martes, 22 de junio de 2021

EL HUERTO DE LA ESPERANZA

  ! Que cultiven muchos huertos de esperanza para los jovenes de todo el mundo!-Un huehueteco apasionado por la historia-autor del blog

COSECHANDO SUEÑOS

Con poco más que carretillas y trabajo arduo, los jóvenes cultivaron un huerto que produjo un milagro.

POR JIM HUTCHISON

Selecciones del Reader´s Digest Abril de 1998 

—ES UN DELEITE estar aquí, en el huerto —señala la maestra de biología Tammy Bird mientras se arrodilla junto a Mark Sarria, uno de sus alumnos.

Es una tarde de sábado y están des­brozando un terreno de 1000 metros cuadrados que se encuentra detrás del aboratorio de ciencias de la Escuela de Enseñanza Media Crenshaw, en la ciudad de Los Ángeles. Además de Mark, una veintena de adolescentes están trabajando en el huerto.

Después de hacer una pausa, Mark mira en torno suyo y dice en un tono de entusiasmo y asombro:

_iNi en nuestros sueños más fantasiosos imaginamos a dónde iba a lle­varnos este huerto.

En junio de 1992, Tammy Bird se sintió angustiada por los alumnos de la Escuela Crenshaw. Esta institución, de cuyos 2700 estudiantes sólo la mi­tad  se graduaban, había estado casi en

El centro del peor disturbio racial de la historia estadounidense, la ola de incendios  premeditados, asesinatos y saqueos que ocurrió dos  meses antesi a raíz del fallo absolutorio que un jurado dictó a favor de cuatro policias blancos que propinaron una golpiza a Rodney King, un ciudadano negro.

Estos chicos tienen muy poco, pensó la maestra, de 30 años, en los días que siguieron a los disturbios. Y ahora tienen aún menos.

Uno de ellos era Iván López, de 15 años, el cual cursaba el cuarto grado y a quien le encantaban los animales. Después de huir de Guatemala con su familia, su padre consiguió un empleo en la Ciudad de Nueva York, donde Iván nació. Ocho años después, la fa­milia se mudó a California y con el tiempo se estableció en Los Ángeles. Iván presenció el incendio intencional de manzanas enteras.

Jaynell Grayson sintió ganas de llo­rar al ver los saqueos. Es estúpido in­cendiar el lugar donde uno vive, pensó. Cuando Jaynell tenía ocho años, su madre, que era soltera, fue encarcela­da por vender drogas. La chica creció padeciendo grandes penurias y tuvo que aprender a valerse sola. Aun así, se negaba a ser arrastrada al fango. Su mayor temor no era sufrir una muerte violenta, sino que nadie se enorgulle­ciera de ella.

Otra alumna era Karla Becerra, la cual era tan tímida, que evitaba mirar a los ojos a la gente. Desde muy pe­queña había querido ser maestra, pe­ro en su turbulento barrio ese sueño parecía más lejano que nunca.

Desde que empezó a impartir cla­ses, Tammy pensaba que los alumnos aprenden mejor con la práctica, así que un día organizó un "zoológico ro­dante" para llevar los animales a los chicos de los barrios pobres. Sin em­bargo, tenía otros proyectos que no había podido materializar por falta de tiempo y dinero. Ahora es el momento, se dijo. Estos muchachos necesitan ver surgir algo de entre las cenizas.

Melinda McMullen, ejecutiva de una prestigiosa agencia de relaciones públicas de Los Angeles, se enteró de lo que Tammy quería hacer y vio la oportunidad de ayudar. Al igual que ésta, los disturbios la habían impulsa­do a hacer algo. Dos meses después de la ola de violencia, se reunieron de­trás del aula de la maestra. A las dos les pareció importante hacer que los alumnos cultivaran un huerto. Tammy creía que esta tarea les infundiría es­peranza, y Melinda quería que se sin­tieran dueños de algo y que surgiera en ellos el espíritu de empresa. "La gente sólo se atreve a destruir su co­munidad si no se siente parte de ella", señaló. "Estos chicos necesitan tener algo, aunque sólo sea una parcela".

