Sábado, 25 de junio de 2016
LA GRAN TRAGEDIA NAVAL DE LOS JAPONESES Vista desde la platea de Guadalcanal
Reñido duelo aéreo entre norteamericanos y japoneses relatado por un corresponsal que estuvo en esa peligrosísima acción.
Combate de dos acorazados del aire
(Condensado del libro «Battle for the Solomons»)
Por Ira Wolfert
Junio de 1943
IRA WOLFERT es hoy, a los treinta y tres años de edad, uno de los mejores corresponsales de la North American Newspaper Alliance, en la cual ingresó en 1929. Ha desempeñado misiones importantes. Es hombre que posee el don de hallarse en el lugar de los acontecimientos siempre que hay algo que comunicar. La única batalla naval que, por haberse dado muy cerca de la costa, pudo presenciarse desde tierra, tuvo a Ira Wolfert entre sus espectadores, y no así como se quiera, sino en luneta de primera fila, como quien dice. (Véase La gran tragedia naval de los japoneses en SELECCIONES, mayo de 1943). Cuando los Franceses Libres tomaron a St. Pierre y Miquelón, allí estaba Ira Wolfert, y él fué el primero en dar la noticia. Yendo en una fortaleza volante que sólo había salido a cruzar, le tocó verse en uno de los combates más singulares: el que relata en estas páginas.
TESTIGO DE COMBATE DE DOS ACORAZADOS DEL AIRE-Por ...
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LA GRAN TRAGEDIA NAVAL DE LOS JAPONESES
Vista desde la platea de Guadalcanal
Por Ira Wolf
MAYO 1943
Condensado de The New York Times
Selecciones del Reader´s Digest
EN una base del
sector de Guadalcanal, a 15 de noviembre de 1942. En la quinta batalla de las Islas Salornón, la mayor
parte de la Escuadra japonesa del Pacífico Meridional, por no decir toda ella,
intentó eliminar nuestro saliente de Guadalcanal destruyendo los barcos, los
fuertes, los aviones y los hombres que lo guarnecen. La embestida fué tan
hábilmente planeada, como tenaz y encarnizadamente realizada; pero culminó para
los japoneses en un desastre que, en muchos aspectos, no tiene precedentes.
Se calcula que las fuerzas invasoras se componían de tres divisiones
completamente equipadas, a bordo de ocho grandes transportes. Uno de éstos era
un trasatlántico de la clase NYK, los mayores que el Japón posee; los otros
siete eran menores, sin que ninguno bajase de las 18.000 toneladas. Acompañaban
a los transportes cuatro barcos de carga de unas 12.000 toneladas cada uno.
Servían de escolta cuatro acorazados, por lo menos, y crecido número de
cruceros y destructores.
El viernes 13 de noviembre, a la una y cuarenta de
la madrugada, iniciaron nuestras fuerzas de Guadalcanal una lucha a muerte que
había de prolongarse hasta la mañana del domingo. A consecuencia del
encuentro se fueron a pique 28 barcos japoneses, entre los cuales figura un
acorazado, acaso dos. Otros 10 barcos sufrieron averías graves. El autor de este artículo, menos conservador
en sus cálculos que la Armada de los Estados Unidos, pero más inclinado a fiar en el testimonio de sus propios ojos,
cree que más de la mitad de los barcos que se dan solamente por averiados, se
hundieron. Nosotros perdimos siete destructores y dos cruceros protegidos.
Todos los episodios salientes del combate
ocurrieron a nuestra vista. Por primera vez se daba el caso, en
los tiempos modernos, de que un hombre pudiera
presenciar, sin moverse de su sitio de observación, una acción de guerra como
ésa. Millares
de soldados de nuestras fuerzas de tierra asistieron al emocionante espectáculo
desde localidades de primera fila.
Tuvo el drama uno a manera de prólogo en la
llegada de un convoy de transportes norteamericanos que entró en la bahía
en la madrugada del miércoles 11 de noviembre. Pocas horas después, nueve
bombarderos de picado, protegidos por 12 Zeros, se lanzaron sobre nuestros
transportes.
