Selecciones Abril 1944
martes, 10 de noviembre de 2015
UN ESCRITOR ENTREVISTA ASU HIJO SOLDADO- 1945
Un padre entrevista a su
hijo frente al enemigo.
(Condensado de
«Better Homes & Gardens»
Yo vi a mi hijo...Segunda Guerra Mundial
Autor anónimo
1945
El presente artículo se debe a un escritor que sirve ahora con grado de oficial en el ejército norteamericano, y desea guardar el incógnito.
Próximos a la frontera alemana, el soldado y yo
permanecíamos de pie, entre los árboles nevados y sombríos. El soldado era
joven y alto. Más allá de la pelada selva tendida ante nosotros, fuera del
alcance de la vista, un famoso regimiento norteamericano batía tenazmente al
enemigo, del cual lo separaba un río helado. De más
lejos todavía, del lado sur, llegaba retumbando de valle en valle el ruido distante
del cañoneo de la saliente de las Ardenas.
El puesto de mando estaba a nuestra derecha, en una casa-escuela medio
demolida. La puerta del fondo, invisible para el enemigo, se abría y cerraba
continuamente para dar paso a mensajeros que salían presurosos portando
despachos. Cada vez que se abría, el hilo amarillento y delgado de la luz de un
quinqué se alargaba sobre la sucia alfombra de nieve.
A nuestra espalda, por la otra ladera de un cerro, la columna de municiones que
llevaba las de esa noche a las piezas de 105 Y 155 desfilaba con sordo resoplar
de motores. También oíamos subir trabajosamente las
ambulancias, con doble carga de heridos de los hospitales de sangre.
El proyectil de un 88 alemán estalló en
lo hondo del valle que teníamos a la izquierda. Debí de dar un
bote, porque el soldado me puso una mano en el hombro,
como para tranquilizarme, y me dijo: —No hay que preocuparse, papá. Los hemos visto caer más
cerca...
Aquel soldado,
mi único hijo, era ya,a los diecinueve
años, un
veterano. Hacía apenas una hora que había vuelto de la línea de
fuego. Dentro de poco volvería allá.
Ni pensar que en aquella noche brevísima tuviera él tiempo de contestar a todas
las preguntas que había ido yo almacenando en mi memoria. ¿Qué me decía de su
preparación militar? ¿Qué de su armamento? ¿Qué era lo que más deseaba? Qué
planes tenía para lo por venir? ¿Lo había cambiado mucho la guerra ?
El muchacho tenía un excelente aspecto. Parecía fuerte, aguerrido, despierto.
Más delgado que la última vez que lo había visto. Juraría que había crecido un
poco. Más erguido, de eso sí estoy seguro. El fusil, colgado a la espalda,
diríase parte de su persona. Tenía el cutis atezado, la
cara perfectamente rasurada. Llevaba el casco, con irreprochable propiedad, en
la posición horizontal reglamentaria.
No era un soldadito de revista. Era un combatiente. Un tirador probado en la línea de
fuego.
Vestía chaqueta de campaña. Debajo, dos elásticas, camisa de lana, ropa
interior de lana, dos pares de pantalones, dos
pares de calcetines, zapatos de campaña. Era lo menos parecido a un
cadete de academia militar que puede concebirse. Verdad que aquel bosque nevado
no era tampoco un campo de parada.
Una noche, seis meses atrás, se había despedido de mí aquel muchacho. Quisimos
ahogar la tristeza de la partida en el ruido y el aturdimiento de una falsa
alegría. Ahora, no había en él ni asomo de aquella alegría. Parecía la austera
encarnación de la seriedad. Erguido en la nieve, separados los pies, con la
cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, me daba la
impresión de un hombre que tratara constantemente de percibir rumores que no
llegaban hasta mí. Todos los buenos soldados
adquieren, por cautela, esa costumbre de escuchar. ¿Qué pensamientos
ocupaban ahora a aquel muchacho que poco antes se entregaba, como todos los de
su edad, a ideas y enseñanzas y proyectos para los cuales eran estrechos su
cabeza y su corazón ? ¿Qué bullía ahora en el cerebro
de aquel joven que tenía la independencia, la curiosidad intelectual y el afán
de explorar todas las vías del humano saber que caracterizan a su generación
inquieta?
No era en los Cuatro Derechos en lo que estaba pensando él aquella noche. Ni en
el mundo ideal de la postguerra. No estaba forjando planes, ir¡ siquiera para
su propia vida. Eso se queda tal vez para los que están a retaguardia. Aquí en
el bosque de Monschau, en lo uníco en que pensaba este muchacho era en el modo
de defender su vida y la de sus compañeros, y en matar Conocía a los alemanes,
no por los titulares de la prensa, sine por haber visto muy, de cerca que eran soldados resueltos, resistentes, Y los odiaba, como todos sus compañeros, profunda,
ardientemente. Los odiaba por lo astutos e inexorables que son; por aquellos
fugittvos, muertos en los caminos de Francia; por las poblaciones trágicamente
desiertas que había hallado a su paso. Los odiaba por el estrago que habían
causado entre sus propios amigos y compañeros. El mes anterior había sido
funesto para su pelotón. Había visto caer muertos al mejor de sus compañeros, y
a otro soldado muy amigo suyo; y heridos a seis más. A buen seguro que no
habrían de ser muy benignas las condiciones de paz, si se dejase formularlas a
mi hijo y a sus compañeros.
Del lado sur llegó el retumbo fragoroso de la artillería de grueso
calibre. Una ambulancia empezó a subir la pendiente con gran ruido y esfuerzo.
