sábado, 7 de enero de 2023

BELLA INGLESA ABANDONA- NIÑO - OJOS CELESTES- Axel Munthe

LA BELLA ARISTÓCRATA INGLESA QUE ABANDONÓ A SU HIJO (OJOS CELESTES)

Historia Real

LA HISTORIA DE SAN MICHELE

AXEL MUNTHE

Axel Munthe segun un dibujo de la Condesa Fleo Gleichen
 
XI

MADAME RÉQUIN

No lejos de la Avenue de Villiers vivía un médico extranjero, creo que especialista en obstetricia y ginecología.

Era un individuo grosero y cínico, que me había lla­mado a consulta un par de veces, no tanto para ser iluminado por mi superior ciencia como para cargar sobre mis espaldas un poco de su responsabilidad. La última vez que me llamó fue para asistir a la agonía de una muchacha que moría de peritonitis, en circuns­tancias muy sospechosas, tanto, que sólo después de mucho titu­bear consentí en poner mi nombre al lado del suyo en el certificado de defunción.

Al volver una noche tarde a casa encontré a un cochero que
me esperaba en la puerta, con una súplica urgente de aquel mé
dico, para que fuese en seguida a su clínica privada, en la Rue
Granet. Había decidido no tener más relaciones con él, pero era
tan urgente el mensaje que me pareció mejor ir con el coche. Fui
introducido por una mujer robusta de aspecto poco agradable, que
se presentó como
Madame Réquín, sage-femme de premiére classe,
y me condujo a una habitación del último piso, la misma en que
había muerto la muchacha. Toallas, sábanas y mantas empapadas
de sangre estaban esparcidas por todas partes, y la sangre goteaba
bajo el lecho con lúgubre sonido. El médico, que me agradeció calurosamente el haber acudido en su auxilio, hallábase sumamente
agitado. Dijo que no había tiempo que perder, y tenía razón, porque
la mujer tendida en su
lit de travail estaba sin conocimiento y pa‑
recía más muerta que viva. Después de un rápido examen le pre‑
gunté encolerizado por qué no había mandado llamar a un cirujano
o a un tocólogo, en vez de a mí, ya que sabía muy bien que ninguno
de nosotros dos era indicado para curar semejante caso. La mujer,
después de un par de inyecciones de alcanfor y éter, recobró algo el
sentido. Dudé un poco antes de decidir que él le suministrara un
poco  de cloroformo mientras me ponia a trabajar. Con mi habitual
fortuna, todo salió pasablemente bien y, después de una vigorosa
respiración artificial, incluso el niño, que estaba medio asfixiado,

 a la vida, con gran sorpresa nuestra. Pero ¡de buena se lib
raron madre e hijo! Ya no había algodón hidrófilo, gasas ni venda­jes de ninguna clase para detener la hemorragia; mas, por suerte, descubrimos una maleta Gladstone entreabierta, llena de telas finas y de ropa blanca de mujer, que destrozamos rápidamente para ta­ponar.

Nunca he visto tan hermosa ropa blanca — dijo mi colega, levantando una camisa de batista muy fina —, y ¡mire! — exclamó indicando una corona bordada en rojo sobre la letra M —: Ma foi, mon cher confrére, estamos en buena sociedad! Le aseguro que es una joven muy hermosa, aunque ya no quede mucho de ella; una muchacha excepcionalmente hermosa; no me disgustaría renovar con ella la amistad, si se salva. Ah, la folie broche! — exclamó cogiendo un broche de diamantes que, evidentemente, se había caído al suelo mientras revolvíamos la maleta —. Ma foi, creo que esto podría com­pensar mi cuenta, si el caso es desgraciado. Con estas señoras ex­tranjeras nunca se sabe a qué atenerse; podría desaparecer tan miste­riosamente como ha venido, sabe Dios de dónde.

Ahora no estamos para eso — dije, arrebatándole el broche de sus dedos ensangrentados y guardándomelo en el bolsillo —; según la ley francesa, la cuenta de la funeraria tiene precedencia sobre la del médico. Aún no sabemos cuál de las dos cuentas se presen­tará primero al cobro. En cuanto al niño...

— No piense en el niño — dijo con una risita —. En el peor de los casos, aquí los tenemos en abundancia para substituirlo. Madame Réquin expide cada semana media docena de niños, en el train des nourrices de la estación de Orleáns. Pero no puedo dejar que la ma­dre se me escape de las manos: tengo que ir con cuidado en mis esta­dísticas; en dos semanas he firmado ya dos certificados de defunción en esta clínica.

La mujer aún estaba casi inconsciente cuando, al amanecer, me marché; pero se le había asegurado el pulso y dije al doctor que creía que viviría. También yo debía de hallarme en muy mal estado; de lo contrario, nunca hubiese aceptado la taza de café que, al bajar, vacilante, la escalera, me ofreció Madame Réquin en su siniestro saloncito.

   Ah, la jolie broche! — exclamó Madame Réquin mientras le daba el broche para que lo guardase— ¿Cree usted que son buenas las piedras? — preguntó acercando la joya a la llama del gas.

Era un broche de diamantes, muy fino, con la letra M rematada por una corona de rubíes. El agua de las piedras era clarísima, pero el brillo de los ávidos ojos de Madame Réquin era sospechoso.

   No — dije, para reparar la estupidez de haberle dado la jo­ya —. Tengo la seguridad de que son falsas.

Madame Réquin esperaba que estuviera equivocado; la señora no había tenido tiempo de pagar anticipadamente, como era regla del establecimiento. Había llegado en el punto crítico, casi desmayada; en su equipaje no había ningún nombre, pero sí una etiqueta de Londres.

— Eso basta; no se preocupe, será usted pagada.

Madame Réquin expresó su esperanza de volver a verme pron­to. Dejé la casa con un estremecimiento.

Un par de semanas después recibí de mi colega una carta di­ciéndome que todo había ido bien; la señora había partido con destino ignorado apenas pudo tenerse en pie; fueron pagadas todas las cuentas y depositada una gruesa suma en manos de Madame Réquin para la adopción del niño por alguna familia respetable. Le devolví el billete de Banco con una breve carta en la que le supli­caba que no me mandase llamar cuando fuera a matar a alguien. Esperaba no volver a tener ocasión de ver a él ni a Madame Réquin.

En cuanto al doctor, realizóse mi esperanza. Respecto a Madame Réquin, aún tendré que hablar a ustedes a su debido tiempo.

XV

JOHN EL NIÑO DE OJOS CELESTES

ME senté para desayunarme y leer el Figaro. No había nada de gran interés. De pronto mis ojos tropezaron con el sIguiente suelto, anunciado con grandes caracteres:

UN ASUNTO FEO

«Madame Réquin, comadrona de primera clase, domiciliada en la Rue Granet, ha sido detenida a consecuencia de la muerte sos­pechosa de una joven. Se ha ordenado también la captura de un médico extranjero, que se teme haya salido ya del país. A mada­me Réquin se la acusa asimismo de haber hecho desaparecer cierto número de recién nacidos a ella confiados.»

