domingo, 9 de julio de 2023

HUEHUETENANGO PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

AVE SIN NIDO

DOCTOR HORACIO GALINDO CASTILLO

HUEHUETENANGO

CAP. VI

PRIMERAS LECCIONES. LA CASA DE CHABELITA

Pags77-84

 

Esas primeras lecciones en casa de Chabelita, tuvie­ron para mí el efecto de un deslumbramiento. Siempre recordaré el patio sombreado por añosos y corpulentos árboles, enredaderas y rosales siempre floridos, que trenzaban tenues redecillas de perenne 'verdor,' á todo lo largo de pilares y travesaños.

Era tan frondosa aquella maraña de arabescos, pe­cíolos y cestillos ; era tan profusa aquella red vegetal siempre olorosa a nardo, retama o clavel, que la casa entera parecía sumergida en eterno crepúsculo de pro­fundidad submarina y el aire se mantenía embalsama­do de mil aromas delicados y fragantes.

Había un búcaro central,. decorado de azulejos al es­tilo de los tazones morunos,_cuyo surtidor lanzaba a lo alto un grueso chorro de aguá pulverizada que al pre­cipitarse hacia el suelo, lanzaba cual pródigo Rajá empeñado en repartir su fortuna, aquí un puñado de amatistas y crisopacios, allá un grueso diamante de ce­gador parpadeo.

Se había tendido una red de tela metálica encima del patio (con todo y ser tan grande) y adentro de la espaciosa jaula, vivían en relativa libertad varias familias de cenzontles y guardabarrancas empeñados en eterna competencia de trinos.

Cierto es también, que había un gato a quien todos llamaban Herodes y el cual, ¡ Qué cara ponía cada vez que fijaba los oblicuos ojos en las ramas y movía ner­viosamente las mandíbulas, como entrenándose para cuando se hallase en presencia de algún canario no pro­tegido por el asilo diplomático!

Pero ante todo, había una especie de ostentación de limpieza, orden y lujo, en aquella mansión señorial, desde la muelle alfombra de la sala, hasta el gracioso bibelot que casi no se veía a causa de su pequeñez, pero que lanzaba desde el mármol de tal consola o el bise­lado cristal de tal repisa, el saetazo instantáneo de su reflejo metálico.

Esta respetable familia de don Eustaquio Herrera y doña Juanita, puede decirse que era el tipo de la fa­milia patricia de arraigo provinciano. Lo era no sólo por la ejemplar armonía, el don de gentes, las maneras refinadas de sus miembros, sino también porque todos ellos eran intelectuales y artistas.

Elenita (mi madrina), aparte de ser maestra titu­lada en Educación Primaria, era todo un estuche de gracia, bondad y competencia. Bordaba en lino y seda con maestría asombrosa; entendía como experta en toda clase de repostería y pastelería ; confeccionaba flores artificiales que, salvo el aroma, eran las verdaderas; y sobre todo, era una excelente flautista.

Chabelita (alumna de don Eliseo Castillo) tocaba el piano con suelta ejecución e inspirada dulzura. Era también dibujante y pintora.

Samuel (padre) tenía la casa llena de hermosos óleos y acuarelas. Había especialmente un cuadro suyo que me dejaba boquiabierto y representaba una fila de cipreses reflejándose en calmada acequia de aguas dor­midas.

Ramiro y Miguel Angel, cursaban los últimos años de la carrera de medicina y cirugía en Santiago de Chile. (Fueron luego brillantes profesionales aunque no volvieron al suelo natal.)

Pero estaban también los liliputienses de la casa : Esperancita (linda y vivaracha), Raúl-y Samuel, in­cansables para las travesuras.

Y a veces llegaban otros nietos de don Eustaquio y doña Juanita : Otto (que entonces era Hermann), Federico`y la adorable Martita Schel, de quien yo me enamoraría (¡ ay !, infructuosamente)'; unos ocho o diez años después.

En tal ambiente acogedor y maravilloso, dieron co­mienzo las lecciones :

Do-re-mi-fa-sol ;

 Sol-fa-mi-re-do.

Y fue así como por, primera vez puse las manos so­bre el teclado. deslumbrante del piano de Chabelita, un magnífico Rud Ibach S.ohn, fabricado en Dresden, y que después sería el compañero favorito de los años más gozosos de mi adolescencia.

Recuerdo perfectamente que tras las nociones teóri­cas de Gramática Musical, empezamos con el método de Carpentier, en cuyo elemental contexto y escritos con la indispensable sencillez, había algunos trozos ope­ráticos que años más tarde al escucharlos en conjun­tos polifónicos u orquestales  me harían recordar con inefable embeleso, las primeras lecciones de música y sobre todo a mi paciente y encantadora maestra. Pero Chabelita solía dejarme solo en el repaso de los ejercicios y en ese punto siempre se perfilaba en el marco de la ventana, la burlona cara de Samuel:

"¡ Esas son cosas de mujeres!

 ¡Vaya con los aburridos ejercicios!

¡Mejor vente a Jugar con nosotros!"

Y para robustecer tan premiosos argumentos, me mostraba algunos de sus tesoros : el trompo con músi­ca, la pistola de fulminantes, la locomotora de cuerda con su caja de plateados rieles. Más convincente to­davía, era el muestrario de Raúl: trompo de matilis­guate, pero de a libra; varia,,; suertes de tejo y sobre todo la honda con mecapal de cuero y cuatro hules por lado.

Indefectiblemente, mis ejercicios terminaban en el altillo que dominaba la placita, de donde extendíamos peligrosos raids por las cornisas vecinas.