— ¿Un cigarrillo?—me dijo el muchacho alargándome uno que acababa de sacar de
su paquete de ración. Cada uno de esos paquetes trae cuatro cigarrillos. Más
cuando vio que yo sacaba una cajetilla, se lo guardó.
—Gracias, papá. Me guardaré éste. ¿Cómo dejaste la familia?
Le enteré de como estaban todos. — ¿Y Bob?—me
preguntó. Bob es su perro.
—Perfectamente— repuse—. El otro día, en la finca, Ed quiso hacerlo subir a una balanza
para pesarlo y lo mordió. Fue la única vez en la hora y media que
pasé a su lado, que oí a mi hijo reír. De pronto se puso serio. No es tan fácil
reír cuando las ambulancias vuelven cargadas del lugar preciso en que nuestra
compañía está combatiendo. Cambié de tema.
— ¿Qué tal es tu unidad ?
—¡La mejor del ejército! ¿No sabes lo que ha hecho de África y Normandía para
acá? Quedan ya pocos de los de esos desembarcos, y los que quedan empiezan a
sentirse cansados. Pero son unos maestros en la guerra. Se aprende mucho con
ellos... ¿Cuánto crees que durará esto, papá?
—¡Quién lo sabe, hijo!
—En todo caso, no será contra los alemanes contra quienes estaremos peleando en
las próximas navidades.
Dio una fuerte chupada al cigarrillo y continuó:
—Me figuro que para el 4 de julio habremos acabado aquí ya. Eso es, al menos,
lo que todos esperamos. ¡Si hubiera más municiones, sobre todo para la
artillería gruesa, para las piezas de 155...!
—Bien, y si hubiera el doble de lo que hay ahora, ¿qué ?
—Pues.., querríamos más todavía, desde luego. Siempre más. Se siente uno tan
bien cuando oye pasar por encima esos proyectiles enormes. Toda la artillería
de esa clase que tengamos, nos parecerá poca. Le
pregunté por el rancho.(comida)
—Excelente—me contestó—. En medio de un diluvio de metralla le sirven a uno dos comidas calientes al día en plena
línea de fuego. A veces pienso que tendríamos bastante con una. Nos hacen algunas bajas entre los rancheros que nos traen la
comida. En vez de una de esas comidas podríamos muy bien contentarnos
con una de las raciones K.
Le pregunté qué había leído.
—No hay tiempo de leer. No me hacen muy feliz las pocas revistas de allá que
han caído en mis manos. Los anuncios son bastante malos. Sobre todo los
grabados que los ilustran. Los soldados se indignan cuando los ven. Estampas de
guerra, pero muy retocadas. No asoma allí el
fango, no se siente el hedor de los muertos. Actitudes marciales y heroísmo de
página ilustrada: de ahí no pasa. Y, claro, la gente que ve eso no se da ni
remota cuenta de lo que es esta vida nuestra.
Tampoco le hacían maldita la gracia, las noticias que perifoneaban de los
Estados Unidos. Todo se volvía victorias. Y él sabía muy bien lo que
costaban esas victorias, las grandes y las pequeñas. Había visto de
cerca sus resultados, y las evaluaba, no según el número de lugares
conquistados, sino por los muertos y heridos que costaron. Por radio, todo eso sonaba a cosa fácil.
Le di otro cigarrillo. A la llama del encendedor, pude verle bien la
cara. En aquel rostro envejecido de un muchacho de diecinueve años había una
singular expresión de madurez, de cansancio físico, de tedio moral, a la vez
que de serenidad y de enérgica resolución.
No le interesaba la chismografía de Washington. Las discordias entre el capital
y el trabajo, el racionamiento, los libros, los estrenos teatrales, las
canciones de moda... todo eso era de un mundo al cual ya no pertenecía él. Su
cerebro estaba concentrado en aquel rincón del bosque cubierto de nieve, frente
a los alemanes apostados en la otra orilla.
—Tenemos que desalojarlos de aquella ribera—me
dijo señalando hacia el Este—. Esa será nuestra tarea inmediata. Va a
ser una lucha muy porfiada.
Me habló con gratitud y admiración del trabajo de las enfermeras en los
hospitales, de los (médicos y enfermeros)sanitarios
que se exponen sin cesar al fuego enemigo. —Ésos sí que son héroes, ¡créelo!—exclamó.
¡Héroes! Fue la única vez que le oí esa palabra.
Me dijo que hacía dos meses que no recibía su paga. Le ofrecí dinero.
—No, gracias, no lo necesito. Me habló de su fusil. De sus zapatos. Cosas ambas
que tenían grandísima importancia para él.
Y tornó a hacerme la pregunta:
— ¿Cuánto crees que durará esto? ¿Trasladarán las tropas de aquí directamente
al Pacífico, o nos dejarán pasar en casa una temporadita en tránsito para allá?
¿Cuándo tendremos bombas V para darle su merecido al enemigo?
La puerta del puesto de mando se abrió. Un oficial joven dio una voz: «Hora de
ponerse en marcha». Mi hijo se subió el fusil. Se irguió unos segundos. Me
tendió la mano. —Adiós, papá. Hasta que te vuelva a
ver en casa.
—Sí, hijo, hasta entonces...
Se llevó la mano a la frente. Me hizo el saludo militar. Giró sobre los talones
y echó a andar entre las sombras de la noche hacia el vallecito desde donde su
regimiento batía a los alemanes situados a la otra margen de un río helado.
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