jueves, 27 de julio de 2023

AVE SIN NIDO Hhuehuetenango Págs .98-107

 AVE SIN NIDO

DOCTOR HORACIO GALINDO CASTILLO

HUEHUETENANGO 

Págs .98-107

neutralizándose al mismo tiempo, el efecto óptico de reducir su grosor y mostrar su perfil ligeramente cón­cavo por efecto de esa misma ilusión óptica.

Podrá preguntárseme, qué objeto tiene esta por­menorización fatigante y si no resulta obvio enume­rar esta serie de detalles en los que el observador no repara por cierto.

Es porque, gracias a tan acabada ejecución, estas columnas se nos muestran en toda su impresionante belleza. De tener un defecto, éste saltaría a la vis­ta disminuyendo el placer que su contemplación nos causa.

Queremos hacer notar por otra parte, que cada uno de los recursos arquitectónicos empleados, fue objeto de un estudio concienzudo, y también, que muchos de de sus aparentes errores obedecieron a un  propósito bien calculado y en todo caso previsto.

Veamos, por ejemplo, la disposición del entablamen­to. Observemos que el arquitrabe tiene cuatro moldu­ras planas y horizontales, ligeramente proyectadas fuera de la perpendicular del friso, en toda cuya exten­sión está grabada con mayúsculas latinas la definición dogmática de Pío IX referente a la concepción de la Virgen María.

Fijemos nuestra atención en este entablamento y particularmente en su cornisa. Sigamos la fila de dentículos (en número de quince para el par de co­lumnas exteriores y de doce para el par de columnas interiores) y observemos de paso, las ocho piñas pri­morosamente esculpidas que rematan los vértices de todos los ángulos de la fachada; esto sí es una gracia, una travesura del artista, que atenúa la clásica gravedad del conjunto, dándole alero de informal y lige

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ro, del mismo modo que sobre el rostro de una estatua y para mitigar su hieratismo, el escultor hubiera cin­celado una sonrisa.

Al punto nos damos cuenta que la altura del enta­blamento se ha exagerado con relación a sus propor­ciones convencionales. Tiene, en efecto, que ser de un cuarto de la altura de la columna, midiendo su eleva­ción desde el extremo superior del ábaco al cimacio de la cornisa. Por otra parte, también se ha exagerado la proyección del salidizo de la moldura en escocia in­versa. Se la ha proyectado hacia afuera, en más de un tercio de su saliente normal. Pero ni una ni otra de tales alteraciones, son un capricho o un error del arquitecto:

La fila de mótulos cuadrados supera el friso y lo hace aparecer más alto.

La proyección de la cornisa se suma a tal supera­ción y aísla la plataforma en que han de asentarse las dos torres cuadrangulares de los extremos.

Sin este recurso (sin este paso de malabarismo esta­mos tentados de escribir) la fusión de dos órdenes tan diversos habría sido catastrófica para el, conjunto: este períptero octástilo sólo habría podido admitir encima de su paramento, un triángulo isósceles, un tímpano flanqueado por su cornisa y sus molduras y tras él, una cúpula y no un techo horizontal como lo tiene.

Pero es obvio que con ello, en vez de una iglesia cristiana, se habría construido un templo pagano.

Merced a lo que estábamos tentado de llamar un truco de malabarismo, el arquitecto asentó sin esfuer­zo, las dos torres de tan diferente estilo y acrecentó su belleza recurriendo a otra alteración no menos in­geniosa:

Cortó en ángulo diedro el entablamento de cada par de columnas exteriores; echó atrás el pórtico, acoplan­do en escuadra su paramento al del peristilo ; talló encima el tímpano con su triángulo isósceles flanquea­do de cornisa y molduras, manteniendo todavía la exa­geración del salidizo. Y para darle aún más vistosidad, dispuso encima del cimacio de la cornisa, los muros oblicuos que son ya parte del ático.

