miércoles, 16 de junio de 2021

VIENA SE SALVA DE LOS TURCOS OTOMANOS -1683

 Grabado contemporáneo del sitio de Viena.

Había entonces en el continente la voluntad de olvidar viejas rencillas
y de unirse contra la amenaza común venida de Oriente.
EL VERANO EN QUE SE SALVO EUROPA-
POR ROBERT WERNICK
 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST
Agosto de 1984
UN IMPERIO agresivo, con el corazón en Asia y su ciudad apital  en Europa, ha absorbido parte de la superficie del mundo y busca más espacio por el cual expandirse. Creyéndose destinado a ❑ gobernar el mundo, dispone de un ejército enorme equipado con los pertrechos más avanzados, así como de un aparato admínistrativo ducho en mantener a sus naciones satélite en estado de sumisión. Este imperio ha ocupado la mayor parte de Europa Oriental, y busca sin cesar señales de debilidad en Occidente.
Las naciones occidentales han advertido bien el peligro, mas al parecer son impotentes para contrarrestarlo. Las desgarran rivalidades económicas e ideológicas, y sus contribuyentes refunfuñan acerca de las elevadas sumas destinadas a la defensa.
¿Nos referimos acaso a la Europa del último tercio del siglo xx? En realidad, es una descripción del continente europeo en los últimos decenios del siglo xvii, y pude establecer este inquietante paralelismo en ocasión de mi visita a Viena, el verano pasado.
En el vestíbulo del hotel donde me hospedaba, un chico de turbante, y vestido a la usanza oriental, servía a los clientes un espeso café negro. ¿Por qué? Porque Viena celebraba el tercer centenario de haberse salvado de los turcos, quienes, durante el verano de 1683, atacaban las murallas de la ciudad en uno de los asedios más famosos que registra la historia. "Nos libramos de los turcos", comentó conmigo un alto empleado del hotel, "pero nos dejaron su café, del cual hemos disfrutado desde entonces".
Los vieneses prefieren no ufanarse de cómo salvaron a la civilización occidental hace tres siglos. Pero en lo íntimo de su ser se enorgullecen de ello, como también se enorgullecen de las exposiciones montadas en buen número de los museos de la ciudad, en 1983, las cuales reproducían con vívidos detalles el drama de aquel año triunfal.
En aquellos días, Turquía, gobernada por la dinastía otomana, era una formidable potencia mundial cuyo dominio se extendía desde Mesopotamia hasta Marruecos. A Estambul, antes Constantinopla, la capital otomana, llevaban interminables caravanas el tributo de tres continentes. El imperio turco había arrebatado la isla de Creta a los venecianos pocos años antes, y ya se había enseñoreado del Mediterráneo oriental. ¿Hacia dónde se extendería después? Esto era lo que todos los gobiernos de Europa Occidental se preguntaban alarmados.
No así los turcos: habían puesto los ojos en el resplandeciente galardón que representaba Viena, la capital de los dominios de los Habsburgo. La Manzana de Oro la llamaban los turcos, tal vez por las doradas cúpulas de las incontables iglesias que habían avistado al atacar aquella ciudad por primera vez, 150 años antes. Tenían de esa ocasión amargo recuerdo; jamás se habían enfrentado en Occidente a un enemigo como la Austria que gobernaban los Habsburgo, enemigo que podría detener la marea de las conquistas otomanas.
La importancia estratégica de la ciudad era considerable. Su caída equivaldría a una catástrofe para el mundo occidental, y el turco que la conquistara bien podría seguir adelante en cualquier dirección. El guerrero que emprendió la tarea fue Kara Mustafá Bajá, hombre de negra barba, de energía y ambición sin límites. Como gran visir, o primer ministro, gobernó el Imperio Otomano en nombre del sultán Mohamed IV, monarca débil e inepto. Durante meses Mustafá reunió tropas y pertrechos, y al fin, el 31 de marzo de 1683, su expedición de 250,000 hombres se puso en mar-Kara Mustafá Bajá, por un pintor desconocido del siglo XVII.
Abajo. el rey Juan III Sobteski, por el pintor del siglo X Vlljan Tretko.

