domingo, 8 de enero de 2023

UBICO ARRESTA A PABLO BURGESS - / Ubico arresta a Efraín de Los Rios

Ni la muerte, ni la vida ... ni principados, ni potestades ... ni ninguna

Cosa creada nos podrá separar del amor de Dios."

—El apóstol Pablo (Ro. 8:38,39)

Capítulo Veintidós

¡ARRESTADO!

Por Anna Marie Dahiquist

Desde la mollera hasta los pies, Jorge Ubico era todo un general. Era también un dictador estricto, eficiente y des­piadado. La censura, para Ubico, era simplemente su deber.

Cuando Pablo regresó a Guatemala, a principios de 1933, oyó decir que al General le había desagradado el Almanaque del Tío Perucho. Con mucho cuidado, le escribió una carta pidiéndole perdón; y luego siguió desempeñando sus res­ponsabilidades habituales.

Ahora tenía que cumplir, adicionalmente, algunas tareas que anteriormente las había hecho Dora. Por ejemplo, Pablo se encargó de escribir todas las cartas a las iglesias en Nor­teamérica que les enviaban donativos, lo mismo que las cartas a sus hijas, las cuales se hallaban estudiando en los Estados Unidos. De esta manera, Dora podía dedicar más tiempo a la traducción.

Ella, además, necesitaba apoyo moral. Se sentía cansada, le dolían los pies, y tenía síntomas que parecían raros a una madre canosa con hijas universitarias. ¿Pudiera ser que Dora, a los cuarenta y seis años, estuviera encinta? ¡No! Y Sin embargo, así era. —¡Bravo! Ojalá sea varón— exclamó Pablo jubiloso.

A pesar de la condición de su salud, Dora ayudó en la mudanza, a mediados de 1933. Por fin, el sueño de Pablo de ir a vivir en el barrio indígena de Quezaltenango, se estaba convirtiendo en realidad. La nueva casa estaba situada entre una cervecería y un maloliente desagüe, en el distrito llamado "La Ciénega."

—Don Pablo ha perdido el juicio; ha de estar en su ñoñez senil— comentaron algunos miembros de la Iglesia Bethel. —¡Fíjense! Ha salido de la mejor parte de la ciudad, para irse a vivir a La Ciénega con los indios.

Pero Pablo, rodeado de cartones y cajas, aserrín y paredes húmedas, estaba más que jubiloso. En su nueva residencia estaría más cerca de los nativos, a quienes tanto deseaba evangelizar.

Entonces, cuando todo parecía ir bien, cayó el golpe.

Pablo iba viajando en un tren, cruzando los llanos coste­ros, en el calor de agosto. Algunos vendedores andaban por el pasillo ofreciendo limonadas o tamalitos. Pablo, como de costumbre, vendía almanaques.

Cuando el tren paró en Retalhuleu, dos policías armados subieron de pronto, y sin mayores explicaciones arrestaron a Pablo, y lo escoltaron hasta la comisaría.

—¿Me permiten enviarle un telegrama a mi esposa?— pre­guntó Pablo, todavía atónito. Concedido el permiso, le envió el siguiente mensaje lacónico: "Estoy detenido."

Dos días después, bien resguardado, fue conducido a la Jefatura de Policía de la capital. En un salón de techo alto y artesonado, las autoridades lo interrogaron por largo tiempo. Después, el jefe ordenó a un policía joven:

—¡Antonio Muñoz! Lleva a este señor a la cárcel.

Pablo salió, escoltado por el policía. Levantó su vista al cielo azul, y contempló brevemente el majestuoso cono del volcán, que arrojaba, como de costumbres, pequeñas nubeci­tas de humo blanco. Luego miró a su alrededor. Por la calle, los niños corrían detrás de sus aros, y las mujeres camina­ban apresuradamente, a pesar de llevar chiquitines en la espalda y canastos en la cabeza. La vida, para casi todo el mundo, seguía su curso como siempre. Pero, ¿seguiría la vida para él? ¿Sería apagada, acaso, por un dictador airado? Si moría, pensó Pablo, sabía cuál sería su destino; y conocía el Camino. Pero, ¿qué del joven policía que lo escoltaba? ¿Conocía él a Cristo, el Camino?

—¿Ha pensado usted en su alma?— le preguntó Pablo. Entonces, mientras atravesaban juntos las seis cuadras que habían entre la Jefatura de Policía y la cárcel, el misionero le

explicó el evangelio al joven. Al llegar a las puertas de la prisión sacó de su bolsillo su Nuevo Testamento, y se lo regaló. —Lea esto,— le dijo.