Con este sistema de ángulos entrantes y salientes, repitió a ambos lados la mitad correspondiente del isósceles del tímpano, alzando encima del doble par de columnas interiores, la pestaña en escocia inversa, las molduras y los módulos cuadrados, inclinándolo todo en ángulo de 35' de abertura.

Con ello, dio a la fachada esa asombrosa armonía, esa gravedad solemne que hoy tiene y esa airosa ele­gancia que todo el mundo admira, al par que fundió dos estilos diferentes, en una maravillosa unidad de conjunto.

Temo haber cansado al lector con esta serie de enu­meraciones prolijas; mas ha de perdonarme si abuso un poco más de su paciencia, invitándolo a que contem­plemos juntos, las dos torres simétricas; las del nuevo estilo que más tiene de herreriano que ete romano o ateniense. Hago la salvedad que al referirme a este gé­nero que yo también llamo herreriano, aludo al que tanto se prodigó en algunas iglesias coloniales de Méji­co, notablemente en la de Santa Rosa de Querétaro y que evidentemente se derivó del barroco. Tal es así, que en el revestimiento de nuestros campanarios podemos ver esos ramos de olivo, esos capiteles campani­formes que tan grato aspecto dan a la estructura, así como también los copones de gres que adornan a dife­rentes alturas los inclinados muros del ático.

Estas torres están formadas por cuatro arcos escar­zanos abiertos a los cuatro puntos del horizonte. Bajo cada uno de los arcos, se ve el yugo de una gran cam­pana. Sobre el friso y la cornisa sin ornamento alguno y flanqueado en sus cuatro ángulos extremos por un pedestal rematado por ánfora de gres, se ha dejado una balaustrada de columnillas, de idéntico torneado que las del deambulatorio del cimborrio.

La cubierta de estas torres, como si quisiera for­mar una bóveda de aristas cupuliformes, se eleva sol­dando sus cuatro lados en suave parábola que a un tercio de altura invierte su convexidad para rematar en la sección cuadrangular de un primer salidizo.

A partir de esta altura toma forma piramidal; ad­mite un segundo salidizo y alcanza el ápice rematándolo en un cuadrado de doble cornisa.

Sin embargo, al llegar a este punto, tenemos que cerrar los ojos, para no ver, para ignorar, el par de cruces monstruosas y horribles que desde hace más de treinta años, algún ignorante hizo empotrar en el tope mismo de los campanarios. Ver este par de adefesios, equivale a imaginar una estatua de mármol tocada con el andamiaje de un rehilete. Sobre estas graciosas torres, no es pertinente poner una cruz,ni motivo ornamental de otra clase. La cruz (y una sola), debe ponerse exactamente sobre el pedestal que aparece encima y atrás del ángulo del tímpano.

 

Mas, ¿cuándo acabaremos de lamentarnos de tan­tas "modificaciones" que no son otra cosa que irreve­rentes barbaridades perpetradas a diario contra el buen gusto y la integridad de los pocos monumentos realmente hermosos que la posteridad nos ha legado?

¿No estamos viendo el caso (inútilmente denunciado por algunos órganos de prensa del país) de la torre del Hospital Departamental, cuyo último piso fue echa­do abajo para poner en su lugar una repugnante caseta de carreras de caballos?

Pero olvidemos por un instante estos burdos pale­tazos de lego y observemos en el muro lateral (el que mira al norte), la disposición de los contrafuertes, cuya misión no es otra que repartir las cargas de la nave abovedada, igual que hacen los arbotantes de las igle­sias medievales.

Este muro ha sido provisto (igual que su homólogo que mira al sur), de seis ventanas hexagonales. Ve­mos, además, las siete vidrieras de colores cuyo recor­te se ha vaciado en los cóncavos muros de la nave central.

Su objeto no es otro que asegurar en toda su visto­sidad posible, la iluminación del templo.

¿Por qué son hexagonales las ventanas?

