viernes, 18 de junio de 2021

EL ANILLO DE SALVACIÓN

 

De cómo un sencillo recuerdo colegial cobró un valor incalculable.

EL ANILLO DE SALVACIÓN

Por BARBARA BRESSI-DONOHUE

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST  AGOSTO 1999

EL DíA en que cumplí 16 años, mi padre me hizo unas confidencias que cambiaron nuestra re­lación para siempre. Era el verano de 1965, y mamá y él me habían festejado por mi cum­pleaños con una tranquila cena en familia. Después papá se levantó de la mesa y me llamó a su estudio.

—Siéntate, hija. Ya tienes edad pa­ra conducir... y para saber un par de cosas sobre tu padre —dijo y, entre­gándome unos papeles escritos de su puño y letra, agregó—: Quiero que leas esto para que conozcas tus raí­ces. No todo se hereda por la sangre.

Se quedó sentado frente a mí, es­perando a que leyera.

En seguida noté que era un relato de siete páginas que había escrito al volver de la Segunda Guerra Mun­dial. En el transcurso de los años yo me había enterado de algunas de sus experiencias en el frente, pero él no hablaba mucho al respecto, en par­ticular conmigo. Yo sólo sabía que mi padre —Arthur Anthony Bres­si— se había alistado en el ejército en 1940, y que en 1942 los japoneses lo habían capturado en la isla de Co­rregidor, en Filipinas. Durante los 40 meses que estuvo prisionero en campos de concentración japoneses, sufrió lo indecible, y las enfermeda­des que allí contrajo seguían ago­biándolo. Aún tenía pesadillas, pero ya estaba en paz con el mundo y consigo mismo, y había llegado a ser un destacado defensor de los dere­chos de los veteranos de guerra.

Era mi héroe. Sin embargo, nada de lo que me había contado (y me­nos lo que yo había vivido en mi ni­ñez) me habría hecho suponer lo que encerraba aquella narración.

Skinner era un cadáver", empe­zaba. 'A través de la alambrada del campo de concentración de Luzón vi acercarse tambaleante a mi amigo de la infancia, cubierto de inmundi­cia y abatido por el peso de múlti­ples enfermedades. Estaba muerto, sólo que su espíritu indomable se negaba a salir de su cuerpo. Quise mirar hacia otro lado, pero no pude: sus apagados ojos azules se habían clavado en mí".

Papá y el tío Skinner —Howard William Ayres— eran amigos de to­da la vida. De niños habían ido a la misma escuela, en Mount Carmel, Pensilvania, y todo lo hacían juntos: faltar a clases para irse a jugar, esca­lar los montes de las cercanías y salir con chicas. Cuando se graduaron, los dos se enrolaron en el ejército y partieron en el mismo barco a Filipinas. Skinner estaba en Bataán cuando, en abril de 1942, la región cayó en manos de los japoneses. A papá lo capturaron un mes después.

El tesoro más preciado

POR LOS RUMORES que corrían entre sus compañeros de pri­sión, papá estaba enterado del pésimo trato que se daba a los cauti­vos de Bataán (en un campo morían hasta 400 hombres al día), y abando­nó la esperanza de volver a ver a su amigo, pero más adelante supo que aún vivía: estaba en un campo pró­ximo, en la sección de enfermos.

Pedir permiso para visitar otro campo le habría valido un bayoneta­zo en el vientre, así que se ofreció para hacer trabajo voluntario con la esperanza de que algún día envia­ran a su cuadrilla al campo donde estaba Skinner. Tuvo la suerte de que así fuera.

Una vez en el campo pidió a los guardias japoneses que le permitie­ran visitar la sección de enfermos. Ellos accedieron y le dieron una bandera blanca con asta de bambú y un pase.

—Vaya despacio —le advirtie­ron—, y lleve la bandera y el pase en alto para que no le disparen ni lo golpeen.

La sección de enfermos estaba di­vidida en dos partes: una para los que tenían posibilidad de curación, y el Pabellón Cero, para los desahu­ciados. Allí estaba Skinner.

Mi padre llamó a su amigo desde la alambrada que cercaba las barra­cas. Los prisioneros fueron pasando el nombre de boca en boca y, al poco rato, de una barraca salió, andando con dificultad, un despojo humano. Al principio papá no lo reconoció.