El periódico se me cayó de las manos. ¡Madame Réquin, comadrona le primera clase, Rue Granet! En los últimos años me rodea­ron tantos sufrimientos, se desarrollaron bajo mis ojos tantas tra­gedias, que había olvidado por completo el asunto. Mientras leía el suelto del Figaro, la visión de la terrible noche en que conocí a Madame Réquin reapareció viva, como si hubiese ocurrido no tres años antes, sino. el día anterior. Sorbiendo poco a poco mi té, releí varias veces el suelto y me alegré mucho de saber que al fin había sido capturada aquella mujer horrible. Igualmente sentíame feliz al recordar que en aquella inolvidable noche me fue concedido el salvar dos vidas: la de una madre y la de su hijo, que hubieran sido asesinados por Madame Réquin y su innoble cómplice.

De pronto, otro pensamiento cruzó mi mente. ¿Qué había hecho había por aquellos dos seres a quienes había devuelto la vida? ¿Qué había hecho por aquella madre, ya abandonada por otro hombre en la hora que más necesidad tenía de él?

«¡Johnl ¡John!», había gritado, con desesperado acento, bajo la acción del cloroformo. «¡Johnl ijohn

¿Había hecho yo más que él? ¿No la había abandonado también hora en que más me necesitaba?   ¿Qué angustia experimentaría antes de caer en manos de aquella terrible mujer y de aquel brutal colega mío, que la habrían asesinado si no hubiera sido por mí? ¿Qué angustia sentiría cuando, al recobrar el conocimien­to, comprendiera la horrenda realidad del ambiente? ¿Y el niño me­dio asfixiado, que me miró con sus ojos celestes mientras respiraba por primera vez con el aire portador de vida que le había insuflado en los pulmones con mis labios sobre los suyos? ¿Qué hice por él? ¡Le había arrebatado de los brazos de la misericordiosa muerte para arrojarlo en los de Madame Réquin! ¿Cuántos recién nacidos habían mamado ya la muerte en su enorme pecho? ¿Qué había he­cho del niño de los ojos celestes? ¿Estaría en aquel ochenta por ciento de pequeños viajeros indefensos del train des nourrices que, según las estadísticas oficiales, perecían durante el primer año de vida, o entre el veinte por ciento de los que sobrevivían, tal vez para un destino peor?

Una hora después pedí y obtuve de la autoridad de la cárcel permiso para visitar a Madame Réquin. Me reconoció al instante y me acogió tan calurosamente que me sentí, en verdad, muy a disgusto ante el carcelero que me había acompañado a su celda.

Dijo que el niño estaba en Normandía, muy contento; preci­samente acababa de recibir excelentes noticias de sus padres adop­tivos, que lo amaban con ternura. Por desgracia, no podía encon­trar las señas. Había alguna confusión en su registro. Pudiera ser, aunque no era probable, que las recordase su marido.

Estaba seguro de que el niño había muerto; pero, por intentar­lo todo, le dije con severidad que si no recibía dentro de cuarenta y ocho horas la dirección de los padres adoptivos, la denunciaría a las autoridades por asesinato de un niño y también por hurto de un broche de diamantes de gran valor, dejado por mí a su custo­dia. Consiguió exprimir algunas lágrimas de sus ojos fríos y brillan­tes y juró que no había robado el broche; lo conservaba como re­cuerdo de aquella bella y joven señora a quien había cuidado tier­namente, como si hubiese sido su hija.

— Tiene usted cuarenta y ocho horas de tiempo — le dije, de­jándola con sus reflexiones.

A la mañana del segundo día recibí la visita del digno marido de Madame Réquin, con la papeleta de empeño del broche y el nombre de tres aldeas de Normandía donde madame solía enviar sus niños aquel año. Escribí en seguida a los tres alcaldes, rogán­doles indagasen si entre los niños adoptados en sus aldeas había uno de ojos celestes, de cerca de tres años. Al cabo de mucho tiempo recibí respuestas negativas de dos de los alcaldes; ninguna contes­tación del tercero. Escribí, luego, a los tres párrocos y, después de unos meses de espera, el de Villeroy me comunicó que en casa de la mujer de un zapatero había descubierto un nene que podría

— La historia de San Michele- corresponder a mi descripción. Había llegado de París tres años antes y, ciertamente, tenía los ojos azules.

Yo nunca había estado en Normandía. Acercábanse las Navi­dades y creía merecer una pequeña vacación. Precisamente el día de Navidad llamé a la puerta del zapatero. Nadie me contestó. En­tré en un cuarto oscuro, con la mesita baja de zapatero junto a la ventana. Botas fangosas y consuntas y zapatos de todos los tama­ños estaban diseminados por el suelo; en una cuerda que cruzaba la habitación había, puestos a secar, camisas y guardapiés recién la­vados. Aún no estaba hecha la cama, cuyas sábanas y mantas pare­cían indescriptiblemente sucias. En el suelo pétreo de la hedionda cocina sentábase un niño, medio desnudo, que comía una patata cruda

Sus ojos celestes me miraron aterrados; dejó caer la patata y levantó instintivamente un brazo descarnado, como para evitar un golpe, y huyó tan aprisa como pudo al otro cuarto. Lo cogí en el momento en que se metía debajo de la cama y me senté en la me­sita del zapatero, al lado de la ventana, para examinarle los dientes. Sí, el niño tenía unos tres años y medio; parecía un pequeño esque­leto con piernas y brazos descarnados, un pecho estrecho y un es­tómago hinchado el doble del volumen normal. Sentado absolutamente inmóvil en mis rodillas, no emitió ningún sonido ni aun al abrirle la boca para mirarle los dientes. No cabía duda del color de sus cansados y tristes ojos: eran tan celestes como los míos.

De repente, abrióse de par en par la puerta y, con una terri­ble blasfemia, entró tambaleándose el zapatero, borracho perdido. Detrás de él, en el vano de la abierta puerta, estaba una mujer con un niño al pecho y dos pequeños agarrados a la falda, que me miraban estupefactos. El zapatero dijo que se alegraba mucho de desembarazarse del chiquillo, pero antes se le había de pagar el dinero que se le adeudaba. Había escrito varias veces a Madame Réquin, sin obtener respuesta. ¿Creía ella que con sus pobres ga­nancias podía mantener a aquella miserable marmota? Su mujer añadió que ahora que tenía un niño suyo y otros dos a pupilaje, también estaba contentísima de desembarazarse del chiquillo. Mur­muró unas palabras al zapatero, y sus ojos pasaron atentamente de mi rostro al del niño. La misma mirada de terror había reaparecido en éste apenas entraron ellos en el aposento. Su manita, que tenía yo en la mía, temblaba ligeramente. Por fortuna, habíame acordadado a tiempo de que era Navidad y saqué del bolsillo un caballito de madera. Lo cogió en silencio, con aire desinteresado, muy distinto del de un niño; no parecía gustarle gran cosa.

