DELEON LETONA

frutas frescas y secas de toda clase, verduras, cereales, flores, sandalias, báculos, vestidos, aliños, cestas, carnes de monte, etc.

 En los restaurants y cantinas, en las aceras, en los patios vecinos a los establecimientos públicos, en los zaguanes y en algunas puertas de casas particulares se ponen a fumar los hombres sus raras "pipas de agua," demasiado largas, formando singulares grupos para charlar al mismo tiempo que echan humo por todos los poros. Unos sentados en bancos bajitos con asientos de cuero, otros en cuclillas, al pulso, guardando con dificultad el equilibrio, ya casi caídos.

En el hermoso valle de Nazareth abundan los terrenos hú­medos, que en todo tiempo dan codiciadas cosechas; los olivos, los pimientos y las acacias, con su eterno color verde, desvían el horizonte que en los confines de tan prolongadas planicies ya no se distingue; los muchos manantiales dan origen a ria­chuelos que describen líneas irregulares que parecen estar pro­tegidos por los olmos, mísperos, almendros, nogales, enebros, y moreras que lucen su follaje a la par de las adelfas, de las dalias, ricinos, cipreses y árboles de la vida.

De aquel encanto suben las montañas que se ven revestidas de bellos ropajes de púrpura, lindo color que aumenta su fir­meza al brillar el sol; en estos mismos delicados parajes las no­ches son frescas y la atmósfera tersa.

Así constatamos que el suelo de Nazareth, como casi todo el de la Palestina, es muy rico y que hay razón para elogiar la bondad de la "Tierra de Promisión:" las frutas son variadas, jugosas, bien desarrolladas, de carnosa pulpa, llamando la aten­ción las uvas, que son de las más exquisitas que se cono­cen. Los cereales, como el trigo, el centeno, la avena y la cebada, merecen el primer puesto entre los cultivos que se llevan a cabo por métodos rudimentarios, que siguen los nativos, y por modernos,que siguen los extranjeros, y así se ven en los campos en continuo movimiento, bajo la dirección de labradores de la tierra, montañeses y agricultores: caballos, asnos, bueyes, mulos y yeguas que dan su fuerza para todas las máquinas agrícolas y de transporte, entre las que no faltan los arados de madera.

                    Debe consignarse que los europeos han introducido el uso de tractores y de abonos químicos. (Al cabo de varios siglos de consecutiva explotación es natural que algunos de aquellos terrenos se cansen, como decimos.) El abono de todo el gana‑

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do mayor y menor es empleado para enriquecer las fincas: en las partes en que han hecho los corrales del lanar, porcino y cabrío, para simentar ahí mismo, las majadas ostentan la exube­rancia y bondad de esas parcelas en forma de lozanas plantas, como un valioso regalo al que han contribuido los tres reinos de la Naturaleza.

A nuestro paso por aquellos lares y por otros más eleva­dos pertenecientes a Nazareth, observamos extensos potreros dedicados a la cría y engorde de ganado vacuno; centenares de acres de tierra removida para sembrar gramíneas; labores, pequeñas heredades: en unas y otras se ve el buen resultado de la Agricultura, pues la Ciencia consagrada a la tierra pone a flote sus riquezas inagotables: finqueros y pequeños terrate­nientes se muestran satisfechos a juzgar por su continente. Nosotros creemos que ellos son felices, porque se encuentran en la abundancia de sus elementos donde han crecido, en el lugar de sus cariños.

La alegría de las lomas cubiertas de rebaños, de las fincas bien atendidas y de las gentes que allá moran, es aumentada por los panoramas que a lo lejos se contemplan, subiendo a las cimas de las montañas vecinas, que contienen árboles enor­mes y milenarios, que han visto indiferentes el rápido trans­curso de los siglos: las ricas fajas que desde ahí se despren­den para continuar sobre las costas mediterráneas y terminar en sus playas, que sirven de asiento a los puertos de Haifa y San Juan de Acre, son tan feraces como bellas; el cielo es muy azul, el aire muy puro y el mar se ve muy distante.

Por las calles de Nazareth vimos algunos viajantes raros, de amable apariencia y procedentes de Samaria: las mujeres samaritanas acostumbran actualmente un singular adorno: al final de sus dos trenzas usan igual número de canutillos o tubos de plata, de los cuales penden varias monedas del mismo metal, que producen sonoro ruido al moverse y hermosean el brillo de su sedoso pelo: los hombres samaritanos cubren su cabeza con rica tela cuadrada, de lino y seda, de colores subidos, for­mando anchas listas sobre fondo blanco. Tanto las orillas de la abigarrada servilleta—que tal parece—como las borlas negras de la cinta de seda con que se la amarran, cuelgan sobre sus espaldas, bajando las primeras hasta la cintura, donde casi tocan el yagatán. Bien: ellas y sus simpáticos paisanos que las acom­pañaban llevaron a nuestra mente el recuerdo del feliz encuen­tro y del diálogo conmovedor entre Jesús y la Samaritana, cuan­do ésta fué a traer agua en su ánfora al pozo de Jacob, pro

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tegido por la sombra de las palmeras cerca de Sichem, donde el Nazareno—que de paso para Jericó—le pidió de beber. Se asoció a este recuerdo el del buen samaritano Eliezer, tío y suegro de Sara¡—la hermosa Samaritana—como símbolo de la fraternidad humana de que nos habla el Evangelio. Pensamos cómo más tarde los dos, unidos a Saphan y llenos de fe, fueron hasta las riberas del Lago de Genesareth en busca de su Salva­dor, a quien hallaron predicando.

La mañana estaba despejada, rica de aromas y el sol ¡Iluminaba hasta el horizonte cuando salimos de Nazareth, la Flor de Galilea, y seguimos hacia Caná.

Printed in the United States of America.

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