Porque el hexágono es la figura inscrita más amplia que el cuadrado y también más resistente. Casi es una transición entre la ventana trapezoidal y la arma­dura de una crujía.

Exagero evidentemente al suponer que la ventana hexagonal haya sugerido la ojiva, porque con ello po­dría hacérseme decir que también pienso en el vitral y en su mágico faceteo de pedrería y oro y puntas de

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tizones encendidos y que aunque no lo exprese aquí, estoy calcando en mi imaginación, sobre el hueco de uno de esos paneles, la alucinante vidriera con sus máximos desbordamientos; con sus embriagueces su­perlativas; con esa ardiente locura de los cinabrios y los cobaltos, los lilas y los granates por entre cuyos punzantes destellos, perfilaran su rastreo, negras hebras de una noche de adviento.

Y no; claro está que eso no quiero decirlo aunque insista en afirmar que por eses lucernas entran según las horas del día, el oro cegador de los meridianos, el azul violáceo de la enhiesta cordillera, el ópalo traslúcido de las tardes estivales, con los gual­das desvanecidos y los murientes lilas de los crepúscu­los. ¡Esa policromía, en fin, radiante y esplendorosa, que vibra siempre en el cielo incomparable de Huehuetenango!

Porque, ¿acaso no lo afirmé ya?, son los ojos de la Catedral por los que ella mira a la plaza; como son tam­bién los ojos por los que el cielo mira al interior del templo; de día, con las siete pupilas deslumbradas del iris y de noche con el faceteo parpadeante de sus lu­ceros.

Hexágono en la arquitectura, es hexámetro en la poesía.

Pero entramos al templo y quedamos clavados por la desolación y el desencanto: ¡se han tapiado todas las, ventanas poligonales del muro meridional, con lo que se ha hecho oscura y triste esta Catedral que fue nido perenne de luminosidad y alegría! y, ¡colmo del desen­fado y el mal gusto y la ignorancia inconcebible! icasi no puede creerse !—, ¡se echó abajo la bóveda de cañón, remplazándosela por un tejado de cobertizo, igual que el de una capilla evangélica pobre!

El efecto de los burdos travesaños de madera; los ti­rantes y puntales de tosco palo y el enjabelgado ¡ en gris! de ese techo ignaro y palurdo, es realmente es­pantoso, repelente y horrible.

Con este ingrato tejado de cobertizo, es como si se apretara, aprisionándolo, el pensamiento que se eleva a las alturas.

Es como si la inspiración chocara destrozándose con­tra las asperezas de un obstáculo ; y herida y lastimada por tanta vulgaridad, rebotase desolada, para venirse al suelo con las alas rotas.

Y ello, no es exceso de fantasía, ni tampoco un mero alarde de sensibilidad.

En todas las catedrales del mundo se extremó el cuidado de embellecer y ensanchar esas perspectivas de espaciosidad y altura ; esas vertiginosas profundi­dades a las que el creyente eleva la mirada, buscan­do algo que le recuerde el cielo.

De ahí esas portentosas naves ojivales de crucería, en que se expande el interior de las catedrales góti­cas; de ahí esos losanges primorosamente esculpidos; esos nidos de abeja; esos encajes de madera policro­mada, con que los mudéjares calaron sus increíbles artesonados.

Podrá decírseme, que tales desaciertos no fueron hechos con mala intención; que incluso, llevaron el in­tento de un propósito utilitario, o lo que es igual, que no fueron perpetrados con conocimiento de causa.

101 Ningún inconveniente tengo en creerlo. La institu­ción Maryknoll que ahora preside el gobierno eclesiás­tico del departamento, se ha prodigado, en obras de, utilidad para Huehuetenango ; ha construido nuevas iglesias, excelentes hospitales y muy eficientes escue­las. Ha luchado y está luchando a corazón abierto, por mejorar la vida de las comunidades campesinas; ha elevado el nivel material y espiritual del pueblo; ha hecho, en fin, obra benemérita y meritísima, que alabo y aplaudo sin regateo alguno.

