“POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”
POR J. MOISÉS DELEON LETONA
(El escritor es tio abuelo del autor del blog- un huehueteco apasionado por lo de antaño.)
IMPRESIONES DE UN GUATEMALTECO EN SU VIAJE
ALREDEDOR DEL MUNDO DURANTE LOS AÑOS
DE
1922 A 1924.”
Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas
Librería del Congreso de los Estados Unidos de América
Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México
Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen
Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.
De Ayutla a Guatemala por ferrocarril, a través de sus
"Costas de Oro."
Tan pronto como pasamos la línea divisoria, al telégrafo nos dirigirnos para anunciar a los familiares que al día siguiente estaríamos nuevamente a su lado, ya en el común terruño de nuestros abuelos
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Mientras se revisaba el equipaje en la Aduana, contemplábamos nuestra bandera de azul y blanco como nuestro cielo.
Dormimos en Ayutla, despertamos de madrugada y la aurora nos decía que el día iba a despuntar; nos encaminamos a la estación y ahí estábamos ya listos para ir a la Capital de Guatemala, a través de las "Costas de Oro." Antes de las 6 a. m. dos agudos pitazos de la locomotora, cuyo eco se perdía entre las selvas majestuosas, nos hicieron saber que ya emprendíamos la postrer jornada y que ya veníamos hacia el centro del país donde anidan nuestros cariños. A ambos lados de las paralelas de acero sobre las que caminaba el tren contemplábamos satisfechos la incomparable vegetación del suelo guatemalteco: zacatonales, cafetales, cañales, piñales, cacaotales, platanares, bananales, cauchales, naranjales, limonares, arrozales, maizales, mangales y mil árboles más cargados de fruta, así como infinidad de otras plantas cultivadas y silvestres veníamos viendo mientras pasábamos por nuestras costas donde los hilos de plata de los ríos se deslizan bajo los puentes de hierro y acero, antes y después de regar los terrenos y de impulsar las máquinas agrícolas e industriales para luego llevar sus aguas al Pacífico.
Las estaciones se sucedían unas a otras y los asombrosos panoramas de las ubérrimas zonas por donde veníamos nos deleitaban con la vista de las montañas, de los bosques y de los volcanes que, allá a lo lejos, elevan sus gigantescos conos como queriendo alcanzar el cielo. Partes pasábamos donde únicamente verdes y frondosos árboles y cielo veíamos; no había horizonte: tal es la feracidad y virginidad de esta tierra.
Las cascadas, el rumor de los riachuelos, las hamacas formadas por fuertes, colgantes y verdosos bejucos, las cien parásitas; los vistosos helechos con penachos en sus ápices, el necio chirrido de las cigarras, la sombra de las ceibas, la presencia de "los árboles de pan," los simétricos almendros, el calor y las lluvias torrenciales nos advertían que veníamos por nuestras costas del Pacífico, que realmente debían llamarse "Costas de Oro": en ellas las esmeraldinas "colas de Quetzal," imitando las prolongadas plumas del ave sagrada de Tecum Umán, forman perennes arcos triunfales para saludar día día al Creador!
Sucesivamente pasábamos por las estaciones y oíamos resonar: Coatepeque, Retalhuleu, Muluá, Mazatenango, Cocales, Santa María, Escuintla .... donde algún conocido, amigo, compañero de colegio o algún familiar subía al mismo tren en que veníamos y con quienes, después del apretón de manos de estilo, entablábamos conversación en la que comentábamos el
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tiempo que estuvimos ausentes, abundando las consiguientes preguntas y respuestas entre ellos y nosotros. La sonora campana de la locomotora, con sus claros y vibrantes sonidos, anunciaba la entrada y salida del tren en las estaciones.
A la altura de "San Fernando" y rodeando las faldas del Volcán de Agua por el Sur, el calor era menos y al llegar a Palín un aire agradable enfrió la temperatura. En aquella estación, lo mismo que en Amatitlán y Morán—ya asociados de personas que fueron a nuestro encuentro—escuchábamos entre las voces de algunos pasajeros bulliciosos y vendedoras entusiastas las ofertas de "platanitos fritos," "tamalitos de cambray," "chiles rellenos," "pepita," "pepescas" y otras muchas vendimias comunes en aquellos simpáticos lugares en que las ricas y variadas frutas "hacen agua la boca" al sólo verlas.
La Laguna de Amatitlán, donde hemos tenido dichosos días de solaz, nos impresionó gratamente; la magnificencia de sus alrededores nos daba un exquisito placer al pasar por sus orillas marcadas por los rieles del Central, que siguen las rectas y las curvas de sus vueltas hasta dividir en dos la depresión de su lecho. Bandadas de patos y de gallaretas volaban y nadaban sobre ella y más de alguna lancha surcaba sus tranquilas aguas.
Este enorme depósito de agua dulce, comparable a los más hermosos lagos de Suiza e Italia y que ahora encuadrábamos—por medio de la mente que todo lo puede—en un impecable tremor veneciano a cuya ancha moldura formada por sus propias montañas engalana la acerada cinta del Michatoya, ostentaba en su luna toda la belleza del cielo y la poesía de los paisajes que la Naturaleza artísticamente dibujara en sus vecindades.
¡Adelante! Subíamos "Campo Seco" dejando en el extenso plan bañado por el río Villalobos, "Santa Teresa," "El Ingenio" y "El Frutal" que en sus ensenadas exhiben gallardas muestras de la rica flora y fauna guatemaltecas, en el comienzo de sus bocacostas del Pacífico.
Desde "Eureka," "El Portillo" y Pamplona, el hermoso "Valle de la Ermita" se deja contemplar y la cadena de montañas que lo rodean como acariciándolo, puede verse desde el pie hasta la cima. Los celajes allá en el Occidente, en dirección de Antigua—ciudad tranquila que duerme como princesa encantada en medio de un jardín sonriente—y Quezaltenango altiva metrópoli altense que mantiene sobre la Gran Cordillera de Los Andes el espíritu libre y elevado de sus hijos—presagiaban buen tiempo cambiando el azul de la bóveda celeste en tintes rosados entre las blancas nubes.
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Otros dos pausados pitazos de la locomotora que dejaba escapar el vapor que le' sobraba y que juguetona serpenteaba su penacho de humo gris en el espacio que ganaba, precedieron al paso del puente de la 7a. A. S., después del cual tocamos el punto donde se une la línea férrea que conduce al lado opuesto, es decir, al Atlántico, el mismo punto por donde habíamos salido hacía más de dos años y por donde ahora regresábamos trayendo las brisas del Pacífico.
Eran las 6 de la tarde cuando a la estación de Guatemala entrábamos. En cuanto el tren se detuvó nos apeamos y nuevos apretones de manos y fuertes abrazos cambiábamos al calor de los íntimos afectos de familia y de la amistad, cuyas emociones pueden y significan más que las palabras.
Las impresiones guatemaltecas que desde la víspera estábamos recibiendo, reanudadas a partir de la madrugada de este día y las cuales hacían desbordar la felicidad en nuestro pecho, dominaban por completo nuestro sér: entre todas las que habíamos tenido durante el viaje estaban en primera línea y ahora se declaraban vitalicias en su primer puesto.
Yendo por la 6a. A.—el Broadway Chapín—contemplábamos con avidez la bella capital y sus moradores al dirigirnos a nuestro hogar, pasando por la Concordia, la Plaza de Armas y Catedral.
Printed
in the United States of America.
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