Pablo fue conducido a un calabozo estrecho y húmedo. Unos pocos rayos de luz se filtraban por entre las rejas de la pequeña y alta ventana, iluminando apenas la asquerosa habitación. Un guarda le quitó el dinero, el reloj, y la Biblia —todo, menos la ropa. Luego lo dejó solo.

Pablo observó la celda. No tenía ni catre ni silla. Pronto se cansó de estar de pie; pero las paredes apestaban a orines, así que no quería apoyarse en ellas. Tampoco se animaba a acostarse en el piso viscoso y maloliente.

Se puso en cuclillas, y de lo más profundo de su corazón brotó un gemido, que no alcanzó a llegar a sus labios: —¿Por qué? oh Señor, ¿Por qué? Había escrito en contra de la injusticia solo porque deseaba seguir a un Maestro Divino, el cual también se había opuesto a la injusticia. Entonces, ¿por qué estaba preso? Pablo no alcanzaba a comprenderlo.

Y ahora, ¿qué podría pasarle? En cualquier momento, podía verse frente al pelotón de fusilamiento de Ubico. ¿Qué sería entonces de sus hijos y de su esposa? ¿Qué sería enton­ces del nuevo ser que estaba por nacer?

Pasadas varias horas, Pablo oyó una voz en la celda conti­gua, que le hablaba: —¿Quién es usted?

Pablo Burgess, de Quezaltenango— gritó, alegrándose de oír otra voz humana. —¿Y usted?

—Benancio Alvarado, también de Quezaltenango. ¿Por qué está usted aquí?

Por algo que escribí en Tío Peruchoreplicó Pablo. —¿Y usted?

Por mis artículos en el Diario de Occidente. Los policías me sacaron a la fuerza de mi propia cama, y me trajeron para acá.

Un guarda pasó, y la conversación cesó. La débil luz que penetraba por la ventana, desapareció. Sin reloj, Pablo pensó que deberían ser como las nueve de la noche cuando los guardas vinieron a sacarlo; lo llevaron para interrogarle otra vez, luego lo amenazaron, y volvieron a encerrarlo.

¡Cuánto deseaba que alguien le enviara comida o cobijas! Aquí no había una viejita que vendiera tortillas a los presos.

Como a medianoche, un guarda abrió la pesada reja, y le entregó una cobija y un plato de comida. —Su amigo Linn Sullenberger le manda esto, explicó bruscamente.

¡Gracias a Dios! Sus amigos se habían enterado de su' encarcelamiento. Los Sullenberger, los Ainslie, y tantos amigos más, estarían orando por él. De seguro que harían todo lo posible por sacarlo. ¡Ojalá que tuvieran éxito!

Pablo comió lo que se le había enviado. Luego, exten­diendo la cobija sobre el suelo frío y fétido, se durmió.

Por varios días, Pablo estuvo solo en el calabozo, no pudiendo hacer otra cosa que orar. Luego fue puesto en una celda general, en donde hacía fila con otros presos para recibir sus frijoles, tortillas y café espeso. Hasta se le permi­tió dormir en un catre, leer el periódico, y jugar ajedrez.

También se le permitió recibir correspondencia. Pablo se estremeció de gozo al ver la conocida letra de su esposa. Sin embargo, cuando leyó la primera línea, supo de inmediato que algo le había pasado al niño que esperaban. Todo se le hizo borroso. Con dificultad, logró seguir leyendo:

Nació muerto, evidentemente fue estrangulado por el cordón umbilical, pues lo tenía ovillado cinco o seis veces alrededor de su cuello.... Tengo medio grado de calentura esta noche pero espero que todo esté bien. No tengo mucha hemorragia. No te preocupes. Tra­taré de portarme bien....

Te amo mucho y estoy orando constantemente por ti.

Dora

¡Dora querida! ¿Cuándo podría volver a verla, y consolarla en sus brazos? ¿Cuándo?

Al día siguiente le llegó otra carta. Dora hablaba nueva­mente de su pérdida, y decía: "Sólo quiero llorar." Sin embargo, más adelante añadía. "Muchas personas están orando por ti."

Pablo también le escribió cartas, pero le pidió quemarlas después de leerlas, por si acaso se cateaba la casa. Le contó que había oído que ya estaba firmada la orden para su depor­tación, pero que el Dr. Ainslie estaba intercediendo por él ante el mismo presidente Ubico.

Pablo pasó otros diez días en la cárcel.