Una escuadrilla aeronaval, formada por bisoños, se remontó a hacer sus primeras
armas. Como es natural, no salió muy bien librada: perdió seis aparatos.
Salváronse, por fortuna, dos de los pilotos. Sin embargo, pese a su
inexperiencia, abatieron con toda seguridad un bombardeador y seis Zeros, y,
probablemente, un bombardeador más y otros dos Zeros. Consiguieron, sobre todo,
su principal objeto: dispersar a la fuerza enemiga y hacerla fracasar en su
propósito. Una bomba ligera japonesa estropeó la escotilla de un barco que aún
no había descargado, y otra, que estalló cerca, ocasionó algunos daños en la
instalación eléctrica de un segundo buque. A eso se redujeron los estragos
causados por los japoneses en aquel ataque.
Aquella misma mañana, poco después de las once, el enemigo aceleró el ritmo de
la acción. Se presentaron 25 aviones de gran bombardeo, con su correspondiente
escolta de Zeros. Unos y otros volaban a más de 8000 metros de altura.
Conservaron tenazmente su orden táctico mientras nuestros cazas bisoños los
rondaban y acometían. Perdimos en aquel encuentro un caza, pero abatimos siete
bombardeadores y averiamos otro y un Zero, que se alejaron dejando una estela
de humo. Tampoco en esta segunda intentona lograron los japoneses atacar
nuestros transportes y fuerzas de tierra. Aquel día, la victoria fué nuestra ¡y
por qué margen!
La mañana del día 12 llegó un nuevoconvoy de transportes norteamericanos. A las
dos y veinte de aquella tarde atacaron los japoneses con 33 aviones: unos 20
torpedoplanos, y el resto Zeros de protección. Destruimos 32. Sólo un Zero
logró escapar.
Los aviones torpederos se desprendieron del seno de un apelmazamiento de nubes
negras para venir a caer casi en las bocas de las piezas antiaéreas de nuestros
buques, que los acribillaron a quemarropa. Ni un solo torpedo enemigo hizo
blanco; todos dieron en el agua. Volaban tan bajo y
tan cerca de la playa, que se figuraba uno que podía alcanzarlos y derribarlos
con los puños. Los soldados de nuestras fuerzas
de tierra abandonaron su papel de meros espectadores y dispararon con cuantas
armas tenían, hasta con revólveres.
A la vez que esquivaba un torpedo, el crucero San Francisco abatió uno de los
bombardeadores que, al estrellarse sobre la cubierta, mató a 18 de nuestros
marinos y causó quemaduras a varios más. La acción duró solamente diez minutos.
El siguiente episodio da cabal idea de su
intensidad: el capitán Joe Foss, as de la aviación naval, abatió un Zero a más de 9500 metros de altura, picó, después, hasta los
1000 metros y destruyó dos bombardeadores torpederos; todo, con tan vertiginosa rapidez, que cuando estaba
atacando ya a su tercera víctima, aún no había acabado de caer en el mar la
primera.
Del centenar de veteranos aviadores japoneses que tomaron parte en el combate,
solamente se salvaron tres Una de nuestras lanchas de salvamento les tiró un
cabo. Asiéronlo dos de ellos, pero el tercero, que
era un oficial, los obligó a soltarlo. Entablóse una disputa. Uno de los
japoneses le dió un tiro por la nuca al oficial y volvió a asir la cuerda.
Al caer
la noche, los aviones abandonaron el lugar del combate. Fué entonces cuando
entró en acción una gran escuadra japonesa con su artillería gruesa. A nadie
sorprendió su aparición, pues los aviones de reconocimiento habían estado
vigilando sus movimientos todo el día. Las fuerzas del almirante Callaghan
llevaron a nuestros transportes a lugar seguro. Los navíos japoneses entraron
con gallardo andar, dispuestos a asestar el golpe que habría de decidir el
resultado de la batalla. Las fuerzas de tierra se prepararon a aguantar el
bombardeo. Agazapados en sus madrigueras, nuestros hombres se preguntaban
con amargura:
« ¿Dónde están nuestros barcos?»
Y se devanaban los sesos pensando en cómo se podría impedir la llegada de los
transportes japoneses.
