jueves, 26 de enero de 2023

ENTREVISTA CON MI HIJA ADOPTIVA

 Viernes, 6 de noviembre de 2015

Una notable escritora, madre de cinco hijos adoptivos, les habla con conocimiento de causa a los que piensen adoptar un niño.

ENTREVISTA CON MI HIJA ADOPTIVA

 (Condensado de «Cosmopolitas»)

Por Pearl S. Buck

Autora de La Buena Tierra, La estirpe del Dragón, etc

1946

HACE VEINTE AÑOS llevamos  al hogar a nuestra primera hija adoptiva. En el transcurso de los años, adoptamos cuatro criaturas más—tres varones y una niña—para que fuesen sus hermanos. Antes de escribir esté artículo pedí a la hija mayor, que ahora tiene veinte años, su consejo sobre lo que debía decir a quienes también quieran asumir los deberes y las respon­sabilidades de la paternidad adoptiva.

—En primer término—me dijo—, yo creo que no todo el mundo debe adoptar niños. Y no lo digo porque unas personas sean pobres y otras ricas. Eso nada tiene que hacer.

Como yo le preguntara entonces qué clase de personas creía ella las más ade­cuadas, me contestó:

En opinión mía, los padres adopti­vos no deben ser demasiado jóvenes. Quienes no han pasado aún de la edad juvenil, lo que quieren ante todo es di­vertirse. Probablemente un niño no les importaría lo bastante para dudarlo co­mo es debido.

—Pero sucede con gran frecuencia que matrimonios muy jóvenes tienen hijos propios—le objeté yo.

—De los hijos propios cuidarán impulsados por el simple instinto. Pero tratán­dose de un hijo adoptivo, se necesita algo más.

—Por supuesto—continuó—los padres tampoco deben ser demasiado viejos, pues lo más probable es que a esa edad, cuando va el barullo y las impertinencias de los niños fastidian, la carga resulte muy dura. Sólo quienes sienten verdadero amor por los niños deberían adoptarlos.

Estas palabras de mi hija estaban com­pletamente de acuerdo con lo que yo pienso. Muchos padres quieren a sus pro­pios hijos, pero no quieren a los niños. Unicamente los que quieren a todos los niños deben ser padres adoptivos. Por eso, antes de dar tal paso, marido y mujer necesitan cerciorarse cuidadosamente de cuáles son sus verdaderos sentimientos a este respecto. ¿Quieren a los seres huma­nos? ¿Podrán ser capaces de amar una criatura que no sea suya?

Pero las criaturas crecen. ¿Les gustan los muchachos desordenados y revolto­sos? ¿Pueden echar a risa ciertas travesu­ras? ¿Pueden querer a ni¡ niño y al mismo tiempo reconocer sus faltas? Si básica­mente los niños les inspiran afecto y no les fastidian, están capacitados para la tarea.

Después de pensar un rato, mi hija agregó:

—Creo, sin embargo, que a los hijos adoptivos no debe tratárseles con espe­cial deferencia. Conviene enseñarlos, que­rerlos y castigarlos lo mismo exactamente que a los otros niños. Si se les prefiere y se les trata de manera distinta, hay el peligro de que se sientan como si no pertenecieran a la familia.

En esto también estaba yo de acuerdo con, ella. Nuestros hijos adoptivos han tenido que tomarnos a nosotros tal como somos. Comparten lo mismo nuestra bue­na fortuna que nuestros inevitables  perío- dos de mala suerte. Cuando nos vemos obligados a trabajar con exceso, lo cual sucede frecuentemente, puesto que sien­do grande la familia las cuentas también lo son, nuestros hijos tienen que sufrir las rachas de impaciencia a que da origen nuestro cansancio. Pero en toda ocasión, buena o mala, pueden invariablemente contar con nuestro cariño.

Los padres, a su vez, deben tomar a los niños tal como vengan. Sea cual fuere el medio ambiente que lo rodea, la íntima naturaleza de un niño no cambia nunca. Desde el momento que es concebido, sus cualidades esenciales quedan determina­das. La enseñanza y el ejemplo no pueden sino fortalecer y desarrollar lo que hay allí. Esperar demasiado en este sentido es un error que no conduce sino a desenga­ños y sufrimientos para todos. Esperar muy poco, es igualmente  erróneo.

¿Cómo puede saber uno a ciencia cier­ta cuál es el niño que le conviene adop­tar? ¿ Es importante que tenga los ojos negros? ¿0 que los tenga azules? Cual­quiera de esas cosas es importante si usted cree que lo es, porque todas ellas son Cuestión de sentimiento y el sentimiento tiene gran importancia entre padres e hijos. Las emociones deben considerarse antes que nada, porque las emociones son el factor más significativo para establecer la corriente del afecto entre uno y el corazón de los niños.

