miércoles, 25 de enero de 2023

UN NOBLE PASTOR Y SUS OVEJAS CIEGAS - El Marqués de Normamby

 Viernes, 26 de febrero de 2016

 UN NOBLE PASTOR Y SUS OVEJAS CIEGAS El Marqués de Normamby   (Condensado de “Newsweek

Por Al Newman

1944 

De la bruma que flotaba aquella mañana sobre el puerto emergía, alta y blanca, la proa del buque hospital. Por encima del agua que nos separaba de los heridos a bordo diríase que llegaban hasta nosotros, en la orilla, efluvios de la emoción que embargaba a los repatriados. Teníamos un nudo en la garganta.

  De pronto sonaron las sirenas de todos los barcos fondeados

en el puerto, el jubiloso coro saludaba de aquella tradicional discordante manera al Atlantis. Una banda atacó las notas de Tipperary. Los hombres de a bordo empezaron  Ya estaban lo bastante cerca para verles las caras. Uno, que llevaba ambos ojos cubiertos con un vendaje negro, cantaba con tanto brío y entusiasmo, que tenía la cara  como un tomate. Debía cantar por dos,Ya que el compañero que estaba al lado no podía hacerlo, ocupado como estaba, en ir dándole los pormenores del cuadro.

Unos tullidos bailaban en los Botes salvavidas haciendo  fantásticos equilibrios. Agitaban sus muletas en el Aire.

  Un bravo de los comandos lloraba.

Estaban de nuevo en la patria, ellos, que habían perdido toda esperanza de volver. Dos son los terribles miedos que torturan al soldado en la guerra. Dos, que no son ni el dolor físico, ni el de la muerte. El primero de los dos es el miedo a sentir miedo, y el segundo es el de no volver a la patria.

     El lord alcalde de Liverpool, de sombrero de copa, con una cadena de oro al cuello, pronunció un  discurso de bienvenida.  ¡Magnífica, sentidísima alocución¡  Unas bandas empezaron a tocar el himno de las barras y estrellas en honor de los catorce norteamericanos que venían a bordo. Se hizo el silencio. Uno de los norteamericanos gritó desde la cubierta: “¿Quién ganó la serie mundial?” Un corpulento, aguerrido coronel de aviación le contestó desde el muelle cual  nuevo Esténtor:

“! Los Yanquis!” Se le quebró la potente voz. Se llevó el pañuelo a la cara. En los cinco minutos que siguieron lo vi enjugarse más de una vez los ojos.

   La primera camilla. La cargan dos sargentos  del  Real Cuerpo de Sanidad Militar. Siguieron desfilando horas y hora: Los heridos de Dunquerque, los de Dieppe, los de Libia, los de Túnez, los de Sicilia. Unos iban  en camillas; otros marchaban por su pie, otros apoyados  en algún camarada. Los ordenanzas sanitarios llevaban en la mano su pobre equipaje, un equipaje de ascetas: unas cajas de cartón o de madera con la insignia de la cruz roja.

  En medio de uno de los grupos que desembarcaron destacábase, alto, erguido, apuesto, rasurado, un joven oficial inglés. Tenía la nariz aguileña, inconfundible, de los aristócratas  de Albión. En torno suyo, triste rebaño sin luz, apiñábanse unos treinta ciegos. , un capitán de Barco de setenta y dos años, a quién la metralleta había dejado sin ojos en un combate con un corsario alemán, se agarraba con tal fuerza al brazo del teniente, que tenía los nudillos casi blancos.

 Aquel alto y gallardo era el Marqués de Normamby, herido y prisionero en Dunquerque. En el campo de prisioneros a donde lo llevaron había unos cuantos ciegos. En lugar de abandonarse al ocio infecundo de aquella existencia monótona, el joven se puso en comunicación con St. Dunstan, Una sociedad inglesa para la reeducación de los ciegos, aprendió solo el alfabeto de Braille, para enseñárselo a sus infortunados compatriotas. Logró que lo aprendieran. Con fósforos de madera abría los agujeros en el papel. Y ahora,  ahora, el joven pastor volvía a la patria guiando sus ovejas cieguitas. Tengo la seguridad que si sus antepasados hubiesen  podido contemplarlo, se les habría henchido el corazón de orgullo.

 Nunca olvidaré aquel día. Nunca, nunca, he visto en tantos rostros, una felicidad tan serena.

 

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