viernes, 4 de abril de 2025

CHARLOTTE DE BOURBON *PAR LE Cte JULES DELABORDE * PARIS 1888 1-7

 CHARLOTTE

DE

BOURBON

PRINCESSE D'ORANGE

PAR

LE Cte 

JULES DELABORDE

PARIS

LIBRAIRIE FISCHBACHER
SOCIÉTÉ ANONYME
33, RUE DE SEINE, 33

1888

CHAPITRE PREMIER

Paris.—Imp. Ve P. Larousse et Cie, rue Montparnasse, 19.

 

CARLOTA DE BORBÓN

PRINCESA  de ORANGE

CAPÍTULO UNO

1-7

Carlota de Borbón, a quien sus padres, el duque y la duquesa de Montpensier, habían destinado a la vida monástica, fue confinada por ellos, desde muy joven, en la abadía de Jouarre, de la que querían que ella tuviera, algún día, la dirección.—La aversión de Carlota al régimen de clausura.—Amenazas y violencia contra ella.—Escena sacrílega del 17 de marzo de 1559, en la que se interpreta el papel de se le impone la abadesa de Jouarre.—Su protesta, mediante escritura auténtica, contra la coacción que sufrió, y testimonios de las monjas de Jouarre en apoyo de su protesta.—La duquesa de Montpensier se arrepiente de la dureza de sus acciones hacia Carlota.—Muerte de la duquesa, en 1561.—Retenida en Jouarre por la obstinación de su padre, Carlota sólo ejerce las funciones de abadesa aquellas que se reconcilian con las enseñanzas del Evangelio puro, que conoció a través de sus relaciones con algunas de las altas personalidades del protestantismo, como, en particular, su hermana, la duquesa de Bouillon, y Juana de Albret, reina de Navarra. Carlota de Borbón confió a la duquesa de Bouillon y a la reina de Navarra su resolución de abandonar la abadía de Jouarre.—Ambos lo aprobaron y le aseguraron un retiro con el elector palatino, Federico III y el elector.—

febrero de 1572, Carlota de Borbón abandonó para siempre la abadía de Jouarre y se dirigió a Heydelberg, donde fue bien recibida.—Carta de Federico III al duque de Montpensier.

Ninguna mujer, por su piedad, por sus virtudes, por el encanto de sus exquisitas cualidades, ha llevado el nombre de la gran familia de la que procedía más alto que Carlota de Borbón. Recorrer la vida de esta noble mujer es ponernos en el camino del respeto que ella inspira y de la simpatía que debe inspirar a toda alma enamorada de la grandeza moral 2y de la íntima alianza de un corazón amante con una mente distinguida.

 Por breve que haya sido esta hermosa vida, sigue siendo fecunda en preciosas lecciones que, libres de todo comentario, surgirán naturalmente de la simple presentación de las acciones de la excelente princesa y de la fiel reproducción de su lenguaje, siempre imbuido de sinceridad.

En el aislamiento inmerecido, que fue la triste suerte de su infancia y primera juventud, poco a poco, bajo la mirada de Dios, se realizó en ella una obra interior que, purificando e iluminando su alma mediante el contacto con las verdades eternas, la fortaleció contra las pruebas dolorosas, la hizo superarlas y, respondiendo a sus legítimas aspiraciones, finalmente la puso, como mujer y como creyente, en posesión de una libertad de acción, cuyo ejercicio dedicó dignamente al cumplimiento de los santísimos deberes. En estas pocas palabras se resume la vida de la princesa.

 Estudiemos ahora en detalle las distintas fases.

 Aliada durante mucho tiempo con la casa real de Francia[1], la familia Borbón se dividió, hacia mediados del siglo XVI, en dos ramas, la principal de las cuales estaba representada por Antonio de Borbón, primer duque de Vendôme, luego rey de Navarra; por Carlos, cardenal de Borbón, y por Luis I de Borbón, príncipe de Condé.

