martes, 11 de julio de 2023

HUEHUETENANGO PANDEMIA DE GRIPE SIGLO XX INICIO

AVE SIN NIDO

DOCTOR HORACIO GALINDO CASTILLO

HUEHUETENANGO 

Págs. 84-90

Habría sido inútil darme la poción de don Maria­nito. Tampoco habría querido tomarla.

Tendría visiones cada vez que una melodía abriera para mí, de par en par, las puertas de la fantasía.

Y no serían por cierto aquellos rostros malévolos ni aquellos animales grotescos de- la fiebre.

Sería, por el contrario, un mundo fascinante de se­renidad y embeleso.

Un mundo en el que hallaría asilo, cada vez que el destino me obligara a tropezar con un pedrusco o hicie­se incierta y azarosa mi existencia.

Por algún tiempo siguió en la población sin mayor cambio, el tranquilo devenir de los sucesos cotidianos. Quizá bailes y fiestas tuvieran mayor animación y su nunca desmentida cordialidad mayor alegría. Es posible, incluso, que en el Hipódromo (llamado entonces llano de Aguilar), las tardes deportivas se viesen más concurridas.

Parecía, en efecto, como si una súbita animación volcara su bullicio en las calles apacibles y por doquier se viese más movimiento, más colorido, más ostensi­ble alegría.

Bruscamente aquella inesperada euforia se convir­tió en espanto.

Dos fúnebres intrusos: el primero y cuarto jinetes del Apocalipsis, llegaban al pueblo, pero así taimada e inadvertidamente, aunque llevando en su arsenal, todo un infierno de angustias y desgracias.

La epidemia de gripe que asolaría el mundo cobrán­dose de un polo al otro polo, triple número de muertes que en la Primera Guerra Mundial, estaba ahí repre­sentando a la peste y a su implacable y fría aliada, la muerte.

Pronto, muchos de aquellos rostros que asomaron cordiales al amor de las tertulias, muchas lindas mu­chachas que animaran los alegres bailes con su belleza juvenil y su donaire, desaparecerían del tinglado del mundo y no se les vería más.

Los primeros casos fueron relativamente benignos, pero luego, los síntomas fueron complicándose de epis­taxis severas en los niños y de pleuresías y bronconeu­monías en los adultos.

No cundió la alarma, sino hasta cuando empezaron a conocerse los casos funestos que al principio parecían inverosímiles. La viuda del filántropo doctor don Ale­jandro Montalvo y la esposa de don Remigio Hernández (18 de noviembre y 3 de diciembre de 1918 respecti­vamente), encabezaron las fúnebres listas.

Mas ya para entonces las calles estaban desiertas. No había una sola casa en que no se velara un pacien­te grave y el número de enfermos era tan grande, que no se daban abasto en su incesante tarea, los dos mé­dicos que entonces ejercían en el pueblo: el doctor Ma­zariegos y el doctor Urbano J. Polanco.

Fue preciso silenciar las campanas del templo, por­que sus dobles se escuchaban el día entero.

A todo instante, por las esquinas desoladas, desem­bocaban uno tras otro, míseros grupos de deudos cons­ternados, llevando al Cementerio un féretro más.

Pronto, no había ya cajas mortuorias y éstas tenían que improvisarse con unas cuantas tablas clavadas a prisa y sin ornamento alguno.

En las aldeas aledañas empezaron a cavarse esas horribles zanjas destinadas al enterramiento colectivo.

De orden "superior", se procedió a cerrar el teatro, se clausuraron las escuelas y se prohibieron terminan­temente los velorios.

Por último, la curia recibió la orden formal de cerrar también las puertas de la iglesia.

Conforme la epidemia se repartía a través de todos los pueblos del departamento, también venían de allí noticias alarmantes e increíbles: aldeas y caseríos en­teros, quedaban literalmente vacíos.

En Aguacatán había muerto doña Margarita He­rincz de García, esposa de don Arturo, fraternales y eternos amigos de mis padres.

En Chiantla, enfermaba gravemente e iba a morir a la capital, el famoso padre don Macario Valenzue­la (Macazuela, como él se firmaba), benefactor de aquel pueblo y hombre excéntrico y pintoresco a quien mi padre profesaba cariño entrañable. Las familias Tello, Escobedo, Granados, del Valle, Vielman y Matamoros, todos de aquella localidad, también lloraban la pérdida de muchos de sus miembros.

La enfermedad mostraba esta característica curiosa e inconsecuente: prefería a la gente joven y vigorosa, respetando en cambio a los ancianos.

Nila León, a pesar de su radiante belleza, pagaba en plena juventud su tributo a la tierra.

Un día, se esparció la inquietante noticia de que el propio jefe político y comandante de armas del departamento, general J. Joaquín Montt, estaba en

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trance de muerte. Su esposa, doña Felipa, también se hallaba enferma igual que el resto de sus familiares.

