"Satanás nos estorbó."
—El apóstol Pablo (1 Tes. 2:18)
Capítulo Diecinueve
ESTORBOS
POR ANNA MARIE DAHIQUIST
—¡Ahora podemos dedicarnos a trabajar con los indígenas!— exclamó Pablo jubiloso.
Un pastor alemán había llegado para encargarse de la congregación en ese idioma; y Linn Sullenberger, después de larga ausencia, había retornado a Quezaltenango para supervisar la obra hispana de la Iglesia Bethel. Por fin, Pablo y Dora podían dedicarse a la obra entre la gente de habla quiché.
También había buenas esperanzas para las otras tribus. Horacio Peck y su esposa Dorotea, misioneros presbiterianos reclutados por los esfuerzos de Howard Dinwiddie, de la Liga Indígena, deseaban trabajar con la tribu mam, una de las más numerosas de Guatemala.
También se esperaba la llegada de otros candidatos. La Alianza Cristiana y Misionera pensaba enviar obreros a Chiapas, y quizá a Guatemala. Por otro lado, aunque los esposos Hines iban a salir de Totonicapán, habían hecho planes para dejar la obra en manos de los metodistas primitivos, los cuales esperaban concentrar todos sus esfuerzos misioneros en Guatemala. "Debemos convencerles de que deben usar la lengua quiché,"escribió Pablo a su amigo Leonardo Legters.
Pablo mismo se puso a estudiar el quiché con ahínco. Acompañado de un joven indígena, recorría aldeas y pueblos repitiendo sustantivos, verbos y frases completas. La gente que al principio había rehusado compartir su sagrado idioma con los extranjeros, ahora se mostraba más dispuesta a enseñarles su lengua. Ahora tenían a los misioneros por amigos. Pablo esperaba con ansiedad que llegara el día en que pudiera predicar y escribir en quiché.
No obstante, la obra indígena sufrió un revés tras otro. Townsend y Robinson estaban progresando bien en su trabajo entre los cakchiqueles; pero en junio de 1922, el Hno. Robinson se ahogó mientras nadaba en el lago Atitlán. Apesadumbrado, Pablo le escribió a su madre: "Esto ha dejado al Sr. Townsend y a nosotros como casi los únicos trabajando entre los indígenas."
Otro revés desalentador sobrevino cuando la Alianza Cristiana y Misionera abandonó sus planes de enviar misioneros a Chiapas y a Guatemala, disponiendo más bien enviarlos a América del Sur. ¡Cuánta falta había de personal!
Sin embargo, lo que más estorbaba a Pablo era su propia salud delicada. Las fiebres tropicales, la falta de comida adecuada, y las muchas noches pasadas en el camino, le estaban costando caro. Luchaba con la tos y la sinusitis persistentes. Tenía problemas en la circulación, le dolía el cuerpo, y tenía picazón en las manos y en los pies, como si un enjambre de insectos le estuviera atacando.
Sin embargo, siguió trabajando. En noviembre de 1922 viajó a caballo hasta la casa que había sido el hogar de W. E. Robinson y su joven esposa. Había prometido encontrarse allí con los esposos Townsend, para ayudarles en la traducción del evangelio de Juan al cakchiquel. En ocasiones previas había ido solo, pero esta vez se llevó consigo a Dora y a sus cuatro hijas.
El viaje hasta el lago Atitlán requería varios días. La familia tuvo que pasar la primera noche en el hostil pueblo de Nahualá. El único lugar en donde se les permitió hospedarse fue el frío corredor de la oficina municipal. Allí, se acostaron en el suelo, y se taparon lo mejor que pudieron con las sábanas que llevaban.
—Papá, ¿Qué puedo poner de almohada?— se quejó la pequeña Paulina.
—Usa tus zapatos, hijita— respondió Pablo. —Sirven bien.
Después de tres días de viaje, la familia comenzó el descenso tortuoso hacia el lago. Las niñas gritaban de alegría al verlo. Era un espejo de zafiro, en cuyas aguas se reflejaban los majestuosos volcanes que lo rodean. Pequeñas nubes blancas salían de los cráteres, y se esparcían lentamente en el silencioso cielo azul.
—¡Qué bueno será trabajar de nuevo con Guillermo en la traducción!— comentó Pablo. —¡Imagínense! Toda una semana sin tener que predicar un solo sermón, ni resolver un lío en la iglesia.
—A mí también me agradará el cambio— añadió Dora. —Y espero que te haga bien a ti.
Pero incluso después de una semana cerca del lago, Pablo no había mejorado. Le escribió a su madre, diciéndole:
Tengo los pies y las manos siempre fríos o dormidos.... Si no hay ninguna mejoría, tendré que regresar a los Estados Unidos cuanto antes.
La Junta de Misiones acababa de enviar a Guatemala al Dr. Carlos Ainslie. Pablo fue a verlo repetidas veces, pero sólo oyó el eco del diagnóstico que ya le había dado el Dr. Jaramillo de Quezaltenango. —Don Pablo, usted debe ir a los Estados Unidos para su tratamiento. Pero, en verdad, lo que más falta le hace es descansar. No hay ningún remedio mejor que un viaje por mar. Usted podría salir de El Salvador hacia el sur, pasar por el Canal de Panamá, y luego dar vuelta y seguir hasta Nueva York.
De modo que así se hicieron los planes. Dora decidió quedarse en Guatemala, para que las niñas siguieran estudiando en el Colegio La Patria. Además, ella se había enamorado de la lengua quiché, y no quería abandonar sus esfuerzos por compilar un diccionario, escribir himnos en quiché, y comenzar a traducir el evangelio de Juan.