—¡Artie! —exclamó Skinner, agarrándose a la alambrada para no caer.

De 97 kilos que pe­saba la última vez que se habían visto, estaba convertido en un es­pectro de 36. Padecía paludismo, amibiasis, pelagra, escorbuto y beriberi. Sus carceleros le habían dado arroz quemado y carbón durante algún tiempo con la vana esperanza de remediar la disentería, pero la boca y la garganta le dolían hasta el grado de que ya no podía comer ni beber. Tampoco te­nía fuerzas para bañarse, y ningún guardia quería ayudarlo; tenía el cuerpo cubierto de costras.

Era la media tarde de un día so­leado y caluroso. A mi padre sólo le habían permitido permanecer allí cinco minutos, y el tiempo se estaba acabando. Papá tocó el nudo del pañuelo que llevaba al cuello. En él había escondido su tesoro más pre­ciado: un humilde anillo de gradua­ción de segunda enseñanza. Cuando estaba en el último grado, había trabajado durante meses para ahorrar los 8.75 dólares que costaba, y el día de la graduación fue corriendo al la­do de Skinner a enseñárselo. Tan orgulloso estaba del anillo, que juró nunca separarse de él. Cuando lo capturaron, se lo escondió en el pa­ñuelo a riesgo de recibir un severo castigo. Era su lazo con tiempos mejores, con un mundo mejor, y lo ayudaba a conservar el deseo de vivir.

El corazón empezó a latirle con fuerza mientras miraba a su alrededor. No había guardias a la vista. Rá­pidamente deshizo el nudo y entregó el ani­llo a su amigo a través de la alambrada.

—Ten —le dijo—es tuyo. Tal vez puedas cambiarlo por algo útil.

—Pero, Artie —repuso Skinner intentando devolvérselo—. Debes quedarte con él. Algún día puedes necesitarlo.

Meses de dolor

"MI PADRE No aceptó que su amigo le devolviera el anillo. A esas alturas él también padecía disentería, paludismo y beriberi, había perdido unos nueve kilos y no sabía lo grave que se iba a poner. Seis meses más tarde, agobiado por el duro trabajo que hacía en una pista aérea cerca de Manila, se desmoronó físicamente y fue enviado a la sección de enfermos, de la  cual ya no salió hasta que terminó la guerra.

En todos esos meses no dejó de pensar en su amigo ni de preguntar­se si habría alguna esperanza, por ínfima que fuese, de que siguiera con vida. Creía más bien que no.

CON TODO, Skinner resistió. Des­pués de la visita de mi padre, volvió al dormitorio y escondió el anillo bajo las ta­blas del piso para que la brigada de inspec­ción no lo encontrara.

Semanas antes, uno de los guardias del Pa­bellón Cero se había compadecido de él.

—Dame [muy mal] —dijo al ver el estado en que se encontraba, y luego dejó caer medio cigarrillo y un fósforo junto a la cerca.

De un amigo

AL DÍA SIGUIENTE de la Visita de mi padre, Skinner decidió co­rrer el riesgo de confiar en el guardia. Le hizo una seña y le pasó el anillo a través de la alambrada.

—Ichi ban? [¿es bueno?] —pre­guntó éste.

—Muy valioso —respondió Skin­ner, y agregó que estaba dispuesto a dárselo a cambio de cualquier cosa que lo ayudara a seguir con vida.

El guardia, hombre de mediana edad que enseñaba un diente de oro en las raras ocasiones en que sonreía, se quedó junto a él.

¿Cómo lo obtuvo? preguntó.

Tomodachi [de un amigo! res­pondió Skinner encogiéndose de hombros.

El guardia se metió rápidairiente el anillo en el bolsillo y se fue.

A los pocos días dejó caer algo junto a la cerca y siguió patrullando. Skinner recogió el paquete; eran pastillas de sulfanilamida. El guardia siguió pasando por allí a menudo, y cada vez le dejaba algo al prisionero: una cestita de limas para el escor­buto, un pantalón y una chaqueta, pláta­nos, rábanos encurti­dos, carne enlatada...