Pocas horas después, se conoció la muerte del hijo preferido del general,  (Marco Antonio), y casi simul­táneamente, el fallecimiento de doña Felipa. En cuanto al propio general, no había ya esperanza de salvarlo.

En casa (salvo mi padre), todos habíamos contraí­do la temible dolencia. Mi madre y yo, fuimos de los primeros en atraparla, recobrándonos también, antes que los demás.

Aquella mañana, mi madre me habló así :

—Escucha, hijito : todo el mundo está en cama : ser­vidumbre y patronos. Nadie puede tenerse en pie. Por lo tanto, serás tú quien vaya esta mañana al mer­cado, para hacer las compras. Primero irás a la car­nicería de Macario Pascual ; de ahí al puesto de la señora Maclovia que te surtirá de verduras frescas, huevos y papas. Me comprarás también una gallina. Y vuelve pronto que tendrás que ayudarme a prepa­rar el almuerzo.

Partí veloz hacia el mercado, con la canasta más voluminosa de la despensa.

Cerca del Teatro Escolar, me encontré con Rafita Gordillo, a quien su madre (la inolvidable doña Mechi­tas) confiara el mismo cometido que mi madre a mí.

Una hora después, volvíamos los dos con las reple­tas canastonas, deteniéndonos a descansar en todos los cruceros y haciendo, naturalmente,, los más graves co­mentarios.

Llegábamos ya a la esquina de don Teodoro, cuando vimos aparecer por el lado norte de la plaza de armas, el cortejo funeral más raro que pueda imaginarse: Cuatro presos al parecer vestidos de pijama, lleva­ban en hombros, tosco féretro de pino, sobre el cual tremolaba con sus vistosas plumas de colores, negro tricornio galopado de oro.

Lo reconocí al punto, con un sobresalto de conster­nación y asombro.

También reconocí el niquelado espadín que pocos me­ses antes, cambiara con mi espada el más marcial de los saludos.

Lívido soldadito entrapajado hasta los ojos, condu­cía del diestro el brioso "Melocotón", caballo de batalla del difunto general.

Tres hombres de escolta con sendos pañuelos atados a las sienes como signo de enfermedad y los fusiles ter­ciados hacia el suelo en señal de duelo, integraban su cortejo.

Un solo acompañante los seguía : nuestro común maestro don Aparicio R. Castillo.

Como buen maestro que era, jamás se había bebido una sola copa (sino varias) ; y ostensiblemente aquella mañana había creído justo diligenciarse un poco más a fondo, considerando el rigor y las angustias de aquel duelo.

Nos reconoció al instante y nos fustigó, a Rafita y a mí, con esta voz de mando rigurosa y perentoria:

—¿Son ustedes de la escuela? ¡ Pues a formar a la cola! ¡Marchen! ¡MAR!

Fue así como aquel digno general, que en verdad, siempre supo hacer honor a sus galones y disfrutó en mi pueblo de afectos sinceros y de cabal respeto, llevó

en sus funerales, en vez de las ofrendas florales que tanto merecía, los nabos, alcachofas y lechugas del ca­nasto de Rafita y del mío.

Lo acompañamos (con canastas y todo) hasta su úl­tima morada.

Naturalmente, cuando regresé a casa, nada dije de ello a mi madre. Habría echado inmediatamente a la basura todas las vituallas y yo habría tenido que em­prender nuevo viaje de compras al mercado.

Sin embargo, aún estaba convaleciendo y era enton­ces tan bueno mi apetito, que sin escrúpulo alguno bebí a la hora del almuerzo, un consommé de pollo condimentado con quién sabe cuántos millones de ba­cilos.

¡Recuerdos! ¡Recuerdos! ¡Retazos desprendidos del libro abierto que es la vida! ¡ Cuán grato es evocarlos, con la misma fruición con que se hojea un viejo álbum querido !

Pero entretanto, me doy cuenta que la iglesia ha quedado desierta y tan silenciosa, que puedo oir el apresurado garrapateo de mi pluma sobre este cuader­no que lleva ya tantas páginas escritas. Alguien se acerca a mí silenciosamente y con el respeto que tan típico es entre las buenas gentes del pueblo, me dice:

—Perdone usted, señor, pero es ya tarde y voy a cerrar las puertas del templo. No sin renuencia, consigno aquí las últimas frases de mi relato y salgo al atrio, donde el guardián me da las buenas noches y se apresura a cerrar las gran­des puertas detrás de mis pasos.

En el firmamento están brillando todas las estrellas.

Pasan a mi lado, parejas de enamorados, familias enteras que para disfrutar de la tibieza de la hora, han salido a dar un corto paseo por las calles.

Nadie me conoce ya.

Soy como un extraño en el propio pueblito en que nací.

 

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