cha, con el Sultán a la cabeza, por mera ceremonia.
Dos meses tardó la expedición en llegar a Belgrado por el camino imperial, marchando al paso de los bueyes que tiraban de trescientos pesados cañones de bronce. Allí, el Sultán pasó a Kara Mustafá la bandera negra heredada del propio Mahoma y le ordenó iniciar una jihad, o guerra santa, contra el emperador del Sacro Imperio Romano, Leopoldo I, de la dinastía de los Habsburgo. El Sultán cabalgó luego de regreso a Estambul. El numeroso e irresistible ejército de Kara Mustafá comenzó su avance inexorable hacia el norte, haciendo sonar las trompetas, con redoble de atabales y los estandartes ondeando al viento.
En Viena, todo era temor y confusión. El 7 de julio, un jinete ensangrentado llegó al galope para informar que el ejército imperial había sido diezmado en una gran batalla, en el Bajo Danubio. El parte resultó falso, pero bastó para que cundiera el pánico. Leopoldo I, hombre que había sido educado más para la iglesia que para la guerra o para el arte de gobernar, huyó a Passau, 270 kilómetros al oeste, adonde le siguieron su corte y alrededor  de 60,000 ciudadanos; es decir, más de la mitad de la población vienesa. Por fortuna, permanecieron en la ciudad algunos hombres decididos. El principal era el conde Ernst Rüdiger Starhemberg, comandante de la guarnición.
Starhemberg sólo tenía a sus órdenes unos 15,000 soldados profesionales. Movilizó a los estudiantes, a los sirvientes de la corte y a todo hombre disponible, para cavar zanjas y reforzar las fortificaciones. Ordenó arrancar de los techos todas las tejas de madera e instalar en los desvanes depósitos de agua, para inutilizar las bombas incendiarias de los turcos. Asimismo, mandó almacenar en los subterráneos grandes reservas de alimentos y municiones. La sobrehumana energía del conde dio magníficos frutos; las defensas de la ciudad se habían completado cuando, el 14 de julio, las hordas turcas aparecieron a la vista y se desplegaron majestuosamente en torno a las murallas.
Quienes observaban desde el campanario de la catedral de San Esteban pudieron ver cómo se alineaban, en todas direcciones, las esplendorosas tiendas de los turcos. Kara Mustafá confiaba serenamente en el triunfo. Como buen musulmán, despachó un heraldo que dio a elegir a los infieles: "Islam, o tributo". Viena rechazó ambas cosas. Tronaron los cañones. Había empezado el gran asedio.
El sitio se prolongó dos meses. Todos los días, al amanecer, las granadas turcas empezaban a llover sobre la ciudad, y seguían cayendo hasta muy entrada la noche. Todos los días, al despuntar el alba, la infantería turca ( los aguerridos jenízaros, muchos de los cuales eran jóvenes cristianos criados como musulmanes fanáticos ) atacaba las fortificaciones. Atacantes y defensores intercambiaban granadas de mano ( mortíferas bolas de bronce o de vidrio, llenas de pólvora), descargas de mosquetería y lanzazos, en incesante ronda de ataques y contraataques.
Los turcos eran expertos en la guerra de minas y podían horadar bajo el suelo a desconcertante velocidad, para volar las posiciones enemigas. Durante el tiempo que duró el sitio, los vieneses aguzaron los oídos para detectar ruidos delatores que pudieran anunciar un desastre. Al oírlos, los defensores excavaban febrilmente en la dirección de donde procedían, con la esperanza de llegar a tiempo de apagar la mecha y vaciar las minas de la pólvora que contenían. En ocasiones, los dos grupos de excavadores se topaban frente a frente y se trababan en furiosos combates cuerpo a cuerpo, en la oscuridad.
Con todo, a principios de septiembre, los turcos habían abierto dos enormes boquetes en las murallas de la ciudad; es decir, en la última línea defensiva. Los invasores eran rechazados por por los desesperados contraatques, mientras se tapaban los boquetes con escombros, maderos y sacos de arena. Sin embargo, la guarnición ya había quedado reducida a menos de 5,000 hombres, y Kara Mustafá, en su gran tienda adornada con los tapices más espléndidos de Oriente, podía regocijarse: la Manzana de Oro estaba a punto de caer. El sitio había resultado más prolongado y sangriento de lo que él había calculado, pero ya no podría durar más de unos cuantos días. Ya nada salvaría a Viena.