— Mira — dijo la mujer del zapatero — qué bonito caballo ha traído de París tu papá; mira, Julio.

— Se llama John — dije.

— Es un niño triste — dijo ella —. Nunca dice nada, ni siquiera «mamá», y nunca sonríe.

 Lo envolví en mi manta de viaje y fui en busca del párroco, que tuvo la amabilidad de mandar a su ama a comprar una camisa de lana y un chal cálido para nuestro viaje.

El cura me miró atentamente y dijo:

— Como sacerdote, es mi deber condenar y castigar la inmora­lidad y el vicio, pero no puedo menos de decirle, mi joven amigo, que le respeto por haber procurado, al menos, reparar su falta, falta tanto más atroz cuanto que el castigo cae sobre niños inocentes. Ya era hora de llevárselo; he enterrado docenas de estos pobrecitos abandonados y no hubiera tardado en enterrar asimismo al suyo. Ha hecho usted bien; se lo agradezco — dijo el viejo cura, dándome unas palmadas en el hombro.

No había tiempo de dar explicaciones; nos exponíamos a per­der el expreso  nocturno para París. John durmió apaciblemente toda la noche, bien envuelto en su cálido chal, mientras yo permane­cía sentado a su lado preguntándome qué diablos haría con él. Creo en verdad que, de no haber sido por Mamsell Ágata, lo hu­biera llevado directamente de la estación a la Avenue de Villiers. Pero fui al asilo de Saint-Joseph, en la Rue de Seine, donde co­nocía mucho a las monjas. Me prometieron tener al niño veinticuatro horas, hasta que le encontrase un hogar más adecuado. Las monjas conocían una familia respetable; el marido trabajaba en la fábrica noruega de margarina, en Pantin, y hacía poco que habían perdido a su único hijo. Me agradó la idea y fui en seguida allí; al día siguiente el niño quedó instalado en su nueva casa. La mujer parecía lista y dispuesta, de temperamento algo impetuoso, a juz­gar por la expresión de los ojos; pero las monjas me dijeron que había sido para su hijo una madre cariñosa. Le di el dinero necesario para el equipo y pagué tres meses adelantados, menos de lo que derrocho en cigarrillos. Preferí no darle mis señas: sabe Dios lo que hubiera ocurrido si Mamsell Ágata llega a conocer la existen­cia del muchacho. Joséphine debía avisar a las monjas cualquier cosa que sucediera o si el niño enfermase. No tardó mucho en avi­sarlas. El niño tuvo la escarlatina y por poco se muere. Todos los niños escandinavos del barrio de Pantin la tuvieron, y hube de ir allí continuamente. Los niños con escarlatina no necesitan medi­camentos; basta con cuidarlos diligentemente y que tengan un ju­guete para la larga convalecencia. John tuvo las dos cosas, porque,evidentemente, su nueva madre adoptiva era muy cariñosa con él, y yo hacía ya mucho tiempo que había aprendido a incluir mu­ñecas y caballos de madera en mi farmacopea.

— Es un niño extraño — decía joséphine —; nunca dice ni si­quiera «mamá», nunca sonríe, ni cuando recibió el Papá Noel que le envió usted por Navidad.

Estábamos de nuevo en Navidad; así, pues, el muchacho lle­vaba ya un año entero con su nueva madre adoptiva, un año detrabajo y de preocupaciones para mí, pero de relativa felicidad para él. Joséphine era, sin duda, de temperamento irritable; a me­nudo se mostraba impertinente conmigo cuando, por ejemplo, de­bía reprenderla porque el niño no estaba aseado o porque jamás abría la ventana. Pero nunca le oí una palabra brusca, y aun no creyendo que él la quisiera mucho, comprendía yo en su mirada que no la temía. El niño parecía sentir una extraña indiferencia por todos y por todo. Poco a poco fue inquietándome más, de­jándome menos satisfecho de su madre adoptiva. Volvía a tener la mirada de terror: era tan evidente que Joséphine lo descuidaba más cada vez. Tuve varias discusiones con ella, que generalmente aca­baba diciéndome airadamente que, si no estaba satisfecho, valía más que me lo llevase, pues empezaba a estar harta. Comprendí la razón: iba a ser pronto madre. Las cosas empeoraron mucho des­pués de nacer su hijo, y acabé por decirle que había decidido lle­varme al niño en cuanto encontrase un sitio adecuado. Puesto en guardia por la experiencia adquirida, estaba resuelto a evitar otro error.

Dos días después, volviendo a casa para mi consulta, al abrir la puerta oí una voz furiosa de mujer, procedente de la sala de espera. La habitación estaba llena de gente, que me esperaba con su habitual paciencia. John estaba acurrucado en un ángulo del sofá, junto a la mujer del pastor inglés. En medio de la sala, Jo­séphine gesticulaba como una loca, hablando a gritos. En cuanto me vio en el umbral, se precipitó sobre el sofá, cogió a John y lite­ralmente lo arrojó contra mí. Apenas tuve tiempo de cogerlo en brazos.

— ¡Es natural, yo no soy bastante buena para cuidar a un se­ñorito como tú, señorito John! — gritó Joséphine — Será mejor que estés con el doctor; ya estoy harta de sus reprimendas y de todas sus mentiras de que tú eres huérfano. ¡Basta mirar tus ojos para ver quién es tu padre!

Levantó la antepuerta para salir y casi cayó sobre Mamsell Ágata que, con sus blancuzcos ojos, me lanzó una mirada que me clavó en el suelo. La mujer del pastor levantóse del sofá y salió, recogiéndose las faldas al pasar por delante de mí.

— ¿Quiere usted tener la amabilidad de llevar este niño al co­medor y permanecer con él hasta que yo vaya? — dije a Mamsell Ágata. Extendió los brazos hacia delante con horror, como para pro­tegerse de algo impuro; la hendidura bajo su ganchuda nariz abrióse en una horrible sonrisa, y desapareció tras la mujer del pastor.

Me senté para almorzar, di una manzana a John y llamé a Rosalía.

— Rosalía — dije —, toma este dinero, ve a comprarte un ves­tido de algodón, un par de delantales blancos y todo cuanto nece­sites para parecer respetable. Desde hoy asciendes a aya de este niño. Esta noche dormirá en mi cuarto, y desde mañana dormirás con él en el de Mamsell Ágata.

— ¿Y Mamsell Ágata? — preguntó, aterrorizada, Rosalía.

