Sábado, 19 de marzo de 2016
EL PODER DE LA ORACION-- Por PERCY WAXMAN
No cree usted en el poder
de la oración .. .?
(Condensado de «Cosmopolitas»)
Por Percy Waxman
En las noches de la selva.
bajo el Mudo,firmamento.
los hombres le hablan a Dios
y Dios escucha su acento.
EL DOCTOR LIVINGSTONE Se empeñó una vez en hacerle entender a un reyezuelo africano cómo era el hielo. El jefecillo acogió la explicación del misionero con una carcajada de burla. No había visto nunca hielo y no creía una sola palabra de lo que Livingstone le decía.
El mundo está lleno de escépticos que, a semejanza de aquel salvaje africano, no creen en la existencia y realidad de lo que no se puede percibir con los sentidos.
Habiéndosele preguntado qué diría si viese una barra de acero flotando en el aire, cierto físico famoso contestó: «Pues, mire usted, si yo viese tal cosa, pensaría que se había suspendido temporalmente la acción de una ley natural ».
El gran biólogo Tomás Huxley, cuando le hicieron la misma pregunta, respondió: «Si yo viese un lingote de acero flotando en el espacio, lo consideraría una prueba de la existencia de una ley natural ignorada por mí».
De todas partes del mundo nos están llegando ahora testimonios del poder de la oración. A nadie debe sorprender que, en instantes de suprema angustia, los hombres impetren el auxilio de algún Poder exterior y superior a ellos. Lo único sorprendente en eso es que nos sorprendamos de un impulso tan natural y constante. Raro será el hombre que no sienta cierto espiritual anhelo, que no intuya, allá en lo íntimo de su ser, la existencia de un Poder hacia el cual, de un modo involuntario, inconsciente, eleva los ojos y el alma.
El mayor Allen Lindberg, de Westfield, Nueva Jersey, piloto de una fortaleza volante, cayó al mar con toda la dotación de la aeronave. Eran diez en total. Iban a Australia.
«Escasamente tuvimos tiempo», cuenta el propio mayor, «de meternos en un par de balsas de caucho. No pudimos tomar del avión ni una miga de pan, ni una gota de agua. Estábamos todos bastante abatidos; todos, menos el sargento Alberto Hernández, de Dallas, nuestro artillero de cola. Apenas nos acomodamos en las balsas, Hernández empezó a rezar fervorosamente. A los pocos instantes nos dejó atónitos al comunicarnos que tenía la seguridad de que Dios lo había escuchado y nos sacaría del trance ».
A merced de las olas, bajo un sol abrasador, con los labios demasiado resecos y agrietados y la lengua demasiado hinchada para acompañar a Hernández en sus cánticos religiosos, los aviadores oraban en silencio. A los tres días, poco antes del anochecer, divisaron el perfil de un Islote. No querían dar crédito a lo que sus ojos vieron minutos después: tres canoas llenas de remeros desnudos que bogaban hacia las balsas. Eran aborígenes australianos, pescadores de negra piel y cabezas de extraña forma. Procedían de tierra firme, y llevaban navegando centenares de millas. Le contaron a Lindberg que, el día antes, cuando iban de vuelta a su país, con la pesca que habían cogido, una fuerza misteriosa los impelió a cambiar de rumbo y dirigirse hacia aquel atolón deshabitado. De aquel islote fué de donde avistaron a Lindberg y sus compañeros.
«Dios se vale de la extrema necesidad del hombre para revelar su poder.» Palabras de John Flavel, que vivió en el siglo diecisiete. Verdad religiosa que están comprobando en nuestros días muchas personas que no tenían la costumbre de dirigirse a Dios mediante la oración, y que ahora han visto tenderse hacia ellos, en la hora del supremo riesgo, la mano de la Providencia. Sean cuales fueren los peligros que nos amenacen, la fe en un Poder sobrenatural ahuyenta el miedo y la duda de nuestras almas. Tiene razón el doctor Alexis Carrel cuando dice: «La oración, el manantial más rico de fuerza y de perfección de que disponen los hombres, es un bien eficacísimo que muchos ignoran o descuidan lamentablemente.
sábado, 28 de noviembre de 2015
"MUERA EL CRISTIANISMO DICE EL JAPON"
"Odian a Cristo con la misma saña que a los soldados de allende el mar."
(Condensado de «Collier's »)
Por Robert Bellaire
1942
NO HABÍA ESTALLADO la guerra todavía. Estábamos el coronel S.Nichihara, oficial de prensa del Ejército japonés, y yo, en una lujosa casa de Shangai.
Nichihara había bebido mucho. Al parecer, tenía el vino sentimental, porque empezó a sollozar y a pronunciar, lleno de reverente emoción, entre hipo e hipo, el nombre sagrado de Hirohito.
--Usted—me dijo después de una buena mordida al pescado crudo que estaba comiendo — usted también debiera hacerse shintoista y creyente en el Emperador.
—Vamos, vamos, coronel—le respondí—. No lo disimule tanto. Usted es cristiano. Para usted, el Emperador no es el mismo que para los demás japoneses. No me dirá usted que no.
Saltó como si lo hubiese mordido una víbora. El ultraje le llegó a lo más vivo del alma. Con gritos y ademanes descompasados, casi me escupió a la cara:
—Me he inscrito como cristiano, sí, no lo niego; pero, óigalo usted bien, lo he hecho por un solo motivo: por el Emperador.
Tenía los ojos inyectados. Estaba frenético de rabia.
—El Ejército
Imperial—prosiguió ordenó que asistiera a la escuela de una misión cristiana
para aprender inglés. Otro tanto han hecho infinidad de oficiales japoneses
para capacitarse como traductores militares.