Aquellas siete tenebrosas horas fueron las más negras que han pasado nuestras
tropas desde los terribles días de Bataán. Pero, como el protagonista de los
melodramas, que surge siempre con providencial oportunidad, nuestra escuadra se
presentó en escena. Y la playa tornó a convertirse en una platea ideal para contemplar
la batalla. Era todavía noche cerrada cuando la flota del almirante Callaghan
embistió derechamente una escuadra japonesa mucho más potente que desembocaba
por la punta de la islita de Savo con los cañones prestos a arrasar a boca de
jarro nuestras posiciones de Guadalcanal. Su artillería empleaba explosivos de
gran potencia en vez de proyectiles propios para perforar las planchas del
blindaje. Nuestros cruceros y torpederos, haciendo
frente a aquellos acorazados, eran como campeones de peso pluma galleando ante
la formidable humanidad de uno de peso completo. Los japoneses
pudieron haberse situado fuera del alcance de nuestros cañones, haber
destrozado a mansalva nuestros buques y haber
aniquilado, después, todas nuestras fuerzas de tierra. Pero los
cogimos por sorpresa.
Nuestros barcos abrieron fuego. Y lo hicieron a tan corta distancia, que los
japoneses no pudieron bajar bastante sus cañones para apuntarlos a la línea de
flotación. Por eso, fueron tantas de sus granadas a dar en nuestros puentes.
Así murieron dos
de nuestros almirantes.
La acción se desarrolló a la luz de los reflectores japoneses (que nuestra
artillería se encargó de apagar pronto a cañonazos); iluminada por los fogonazos de las grandes piezas, por la brillante
cinta de las trazadoras y por las volcánicas llamaradas que levantó
hasta el cielo la voladura de dos destructores enemigos, seguida muy de cerca
por otra de uno nuestro. Dos aviones japoneses que intentaron dejar caer
bengalas sobre el blanco, saltaron en pedazos.
A la luz de las explosiones se veía
maniobrar y revolverse a las dos fuerzas navales que levantaban con sus
movimientos enormes olas en la ensenada, de ordinario tranquila como un lago.
El arenoso suelo de la playa, retemblando al
estampido de los cañones, sacudía a los espectadores de pies a cabeza.
El espectáculo se desarrolló frente por frente a
nosotros. Nuestros barcos,, desplegados en una línea de tres
kilómetros, penetraron a toda máquina en el enorme círculo que formaban los
buques japoneses. Haciendo guiñadas, presentando ya una banda, ya otra,
zigzagueando, ocultándose en zonas de sombra para acechar desde allí, fueron
avanzando por el interior del círculo. Como éste era mucho mayor que nuestra
fila, los navíos japoneses se disparaban unos a otros, sin saberlo, por los
claros de nuestra línea. Tardaron los buques norteamericanos unos 30
minutos en atravesar el círculo. Cuando salieron de él, ya había dejado el
enemigo de ser una fuerza efectiva. Los barcos que no sucumbieron en el
cañoneo, se escurrieron fuera de la bahía sin haber disparado un solo proyectil
a Guadalcanal.
No se sabe con certeza de cuántas unidades se componía la flota japonesa. Desde
la playa contamos, por las siluetas, hasta 26 navíos; pero como lo que se
ofrecía a nuestros ojos eran formas cambiantes, iluminadas sólo a intervalos,
hay que admitir la posibilidad de error en el cómputo. Nuestras fuerzas
constaban de 13 buques, a saber: dos cruceros blindados, tres protegidos y ocho
destructores.
Los japoneses tenían, cuando menos, un acorazado del tipo Kongo. Este
detalle no ofrece lugar a duda, porque el tal buque fue protagonista del
fantástico «episodio del acorazado insumergible» que duró todo el siguiente
día. Fuimos varios los que vimos volar por los aires el puente entero de un
acorazado enemigo. Cuando se hizo de día, pudo comprobarse que el puente del
«acorazado insumergible» estaba indemne. Parece, por lo tanto, probable, que
fuese hundido otro acorazado japonés. Por otro lado, las llamas de uno de
nuestros destructores incendiados iluminaron un navío enemigo que estaba
volcado, con solo el casco fuera del agua. El casco era enorme, pero, a falta
de prueba más concluyente, la Armada se niega a reconocer que se trate de un
acorazado japonés.