A Mamsell Ágata la despediré en cuanto termine de comer.

Despaché a mis enfermos y fui a llamar a su cuarto. Dos ve­ces alcé la mano para llamar y otras tantas la dejé caer. No lla­mé. Decidí que era más prudente aplazar la entrevista hasta después de cenar, cuando tuviera más templados mis nervios. Mamssel Agatha   permaneció invisible. Rosalía me dio para cenar un exce­lente cocido y un pudding de leche que repartí con John (todas las francesas de su clase son buenas cocineras). Después de un par de vasos extra de vino, para templar los nervios, fui, aún tembloro­so de rabia, a llamar al cuarto de Mamsell Ágata. No llamé. De pronto pensé que me costaría el sueño de la noche si discutía con ella, y el sueño era lo que más necesitaba. Era preferible aplazar la entre­vista para el día siguiente.

Mientras me desayunaba llegué a la conclusión de que lo me­jor sería notificárselo por carta. Me dispuse a escribirle una carta fulminante, pero apenas había empezado cuando Rosalía me trajo un billete escrito con la pequeña y cortante letra de Mamsell Ága­ta, la cual decía que ninguna persona decente podría permanecer un día más en mi casa, que se iba para siempre aquella misma tarde y que no quería volver a verme... precisamente las mismas palabras que yo pensaba decirle en mi carta.

Aún llenaba la casa la presencia invisible de Mamsell Ágata cuando fui al Printemps a comprar una camita y un caballo ba­lanecante para John, con objeto de recompensarle de cuanto le de­bía. La cocinera volvió al día siguiente, feliz y contenta. Rosalía estaba radiante de alegría; hasta John, cuando fui por la noche a echarle un vistazo en su cómoda camita, parecía satisfecho del nuevo ambiente. Yo mismo estaba tan alegre como un niño en vacaciones.

Pero las vacaciones no fueron largas. Yo trabajaba duramente de la mañana a la noche con mis enfermos y, a menudo, también con los enfermos de algunos de mis colegas que, con gran sor­presa mía, empezaban a llamarme en consulta para dividir su res­ponsabilidad; porque tampoco entonces parecía yo temer la respon­sabilidad. Más adelante descubrí que ése había sido uno de los secretos de mi éxito. Otro secreto era, naturalmente, mi constante suerte, más asombrosa que nunca; tanto, que empecé a pensar si tendría en casa una mascota. Empecé también a dormir mejor desde que adquirí la costumbre de echar una ojeada, antes de acostarme, al niño dormido en su camita.

La mujer del pastor inglés me dejó, pero otras muchas compatriotas suyas ocuparon su puesto en el sofá de mi sala de es­pera. Era tal el esplendor que irradiaba el nombre del profesor Charcot, que se reflejaba un poco de su luz hasta en los más pe­queños satélites que le circuían. Los ingleses parecían creer que sus médicos conocían las enfermedades nerviosas menos que los colegas franceses. No sé si en esto tenían razón o no, pero, en todo caso, era una fortuna para mí. CONSULTA EN LONDRES

Precisamente entonces, inclu­so me llamaron de Londres para una consulta. No es de extrañar que me sintiera lisonjeado y estuviera decidido a esmerarme. Des­conocía a la enferma, pero había tenido una suerte excepcional con otro miembro de su familia y, sin duda, era él quien había provo­cado esta llamada. Era un caso grave, un caso desesperado, según mis dos colegas ingleses, que estaban al lado del lecho, mirándome con caras tristes mientras reconocía a su enferma. Su pesimismo había infectado toda la casa; la voluntad de curarse de la enferma estaba paralizada por el desaliento y el temor de morir. Es muy probable que mis dos colegas conocieran su patología bastante mejor que yo, pero yo sabía algo que, indudablemente, ignoraban ellos: que ninguna droga hay tan poderosa como la esperanza, y que la más mínima huella de pesimismo en el rostro o en las palabras de un doctor puede costar la vida a su enfermo. Sin entrar en detalles médicos, me limitaré a decir que, como resultado de mi recono­cimiento, me convencí de que sus más graves síntomas derivaban de trastornos nerviosos y apatía mental.

Cuando, poniéndole la mano en la frente, le dije con voz tranquila que no necesitaría morfina por la noche, mis dos colegas
me miraron, encogiéndose de hombros. Dormiría bien, se encontraría mucho mejor por la mañana y estaría fuera de peligro an‑
tes de que yo dejase a Londres, al día siguiente. Pocos minutos
después estaba profundamente dormida; durante la noche la tem‑
peratura bajó casi con demasiada rapidez, a juicio mío; el pulso
se calmó, por la mañana me sonrió la enferma y dijo que se encon‑
traba mucho mejor. Su madre me suplicó que me quedase en Lon‑
dres un día más para ver a su cuñada; les tenía a todos muy preo‑
cupados. El Coronel, su marido, quería que consultase a un es-
pecialísta de los nervios; ella misma había intentado en vano que
la viese el doctor Phillips; estaba segura que se encontraría bien con sólo con tener un hijo. Por desgracia sentía una inexplicable an­tipatía por los médicos y seguramente se negaría a consultarme,  pero podía hacerse de modo que yo me colocase a su lado durante la cena, para poder, al menos, formar opinión sobre su caso. ¿Tal vez Charcot podría hacer algo por ella? Su marido la adoraba; tenía todo cuanto puede ofrecer la vida, una magnífica casa en Grosvenor Square, una de las más espléndidas mansiones antiguas en Kent. Acababan de regresar de un largo crucero por la India en su yate. Ella nunca descansaba, siempre iba de un lado a otro, como buscando algo. Sus ojos tenían una obsesiva expresión dei profunda tristeza. En otro tiempo se interesó por el arte y espléndidamente; incluso había pasado un invierno en el taller de Julien, en París. Ahora ya por nada se interesaba; nada le importaba; sí, se interesaba por el bienestar de los niños; había dado mucho di­nero para sus vacaciones estivales y para sus asilos. Consentí de mala gana en quedarme. Tenía ansiedad por volver a París; me preocupaba la tos de John. Mi huéspeda había olvidado decirme que su cuñada, sentada a mi lado durante la cena, era una de las mu­jeres más hermosas que yo he visto. También me impresionó mucho la triste expresión de sus magníficos ojos oscuros. Había algo sin

vida en su rostro. Parecía aburrirle mi compañía y no hacía ningún esfuerzo para ocultarlo. Le dije que aquel año había buenos cuadros en la Exposición, que por su cuñada sabía que había estu­diado arte en el taller de Julien. ¿,Había conocido allí a María Baschkirzeff? No, pero había oído hablar de ella.