En septiembre propusieron a los jóvenes cultivar un huerto después de clases, y Tammy ofreció como incenti­vo dar puntos adicionales a los parti­cipantes para mejorar su calificación en ciencias. Muchos de los alumnos se rieron disimuladamente, pero al final más de diez aceptaron participar, en­tre ellos Iván, Jaynell y Karla.

Este huerto va a ser suyo —les dijo Tammy en su primera reunión—. ¿Qué esperan obtener de él?

Queremos aportar algo a la comunidad —respondió uno.

Decidieron llamar "Alimentos del Barrio" a su tarea, cultivar hortalizas, sin usar productos químicos y distribuirlas entre los necesitados.

Punto de encuentro. El 3 de ouctubre, con unas herramientas que Melinda y Tammy compraron, los alumnos empezaron a desbrozar un terre­no baldío que había detrás de su aula. Todos los días, después de clases, hen­dían con palas la tierra seca y agrietada y sacaban la maleza en carretillas. Al cabo de dos semanas sembraron tomates, calabazas, pimientos y diversas hierbas de olor.

Día con día los muchachos mira­ban con impaciencia el huerto, deseo­sos de que las plantas crecieran. Diez días después, Karla entró corriendo y anunció a voz en cuello:

—¡Están brotando!

Todos salieron en tropel a contem­plar el primer asomo de verdor.

En el transcurso de las semanas si­guientes, las florecidas plantas atraje­ron mariposas, pájaros y algo mejor: una sensación de alivio y camarade­ría. Mientras se afanaban hombro con hombro, los jóvenes, hispanos y ne­gros, se divertían y contribuían a una causa común.

Los padres acudían a ver dónde pa­saban tanto tiempo sus hijos. Impre­sionados, se remangaban y se ponían a ayudar. Pronto los hermanos y her­manas de los alumnos se les unieron también y el lugar se convirtió en un punto de encuentro del barrio.

Otros estudiantes se mofaban de su esfuerzo. "Ese programa es para jor­naleros", comentó uno de ellos. Pero al ver florecer sus cultivos, los jóvenes horticultores sentían crecer el com­promiso con su tarea. Al poco tiempo ya trabajaban allí 30 muchachos.

Espíritu festivo. El 18 de diciembre de 1992 recogieron la primera cose­cha. En la Nochebuena empacaron verduras en docenas de cajas y las enviaron a un centro de acopio de ali­mentos. Jaynell expresó la alegría que embargaba a todos: "Dar lo que he­mos cultivado a quienes sufren ham­bre me hace sentir por primera vez el espíritu navideño—.

En los meses siguientes Tammy, Melinda y los alumnos afinaron los detalles de la nueva empresa. Los chi­cos decidieron donar 25 por ciento de las cosechas a los necesitados, y con las ganancias de la venta de lo restan­te, financiar becas para seguir estu­diando. Cuanto más tiempo dedicara un joven al huerto, tendría mayor de­recho de recibir una beca.

El primer sábado de abril de 1993, varios de los alumnos se encaminaron al mercado de verduras de Santa Mó­nica, un suburbio de gente adinerada de Los Ángeles. Montaron un puesto ante las miradas de curiosidad de los demás vendedores; sin embargo, na­die se detenía a comprar.

Los estudiantes al principio se mos­traron desidiosos, pero luego uno de ellos, un muchacho alto y con gafas, abordó a un posible cliente.

—Hola —saludó, alargando la ma­no        . Me llamo Ben Osborne. Somos alumnos de la Escuela Crenshaw y es­tamos aquí para tratar de ganar dine­ro y costearnos los estudios.

El hielo se rompió y en cuestión de horas sus productos se convirtieron en la novedad del mercado. Al final de la jornada, habían vendido todo y ganado 300 dólares.