Uno de nuestros cruceros protegidos, que estaba herido de muerte, se pegó a un
gran crucero averiado que andaba a caza de barcos japoneses imposibilitados de
retirarse. Esta pareja encontró al amanecer un crucero japonés sobre el cual
hizo fuego nuestro crucero blindado. Lo volcó en la primera andanada.
Con las primeras luces del día nuestras lanchas de salvamento recogieron más de
800 hombres de nuestras dotaciones. Entre ellos había como 250 que estaban
heridos. Los que se encontraban ilesos reían y bromeaban al pisar la costa
después de haber pasado horas en las aceitosas aguas.
«No es posible combatir contra acorazados en botecitos de hojalata», decían.
Y, sin embargo, eso era lo que habían hecho:
combatir y derrotar a una formidable escuadra enemiga con aquellos botecitos de
hojalata. En la jerga de la Armada se llama botes de lata a los destructores.
Centenares de marinos japoneses, cuyas denegridas figurillas flotaban en el
agua, trataron de prolongar la lucha contra sus salvadores, disparando sobre
los botes que se les acercaban. Nuestros hombres tuvieron que echar mano de las
ametralladoras. Al fin, los japoneses se zabulleron, permaneciendo bajo el agua
hasta ahogarse. Solamente 25 consintieron en dejarse
salvar. Entre tanto, manadas de tiburones pululaban en el agua y se daban un
festín con muertos y heridos.
Durante todo el día, nuestros aeroplanos estuvieron volando de la playa al
«acorazado insumergible» japonés con el propósito de hundirlo. El acorazado,
protegido por cinco destructores, navegaba penosamente a una velocidad de cinco
nudos. Los demás barcos habían desaparecido. El
capitán George Dooley dirigió el primer ataque con aviones
torpederos, y, volviendo a la carga una hora después, hizo blancos directos en
ambos ataques. El teniente Albert D. Coffin
que venía a reforzar nuestros efectivos de Guadalcanal al frente de una
escuadrilla de hidros, tropezó en su ruta con el barco e interrumpió la marcha
para dispararle tres torpedos más. La escuadrilla de ocho aviones torpederos
del teniente Harold Larsen se sumó al
enjambre de atacantes con los bombardeadores en picado del mayor Joe Sailer.
Los torpedos del teniente Larsen hicieron blanco
directo en el costado del acorazado, precisamente debajo del lugar en que había
caído una de las bombas del mayor Sailer.
Aquello parecía un tiro al blanco, un verdadero pim pam pum. Las
balas abrían agujeros y más agujeros en el fuselaje de nuestros aviones, que
volvían una y otra vez, empecinadamente, al ataque. Pero el acorazado
continuaba a flote.
«Tenemos que hundirlo de todas maneras,» dijo el teniente Coffin, «si no
queremos que los almirantes dejen de hacer buques portaaviones y vuelvan a
construir acorazados».
Cuando cayó la noche, el impertérrito «acorazado insumergible» lucía como un
ascua, transparentando el fuego de su interior. Tenía en las rojas entrañas
once torpedos nuestros. Le habían alcanzado, además, cuatro bombas grandes y
tres medianas. Por fin, los japoneses se decidieron a abreviar su agonía,
echándolo a pique ellos mismos.
Entre tanto, los transportes enemigos cruzaban por las inmediaciones, aunque se
cuidaban mucho de quedar siempre fuera de nuestro alcance. A favor de la
oscuridad, los navíos de guerra japoneses, colocándose a la cabeza del convoy,
intentaron un nuevo ataque sobre Guadalcanal. A
las dos de la mañana del 14 de noviembre se pusieron a tiro, y nos cañonearon
por 40 minutos con sus piezas de 6, 8 y 14 pulgadas.