He citado el rasgo físico de los ojos co­mo un simple ejemplo. Los rasgos de carácter e índole son, por de contado, mucho más importantes. Una persona de espíritu expansivo que adopte a un niño tímido y reservado de sentimientos, pue­de crear una catástrofe para ambos. ¿Pero cómo podemos precavernos contra esas disparidades? Aunque en verdad no hay para ello ningún medio absolutamente seguro, ciertas circunstancias pueden te­nerse en cuenta. La raza y aún la naciona­lidad del niño deben ser iguales o muy semejantes a las de los padres adoptivos. Si usted, digamos, tiene en sus venas cá­lida sangre latina, no lleve al hogar a un niño cuyos progenitores sean de fría sangre escandinava—a menos que usted esté casado por amor con una persona de tal raza.

Los antecedentes culturales son tam­bién importantes. Padres a quienes los libros no les interesan ni mucho ni poco, y que abandonaron las aulas sin comple­tar su educación, río deberían adoptar a un niño cuyos padres son profesores o personas letradas. Lo contrario es impru­dente en igual grado.

La mayor parte de los matrimonios prefieren adoptar niñas, basándose en la teoría de que son más «fáciles» que los niños. Prácticamente yo he encontrado que los niños son más fáciles; en general, tienen mayor independencia de carácter y poseen una naturaleza más franca. Pero tratándose de un hijo adoptivo, conviene atender primero a otras cosas de sustan­cia, y luego a la consideración adjetiva de que sea niño o niña.

Nunca debe haber en la casa un solo niño—observó mi joven interlocutora—.

Fl hijo adoptivo necesita hermanos y hermanas con quienes convivir y a quie­nes querer. Así hay en su vida un mayor sentido de seguridad.

Es cierto. Todos necesitamos la com­pañía y el apoyo de diversos afectos en el hogar. Cuando no hay sino un solo lazo de afecto, puede que se ejerza sobre él demasiada tensión. Las esperanzas sue­len ser más altas y más férvidas de lo que conviene citando se concentran en solo niño. El sufre con esta especie de implícita exigencia excesiva. Y los padres también. Todo niño debe tener cuantos compañeros sea posible. Esto significa que los padres necesitarán, trabajar más para ganarse la vida y que la vida será s frugal, pero habrá más felicidad para todos. Los niños se ayudan unos a otros, y ayudan a los padres.

Formulé  otra pregunta a mi hija: —¿Hice bien en decirte desde un prin­cipio que eras adoptiva?

Ella estaba recién nacida cuando la lle­vamos a nuestra casa. Pero una vez que creció lo bastante para contarle cuentos, le referí la historia maravillosa de cómo la había encontrado a ella y de por qué la había escogido entre todas las demás criaturas que hubiera podido adoptar. Por varios años estuve repitiéndole aque­llo cada vez que tenía oportunidad. Pero una noche, ya llegada ella a los siete años, la vi bostezar con expresión de aburri­miento cuando empecé a contarle otra vez la misma historia.

—¡Ya sé eso mamá! Cuéntame algo nuevo.

Experimenté al oírla una grata sensa­ción de tranquilidad. Ya para ella el he­cho de su adopción era cosa bien sabida y definitivamente aceptada. Ahora podía­mos olvidarlo sin peligro alguno. Tenía­mos plena confianza la una en la otra.

Hoy día, a los veinte años, dice reflexi­vamente:

alegro de que me lo hubieras dicho desde aquel lejano entonces. Yo siempre he considerado como cosa natu­ral y corriente que un matrimonio pueda tener hijos lo mismo por nacimiento que por adopción. Y eso es todo lo que im­porta. Sin embargo, si no hubiera sabido desde mi niñez que era hija adoptiva, el haberme enterado de ello más tarde quizá hubiera sido un grave golpe para mí.

¿Y si yo nunca te lo hubiera dicho? --le pregunté.

—Alguien se habría encargado de de­círmelo—repuso—. Mil veces mejor fue haberlo sabido por boca tuya, mamaíta.

Después de aquella noche—cuando mi hija tenía siete años—ya no abrigué te­mor alguno. Dos años después fui a visi­tarla a una colonia escolar donde estaba pasando el verano. Al verme corrió hacia mí desalada.

—¡Oh, mamá!--exciamó—. ¡Qué gusto me da que hayas venido! Quiero presen­tarte a una de mis amiguitas para que hables con ella y la consueles. La pobrecilla me inspira mucha lástima. ¡Es adoptada!

Hice un esfuerzo por no sonreír. Pero tú sabes que eso no significa nada, queridita—le repuse.

—Sí, sí. Pero pasa que ella es realmente adoptada. No tiene mamá, ¿sabes? ¡Vive con una de sus tías!

Aquél fue para mí uno de los más feli­ces momentos. Mi chiquilla no se consi­deraba adoptada; yo era para ella su ver­dadera mamá.

Una noche nuestra hija menor me pre­guntó, cuando estaba arropándola para dormir:

— ¿Todos nosotros, mis hermanitos y yo, somos hijos de distintas mamás?

—Así es-le contesté yo aparentando no dar seriedad al asunto.

—Pero eso no importa—me dijo ella—porque tú eres la mamá de todos.