Era un buen comienzo, pero las ga­nancias tendrían que aumentar mu­cho más. Para junio, el negocio sólo había redituado 600 dólares que debían dividirse entre los jóvenes que iban a gra­duarse, y esto después de que Tammy y Melin­da hubiesen aportado 5000 dólares de su bol­sillo. El sueño de los alumnos de reunir dine­ro para proseguir sus estudios parecía a pun­to de disiparse.

Ya han sufrido mu­chas desilusiones —le comentó Tammy a Melinda más tarde—. No sé cómo conseguiremos el dinero, pero estoy se­gura de que el huerto es la solución.

Invaluable ayuda. En la junta que celebraban cada jueves por la tar­de, Melinda les dijo a los estudiantes:

—Tenemos que en­contrar otra manera de ganar dinero.

Entre las muchas ideas que surgie­ron, alguien propuso elaborar un ade­rezo para ensaladas.

Cultivamos verduras para hacer ensaladas —convino Karla—. Así que, ¿por qué no producir algo para darles más sabor?

Melinda sabía que para emprender esa tarea iban a necesitar asesoría profesional, dinero y dedicar más tiempo al negocio.

—Voy a pedir un año sabático en mi trabajo —les anunció a los jóvenes.

Pensaba colaborar con ellos desde su casa y vivir de sus ahorros.

Mientras los alumnos experimen­taban con especias, aceite y vinagre en el laboratorio de ciencias, Melinda fue a visitar las oficinas de Reconstruya­mos Los Ángeles, una compañía de utilidad pública financiada por parti­culares. Allí la pusieron en contacto con Sweet Adelaide, una fábrica de aderezos para ensaladas. En cuanto los jóvenes crearon un aderezo italia­no de buen sabor, esa fábrica adaptó la receta para producirlo en serie.

Esa Navidad, cuando los chicos se disponían a obsequiar alimentos a los necesitados, se llevaron la sorpresa de su vida: Reconstruyamos Los Angeles les había conseguido un donador que prometió darles 50,000 dólares para que echaran a andar su empresa.

Poco después Melinda recibió una llamada telefónica inesperada.

Me llamo Norris Bernstein —di­jo una voz—. Me gustaría ayudar a los estudiantes a vender su producto.

¿Bernstein? —preguntó ella con incredulidad—. ¿El de los aderezos para ensaladas?

El fundador de Aderezos para En­saladas Bernstein, una de las marcas de mayor venta en Estados Unidos, podría prestarles una ayuda invalua­ble si se convertía en su asesor en dis­tribución y mercadotecnia.

Los chicos llamaron a su producto "Aderezo italiano cremoso, del huer­to a su mesa". Bromar, mayorista de comestibles, se ofreció a distribuirlo. Más tarde, cuando los estudiantes qui­sieron promocionarse en supermerca­dos y tiendas, Melinda consiguió que Aleyne Larner, gerente de ventas de una estación televisiva, les impartiera un curso rápido sobre comunicación profesional.

Sólo disponen de unos segundos para influir en la gente   les advirtió Aleyne—. En vez de pedir que les compren su aderezo porque quieren ir a la universidad, deben decir a los consumidores que están ofreciendo un buen producto.

Visitante distinguido. Jaynell estaba nerviosa cuando presentó el aderezo y el plan de ventas de los estudiantes an­te un grupo de hombres elegantemen­te vestidos. Harold Rudnick, vicepre­sidente de Vons, una de las cadenas de tiendas de abarrotes más grandes del sur de California, quedó tan impresio­nado con la presentación de la chica, que decidió expender su producto. Otras cadenas también se ofrecieron a venderlo.

El 28 de abril de 1994, el aderezo apareció en el mercado y empezó a competir con las marcas ya conocidas. La buena aceptación por parte del pú­blico pronto se reflejó en las ventas.