 La rama secundaria tenía como únicos representantes a Luis II de Borbón, duque de Montpensier, y a Carlos de Borbón, príncipe de La Roche-sur-Yon. Luis II de Borbón se casó, en 1538, con Jacqueline de Long-Vic, hija de Jean de Long-Vic, señor de Givry, barón de Lagny y Mirebeau en Borgoña, y de Juana de Orleans. 3

De la unión de Luis II y Jacqueline nacieron un hijo y cinco hijas. Bajo la influencia de las costumbres y de los prejuicios de la nobleza de la época, este hijo, Francisco de Borbón, que ostentaba el título de príncipe delfín de Auvernia, fue para sus padres, desde el punto de vista de su futuro, objeto de particular solicitud

. De las cinco muchachas, dos, por altas alianzas que se les había dado a contraer, escaparon de la vida del claustro, que, por voluntad o por fuerza, pasó a ser parte de las otras tres.

 Carlota de Borbón, nacida en 1546 o 1547[2], fue la cuarta de estas cinco niñas. Su suerte, a diferencia de la de sus hermanas, de la que hablaremos más adelante, estuvo, desde su nacimiento, determinada por sus padres con un rigor inflexible que, durante muchos años, no dejó de pesar sobre ella. Los hechos son, a este respecto, de importancia precisa.

 La opulenta abadía de Jouarre estaba entonces dirigida por la propia hermana de la duquesa de Montpensier, Luisa de Long-Vic. El duque y la duquesa obtuvieron de ella la promesa de no dimitir de sus funciones y de sus prerrogativas abaciales a menos que directamente dejase  en el cargo  a su sobrina Carlota, tan pronto como ésta hubiera alcanzado la edad necesaria para poder sucederla.

Haciendo caso omiso de sus deberes de padre, el duque, en quien la dureza de corazón se combinaba con un crudo despotismo de ideas y hábitos, rápidamente proscribió a la pobre niña del hogar doméstico y la entregó en manos de su tía, para que ella la moldeara y ablandara al régimen de la vida monástica. 4

Cómplice de su marido, en esta circunstancia, la duquesa de Montpensier tuvo la debilidad culpable de consentir que la débil criatura a la que acababa de dar a luz permaneciera, desde la cuna, privada de la ternura materna que debería haberla rodeado, y condenada al letargo de una existencia de la que, al parecer, no podía sacudirse el yugo, por más intolerable que éste se volviera posteriormente.

Sin embargo, el padre y la madre, al confinar el cuerpo de su hija en los confines de un claustro, no habían tenido en cuenta los derechos inalienables de su alma.

 ¿Qué podrían hacer con esta parte inmaterial de su ser? Ofenderla, sin duda, ulcerarla, incluso torturarla; ¿Pero detenerlo en su legítimo crecimiento, comprimirlo, esclavizarlo? ¡Nunca! Cualesquiera que sean los ataques que se produzcan en el futuro contra el alma de Carlota, deben fracasar, a pesar de las predicciones humanas, ante el poder irresistible del protector supremo, que autoriza a todo niño abandonado, cuya mirada está dirigida al cielo, a decir[3]: "Si mi padre y mi madre me han abandonado, ¡el Señor me acogerá!". Protegida bajo la égida divina, Charlotte permaneció invencible. También para sus padres no podía dejar de llegar el día en que la evidencia de su derrota moral les obligaría a reconocer, en la amargura de la desilusión y del remordimiento, que ni Dios[4] ni el alma humana, que depende de él, por la doble grandeza de su origen y de su destino, pueden ser jugados impunemente.

Cuanto más se retrasa el día en cuestión, más importante es, con respecto a Carlota de Borbón, tratar de determinar las circunstancias en las que se encontraba, antes de que sucediera. 5 Y, en primer lugar, ¿cómo transcurrió su infancia, en la abadía de Jouarre, bajo la dirección de su tía? Si la respuesta a esta pregunta no puede basarse en el conocimiento adquirido de los detalles más pequeños, al menos se deduce, hasta cierto punto, de varios hechos característicos, que se desprenden claramente de las declaraciones de la veraz Charlotte o de las de las personas que la rodearon en esa época de su vida.

 Estos hechos son: el despertar y desarrollo de la propia conciencia; el sufrimiento de su corazón, privado del cariño de una madre y de un padre, que la dejaron languidecer aislada; y, al mismo tiempo, la invariable rectitud de su deferencia hacia ellos, mientras, sordos a sus súplicas y sin piedad por las angustias de su alma, intentaban imponerle, mediante amenazas y violencia, compromisos, deberes, prácticas, una profesión externa, en una palabra, toda la vida monástica, por la que sentía una aversión insuperable.

