viernes, 5 de enero de 2024

EL TESORO DE LOS INCAS EMILIO SALGARI ITALIA 117-119

 EL TESORO DE LOS INCAS

EMILIO SALGARI

ITALIA

 entonces se cierra la galería incendiada con un muro de arcilla, de modo que, agotándose el aire, acaba el fuego por apagarse. Pero no es raro que estos incendios, a pesar del muro de arcilla, duren muchos años, merced al aire filtrado por pequeñas hendiduras que se escapan a los ojos de los ingenieros.

—¿Habrán sido los chinos los que incendiaron esta mina? —preguntó Burthon.

—¿Qué chinos? —preguntó Sir John.

—Los que se juntaron al hombre cuya momia hemos hallado.

—Bien podría ser. Es cosa averiguada que los primeros en conocer el carbón de piedra fueron los chinos, y quizá los que sepultaron la momia bajaban aquí a extraerlo.

—Yo creía que los primeros que emplearon ese carbón fueron los ingleses

—dijo Morgan.

No, amigos míos —respondió Sir John—. Los chinos usaban ya la hulla en los primeros años de la era cristiana. En Inglaterra sólo se explotan las minas de carbón desde el siglo XI.

—¿Qué minas?

—Las de Newcastle.

—¿Y todavía no se han agotado? ¿Pero cuánto carbón de hulla contienen? —preguntó Burthon al ingeniero.

—Mucho, Burthon, mucho. Puede decirse que toda Inglaterra es una mina.

—Pero con el tiempo se agotará —dijo Morgan.

—Sí; y esto sucederá dentro de 277 años, según unos, o de 130, y aun de no, según otros. Pero reparad que sólo hablo del carbón que existe bajo la superficie de la tierra hasta una profundidad de cuatro mil pies.

—¿Acaso hay carbón más allá de cuatro mil pies de profundidad?

—preguntó Burthon.

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—Sin duda que lo hay, pero no se podrá extraer sino cuando los mineros hayan aprendido a vivir y trabajar bajo la temperatura a que hierve el agua.

—¿Por qué así?

—Porque a semejante profundidad el calor es insoportable. En la mina de Rosebridge, que es la más profunda que hay en Inglaterra, hace un calor de 27 grados Reaumur.

—¿Y cuánta es la profundidad? —preguntó Morgan.

—Solamente de 2408 pies.

—¿Y cómo nos arreglaremos nosotros para extraer carbón de esta mina incendiada? —preguntó O’Connor.

—Con barreno —respondió el ingeniero.

—¿No se nos vendrá encima la bóveda?

—Si no se desplomó cuando estaba el volcán en plena erupción, menos se desplomará hoy por la explosión de un simple barreno.

—Manos, pues, a la obra —dijo Burthon—. Cargaremos de hulla el barco hasta los bordes.

—O’Connor y yo prepararemos el barreno —dijo Sir John—. Tú, Morgan, volverás con Burthon al bote y nos traeréis un fardo de cartuchos y algunas mechas.

Mientras los dos cazadores se alejaban corriendo, el ingeniero y O’Connor pusiéronse a hacer un agujero a trescientos metros de la mina, y de casi un metro de profundidad. Apenas habían terminado la excavación, cuando volvieron Morgan y Burthon con los objetos pedidos.

El ingeniero tentó primero el interior de la abertura, para ver si estaba caliente, y solamente lo halló algo templado; después introdujo en él un grueso cartucho provisto de larga mecha.

—Preparaos a escapar —dijo.

Y encendida la mecha, se alejó a todo correr seguido de sus compañeros, con los cuales se detuvo a medio kilómetro de distancia.

—¿Cuánto durará la mecha? —preguntó O’Connor.

—Cuatro minutos —respondió Sir John, sacando su reloj—. Teneos firmes, si no queréis venir al suelo.

—Apoyémonos en la pared —dijo Morgan—. El empuje del aire será irresistible.

Todos siguieron el consejo del maquinista, y se apoyaron en la pared, mirando atentamente y con viva ansiedad la humeante mina que estaba a punto de hacerse pedazos. Sobre los encendidos carbones veíanse volar de cuando en cuando haces de chispas, arrastrados a través de las tinieblas por una corriente de aire, que Dios sabe de dónde procedía.

—¡Cuatro minutos! —gritó a poco rato el ingeniero.

Un instante después una llama gigantesca desgarraba la mina, lanzando a derecha e izquierda enormes trozos de carbón, y subía hacia la bóveda iluminando vivamente las cavernas y galerías, seguida al punto por un estallido formidable, semejante sólo al disparo simultáneo de cien cañones.

Todo pareció oscilar. Tembló el suelo, vacilaron las rocas, bamboleándose las columnas, rompióse en varios sitios la bóveda, dejando caer rocas enormes.

Los cuatro exploradores, embestidos por una furiosa ráfaga de aire, cayeron en tierra unos sobre otros y las lámparas se apagaron.

Durante cinco minutos, un continuado fragor, recogido y multiplicado por los ecos de los antros, galerías y cavernas, turbó el silencio que poco antes reinaba en las entrañas de la tierra, y poco a poco se apagó.

Los cuatro hombres, magullados por el imprevisto batacazo, se levantaron, mirando en torno suyo con vivísima ansiedad.

En la galería reinaba oscuridad profunda, por haberse apagado, como dijimos, las lámparas; pero allá, hacia la mina, veíanse chispear cientos de masas de carbón, en cuyo centro abrase una enorme hendidura de más de ciento cincuenta pies de larga, que hervía con llama y lanzaba al aire nubes de chispas y de humo.

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