Luego le llevó un pantalón corto, una camisa, zapatos, un pañuelo y lo que al cautivo le pare‑
ció "el sombrero más raro del mundo". En una ocasión dejó caer 20 cajetillas de cigarrillos, que Skinner trocó con sus compañeros por arroz.

Para entonces ya podía comer y retener el alimento. Las limas, al tercer día de chuparlas, le habían cu­rado las llagas de la boca y ya podía masticar. Al poco tiempo recobró las fuerzas para bañarse.

El guardia, altanero delante de sus superiores, era amigable cuando no lo miraban. Le contó a Skinner que no le gustaba la guerra, hablaba con él sobre Estados Unidos, y le mostró fotos de su mujer y su hija.

Se arriesgaba a una ejecución su­maria si se descubrían sus actos de caridad. Aun así, ni mi padre ni el tío Skinner supieron jamás lo que fue de aquel valiente.

Tres semanas después de que mi padre le dio el anillo, Skinner estaba otra vez en pie. A los tres meses lo enviaron a la sección de prisioneros  sanos, donde le daban raciones más abundantes. Cuando alcanzó los 57 kilos de peso, pidió trabajo.

Se cierra el ciclo

NO FUE hasta que los Aliados tomaron las Filipinas cuando papá supo que el tío  Skinner había sobrevivido a la gue­rra. Ambos volvieron juntos a casa, a Mount Carmel.

Un día, poco después del regreso, Skinner fue a verlo.

Art, hasta donde yo sé, soy el único estadounidense que ha sali­do vivo del Pabellón Cero —le dijo, reprimiendo las lágrimas—. ¿Te acuerdas del día que nos despedi­mos en la alambrada? Nadie me ha­bía mirado jamás así, y espero en Dios que nadie vuelva a hacerlo. Tus ojos me decían: "No volveré a verte vivo".

Se hurgó entonces en el bolsillo y sacó un estuche pequeño. A papá se le aceleró el pulso, pues sabía lo que había dentro: una réplica exacta de su anillo de graduación.

Skinner fue hasta la ventana, el semblante transfigurado por los re­cuerdos, y dijo:

Ese anillo, Artie... me salvó la vida. Me prometí reponértelo y aquí lo tienes. —Luego volvió a ser él mis­mo y, echándose a reír, añadió—: ¡Más vale que no lo pierdas, amigo, porque me costó 17.50 dólares!

CUANDO TERMINÉ DE LEER el relato de mi padre, fui a sentarme a su re­gazo, lo abracé y, derramando algu­nas lágrimas, le dije lo mucho que lo quería y lo orgullosa que estaba de él. Al poco rato fue a su escritorio y sacó un estuchito gris. Allí, entre pliegues de terciopelo blanco, estaba el anillo. Lo cogí y lo examiné con embeleso. Tenía inscritas por den­tro las iniciales A.A.B., una piedra roja rodeada de la leyenda "Mount Carmel High School" y el año: 1938.

Ésta es tu herencia —dijo, con  la voz empañada por la emoción—No soy un héroe. Hice lo que cual­quier otro hombre habría hecho.

Mi padre me dio el anillo cuando, al año siguiente, me gradué. Lo lle­vé puesto al casarme, así como unos años después, al dar a luz a mi hija. Fue prematura y durante sus prime­ros días, mientras se debatía entre la vida y la muerte, el anillo me ayudó a ser fuerte ante la incertidumbre. Muchos años después me dio valor para pronunciar unas palabras en el funeral de mi querido padre.

PAPÁ MURIó EN 1989, el 11 de noviembre, casualmente el Día del Ex Combatiente. Desde entonces mi familia recuerda esta fecha con un rito especial. Cuando llega el día, sa­co el anillo, ya deslustrado, de mi al­hajero y me lo pongo en el dedo cor­dial de la mano derecha. Entre mi esposo, Bob, que es veterano de la Guerra de Vietnam, y yo sacamos luego una bandera que guardamos en el armario y vamos afuera. Él co­loca una escalera contra la pared, su­be en ella y cuelga la bandera de unos ganchos que hay bajo el alero del tejado, de manera que queda desplegada sobre la fachada.

Al final del día devuelvo el anillo a su estuche, donde seguiré ateso­rándolo hasta que mi hija, Kim, he­rede este recordatorio de su abuelo y del valor y la compasión que todos llevamos dentro.

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