domingo, 15 de enero de 2023

TIEMPO DE DAR GRACIAS - Pablo Burgess

Debemos siempre dar gracias a Dios.-

—El apóstol Pablo (2 Tes. L3)

CAPÍTULO VEINTITRÉS

TIEMPO DE DAR GRACIAS Por Anna Marie Dahiquist

El opresivo calor tropical se extendía como un manto sobre el sitio en donde Pablo estaba predicando. La concurrencia era nutrida. No muy lejos, unos hombres tocaban frenética­mente la marimba, en tanto que otros bailaban con igual frenesí. Al rato, los danzantes lanzaban recios gemidos, se bamboleaban, y se caían al suelo, por el estupor producido por el aguardiente.

La ciudad de Retalhuleu estaba en plena fiesta, y los evan­gélicos deseaban ansiosamente atraer a la gente a sus reuniones especiales. Sin embargo, la fiesta parecía estar igualmente ansiosa de ahogar la voz del predicador. Este, no obstante, signó predicando, esforzándose por alzar la voz mas recio que la marimba competidora.

A la mañana siguiente, la marimba estaba en silencio, la ciudad dormida, y Pablo refrescado. Le dolía la garganta, pero, atribuyendo el dolor al esfuerzo hecho la noche ante­rior, estaba seguro de que pronto se sentiría mejor.

Sin embargo, los días pasaron, y el dolor no disminuía. Fue a consultar con los médicos de la capital, y éstos le recomen­daron que se operara.

Usted tiene una ulceración en las cuerdas vocales; pro­bablemente sea cancerosa o tuberculosa— le advirtieron. —Si le operamos, posiblemente pierda la voz. Pero la cirugía es imprescindible.

Pablo quedó aturdido. ¿Cómo podría seguir viviendo sin poder predicar? No se sintió con el valor suficiente como para compartir la desalentadora noticia con su madre, así que se la contó únicamente a su esposa.

Dora, que por lo general dejaba toda correspondencia en manos de su esposo, de inmediato se puso a escribir a su suegra, contándole la noticia. La madre de Pablo respondió:

Quisiera abrazarlos a ambos y decirles: "Podemos confiar en que nuestro Padre Celestial mandará lo mejor." Todavía puedes seguir con la traducción.

Cuando Pablo leyó la carta de su madre, los ojos se le llenaron de lágrimas. Sí, era cierto que Dios mandaría lo mejor; y, aunque él nunca más pudiera predicar otro sermón, ¡todavía podría seguir escribiendo!

Para la primavera de 1934, Pablo se encontraba en los Estados Unidos, consultando con los especialistas. Dora y Carlos lo habían acompañado, para asistir, a la vez, a las graduaciones de Carrie y Loida. Luego, Dora regresó con Carlos y Carrie a Quezaltenango, para seguir con la traduc­ción que tanto amaba. Había escrito:

Creo que también sería interesante viajar, pero más me interesan las palabras del idioma quiché.... Las páginas de San Juan nuevamente están llenas de correcciones. Estoy tratando de copiar Romanos ahora.

Mientras tanto, los exámenes y pruebas de laboratorio practicados por los especialistas indicaban que la úlcera de Pablo no era ni cancerosa ni tuberculosa. En vez de operarle, le recetaron tres meses de silencio total.

Pablo pasó el tiempo en Colorado, escribiendo artículos, revisando el nuevo Almanaque del Tío Perucho, y discu­tiendo sobre política con su madre. El lo hacía por escrito; pues no podía hablar; y ella, aunque sorda, le hablaba en voz alta.

—¿Cómo puede ser tan popular el presidente Roosevelt?— preguntó ella. —El habría dicho que nuestro hogar era pobre, pero ¡cómo nos gozamos en él! Y a pesar de que nunca recibi­mos ni un centavo del gobierno, ninguno de mis hijos se ha hecho un delincuente.

Entonces comenzó a reírse entre dientes. —Casi se me olvida. Uno de mis hijos estuvo en la cárcel. ¡Pero también estuvo preso el apóstol cuyo nombre llevas!

Para septiembre, Pablo estaba bien de la garganta, así que la Junta le dio permiso para volver a su trabajo. Tenía menos de un mes de haber regresado a Guatemala, cuando el presi­dente Ubico ordenó que se fusilara a diecinueve hombres. Pablo se entristeció mucho. Tres de los condenados pertene­cían a familias evangélicas, y otros dos, aun cuando no eran miembros de la iglesia, eran buenos amigos suyos.

Sin embargo, ¿qué podría decir o hacer él? Incluso los familiares de las víctimas no se atrevían a vestir de luto, ni a hablar de su dolor; y él se sentía más amordazado que ellos.

La censura le imponía mayor silencio que la cirugía.

Eduardo Haymaker, veterano y respetado misionero, fue reprendido por las autoridades por haber escrito un artículo en contra de las loterías. Pablo, por su parte, recibió pronto de vuelta el manuscrito revisado del Tío Perucho. Se había suprimido toda amonestación de orar a favor del gobierno, toda referencia a los presidentes pasados; fueran favorables o no, y muchas otras cosas.

Pablo miró con tristeza el manuscrito mutilado, y luego comentó filosóficamente: —Vaya, todavía queda mucho que puede ser de provecho.— Luego se dirigió a la imprenta que quedaba en el centro de Quezaltenango, diciendo: —Le pediré a Carlitos que me componga el tipo.

