viernes, 30 de abril de 2021

RECONFORTANTE HISTORIA- AGUA CLARA Y FRESCA DEL MANANTIAL

 7    Se le concedió = hacer la guerra a los santos y vencerlos; se le concedió poderío = sobre toda raza, pueblo, lengua  y nación.
8    Y la adorarán todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el  libro de la vida del Cordero degollado.
    9    El que tenga oídos, oiga.
    10    = «El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a espada, a espada ha de morir». = Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos.
    11    Vi luego otra Bestia que surgía de la tierra y tenía dos cuernos como de cordero, pero hablaba como una serpiente.
    12    Ejerce todo el poder de la primera Bestia en servicio de ésta, haciendo que la tierra y sus habitantes adoren a la primera Bestia, cuya herida mortal había sido curada.
13    Realiza grandes señales, hasta hacer bajar ante la gente fuego del cielo a la tierra; Apocalipsis

    

AGUA CLARA Y FRESCA DEL MANANTIAL

Por Jean Bell Mosley



Selecciones del Reader´s Digest Julio de 1971

Después de varios meses de cavar, dinamitar y trasportar,de sufrir y esperar, el pozo la granja brotó por fin y la bomba de agua, marca sensible del progreso, quedó debidamente instalada.En ese caluroso día de verano, mi abuelo, con un ceremonial exagerado se quitó el sombrero y se echó en la cabeza un cazo del primer chorro de agua que brotó del pozo. Mi padre  habló, con gestos y ademanes, recordando la resistencia de la roca, la enorme profundidad de la co­rriente subterránea, las horas de su­dores y fatigas. Pero ahí estaba la merecida recompensa de todos nues­tros afanes: ya teníamos agua a 25 pasos de la mesa de la cocina.

Se acabó el acarreo del agua del manantial!" era la letanía que re­petíamos triunfantes. Mis hermanos y yo, descalzos, metíamos los pies debajo del chorro, bombeando incesantemente, dejando que el agua saltara a borbotones como si se tra­tara de borrar de los piececitos mal­tratados la mugre, las espinas y el cansancio de los incontables viajes al manantial. Mi abuela hablaba, como en sueños, de fuentes, de es­tanques con peces y hasta de una bañera. Mi madre, con sensatez, se puso a regar sus zinnias medio mar­chitas.

En realidad nunca se nos acabó el alboroto por el pozo; sin embargo, lo mejor de todo fue, tal vez, que nos hizo comprender cuánto más habíamos recibido del manantial, aparte de la frescura de sus aguas.

La fuente adonde teníamos que ir estaba situada a unos 200 metros de la casa. Para llegar hasta allí, se pa­saba debajo del emparrado, se cru­zaba frente al granero para llegar a la huerta y luego había que pasar una portilla para tomar una senda tortuosa, que siguiendo los quiebros de una barandilla en zigzag bajaba hasta la ladera y bardeaba desde allí los alrededores del manantial.

Años antes, algún Jacob había construido un muro de piedra en semicírculo, alrededor de la fuente. En la base del muro, donde brotaba el agua, alguien se había entreteni­do en grabar con cincel estas palabras: VUELVE Y DESCANSA. De cuando en cuando yo arrancaba el musgo que cubría las letras y leía la invitación, aunque para mí no tuvo signi­ficado hasta que empecé a ir con menos frecuencia. Al ver a una per­sona sacar agua del manantial, yo solía murmurar que más le valía descansar antes de emprender, con los cubos, el regreso cuesta arriba. A poco de brotar del subsuelo, el agua se desparramaba, formando una presa en miniatura, de donde salía burbujeante a llenar un estánque para deleite de los gansos, y más allá un riachuelo en la pradera, encanto de las vacas, mapaches, co­nejos, cangrejos y niños. Antes de que tuviéramos el nuevo pozo tan a la mano, mi madre, al oírnos pelear, solía decir a cualquie­ra de nosotros: "Ve a traerme un cubo de agua clara y fresca del ma­nantial". Decía esto aun cuando el agua llenara todavía la mitad del cubo. Recuerdo ahora que estos ad­jetivos se le aplicaban sólo al agua del manantial, nunca a la del pozo, aunque las dos gozaran de la misma trasparencia.

Salíamos enfurruñados y de mal humor, pensando en seguir el plei­to, pero la imaginaria pelea cesaba en cuanto entrábamos en la motea­da sombra del emparrado. Allí se sentía, casi se tocaba la paz. Según la estación, me detenía a respirar la fragancia de las vides en flor, o a darme un banquete de uvas madu­ras, o a husmear los brillantes hue­vecillos de algún nido, cuando no encontraba allí dentro cabecitas cu­biertas de pelusa, con los picos abiertos. Las hormigas marchaban en filas ordenadas por los soportes de madera, dedicadas a su vital la­bor. Las abejas zumbaban, saliendo y entrando con algún comunicado de última hora traído de los prados distantes. Con cierta frecuencia una mariposa se me posaba en el hom­bro, pidiendo así que la llevara a la huerta. Favorecida de esa manera, caminaba con el mayor cuidado pa­ra no asustar a la decoración vivien­te, y así se me olvidaba que había­mos estado discutiendo a quién le tocaba fregar el piso. Al volver a ca­sa con el agua, todo parecía distinto: empezábamos otra vez.