 ¡Pero qué importaba a los duques esta aversión, la lealtad que la profesaban, la enérgica exigencia de los sagrados derechos de la conciencia y la respetuosa resistencia a una voluntad ciega que se arroga el derecho de disponer, como dueña soberana, de un alma y de una vocación! Obedecer pasivamente, en el estado de ser automático; convertirse en abadesa, a toda costa, incluso a costa de la inmolación de una conciencia acusada de rebelde, porque estaba indignada ante la idea misma de perjurio: ¡Éste es el destino al que Charlotte tuvo que aprender a someterse!

¿Cómo no sorprendernos aquí un extraño contraste entre la actitud de los duques de Montpensier hacia Charlotte,  y la que consideraron oportuno adoptar, en 1558, hacia Françoise de Bourbon, su hija mayor? Françoise de Bourbon, leur fille aînée! Voulant assurer à celle-ci une brillante situation dans le 6 monde, ils la marièrent à Henri-Robert de La Marck, duc de Bouillon. Certes, ils ne se doutaient alors ni de la prochaine adhésion de ce prince et de sa jeune femme aux doctrines purement évangéliques,Queriendo asegurarle una posición brillante en el mundo, la casaron con Henri-Robert de La Marck, duque de Bouillon. Ciertamente, no sospechaban entonces ni la próxima adhesión de este príncipe y su joven esposa a doctrinas puramente evangélicas, ni el apoyo que Francisca, en su doble calidad de hermana devota y de alta personalidad protestante, prestaría un día a Carlota para ayudarla a liberarse de las ataduras a las que se creía que podía encadenarla para siempre.

Con el año 1559 se abrió para la infortunada Charlotte la oscura perspectiva de un aumento del sufrimiento moral, llegando a la adolescencia. En vano intentaron, más aún que antes, prepararla para este papel de abadesa que una tiranía inexorable pretendía imponerle: la joven perseveró en su resistencia; pero, al final, sus padres hicieron tan poco caso a sus repetidas representaciones, a sus ardientes súplicas, a sus lágrimas, que durante el mes de marzo, llegó a Jouarre la orden de preparar todo para su transformación forzosa en abadesa, incluso antes de que hubiera alcanzado la edad fijada por los cánones para poder ser investida regularmente con este título. Luego, el 17 del mismo mes, en la iglesia abacial, en el marco de una asamblea reforzada por la asistencia de un representante de los duques de Montpensier, se produjo el escándalo sin precedentes de una escena sacrílega, en la que la cobardía de la astucia se asociaba a la odiosidad de la coacción. ¡Juzguemos por lo que sigue!

 Empujada precipitadamente más que introducida en esta asamblea, llamando a Dios para que fuera testigo de la violencia que había sufrido, pálida, angustiada, rompiendo a llorar, desplomándose sobre sí misma, Carlota de Borbón fue, como una verdadera víctima, arrastrada al altar; y allí, ante un sacerdote impasible, desviándose de la sinceridad de su ministerio por un refinamiento de simulación[5], balbuceó algunas palabras, que fueron tomadas en su contra como un compromiso profesional libremente consentido, mientras que estas palabras habían sido arrancadas por la presión inexorable de sus padres, y acompañadas inmediatamente de esta declaración expresa de la víctima: que ella sólo se inclinaba ante el peso del sacrificio por temor reverencial. Esto era lo que los profanadores de la época se atrevían a llamar una entrada en la religión.

 Hecho esto, se apresuraron, sin piedad ni conciencia, a abandonar a Charlotte a sus desgarradoras emociones. “La pobre niña” (calificación que le dieron las compasivas monjas de Jouarre, al hablar de ella) sufrió una violenta fiebre que no la abandonó durante mucho tiempo[6]. Éste es el relato resumido de lo ocurrido en la abadía de Jouarre en 1559[7]. Pero hay más que aprender sobre la nefasta escena del 17 de marzo. Escuchemos, en efecto, a la propia Carlota de Borbón, hablando, más tarde, del lamentable calvario que había atravesado su adolescencia: ¿qué declara[8]?

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