Sin importar lo que el presidente Ubico o el General Ansueto pensaran en cuanto a Pablo, la ciudad lo tenía por héroe. El año de 1935 marcaba el centenario del nacimiento de Justo Rufino Barrios, y Pablo, en razón a la biografía que había escrito, tuvo muchas oportunidades para hablar sobre la vida del reformador. Los oyentes respondían con recios aplausos; pero Dora apuntaba los errores gramaticales que cometía su esposo, y se los enseñaba después.

Pero Pablo no daba solamente conferencias cívicas. Por mucho tiempo, junto con otros misioneros, él había deseado ver una iglesia evangélica unida en Guatemala, sin barreras denominacionales; y esta visión lo llevó a dar conferencias en todas partes de la república.

Esta visión se cristalizó. al menos en parte, a principios de 1936, cuando sesenta delegados se reunieron para establecer la Iglesia Evangélica Unida. La mayoría eran representantes de iglesias presbiterianas, o de iglesias fundadas por la Misión Centroamericana; pero Pablo esperaba que pronto otros grupos también se unirían a esta nueva organización.

Solo tres semanas después de haberse aprobado la consti­tución del Sínodo de Iglesias Unidas, Ubico decretó que a ningún chino, japonés, hindú o persona de raza negra, se le permitiera entrar a Guatemala como inmigrante. "Gracias a Dios por la Iglesia Evangélica Unida," se dijo Pablo, pues ésta acababa de acordar, por voto unánime, que no se debía conceder ni prohibir un puesto en la iglesia a persona alguna en base a la raza o nacionalidad. Hitler podía seguir con sus desvaríos en contra del pueblo judío. Ubico podía excluir a personas de las razas orientales y negras. Pero el misionero daba gracias a Dios, pues sabía que tanto en Alemania como en Guatemala, todavía había muchas personas, que aunque perseguidas y amordazadas, se atrevían a afirmar que Dios no hace acepción de personas.

En junio, hubo otro motivo para dar gracias a Dios. Toda la familia Burgess se reunió para celebrar las bodas de plata de Pablo y Dora. Paulina Ruth llegó para dar clases en el colegio La Patria por un año; Jean Isabel y Loida vinieron únicamente por el tiempo de vacaciones. ¡Cuán bien pareci­das se veían con el pelo rizado y el vestido de última moda! Carrie, por su parte, ya tenía dos años de estar en casa. ¡Cuánto le hacía pensar a Dora en su juventud!

Unos días antes del aniversario, las cuatro señoritas Bur­gess se reunieron alrededor del piano, para cantar himnos con algunos amigos. El reloj de la sala dio las diez, y luego las once de la noche. Por fin las cuatro hijas dieron las buenas noches, y se retiraron para acostarse.

Era cerca de la medianoche, y todos los invitados se habían ido, menos un joven misionero, llamado Eduardo Sywulka. Era alto, de cuerpo delgado, y parecía estar pre­ocupado. Pablo permaneció en su asiento, esperando que el joven hablara.

—Dr. Burgess, quisiera. . .— empezó el joven, titubeando; —quisiera pedirle permiso para escribirle a Ruth.

Pablo se sorprendió ante el pedido, puesto que Eduardo tenía apenas pocos días de conocer a su hija. Recobró la calma, y respondió: —Bueno, pues, eh ... creo que sí oremos al respecto. Cortésmente, Eduardo se despidió de Pablo, y se retiró. —Se me figura que vamos a seguir viendo a ese joven,— dijo Pablo a su esposa, con una sonrisita enigmática, mientras se preparaba para acostarse.

Cuando se habían apagado todas las luces, Pablo se quedó pensando en los veinticinco años de casado que estaba cum­pliendo. ¡Cuán bueno había sido Dios con él! Lo había bende­cido con una hermosa familia, y con una esposa entusiasta y trabajadora, que, además, compartía con él un profundo amor por el pueblo quiché.

Los pensamientos de Pablo se remontaron a sus primeros días en Guatemala. Cuánto se alegraba ahora de no haber puesto su renuncia cuando fue tentado a hacerlo. Daba gra­cias, asimismo, por haber sido asignado al evangelismo, y no a la obra educativa en la capital. Su propia fe había sido fortalecida, como resultado de ver vidas transformadas por el evangelio.

¡Y cuánto había crecido la Iglesia Evangélica en veinti­cinco años! Pablo acababa de participar en la dedicación de una capilla más, cuya construcción había dirigido él mismo, al lado de su casa en La Ciénega. Luego se la había presen­tado formalmente a la Iglesia Emanuel, una congregación quiché que ya tenía casi cien miembros. Este nuevo grupo, al igual que muchos otros, estaba creciendo rápidamente.

Sin embargo., ¡todavía faltaba mucho! No estaba termi­nada la traducción del Nuevo Testamento. y muchas aldeas todavía no habían sido evangelizadas. Pablo y Dora tenían también un sueño dorado: deseaban fundar un instituto bíblico, en donde los jóvenes quichés  pudieran aprender acerca de su propia cultura, su propia literatura y su propio idioma; y en donde pudieran estudiar la Palabra de Dios y prepararse para evangelizar a sus conciudadanos.

La Junta de Misiones carecía de fondos para apoyar pro­yectos nuevos. Pero los misioneros se dijeron: —Si Dios nos concede otros veinticinco años de vida, o aunque sea sólo quince o diez, ciertamente El nos ayudará a realizar este sueño también.

 

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