Sí, todos habían oído hablar. Moussia empleaba la mayor par­te del tiempo en su propia propaganda. La conocí mucho; era una de las jóvenes más listas que había tratado, pero tenía poco cora­zón; era, sobre todo, una poseuse, sólo capaz de amarse a sí misma. Mi compañera parecía más aburrida que nunca. Esperando tener mejor  suerte, le dije que había pasado la tarde en el hospital de los niños, en Chelsea. Había sido una revelación para mí, que en París visitaba con frecuencia el Hópital des Enfants Trouvés.

Dijo que le parecía que nuestros hospitales para niños eran muy buenos.

Le contesté que no era así, que la mortalidad entre los niños franceses, dentro y fuera de los hospitales, era espantosa. Le ha­blé de los millares de niños abandonados, expedidos a provincias en el train des nourrices.

Me miró por primera vez con sus tristes ojos: la dura expre­sión sin vida había desaparecido de su rostro. Pensé que tal vez, a pesar de todo, fuera una mujer de buen corazón. Al despedirme de mi huéspeda le dije que no era un caso para mí, ni aun para el mismo Charcot; el doctor Phillips era el hombre necesario; su cuñada estaría bien en cuanto tuviese un niño.

John pareció contento de volver a verme, pero lo encontré pálido y flaco, al sentarme a su lado para almorzar. Rosalía dijo que había tosido mucho durante la noche. Por la tarde tuvo un ligero aumento de temperatura y le hice guardar cama un par de días. Pronto reanudó la rutina diaria de su pequeña vida; asistía con su habitual silencio grave a mi comida y, por la tarde, lo llevaba Re­salía al Parc Monceau.

Un día, un par de semanas después de mi regreso de Londres, me sorprendió encontrar al Coronel sentado en mi sala de espe­ra. Su mujer había cambiado de idea y había querido venir a Pa‑rís para hacer compras. Debían reunirse en su yate la semana pró­xima, en Marsella, para un crucero por el Mediterráneo. Me invitó a comer en el Hótel du Rhin, el día siguiente: su mujer se ale­graría mucho si, después de comer, la acompañaba a visitar uno de los hospitales para niños. Como yo no podía ir a comer, que­damos en que ella vendría a buscarme a la Avenue de Villiers des­pués de mi consulta. Aún estaba llena de gente mi sala cuando su elegante landó se detuvo a la puerta. Mandé a Rosalía a decirle que diera un paseo y volviese media hora después, a no ser que prefiriese esperar en el comedor hasta que acabase con mis enfermos. Media hora después la hallé sentada en el comedor, con Jhon en su regazo, muy interesada con los juguetes que le enseñaba el niño.

Tiene sus mismos ojos — dijo, llevando su mirada de mí a John —. No sabía que fuese usted casado.

Dije que no era casado.

Se ruborizó un poco y reanudó la lectura del nuevo libro ilus­trado de John. Poco después se revistió de valor y, con la habitual tenaz curiosidad femenina, preguntó si su madre era sueca; eran tan rubios sus cabellos, tan azules sus ojos...

Sabía muy bien adónde iba a parar. Yo sabía que Rosalía, el portero, el lechero y el panadero estaban seguros de que yo era el padre de John; incluso había oído a mi cochero hablar de él como le fils de Monsieur: sabía que era completamente inútil dar explicaciones; no habría logrado convencerlos; por lo demás, casi había llegado a creerlo yo mismo. Pero pensé que aquella ama­ble señora tenía derecho a saber .la verdad. Le dije riendo que yo era tan padre suyo como ella su madre, que la historia de aquel huérfano era muy triste. Era mejor que no se la contase; sólo le causaría pena. Arremangué una manga del niño y le mostré una fea cicatriz en su brazo.

— Ahora está bien con Rosalía y conmigo, pero no estaré se­guro de que haya olvidado su pasado hasta que le vea sonreír. Nun­ca sonríe.

— Es verdad — díjo dulcemente —. No ha sonreído ni una sola vez, como hacen todos los niños cuando enseñan sus juguetes.

Dije que se conocía muy poco la mentalidad de los niños peque­ños, que éramos extraños en el mundo en que vivían. Sólo el ins­tinto de una madre podía encontrar, de vez en cuando, el camino entre sus pensamientos.

Por toda respuesta, inclinó la cabeza sobre él y lo besó tier­namente. John la miró, con gran sorpresa en sus ojos celestes.

Probablemente, es el primer beso que le han dado — dije.

Se presentó Rosalía para darle su acostumbrado paseo de la tarde por el Pare Monceau; pero su nueva amiga propuso llevar­lo a dar una vuelta en su landó. Yo acepté gustoso, contentísimo por prescindir de la proyectada visita al hospital.

A partir de aquel día empezó una nueva vida para John, y creo que también para alguien más. Ella venía todas las mañanas a su cuarto con un nuevo juguete; todas las tardes lo llevaba en su landó al Bois de Boulogne con Rosalía, vestida con sus mejores ga­las, en el asiento posterior. Con frecuencia, él montaba muy serio sobre un camello, en el Jardín d'Acclimatation, rodeado de docenas de risueños niños.

—No le traiga tantos juguetes de lujo — dije —. A los niños les gustan igual los juguetes baratos, ¡y hay tantos que no reciben ninguno! He observado a menudo que la humilde muñeca á treize socas tiene siempre gran éxito aun entre los niños más ricos. Cuando los niños llegan a comprender el valor monetario de sus juguetes, son arrojados de su paraíso, dejan de ser niños. Además, John tie­ne ya demasiados; es hora de enseñarle a regalar algunos a los que no tienen. Es una lección bastante difícil de aprender para muchos niños. La relativa facilidad con que aprendan esto es un indicio seguro para predecir la clase de hombre o de mujer que serán.

Rosalía me contó que cuando volvían del paseo, la bella se­ñora insistía siempre en subir ella misma escaleras arriba a John. Poco tiempo después se quedaba en casa para asistir a su baño, y no tardó en dárselo ella misma, limitándose Rosalía a pasarle las toallas.

Me contó Rosalía una cosa que me conmovió mucho: cuando la señora había enjugado su flaco cuerpecito, antes de ponerle la camisa besaba la fea cicatriz que tenía en el brazo.

No tardó en ser ella misma quien lo acostaba, permaneciendo con él hasta que se dormía. Yo pasaba el día fuera de casa y la veía poco; temía que el pobre Coronel tampoco la viese mucho, pues estaba todo el día con el niño. El Coronel me dijo que el crucero por el Mediterráneo había sido abandonado. Debían per­manecer en París no sabía por cuánto tiempo, ni le importaba mientras su mujer fuese feliz: nunca había estado de tan buen humor co­mo ahora. En efecto, tenía razón; la expresión de su rostro había cambiado; una infinita ternura brillaba en sus ojos oscuros.