Según Nichihara, hubo oficiales que se inscribieron también como cristianos
para aprender matemáticas superiores, ciencias, historia extranjera: materias
todas que se consideran indispensables para la creación de un ejército y una
marina capaces de sojuzgar el mundo. En las misiones no se exige a los alumnos
que sean cristianos, pero los jefes militares dispusieron que los oficiales lo
hiciesen así, por temor a que las escuelas se cerráran, si las juntas
misionales de los Estados Unidos veían que el número de «conversiones»
no justificaba el gasto de su sostenimiento.
—Pero ya no necesitamos para nada de las misiones—continuó Nichihara—. Tenemos hospitales y universidades incomparables, hasta mejores. ¿Sabe usted cuál es la única utilidad que nos prestan las misiones ahora? Pues la de suministrarnos divisas para comprarles a ustedes mismos materias primas con el dinero que traen los misioneros.
Le pregunté si, en general, los japoneses estaban agradecidos a los misioneros cristianos por su obra humanitaria.
— ¿Agradecidos ?—El coronel sonrió sarcásticamente---, Todo japones que se respete un poco se siente ofendido y humillado- cuando tiene que aceptar algo de un extranjero. Somos una raza superior. Llegará el día en que el Japón dominará el mundo. Ese día, sépalo usted, ese día barreremos el Cristianismo de la faz del orbe.
Pocas horas antes había comunicado yo a la Prensa Unida que los japoneses acababan de bombardear otra misión cristiana en el interior de China. ¡Era el vigésimo bombardeo en menos de un año! Se habían marcado visiblemente todos los edificios de la misión con banderas norteamericanas. El comunicado oficioso de Nichihara de aquel día rezaba así: «Nuestros aviones han bombardeado con éxito un importante objetivo en la provincia de Honan ».
Al presente, el Japón está librando una guerra tan encarnizada contra el Cristianismo como contra los Estados Unidos. El Cristianismo rechaza y condena las pretensiones de los japoneses de ser una raza superior; niega la divinidad de su soberano; aboga por reformas sociales que sacarán a las masas japonesas del estado de servidumbre feudal en que se hallan. Es, en suma, la religión de la esperanza, la religión que ha tenido la virtud de despertar la fe en su liberación, en millones de indefensos orientales a quienes el Japón se propone someter a yugo ominoso y perdurable. «No se podrá sojuzgar a los chinos », me confesó en una ocasión Jan Suchiya, jefe de propaganda del Ministerio de Estado de Tokio, «mientras los cristianos sigan predicando esa su doctrina de fe y esperanza. ¡Creencias absurdas que tenemos que prohibir!»
El plan que piensa ejecutar el Japón contra el cristianismo es patente. Hay
que destruir hasta la última misión cristiana en China. Mediante más de 800 ataques desde el aire, en estos seis últimos años, han reducido, a ruinas a centenares de misiones, iglesias y hospitales. Los japoneses cuentan con matar a todos los misioneros, u obligarlos, por el terror, a huir de China. Son muy pocos hasta ahora los que han huido. Millares, en cambio, han perecido o han quedado inutilizados en una de las persecuciones más sanguinarias e implacables que se han visto en China.
Hasta lo de Pearl Harbor, cada ataque de los japoneses a una misión provocaba una enérgica protesta de los representantes diplomáticos extranjeros. Y a cada protesta, invariablemente, el Japón expresaba su «profundo pesar» por el error que habían padecido sus aviadores. Por fin, como último remedio, los representantes de los Estados Unidos facilitaron a los japoneses mapas con la situación exacta de todas y cada una de las misiones norteamericanas en China. El resultado fue que, en los dos meses siguientes, aumentó considerablemente el número y la frecuencia de los bombardeos. Los japoneses, inmutables, continuaron repitiendo su sabido subterfugio: « ¡Ha sido una deplorable equivocación!» Jan Suchiya me dijo algún tiempo después que esos mapas habían servido de «excelentes guías a nuestros aviadores».
En las Filipinas y en otras regiones ocupadas se ha dado muerte a la mayor parte de los misioneros, o se les ha encarcelado, o se les ha hecho objeto de tratos tan infames, que no pueden referirse aquí. Se han entregado sus parroquias a «misioneros cristianos» japoneses, adscritos al Departamento de Cultos del Ejército. El número de esos misioneros es quince veces mayor que el de todos los clérigos canónicamente ordenados en el Japón en los últimos treinta años. La mayoría no son más que sacerdotes shintoistas disfrazados y especialmente preparados para combatir al cristianismo «desde dentro». No exhortan a los conversos del país a apostatar del Cristianismo, sino sencillamente a rechazar las «mentiras» que los bárbaros occidentales les han enseñado.
He aquí su versión del Cristianismo. Cristo fue un oriental. Nació en el Japón. Fue un gran profeta que recibió todo su saber de los emperadores-dioses del Japón. Se trasladó al Occidente a difundir sus grandes enseñanzas entre los bárbaros, los cuales lo negaron y lo crucificaron e_interpretaron torcidamente todo lo que él enseñó. Después de resucitar de entre los muertos, Cristo reapareció en el Japón, donde murió y está enterrado. La sabiduría que EL adquirió de las doctrinas de los divinos emperadores, es la misma divina sabiduría que hoy posee Hírohíto.
Los japoneses llevan al Japón a centenares de cristianos chinos y filipinos, a visitar «el sepulcro» del profeta Cristo. (Es un hecho probado que han erigido un santuario.) A los peregrinos se les dice que lo más importante del viaje es la ocasión de pararse ante los muros del Palacio Imperial en Tokio a rendirle homenaje al dios-emperador. Vuelven, pues, a sus hogares con la idea de que Cristo ha muerto, pero que el dios-emperador está vivo, y bien vivo, y que es heredero legítimo de la soberanía omnímoda sobre todo el mundo.
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