Para marzo de 1924, Pablo estaba listo para viajar. Echó una última mirada a la casa misionera. Allí estaba el escritorio en donde había escrito cinco libros y más de mil sermones. Más allá estaba la cocina en donde Dora preparaba pan, leche y cebollas como merienda de medianoche. En el patio estaba el eucalipto en donde jugaban sus hijas. ¿Volvería a ver todo eso algún día? Los presentimientos que había sentido en el consultorio en París volvieron a asaltarlo. Nuevamente se acordó de la inexorable tos y de los pañuelos manchados de sangre que habían acompañado los últimos días de su padre. Sin embargo, Pablo había vencido la tuberculosis ya una vez, y creía que la podría vencer nuevamente, Dios mediante. Pero, ¿Qué tal si no era tuberculosis? ¿Qué tal si era algo que no se podía curar, ni aun con mucho descanso? Decidió dejar el problema en las manos de Dios. Sin embargo, expresó sus sentimientos en la oración que hizo: "Oh, Dios, ¡apenas comienzo mi obra entre los indígenas!"
El viaje por mar duró un mes. Pablo envió tarjetas postales desde Nicaragua, Panamá y Cuba. Cuando el vapor hizo escala cerca de Washington, D.C., Pablo aprovechó la oportunidad para ir a conocer el edificio de la Unión Panamericana. Al ver el busto de mármol de Justo Rufino Barrios, en uno de los grandes salones, los ojos se le llenaron de lágrimas. ¡Este había sido el hombre que había invitado a los primeros misioneros protestantes a Guatemala! Pablo anhelaba estar allá nuevamente.
En Nueva York, Pablo consultó con la Junta de Misiones, y obtuvo permiso para buscar ayuda médica en Colorado. Llegó a la universidad de Denver en junio, a tiempo para recibir su diploma como Doctor en Filosofía, habiendo presentado ya su tesis sobre Barrios. Luego se internó en el hospital Cragmoor, temiendo lo peor. Escribió a unos amigos diciéndoles que, aparentemente, tenía ambos pulmones afectados por la tuberculosis, y que si se iba a morir, prefería regresar a Guatemala, para ser sepultado allí.
Después de una larga serie de exámenes, los médicos concluyeron que el problema no era tuberculosis, sino más bien un caso severo de sinusitis y bronquitis, agravado por pequeños anquilostomas que se le habían metido en la sangre y en los pulmones. Bajo el tratamiento, Pablo comenzó poco a poco a sentirse mejor. Sabía que esto no se debía tan solo al tratamiento, y escribió en una carta:
Lo que veo claramente es que el Señor ha estado obrando en respuesta a las muchas oraciones que se han hecho por mí. Parece que El todavía tiene una tarea para mí en este mundo.
Pablo regresó a Guatemala en diciembre de 1924. Tan pronto como llegó, tuvo que ingresar nuevamente al hospital Americano, en la capital, porque se enfermó.
Sin embargo, a pesar de los atrasos y los estorbos, el año siguiente la obra indígena progresó mucho. Se imprimió la traducción del Evangelio según San Juan que había hecho Dora, y ella había empezado ya a traducir el libro de los Hechos. Había ya 124 congregaciones en la región en donde trabajaba Pablo, pero él ya no tenía que sobrellevar la carga solo. Dios estaba levantando nuevos pastores y evangelistas para la obra.
El evento más alegre del año ocurrió el 28 de octubre de 1925, cuando nació Carlos Samuel Burgess, cuyo nombre fue seleccionado para honrar a sus abuelitos, ambos ministros del evangelio.
Aquella navidad, durante varias noches seguidas, la familia Burgess visitó algunas congregaciones rurales. En cada capilla, las niñas presentaban un drama navideño, con el pequeño Carlitos acostado sobre un rústico pesebre sobre la plataforma. Los servicios, que duraban hasta la media noche, eran seguidos de cenas, en las que se servían ricos y grandes tamales, sobre hojas de plátano, y al aire libre.
Temprano, el día de navidad, las niñas Burgess se reunieron en la sala para admirar el árbol que sus padres habían decorado. Luego escucharon a su padre leer la amada historia del nacimiento de Cristo. Al verlas, el misionero se llenó de gozo. ¡Cuánto amaba la navidad! ¡Cuánto amaba a su familia! Sus hijas estaban creciendo; ya podían acompañarlo en los viajes de predicación y de venta de literatura. Ellas mismas estaban llegando a ser misioneras.
Allí estaba Carrie, alta, rubia, y casi una señorita. La seguía la gordita Paulina Ruth, y luego Jean Isabel, la cual había sacado las calificaciones más altas de todo el Colegio La Patria. La menor, Loida, estaba creciendo también. Con sus vivaces ojos negros y su carita morena, parecía ser la más guatemalteca de las cuatro. Y por último, allí estaba Carlitos, en su cuna, balbuciendo, haciendo pucheros, y moviendo alegremente sus brazitos y piernas.
¡Tanto tiempo había estado lejos de sus cuatro hermosas hijas y de su pequeño hijito! ¡Cuán sola había estado su
Su esposa mientras él estaba ausente, durante tantos meses de tratamiento médico y de viajes de predicación!
Sin embargo, Dios estaba preparando un buen período para que la familia pasara unida. Al año siguiente, viajarían juntos a Europa,
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