El niño dormía mal; con frecuencia, cuando iba a echarle un vistazo antes de acostarme, me parecía que su cara estaba encen­dida. Rosalía decía que tosía bastante por la noche. Una mañana percibí la siniestra crepitación en el ápice del pulmón derecho. Sa­bía demasiado lo que aquello significaba. Hube de decírselo a su nueva amiga. Contestó que ya lo sabía; probablemente, lo había sabido antes que yo. Quise tomar una enfermera para ayudar a Ro-salía, pero ella se opuso. Me suplicó que la tomase como enfermera, y acepté. No había otro remedio; el niño parecía agitarse, aun en el sueño, apenas ella dejaba el cuarto. Rosalía fue a dormir con la cocinera en el ático, y la hija del Duque dormía en el lecho de la criada, en el cuarto de John. Un par de días después tuvo éste una ligera hemorragia; por la noche aumentó la temperatura; era evi­dente que el curso de la enfermedad sería rápido.

— No vivirá mucho — dijo Rosalía cubriéndose los ojos con el pañuelo —: tiene ya la cara de un ángel.

A John le gustaba sentarse en el regazo de su cariñosa enfermera, mientras Rosalía le rehacía la cama para la noche. Siempre pensé que John sería un niño inteligente y cariñoso, pero nunca le hu­biera creído guapo. Ahora lo miraba y sus facciones parecían cam­biadas; los ojos parecían mucho más grandes y más oscuros. Se ha­bía convertido en un hermoso niño, hermoso como el genio del amor o el de la muerte. Miraba los dos rostros, apoyados mejilla contra mejilla. Mis ojos quedaron maravillados. ¿Era posible que el infi­nito amor que del corazón de aquella mujer se irradiaba sobre aquel niño moribundo pudiera remodelar los suaves contornos de su carita dándole un vago parecido con la de ella? ¿Asistía a otro inopinado misterio de la vida? ¿O era la muerte, el gran escultor, quien con su mano maestra reformaba y afinaba las facciones del niño antes de cerrarle los párpados? La misma frente pura, la mis­ma curva exquisita de las cejas, las mismas largas pestañas. Hasta el gracioso modelado de los labios habría sido el mismo si hubiese sonreído, como lo hizo ella la noche en que John, por primera vez, murmuró en sueños la palabra que todos los niños gustan de pro­nunciar y que a todas las mujeres les gusta oír: «¡ Mamá, mamá!»

Lo volvió al lecho, y John pasó una noche agitada; ella no lo dejó un solo momento. Hacia la mañana su respiración parecía algo más fácil y se durmió poco a poco. Le recordé a ella su promesa de obedecerme, y la obligué, con dificultad, a echarse en la cama duran­te una hora; Rosalía la llamaría si él se despertaba. Cuando volví al cuarto al despuntar el alba, Rosalía, llevándose un dedo a los la­bios, susurró que los dos estaban dormidos.

— ¡Mírelo! — murmuró —. i Mírelol i Sueñal

Su rostro estaba tranquilo y sereno; los labios, abiertos en una hermosa sonrisa. Puse la mano sobre su corazón. Había muerto. Del semblante sonriente del niño, llevé mi mirada al de la mujer dormida en el lecho de Rosaliá. Los dos rostros eran iguales.

Ella lo lavó y vistió por última vez. Ni siquiera permitió a Ro-salía que la ayudase a ponerlo en el ataúd. La mandó dos veces en busca de una almohada a propósito; le parecía que la cabeza no es­taba cómoda.

Me suplicó que aplazase el atornillar la tapa hasta el día sigioente. Le dije que ella conocía la amargura e la vida, pero conocía poco la amargura de la muerte, mientras que yo, como médico, conocía ambas; que la muerte tenía dos caras: una, hermosa y se­rena; otra, repugnante y terrible. El niño había dejado la vida con una sonrisa en los labios; la muerte no se la conservaría mucho tiempo. Era necesario cerrar el ataúd aquella misma noche. Inclinó la cabeza y nada dijo. Mientras yo levantaba la tapa sollozó y dijo que no podía separarse de él y dejarlo completamente solo en un cementerio extranjero.

— ¿Por qué separarse de él? — dije —. ¿Por qué no llevárselo consigo? ¡Pesa tan poco! ¿Por qué no llevarlo a Inglaterra en su yate y enterrarlo cerca de su hermosa iglesia parroquial, en Kent?

Sonrió a través de las lágrimas, con la misma sonrisa del niño. Se puso en pie de un salto.

  ¿Puedo? ¿Es posible? — gritó casi de alegría.

  Puede ser, y será, si me deja atornillar ahora la tapa; no hay tiempo que perder; de lo contrario, se lo llevarán mañana por la mañana al cementerio de Passy.

Al levantar yo la tapa, puso un ramito de violetas junto a la mejilla del niño.

— No tengo otra cosa que darle — sollozó —. Me gustaría tanto darle algo mío para que lo llevase consigo...

— Creo que le gustará llevarse esto — dije, sacando del bolsillo el broche de diamantes y prendiéndolo en su almohada. Pertene­cía a su madre.

Ella no alentó; tendió los brazos hacia su niño y cayó al suelo, sin sentido. La levanté y la puse en la cama de Rosalía. Atornillé la tapa del ataúd y fui al Despacho de Pompas Fúnebres, en la Place de la Madeleine. Tuve un coloquio privado con el empresario, a quien, por desgracia a, ya conocía. Le autoricé para gastar cualquier cantidad con objeto de poder cargar el ataúd a bordo de un yate inglés en el puerto de Calais, a la noche siguiente. Dijo que podría hacerse si prometía no reparar en gastos. Dije que eso era lo de menos. Fui luego al Hótel du Rhin, desperté al Coronel y le dije que su mujer deseaba que el yate estuviese dentro de doce horas en Calais. Mientras él escribía el telegrama al capitán, me senté para escribir un billete urgente a su mujer, diciéndole que el ataúd es­taría a bordo de su yate, en el puerto de Calais, al día siguiente por la noche. Añadí, en una posdata, que tenía que marcharme de Pa­rís por la mañana temprano y que, así, me despedía de ella.

He visto la tumba de John. Yace en el pequeño cementerio de una de las hermosas iglesias parroquiales de Kent. Primaveras y violetas crecían sobre su tumba,y mirlos cantaban sobre su cabeza. No he vuelto a ver a su madre. ¡Más vale así!

"encontré sentado al chiquillo medio desnudo comiéndo­se una patata cruda. Me miró- con ojos de terror e instintivamente alzó uno de sus bracitos malnutridos en ademán de parar un golpe."
____________________________________________________________________
Conmovedor relato
tomado de las memorias
de un famoso médico
 

LA MUERTE
ACLARA
UN MISTERIO

Por Axel Munthe

Condensado de
«La historia de San Michele»*

                                                                                   1959  
AXEL MUNTHE, médico y siquiatra sueco, fue durante muchos años uno de los galenos más de moda en París. Habiendo desmejorado su salud, abandonó su lucrativa clientela y se refugió en su retiro de San Michele, en la isla de Capri. Más tarde se estable­ció en Roma, donde repitió sus triunfos de París. Ya al final de su carrera volvió a Suecia como médico de la casa real; y en ese período terminó su libro extra­ordinario de memorias: «La historia de San Michele». El Dr. Munthe murió en 1949 a la edad de 92 años.

