Viernes, 4 de marzo de 2016
RECOMPENSA DEL PERDON
Por A. J. Cronin
ME HABÍAN EDUCADO en la tradición estricta de que toda cosa mal hecha merecía el castigo correspondiente. La justicia era eso.
En 1921, recién terminada mí carrera, me nombraron médico del hospital de un desapacible y aislado distrito de Northumberland. Poco después de mi llegada, una noche de invierno, ingresó un caso de difteria. Era un muchacho de seis años, en tan desesperado riesgo de asfixia que su única, aunque remota, posibilidad de salvación era hacerle una traqueotomía sin pérdida de tiempo.
En mi lamentable inexperiencia, nunca había practicado esta operación tan, sencilla como decisiva. Cuando vi a la anciana monja y a la única enfermera—una muchacha novicia — colocar al jadeante chiquillo en la iluminada mesa de operaciones, me sentí tembloroso, enfermo...
Comencé a operar. Nerviosamente, hice una incisión en aquella pobre garganta congestionada. A medida que avanzaba, a tientas, consciente de mi propia incompetencia, iba tomando la resolución de salir adelante, de salvar la vida de aquel niño que se estaba ahogando. Por fin, mis empañados ojos distinguieron claramente la tráquea. Escindí y una corriente de aire llenó el angustiado pecho del niño. Los torturados pulmones se ensancharon una y otra vez. Una fuerza nueva inundó el exhausto cuerpecillo. A ser posible, yo hubiera exteriorizado mi alivio a gritos. Rápido, deslicé el tubo de traqueotomía, completé las suturas y coloqué al chico cómodamente en su lecho. Me retiré a mi habitación, ebrio de júbilo por el buen éxito.
Cuatro horas después, a cosa de las dos de la mañana, me despertó un alocado repiquetear en la puerta de mi cuarto. Era la joven enfermera. Se había adormilado junto al lecho del operado y al despertar encontró obstruido el tubo. Con una palidez cadavérica y presa del histerismo agudo tartamudeaba:
«Doctor, acuda pronto, pronto.»
En vez de seguir obedientemente las instrucciones y limpiar de membranas el tubo, tarea rutinaria para una enfermera, había perdido la cabeza e incurrido en la imperdonable falta de dejar que el miedo se apoderase de ella. Cuando llegué, el niño había muerto. Todo lo que intentamos resultó inútil.
Me abrumó el sentimiento de aquella innecesaria y culpable pérdida de una vida humana. Lo peor era que no se me quitaba del pensamiento que la negligencia estúpida de una enfermera asustada había anulado mi triunfo. Estaba irritado, colérico, fuera de mí. Desde luego, la enfermera podía dar por terminada su carrera. Yo informaría a la Junta Provincial de Sanidad, la despedirían del hospital y causaría baja en el cuerpo a que pertenecía.
Aquella misma noche, mojé la pluma en vitriolo y escribí el informe. La mandé llamar y se lo leí con voz vibrante de indignación.
Me escuchó en lastimero silencio. Era una muchacha aldeana, de tierra de Gales. Tendría unos diecinueve años, estaba flaca, parecía alelada y sufría de un temblor nervioso en las mejillas. Anémica y desnutrida, le faltó poco para desvanecerse de vergüenza y dolor.
Su incapacidad para alegar una excusa — pudo aducir en su justificación que se había dormido a causa del excesivo trabajo — me hizo prorrumpir en esta exclamación: «¡Pero! ¿no tiene usted nada que decir?».
Meneó la cabeza con desaliento. Luego, acertó a tartamudear: «Perdóneme por esta vez... no volverá a suceder...»
Me negué. No me cabía la idea en la cabeza. Mi obsesión era que pagase lo que había hecho. La miré y la despedí secamente. Firmé y sellé el informe.
Pasé la noche en una extraña turbación. «Perdóneme por esta vez... no volverá a suceder». Un eco extravagante estuvo tamborileándome estas frases en la cabeza; una voz interior me susurraba que mi justicia, y toda la justicia, era simplemente un deseo primitivo de venganza. Ásperamente me reproché tamaña tontería.
Sin embargo, a la mañana siguiente fui al casillero de correspondencia, retiré mi informe y lo rompí.
Han pasado veinte años. La enfermera que cometió aquel fatal error, es hoy día matrona del mayor asilo infantil de Gales. Su carrera ha sido un modelo de servicio y devoción. Apenas hace una semana, recibí la fotografía de una mujer madura, rodeada de niños, en un refugio contra las razzias aéreas.
Ella parece agotada, rendida; pero los ojos infantiles que la miran están llenos de confianza y amor.
«Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Esta oración tan sencilla es difícil de practicar. Pero cuando lo hacemos ofrece compensaciones, aun en esta vida.
La única regla
infalible para ser buen conversador es saber escuchar.
Christopher Morle
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