A menos que alguna fuerza exterior acudiera en su ayuda. Hasta entonces, aun al estallar la tormenta musulmana, cuando el emperador Leopoldo había pedido auxilio, a los vieneses les fue difícil reunir tan ejército eficaz. Los fondos escaseaban, los príncipes que habían prometido aportar millares de soldados se presentaban apenas con algunos centenares, y luego disputaban en cuanto a confiar sus tropas al mando de generales extranjeros.
Pero en aquel año alentaba otro espíritu en Europa. La aparición en Viena de un peligro evidente e inmediato reforzó un sentimiento de unidad europea, la voluntad de olvidar viejas rencillas y hacer frente a una mayor amenaza. Reinaba en Roma un papa que predicaba la cruzada, Inocencio XI, quien exhortó a los príncipes de Occidente a apretar filas contra el enemigo común de la cristiandad. Y abrió las arcas de la Iglesia para contribuir a la paga de las tropas.
Comenzó a llegar ayuda para el ejército imperial: las fuerzas reunidas por el Emperador y que comandaba el duque Carlos de Lorena. Varios contingentes, encabezados por lores de Alemania, se les incorporaron. El rey Juan III Sobieski, de Polonia, se alió al emperador Leopoldo (contra quien había batallado pocos años antes) y se adhirió al frente unido contra los turcos. Aun en la corte de Luis XIV, quien detestaba a los habsburgo mucho más de lo que temía a los turcos, se organizó una fuerza expedicionaria de ardientes jóvenes de la nobleza, la cual, desafiando la prohibición del soberano, partió al lado de los austriacos.
El 7 de septiembre hubo un consejo de guerra en la aldea de Stetteldorf, en Austria, donde se acordó dividir al ejército cristiano en tres cuerpos al mando supremo de Sobieski. Dos días después, tras recibir la bendición apostólica, aquel ejército de 70,000 hombres emprendió la difícil marcha hacia Viena. Su plan era sencillo: apoderarse de la boscosa serranía del Wienerwald (o sea los bosques de Viena ), al norte de la capital austriaca, y a continuación caer sobre la llanura y destrozar a los turcos.
Por fortuna, los aliados contaron con cierta ayuda de Kara Mustafá, quien, cegado por la confianza, no se había molestado en ocupar las montañas. Los escasos exploradores que allá envió fueron liquidados sin mayor dificultad, y la mañana del 12 de septiembre las fuerzas aliadas habían ocupado esas alturas.
íY apenas a tiempo! Desde la cúpula de San Esteban, los defensores lanzaron cohetes luminosos para ndicar que sus últimas líneas se derrumbaban. Una tras otra, descendían las columnas armadas al lanzarse en carga irresistible el ejército aliado en masa. Los polacos irrumpieron en la ciudad de tiendas donde los turcos habían acampado durante dos meses. Hubo una precipitada huida de camellos y caballos, y pronto huyeron todos los guerreros turcos, presas del pánico.Kara Mustafá había jurado morir combatiendo antes que huir, pero con la vana esperanza de reagrupar sus tropas, se unió a aquella retirada desordenada. No se detuvo hasta Belgrado, a más de seiscientos kilómetros de Viena.
Kara Mustafá no vivió lo suficiente para rumiar la amargura de la derrota. Unos emisarios del Sultán llegaron a Belgrado, y con toda la ceremonia de la corte otomana le enrollaron al cuello un cordón de seda y lo estrangularon. Tras la derrota sufrida ante Viena, el Imperio Otomano estuvo ya en situación defensiva, y fue declinando con los años, hasta que se desmoronó en la Primera Guerra Mundial.
Los vencedores tardaron días en dividirse el botín. Una fracción de ese botín, disperso actualmente en museos y colecciones por toda Europa, sobrepasó la capacidad de los museos de Viena durante las exposiciones de 1983: alfombras magníficas que hermosearon las tiendas de campaña de Kara Mustafá, armas de fuego con incrustaciones preciosas, dagas de plata, ejemplares del Corán iluminados, turbantes, estandartes, atabales y copas.
Hoy día, Viena es una ciudad pacífica. El miedo a los otomanos es cosa del pasado. Incluso, Viena alberga a 25,000 turcos. Como me explicó Günter Dúriegl, director adjunto del Museo Histórico de la Ciudad de Viena: uno de los fines que perseguían las exposiciones era mostrar la riqueza de la cultura otomana. "Bien sabemos que, en muchos aspectos, los turcos tenían una civilización más avanzada que la nuestra", reconoce.
Pero en 1683 representaban un peligro al que fue preciso encararse, y nadie puede olvidar el otro tema de la exposición: señalar cómo Europa, en aquellos días de peligro, cobró ánimos y obró de común acuerdo. La defensa de Viena constituyó un triunfo de la colaboración internacional, y una enseñanza para las futuras generaciones.

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