 

UNA NOCHE, al regresar tarde  a mi casa y consultorio de Paris, encontré esperándo­me a la puerta un coche que me traía una llamada urgente para que acudiera a cierta casa de la rue Gra­net. Allá fui. Me recibió una muje­rona de aspecto desapacible que dijo llamarse Madame Réquin; era par­tera

Me condujo a una habitación del último piso. Había allí toallas y sába­nas manchadas de sangre esparcidas por todas partes. Sobre la cama ya­cía, más muerta que viva, una joven excepcionalmente bella. Yo no soy especialista en obstetricia pero, des­pués de un rápido examen, me puse a atenderla. Todo salió bastante bien y hasta la misma criatura, que esta­ba a punto de perecer asfixiada, vol­vió a la vida después de un vigoroso tratamiento de respiración artificial.

Se salvaron en una tabla la ma­dre y el hijo. Se me habían agotado absolutamente todos los materiales para contener la hemorragia; afortu­nadamente di con una maleta entre­abierta llena de finísima ropa inte­rior de mujer que rasgué en pedazos para taponar.

Poco después alcancé a ver en el suelo un broche de diamantes que sin duda había caído cuando estuve escarbando la maleta.

—Ma foil —exclamó Madame Ré­quin—. Con eso me pagaré la cuen­ta ... en el peor de los casos. Una nunca está segura con estas damas extranjeras. Podría antojársele marcharse tan misteriosamente como vi­no ... ¡Dios sabe de dónde!

Antes de irme le di a Madame Réquin el prendedor para que lo guardara.

Unas dos semanas después recibí una carta de la partera. Me informa­ba que la dama se había restablecido y que se había marchado —no sabía adónde— después de pagar cumpli­damente sus cuentas. Además, había dejado una suma considerable para

ser entregada a cualquier matrimo­nio respetable que quisiera adoptar al niño.

UNA MAÑANA, tres años después, leyendo el periódico a la hora del desayuno, me encontré esta noticia:

 UN ASUNTO MACABRO. Madame Réquin,  de la rue Granet, ha sido detenida en relación con la muerte de una niña desapareci­da en circunstancias sospecho­sas. Se la acusa también de haber hecho desaparecer otras criaturas que habían sido con­fiadas a su cuidado.

Se me cayó él periódico de las ma­nos. ¡Madame Réquin, rue Granet! Ya había olvidado el incidente. Me sentí satisfecho al recordar que me había sido dado salvar dos vidas. Pero otro pensamiento cruzó por mi mente. ¿ Qué más había hecho yo por ellos? ¿ Qué había hecho yo por aquella madre abandonada por otro hombre en el momento que más lo necesitaba? «¡Juan, Juan!» la había oído gritar cuando se hallaba bajo la influencia del cloroformo.

Obtuve permiso de las autorida­des para visitar a Madame Réquin. La comadrona me reconoció inme­diatamente.

Le pregunté por el niño y me ase­guró que estaba en Normandía muy contento y que sus padres adoptivos —un zapatero y su mujer— lo ama­ban entrañablemente. No creí que me dijera la verdad y presentí que el chico había muerto; sin embargo, le pedí las señas y le exigí que me devolviera el broche de diamantes. Nunca había estado yo en Normandía; era la época de Navidad y resolví darme unas merecidas vaca­ciones. Justamente el día de Navi­dad llaméala puerta del zapatero. Sobre el piso de piedra de una co­cina maloliente encontré sentado al chiquillo medio desnudo comiéndo­se una patata cruda. Me miró- con ojos de terror e instintivamente alzó uno de sus bracitos malnutridos en ademán de parar un golpe. Lo tomé en mis brazos. Lo senté sobre mis rodillas y ahí se quedó quietecito y en silencio absoluto.

EL zapatero me dijo que le gustaría poder deshacerse del chico. Su mujer fue del mismo parecer, puesto que ya tenían un hijo propio y dos más  más en pensión.

C'est un*enfant triste —agregó _. Nunca habla, ni siquiera dice «mamá"; nunca sonríe.

Lo envolví en mi manta de viaje y me lo llevé a París en el tren expreso de la noche. Juanito dormía tranqui­lamente mientras yo me devanaba los sesos pensando qué iba a hacer con él. Por fin decidí llevarlo a mi propia casa.

—Rosalía dije a mi ama de lla­ves cuando llegué—: toma, aquí tienes dinero, cómprate un vestido blanco, un par de delantales y cualquier otra cosa que pueda hacerte falta. Tú vas a ser la niñera de este angelito.

   No HABÍA pasado mucho tiempo cuando me llamaron de Londres pa­ra una consulta. Aunque no conocía a la que iba a ser mi paciente, había tratado con buen éxito a un pariente suyo, lo cual fue sin duda la causa de que me llamaran. Supe que el co­ronel, su esposo, se empeñaba en que debía consultar con un especia­lista en enfermedades nerviosas y, pese a la inexplicable aversión que ella tenía a los médicos, se dispusie­ron las cosas de modo que yo me sentara a su lado a la mesa, con el objeto de que me pudiera formar   al menos una idea del caso

Supe que el marido la adoraba, que vivía rodeada dé lujo y comodidades, que tenían una hermosa casa en Grosvenor Square y una de las más refinadas y antiguas mansiones campestres de Kent; pero ella pare­cía perdida en un constante divagar, como en busca de algo. En un tiem­po se había interesado por la pin­tura. Ahora no le interesaba nada. Digo mal: se interesaba por el bienestar de los niños desamparados y daba buenas sumas de dinero para jardines infantiles y orfanatos.

A la hora de comer descubrí que mi paciente era extraordinariamente bella. Me sorprendiótambién la profunda expresión de tristeza de sus preciosos ojos negros. Había algo así como una total falta de vida en su rostro. Parecía aburrirle mi compañía y no prestó atención a cuanto le dije acerca de la exposición de cuadros de aquel año.

En espera de ser más afortunado, le conté que había pasado toda esa tarde en el hospital de niños de Chelsea: para mí había sido aquello una revelación, no obstante ser asiduo visitante del Hópital des En­fants Trotívés de París. Le hablé de los millares de niños abandonados que inundaban las provincias de Francia. Me miró entonces por pri­mera vez sin aquella expresión in­sensible de antes.

   CUANDO volví a casa, Juan pareció contento de verme, pero estaba muy pálido y delgaducho.