Era patente que estaban un poco nerviosos. Los dedos se les antojaban huéspedes
y de cada rincón de sombra esperaban ver surgir, trepidantes y audaces, nuestros
botes mosquitos. Cuando éstos, por fin, aparecieron, los nipones emprendieron
la retirada. Sin embargo, un bote mosquito logró hacer blanco con un torpedo en
uno de los cruceros. Este torpedo les costó a los japoneses dos cruceros, pues
habiendo dejado uno con cuatro destructores para auxiliar en su retirada al
averiado, nuestros aviadores, al siguiente amanecer, hundieron el crucero
averiado y, además, el que le servía de protección.
Una fortaleza volante, pilotada por el capitán J.
E. Joham, avistó el convoy de transportes japoneses que, protegido
por buques de guerra, navegaba en demanda de Guadalcanal a unas 150 millas.
Estableció nuestra fuerza aérea otra cadena de bombarderos desde el aeródromo
de Henderson. Al cabo de tres horas, todos los navíos de guerra japoneses,
entre ellos un portaaviones, habían emprendido la fuga y dejado a sus transportes de tropas absolutamente indefensos,
bajo nuestra lluvia de bombas.
Repugnaba no poco a nuestros aviadores la
carnicería que hacían en los inermes japoneses que tenían debajo, pero no
podían por menos de cumplir su misión. Se bautizaron a sí mismos con
el nombre de la «Brigada de los Cuervos», y continuaron la matanza hasta hundir
ocho transportes. Los cuatro barcos de carga continuaban a flote, aunque dos de
ellos estaban en llamas. El total de nuestras pérdidas se redujo aquel día a
cuatro aviones.
A las once y veinte de la noche del propio día 14,
hicieron los japoneses un esfuerzo último y desesperado por tomar a
Guadalcanal. Nuestra escuadra volvió a adelantárseles y les infligió
pérdidas tales, que hicieron de aquel postrer conato el más costoso de todos
para el enemigo.
Venían los japoneses del oeste. Nuestra escuadra de acorazados iba surcándoles
la estela. Los dejó, no obstante, bojear la Isla de Savo, por el norte,
rezagándose intencionalmente al sur de la misma para sorprenderlos en la maniobra con que sueñan todos los
capitanes del mar: la T. Esta batalla, a
la que también pudimos asistir desde la playa, fué todavía más
espectacular y terrible que la del viernes por la mañana. No duró más de media
hora. En tan breve espacio de tiempo pude contar hasta once explosiones o
incendios a bordo de otros tantos barcos. Nueve de ellos pertenecían al
enemigo.
A las once y cincuenta minutos, los buques japoneses restantes se dieron a la
fuga haciendo fuego con los cañones de popa, según huían. Fué dándoles caza
nuestra escuadra hasta que los perdió de vista, en la oscuridad, poco después
de la una de la madrugada. A las cinco de la mañana se vieron fogonazos y
lumbraradas de explosiones en la dirección de la isla de Russell. Procedían tal
vez de los asustados japoneses que, en el desorden de su retirada, se
cañoneaban entre sí, tomándose por enemigos. El resplandor, aunque distante, era tan vivo que iluminaba los cansados rostros de los
espectadores de la playa.
La aurora del 15 de noviembre alumbró los restos del convoy japonés—los cuatro
buques de carga—embarrancados a unos diez kilómetros del lugar en que escribo este artículo. Nuestros
destructores habían estado cañoneándolos sin tregua. Por su parte, también,
nuestros aeroplanos no se habían dado punto de reposo arrojándoles bombas y más
bombas. Para mediodía, los cuatro estaban convertidos en lastimosas ruinas
flotantes. Al más próximo a nosotros no le quedaba ni rastro de la obra muerta.
Los aviadores veían desde arriba el hirviente volcán de su casco. Sin embargo,
a popa, un puñado de artilleros seguía haciendo fuego.
Los japoneses consiguieron desembarcar pertrechos y vituallas en la playa,
sobre los que nuestros aviadores se dieron prisa a lanzar una lluvia cerrada de
«cocteles Molotof». Todas esas provisiones japonesas arden ahora en una gran
hoguera de 1000 metros de largo por 200 de ancho. Nos proponemos atizar la
hoguera y conservarla encendida y restallante, hasta que nada quede por quemar.
Su lumbre nos calienta el corazón
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