En septiembre, en una junta con los alumnos, Melinda mencionó que Carlos, príncipe de Gales, visitaría Los Ángeles. Como éste tenía fama de interesarse en proyectos como el de los estudiantes de la Escuela Crenshaw, Carlos López, quien a los 14 años se unió a su hermano mayor, Iván, para trabajar en el huerto, pro­puso que lo invitaran.

El chico dejó una carta de invita­ción en el despacho del cónsul general británico, pensando que el príncipe no aceptaría, pero al cabo de 15 días reci­bieron notificación de que a Carlos lo complacería visitarlos.

Tres semanas antes de la visita del príncipe, empero, los alumnos abrie­ron su oficina y la encontraron hecha ruinas. Las ventanas estaban rotas y los cables arrancados de las paredes. Unos ladrones se habían llevado apa­ratos de fax, computadoras, impreso­ras y demás objetos de valor.

Los muchachos recorrieron el aula aturdidos o llorando, convencidos de que era el fin de su sueño. En eso, Ben Osborne rompió el silencio.

—Lo que no te mata, te hace fuerte —dijo—. Reconstruiremos esto y lo haremos marchar aún mejor.

La comunidad se puso furiosa por el robo. Varias empresas donaron dinero para ayudar a reemplazar el equipo, y muchas personas acudieron a arrimar el hombro. Para la noche del día si­guiente, la oficina de los alumnos esta­ba de nuevo en pie.

Al mediodía del 1 de noviembre, Carlos López saludó de mano al prín­cipe de Gales y lo acompañó a reco­rrer el aula que hacía las veces de ofi­cina. Los jóvenes habían elegido a Karla Becerra, a quien se le había qui­tado lo tímida, para que le mostrara el huerto. Mientras la chica le explicaba lo que cultivaban, se vieron cercados por una turba de reporteros. El invita­do los apartó con un ademán y en se­guida se volvió a decirle a Karla:

—¡Están pisoteando la lechuga!

Durante el animado almuerzo con que lo agasajaron en el huerto, el prín­cipe comió de la ensalada y el aderezo preparado por los estudiantes... y dejó limpio el plato.

Me encanta su huerto —les dijo a los jóvenes.

El cónsul general británico les en­vió de regalo una camioneta.

Gran logro. En junio de 1996, Mer­cedes López, madre de Carlos, abrazó a la maestra Tammy Bird cuando su hijo recibió su diploma.

Gracias por inspirar a mis hijos. —le dijo llorando—. Usted les demos­tró que si trabajan con tesón, pueden hacer realidad sus sueños.

Somos los empresarios de moda —comentó Carlos muy sonriente.

Hoy, gracias a la beca que recibió por participar en Alimentos del Ba­rrio, cursa el segundo grado de la ca­rrera de periodismo.

Los nuevos participantes esperan que el huerto también les permita a ellos realizar su sueño de ir a la uni­versidad. Y su confianza es justifica­da: en 1997, 39 alumnos vendieron 10,000 cajas de aderezo para ensala­das. Dependiendo de los años que lle­ve trabajando en el huerto, cada uno de los 25 jóvenes que en la actualidad colaboran allí obtendrá una beca de entre 3000 y 12,000 dólares.

Ni uno solo de los horticultores ha abandonado los estudios, lo cual es una marca asombrosa para una escue­la pobre como la suya. Entre los que han salido adelante figuran Iván Lopez, quien espera terminar la carrera de zoología, y Karla Becerra, que planea trabajar como maestra de prima­ria al concluir la universidad. Jaynell Grayson, quien colaboró un tiempo en la división de noticias de la cadena CBS, es ahora motivo de orgullo para mucha gente.

Los muchachos sembraron semi­llas de esperanza —expresa la maes­tra Tammy            . Y lo que cosecharon fue valor y determinación. ¿Quién ha­bría de imaginar que saldrían tantas cosas buenas de un huerto?

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