Chabelita comprendió al punto que la mefistofélica influencia de Samuel, terminaría por apartarme del dulce camino a través del cual trataba ella de condu­cirme. Quizá la animara el hecho de que a pesar de Samuel, las lecciones mal que bien aprendidas (aunque con singular dulzura y tenacidad enseñadas), iban medianamente bien.

Por eso, una tarde en que la lluvia se puso a caer con insistente monotonía y en que Raúl y Samuel se fueron a embarcar buquecitos de papel a la corriente que bajaba por en medio de la calle, cerró el cartapacio y luego de hacerme repetir el último ejercicio, se puso frente al piano y me dijo:

Quiero que escuches bien esto. Pon mucha aten­ción. Luego tendrás que decirme, si esta música, te gusta ; si de veras te gusta, si te gusta más que las travesuras de Samuel, por ejemplo. ¿Me has enten­dido?

Sus finas manos se hundieron en el teclado de mar­fil, pero muy suave y delicadamente.

Fue primero (en los registros más bajos de la clave de fa), el indeciso tanteo de tres o cuatro acordes mis­teriosos y apagados. Luego, en las octavas más altas, una cascada de arpegios concertados enlazándose a una sucesión de escalas ascendentes y descendentes, que a continuación volcaron sus notas en una melodía apacible y cautivante, interrumpida a veces por un revuelo súbito de notas rápidas y sueltas. Luego, todo fue sólo un rumor, cuyo eco iba alejándose igual que el fugitivo rizo de ondas concéntricas que la caída de una hoja anima sobre el cristal de un estanque cal­mado. A continuación, volvían las escalas, enlazándo­se en dulce cadencia que al final, tornaba a los graves acordes apagados del principio.

--w-¡Es maravilloso! —exclamé, asustando con ello a Chabelita. ¡ Es el agua! ¡ Algo que tiembla y se refleja en el agua!

Volvió ella hacia mí el dulce semblante animado de su mejor sonrisa:

—¿Qué dices? ¿Estás de broma? ¿No ves también un barco, un galeón de tres palos hundido en la pro­fundidad del mar, y un viejo arcón abierto, con mu­chos collares de perlas y brillantes? ¿No ves un pece­cillo de colores que nada entre las burbujas?

—No. Yo sólo veo un reflejo sobre el agua.

—i Pero ves algo! ¡ Y yo que creía que sólo a mí me pasaban estas cosas!

Muchos años después, supe el nombre de aquella composición delicada e inolvidable: "La catedral su­mergida", de Claudio Aquiles Debussy.

¡ Y tenía razón Chabelita! Ya entonces también yo miraba al escucharla, el viejo galeón recostado sobre la dorada arena del fondo del mar y el eventrado arcón que derramaba sus tesoros ; e incluso el pececillo de colores que nadaba entre las burbujas.

Esa tarde, Chabelita liberó en mis sentimientos, un cúmulo de emociones contenidas. Pasó de la música descriptiva, a los temas más inspirados de la pasión y el sentimiento.

Arrebatado por la inspiración de esos acordes, al­guno de los alados huéspedes del patio, enhebró con timidez primero y luego apasionadamente, un trino largo y quejumbroso que al punto corearon canarios y cenzontles.

Yo sentí que una opresora congoja desbordaba de mi pecho y aunque traté de contenerme, rompí de pron­to a llorar.

Chabelita me abrazó conmovida :

—¿Por qué lloras? Yo* no quise reprenderte.

Mas el hecho es que no cesaba de llorar y ello es extraño porque nunca niño alguno fue más feliz. De no haber existido aquel cañón que con su valentía logró Esteban poner en entredicho, yo habría sido en el mun­do entero, el niño más venturoso.

En las circunstancias, Chabelita tuvo que enviarme a casa, con la doble custodia de Samuel y Raúl.

—¡ Ya ves lo que te pasa por no seguir mis consejos ! —exclamó Samuel—. ¿No te he dicho y repetido que esas cosas como la música, las flores y los perfumes son armas de las mujeres que sólo están aquí para perdernos a los hombres? Pero es también que vos ya no tenés ni gracia : ¡ ve que llorar por unas piezas de piano! De seguir así, el día menos pensado, con sólo que te dé un silbido, te haré derramar más lágrimas que el reverendo San Pedro.

Mi madre al verme, preguntó asustada :

—¿Qué ha sucedido? ¿Encontraron acaso a ese "ne­gro" y volvió a pegarle?

—No —le respondí—, pero estoy triste. Sí ; estoy triste... y a la vez alegre. En realidad, no sé lo que me pasa. Pero, ¡ qué bien me siento así !

Mi hermanita Elena que siempre fue la más dulce y sensitiva compañera de, mis juegos, acudió a abra­zarme y se puso a llorar conmigo, por mera simpatía y solidaridad.

Pero Maruca, sin apartar la mirada de su juego de canicas, casi estaba en lo cierto cuando dijo:

—Debe tener calentura. Hay que darle algo para que no vaya a ver visiones. Habría sido inútil darme la poción de don Maria­nito. Tampoco habría querido tomarla.

Tendría visiones cada vez que una melodía abriera' para mí, de par en par, las puertas de la fantasía.

Y no serían por cierto aquellos rostros malévolos ni aquellos animales grotescos de la fiebre.

Sería, por el contrario, un mundo fascinante de se­renidad y embeleso.

Un mundo en el que hallaría asilo, cada vez que el destino me obligara a tropezar con un pedrusco o hicie­se incierta y azarosa mi existencia.

 

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