Mas, entonces, ¿por qué no preguntaron antes de ordenar tales demoliciones a quienes algo pudiesen in­formarles acerca de estas cuestiones? Desde luego, y no sin sobresalto, me apresuro a afirmar (y lo hago enfática y rotundamente), que en ningún caso estoy pensando que a mí hubieran debido preguntarlo. Pero tuvieron alguien que sí pudo esclarecer estos proble­mas y orientarlos con eficiencia insuperable: tuvieron a don Carlos Rigalt, máxima autoridad nacional en cuestiones de arte antiguo y moderno.

Fue él quien restauró el altar mayor de la iglesia de Chiantla (¡y qué obra maravillosa realizó con ello!). Fue él quien pintó los magistrales y emblemáticos mu­rales de la misma iglesia. Fue él, en fin, quien restauró las viguetas musárabes del ábside y reavivó el esmalte de los salidizos. Se preparaba a restaurar (tras largo y meticuloso estudio, diagramación y verificaciones prolijas), el artesonado de la nave; aquel precioso artesonado mudéjar que tantas veces admiré en mi infan­cia no sin un sobrecogimiento de estupor y maravilla.

Pues bien : en este punto, el artista fue despedido. ¿ Por qué hicieron eso? ¿Por qué no se detuvieron a pensen lo que tal "geniada" iba a costarnos? ¿Por qué, al menos, no dejaron el artesonado tal como estaba?

Pero no. Confiaron la "restauración" a un apren­diz del maestro. Les salió barato —es evidente—, pero a nosotros nos resultó carísimo.

El honrado operario dio de sí exactamente cuanto pudo.

Y el resultado fue, que para siempre y sin remedio, se haya perdido el único ejemplar auténtico de arteso­nado mudéjar que había en la República.

Quiero terminar lo antes posible con la para mí do­lorosa enumeración de estas depredaciones. Espero que el lector no vea en ella, solamente un propósito de crítica mordaz sin lógica ni justicia. Con toda since­ridad lo digo y espero que el lector sereno y ponderado así lo admita.

Me sobra la razón para subrayar enfática y honrada­mente esta protesta, siquiera por lo que de oportuno y constructivo pueda haber en su planteamiento.

Porque, al menos en lo que toca a la bóveda de cañón cambiada en cobertizo, Maryknoll puede y debe hacer enmienda honorable reconstruyéndola. Puede también devolverle a nuestra iglesia, la luz que le ha quitado ; puede reponer los candelabros de almendrones que ser­vían para iluminar el templo en los oficios nocturnos.

Esas pantallas de cartón con que se ha pretendido reemplazarlas, estarían muy bien sobre el mostrador de un bar, pero resultan inadmisibles en el interior de un templo cristiano,

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Puede asimismo reconstruirse el altar mayor con­sumido por el fuego en 1956 y quitarse el templete grie­go que, además de cojear de la columna frontal izquier­da, nada tiene que ver con el orden neoclásico del peristilo. Puede y debe reponerse el órgano de platea­dos tubos que se dejó perder por incuria.

Puede, en fin, hacer quitar los letreritos impíos que se ven a profusión a todo lo largo de los muros y que dicen:

"Dios le agradece su limosna".

Dios omnipotente que es dueño de todo cuanto existe, no tiene por qué agradecer la limosna de un pobre pe­cador, porque al agradecerla, reconocería implícita­mente que la necesita y la ha hedido.

Y por lo tanto, ¡qué suposición más absurda!; ¡que codicia la infeliz moneda que yo pongo en su alcancía!

Esos irreverentes letreros debieran decir: "La Iglesia le agradece su limosna”

Con ello, sí estaríamos de acuerdo.

Y por último: debe reinstalarse en el sitio que ha ocu­pado siempre bajo el arco derecho del coro, el retrato del padre don Vicente Domingo Castañeda, retirado de allí en un gesto insufrible de ingratitud y injusticia.

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