—Tienes razón... eso no importa—¡e repuse.

Pocos minutos después estaba dor­mida...

No hay sino una regla para contestar a preguntas así: contestarlas honradamen­te. Cuantos menos años tenga el niño, más breve y sencillamente conviene res­ponderle. Llegado a la adolescencia, las respuestas deben ser amplias y acompaña­das de explicaciones. Precisa advertirle que si desea averiguar quiénes fueron sus progenitores, tiene el derecho de hacerlo. Por lo general, si sus relaciones en el nuevo hogar han sido satisfactorias y si no hubo momento de choque al enterarse de la adopción, no hay en el niño deseo de saber quiénes fueron sus padres, ni de unirse a ellos.

opino que la adopción temprana—tan cerca del nacimiento como sea posible ­constituve la mejor base para la futura felicidad de todos. Los padres adoptivos y el niño deben, creo yo, convivir los días de la infancia.

Sé que algunas personas se sienten más seguras adoptando a un niño que haya pasado la prueba física y mental del pri­mer año, o de los dos primeros años. Pero los padres corren ciertos riesgos lo mismo con un hijo propio que con un hijo adop­tivo. Una criatura mental o físicamente defectuosa puede nacer en cualquier fa­milia. Viéndolo bien, hay menos riesgo en la adopción que en el nacimiento. La mayor parte de las deformaciones físicas son notorias cuando el niño nace. En cuanto a los defectos mentales, los más claros se perciben desde el nacimiento: p ero los menos visibles pueden no ser d escubiertos hasta la  edad escolar.

Adoptar a un niño ignorando por completo sus antecedentes de familia, es una  imprudencia tan grande como la del hombre que se casa precipitadamente• con una mujer cuya ascendencia desconoce y con la cual ha de compartir, sin embargo, la jornada de la existencia.

¿EL AFECTO que une a los padres con su hijo adoptivo puede ser tan fuerte como el que los uniría con un hijo propio? Puede ser más fuerte aún. El hecho de que hayan deseado adoptar a un niño y lo hayan escogido ellos mismos, es un exec lente principio para la formación de ese afecto. Con frecuencia el sentido de responsabilidad de los padres y la del niño a los cuidados de éstos, hacen que el afecto mutuo vaya desarrollán­dose hasta llegar a convertirse en algo más real y profundo que los lazos de la sangre.

Si los padres prefieren adoptar a un niño de algunos años, el sentido cormún ha de ser su guía para cimentar el mutuo afecto. Nunca debe mostrársele antago­nismo o malquerencia respecto a quienes formaron su familia anterior. Los nuevos padres, deben simplemente respetar la idea que de esos parientes tenga el niño, y permitirle que hable libremente de ellos. Con empeñarse en borrar sus recuerdos, no se logra sino ahondárselos más.

El niño de esa edad tiene también cier­tos hábitos establecidos los cuales quizá no estén de acuerdo con la nueva atmós­fera que lo rodea. Paciencia es entonces la consigna. Nuevos hábitos no pueden formarse sino cuando el niño así lo quiere. Primero debe sentirse seguro en su hogar adoptivo: seguro de. que se le necesita,seguro de que se le quiere. Entonces él mismo deseará ser parte de la familia, e irá dejando sus viejos hábitos. —hemos dicho ya cuanto hay quedecir sobre el particular?—pregunté a mi hija cuando hubimos  llegado a este punto. Falta algo—dijo ella—. El pasado de un  hijo adoptivo no debe  trascender nunca más allá de él y sus nuevos padres. Es apenas justo y ecuánime que al niño Se le brinde la oportunidad de empezar en condiciones iguales a las de otro cual­quiera.

Bien dicho. A veces es necesario, por bien del niño, explicar ciertos detalles de su pasado a un maestro, por ejemplo, pa­ra que sea más paciente con él o procure comprenderlo mejor. Pero en esos casos, lo que se le diga debe tener carácter ente­ramente confidencial.

—Por supuesto continuó mi hija—, lo que yo digo no se refiere sólo a los padres, sino al resto de la familia también.

Nuestra familia es grande. Cuando mi hija habló así estaba pensando en las tías, los tíos, los primos y la abuelita. Hemos tenido la fortuna de que todos ellos acep­taran cariñosamente a nuestros hijos adoptivos. Pero esto no es así en todos los casos. Los padres adoptivos deben in­sistir en que sus niños sean mirados como verdaderos miembros de la familia, lo cual son realmente.

—Creo que eso es todo—terminó mi hija.

Pero mi esposo, que se había unido a nosotras, intervino en la conversación.

—Una cosa más—dijo dirigiéndose a mi hija—. ¿A ti te gustaría adoptar niños?

Fue una pregunta bastante acertada. Nuestra hija le contestó con una vehe­mencia muy satisfactoria para nosotros.

—¡Seguramente que me gustaría! Si no tengo bastantes hijos, adoptaré cuan­tos pueda.

Y eso fue, en verdad, lo más impor­tante de todo lo que ella dijo.

 

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