Cuando una pena se prendía del ánimo con sus garras grises, lo me­jor era sentarse en lo alto de la portilla p.                mirar desde allí las serenas y onduladas cuestas, los anchos cam­pos que verdeaban al sol. Se podía observar que el paisaje no se lamen­ta nunca; parece que descansa, pare­ce que se tiende, absorbiéndolo to­do, y en el silencio puede oírse resonar el eco de una sentencia an­tigua: "¡Qué buena es la Creación!"

Y los ruidos que asaltaban el oído eran la palanca que rompía los gri­lletes del espíritu, dejándolo casi adormecido con la armonía. En momentos así comprendía que la única e irremediable pena habría sido perderme la dicha de vivir.

A menudo, durante el desayuno, discutíamos los problemas del mo­mento, y cuando la decisión de­pendía exclusivamente de uno de nosotros, se veía casi siempre al interesado levantarse de la mesa, anunciando "Lo primero que haré hoy será traer un cubo de agua cla­ra y fresca", lo que equivalía a de­cir: "Quiero estar solo para llegar a una conclusión". Todos, invaria­blemente, regresábamos con el pro­blema resuelto, tal vez porque de camino al manantial observábamos que la indecisión prolongada no forma parte de las leyes de la Natu­raleza. Los girasoles no pierden tiempo en dar la cara al sol; la en­redadera, para bien o para mal, puede continuar trepando gracias a que sus zarcillos se aferran al punto de apoyo más cercano. Nunca dis­cutimos la engañosa, sutil e indefi­nible necesidad de seguir yendo al manantial aunque ya no hiciera fal­ta. Pero a la larga cada uno de nos­otros decidía volver al surtidor en determinados momentos. Cuando mi padre regresó del hospital donde le habían amputado un brazo, mi madre tomó el cubo y dijo: "Creo que voy a traer un poco de agua clara y fresca de la fuente". Al vol­ver a casa se le notaba una tranquili­dad contagiosa e inesperada. Cuan­do una tormenta arrasó de repente los trigales, destrozó la cosecha de maíz y derribó medio granero, mi abuelo se fue al manantial y regresó con proyectos sencillos, pero reali­zables para proceder a la recons­trucción.

Por lo que a mí respecta, mi re­torno a la fuente tuvo como origen un arrebato de cólera momentáneo, provocado por una deficiencia de la bomba. La tubería de succión se ha­bía quedado vacía y, por tanto, para echarla a andar era necesario cebar­la con un cubo de agua. No era la primera vez que eso ocurría. Ade­más, en el invierno el agua se con­gelaba en la bomba y teníamos que traer agua de la fuente, calentarla y verterla alrededor de la máquina lisonjearla. De una manera impre­vista, todo esto parecía resumir una serie de cambios que se presentaban conforme yo iba creciendo. La gente se moría, los amigos se alejaban, se rechazaba o se consideraba relati­vo lo que hasta entonces había sido absoluto y verdadero. Surgió en mí una profunda ansia, un deseo de encontrar algo firme en que apo­yarme, que me permitiera tomar una posición definida, un retorno y un nuevo inicio desde ese punto.

Ese día precisamente, en el empa­rrado, una petirrojo alimentaba a sus polluelos. En la huerta, los rá­banos que mi madre había sembra­do la semana anterior, echaron hojas verdes. Me pregunté si los pe­tirrojos y los rábanos serían absolu­tos, pues indudablemente los había visto toda la vida.

Dentro de mí, algo duro  y tirante empezó a trasformarse cuando, al llegar la primavera, escuché la mú­sica infinitamente tranquilizadora del agua que había estado fluyendo día tras día, quién sabe cuánto tiem­po, espontánea y dadivosa. En un principio me pareció que el agua del manantial era digna de confian­za, pues con ella no pasaría como como con la bomba, que se quedaba sin agua en la tubería y estaba sujeta a desgaste. En el manantial, con bajar y subir el cubo, asunto arreglado, allí teníamos el agua. Y tuve fe en que la paz emanada de todo esto llegara a su apogeo y acabara con mis dudas y con mis incertidumbres tan complejas. Y así sucedió.

Pero aun cuando este haya sido el caso, yo bien sabía que no era ni el manantial ni el agua lo que me infundía seguridad, ya que un mo­vimiento de la corteza terrestre acabaría con todo ello. Era la certi­dumbre de que el agua venía de alguna parte. No eran los petirrojos, ya que no viven eternamente. Era el acto inmemorial llevado a cabo por la madre petirrojo que consiste en alimentar a sus polluelos, tal como lo han venido haciendo todos los petirrojos desde que fueron creados. Esto es, su acto; es algo verdadero e indestructible, un instinto que no está sujeto a los manejos humanos. No eran los rábanos, que duran tal vez dos semanas. Era que de sus se­millas nazcan rábanos y no habi­chuelas: un hecho en el que se po­día confiar.

Arranqué el musgo, y volví a leer el viejo mensaje. Ahora ya tenía al­go en que apoyarme, ese algo en el que todos nos habíamos estado apo­yando durante tanto tiempo sin saberlo. Existe en el hombre una ne­cesidad de volver a la certidumbre del cuidado invisible y del orden universal, así como de descansar en la convicción de que estas cosas existen y es imposible que nada pueda destruirlas.

La bomba siguió siendo siempre motivo de admiración para la fami­lia. Sin embargo, hoy, después de muchos años y lejos de mi hogar, cada vez que en espíritu vuelvo a la granja me descansa y conforta el milagro eterno del manantial y sus cubos de agua clara y fresca. Condensado de "New Hampshire Profiles­

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