Dos semanas después me sorpren­dió encontrar al coronel en mi sala de espera. Díjome que su esposa ha­bía venido a París de compras y que le gustaría mucho que yo la acom­pañara a visitar uno de los hospitales de niños.

Convinimos en que vendría a bus­carme después de la consulta. La sa­la de espera estaba aún llena de clientes cuando llegó en su elegante landó. Le mandé a decir con Rosalía que tuviera la bondad de esperarme en el comedor mientras yo termina­ba de atender a mis pacientes. Media hora después la encontré con Juan sentado en sus faldas, muy distraída con los juguetes que el chico le en­señaba.

La llevé aparte y le conté que el niño era huérfano, con una historia muy triste. Ahora estaba bien, con Rosalía y conmigo, mas yo no esta­ría seguro de que hubiera olvidado su pasado mientras no lo viera sonreir.

—Es verdad —comentó tristemen­te—. No ha sonreído ni una sola vez mientras me mostraba sus ju­guetes, como suelen hacerlo otros niños.

—Muy poco es lo que sabemos de la mentalidad infantil; desconoce­mos el mundo de los niños —le dije yo—. Solamente el instinto maternal es capaz de penetrar una que otra vez la sutil maraña de sus pensa­mientos.

Como respuesta, se fue derecho hacia donde estaba Juan e inclinán­dose lo besó tiernamente. El chico la miró con ojos llenos de sorpresa.

—Quizás ése es el primer beso que le dan — dije yo.

Cuando llegó Rosalía para llevár­selo a dar su paseo de la tarde, su nueva amiga propuso en cambio que ella lo llevaría consigo en su landó.

   Desde entonces comenzó una vida distinta para Juanito. Todas las ma­ñanas llegaba la hermosa dama con un juguete nuevo; todas las tardes paseaba con él en coche por el Bos­que de Bolonia.

Rosalía me contó que ál regresar de sus paseos, la linda extranjera in­sistía siempre en que debía ser ella misma quien subiera al niño a su cuarto. Después, se quedaba para ayudar a bañarlo y, más adelante, ella misma lo acostaba y no se apar­taba de la camita hasta dejarlo dor­mido.

 El coronel me dijo que habían re­suelto quedarse en París, no sabía por cuánto tiempo, ni le importaba, ya que su esposa nunca había sido más feliz. Y tenía razón: la expre­sión de su rostro había cambiado por completo; en sus ojos brillaba una ternura infinita.

  El chico no dormía normalmente. Con mucha frecuencia, al ir a darle un vistazo antes de acostarme, lo en­contraba con la carita encendida. Rosalía decía que tosía toda la no­che. Una mañana alcancé a oír la fatídica crepitación en la parte supe­rior del pulmón derecho: demasiado bien sabía yo lo que aquello quería decir. Tuve que confesárselo a su nueva amiga. Ella me dijo que ya lo había sospechado. Quizá lo supo antes que yo.

Quise conseguir una enfermera, pero ella no lo consintió; me rogó que le permitiera ser ella misma la enfermera y yo tuve que ceder. En realidad, eso era lo mejor que se po­día hacer: el chico mostraba un gran desasosiego, aun estando dormido, tan pronto como ella salía de la ha­bitación.

Dos días después, Juan sufrió una leve hemorragia, por la tarde le su­bió la fiebre y se hizo evidente que el curso de la enfermedad sería rápido.

—No vivirá mucho —comentó Rosalía llevándose el pañuelo a los ojos—. La cara es ya la de un an­gelito.

 Gustaba de sentarse en el regazo de su tierna enfermera, mientras Rosalía le hacía la cama pára la noche. Juan siempre me había parecido un chico inteligente, de carácter dulce; pero nunca hubiera dicho que era un niño guapo. Ahora lo miraba y

me  parecía que habían cambiado todos los rasgos de su fisonomía; tenía los ojos más grandes y más oscuros. Habíase  trasformado en un  niño be­llo, bello como el Amor.*. o como el Ángel de la muerte.

Observé esos dos rostros, pegado el uno al otro, mejilla con mejilla, y me quedé absorto. ¿Podría ser posi­ble que el infinito amor que irra­diaba del corazón de esa mujer ha­cia ese niño moribundo tuviera la virtud de trasformar los rasgos de su carita en una vaga imagen de ella? La misma frente despejada, la misma curva exquisita de las cejas, las mismas larguísimas pestañas. Hasta el mismo gracioso moldeado de los labios hubiera sido igual, si los hubiese visto sonreir ... como la vi sonreir a ella esa noche en que, en sueños, él, murmuró por primera vez la más dulce palabra en la boca de un niño y la más grata a los oí­dos de toda madre: «mamá, mamá».

Ella lo había metido en su camita. El chico, sobresaltado, no podía dor­mir y ella no se apartaba un momen­to de su lado. Por fin se adormeció. Yo la hice retirar a la fuerza para que se recostara a descansar siquie­ra una hora; Rosalía le avisaría tan pronto como el niño despertara. Cuando volví a la habitación, al ra­yar el alba, Rosalía se llevó el dedo a los labios:

—Shss ... ambos están dormidos —y en un susurro me dijo—: Míre­lo, está soñando.

Estaba completamente inmóvil y tranquilo, los labios entreabiertos en una encantadora sonrisa. Le puse la mano sobre el corazón. Estaba muer­to. Volví los ojos del rostro del niño sonriente al de la mujer que dormía en la otra cama. Ambos eran exac­tamente iguales.

Por la mañana lo bañó y lo vistió por última vez. Ni siquiera permitió que Rosalía le ayudara a colocarlo en el ataúd. Cuando cerré la tapa es­talló en sollozos y me dijo que no podía separarse de él ni dejarlo solo en un cementerio extranjero.

—¿Por qué separarse de él? —le respondí— ¿Por qué no llevárselo a Inglaterra para tenerlo cerca en el precioso cementerio de su parroquia de Kent?

Sonrió a través de las lágrimas. Era la misma sonrisa del chico.

—¿Podré hacerlo? ¿Será posible? — exclamó casi con alegría.

—Puede hacerse y se hará.

Levanté la tapa y ella le dejó un ramo de violetas junto a la mejilla.

No tengo más que ofrecerle —volvió a sollozar.

—Me parece que también le gus­taría llevarse esto —dije yo sacando del bolsillo el broche de brillantes y prendiéndolo en la almohada—: perteneció a su madre.

No respondió una palabra; exten­dió los brazos hacia su hijo y, cayó sin sentido.

 

HE VISTO la tumba de Juan. Yace en el pequeño cementerio de una de las más hermosas iglesias parroquia­les de Kent: está cubierta de violetas y velloritas y llena de trinos de mir­los que allí van a cantar. A su madre no la he vuelto a ver. Más vale así.

 

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