El Dr. Ainslie ha salido como fiador por usted— le explicó un oficial; —pero tendrá que permanecer en la capi­tal, bajo arresto domiciliario. Todavía se le tiene por extran­jero pernicioso, y todavía es probable que sea deportado.

Pablo fue a alojarse en casa de los Sullenberger, los cuales lo trataron con toda finura. Mientras estuvo allí, jugaba ajedrez, leía la Biblia, oraba, y esperaba la decisión de las autoridades. Las cartas de Dora le alentaban. Aunque ella se quejaba de que le dolían los ojos y el pecho, y de que padecía de una "condición nerviosa," decía también: "Estoy muy bien. Carlitos ha sido muy cariñoso y bueno conmigo todos los días.... Fue el primero que me trajo flores." Luego citaba unos versículos de la Biblia:

Bienaventurado el hombre a quién tú, JAH, castigares,

Y en tu ley lo instruyeres;

Para tranquilizarte en los días de aflicción, En tanto que para el impío se cava el hoyo. Porque no dejará Jehová su pueblo,

Ni desamparará su heredad.

Después de estar un mes en la casa de los Sullenberger, Pablo fue llamado nuevamente a comparecer ante la Jefa­tura de Policía. El general Rodolfo Ansueto entró con aire prepotente, y dejó caer dos copias del almanaque sobre su

enorme escritorio.

—Estos almanaques nos siguen llegando— exclamó, consternado. —¿Por qué escribió usted tal hojarasca?

Abrió el folleto en la página 10, y puso el dedo índice sobre los párrafos considerados ofensivos; los cuales se encontra­ban dentro de un marco que los separaba de las lecturas

diarias.

Pablo miró de nuevo sus comentarios. ¿Para qué avergonzarse de lo que había escrito? Todo era cierto:

La Biblia nos enseña que el Gobierno es una insti­tución ordenada por el mismo Dios, y que los cristia­nos debemos obedecer las leyes y pagar las contribu­ciones. Véase Romanos 13:1-7. Sin embargo ... no podemos menos que notar que el Gobierno como todos, se equivoca en favor propio y siendo llamado a sostener la justicia entre hombre y hombre, practica entre otras las siguientes injusticias: El artículo seguía, citando ejemplos de inequidad en el sistema legal, las multas y el registro civil. El escrito con­cluía diciendo:

Ninguno manda al Gobierno y tenemos que con­formarnos. Ojalá que las injusticias que sufrimos nos enseñaran a registrar nuestras propias concien­cias y corregir nuestras propias faltas antes de espe­rar la justicia en la tierra que no vendrá sino hasta que Cristo vuelva.

El Jefe señaló nuevamente la página. —Sr. Burgess, usted tiene don para escribir. Los Veinte Siglos del Cristianismo atrae al hombre intelectual. ¿Por qué mancha sus dedos con vulgarismos?

—No trabajo por mi propia cuenta— respondió Pablo. —Se me ordena predicar el evangelio a toda criatura. El hombre de la calle no leerá mis libros más largos, así que escribo el almanaque para él.

El General Ansueto siguió hablando, ahora con tono más suave: —El problema que tiene Tío Perucho es que dice la verdad. Y el Gobierno no permite la verdad.

Con eso, Ansueto se acercó al misionero, para decirle con­fidencialmente. Mire, hagamos un trato. Déjeme revisar sus manuscritos en lo futuro, ¡y yo lo dejaré en libertad!

El misionero agachó la cabeza, mientras luchaba tratando de decidir qué responder. ¡Cómo aborrecía la censura! Sin embargo, tenía que tomar en cuenta el buen nombre de la Misión y, además, el mandato bíblico de obedecer a las auto­ridades. También tenía que recordar cuál era su vocación. Dios lo había llamado a evangelizar al pueblo quiché, y no a enemistarse con las autoridades. Para evitar la deportación, y para poder permanecer en Guatemala, le sería necesario llevarse bien con los oficiales. Con una oración silenciosa, lentamente respondió: —Muy bien, General Ansueto.

Pablo regresó a Quezaltenango como héroe. No sólo los evangélicos, sino también los católicos y los brujos, salieron para recibirle y celebrar su libertad. En una pequeña univer­sidad presbiteriana del estado de Missouri, sus hijas grita­ron jubilosas al recibir el telegrama que les llegó; y en Cañon City, una reunión de oración por él se convirtió en un servicio de acción de gracias.

Y Pablo, estrechando con un brazo a Dora y con el otro a Garlitos, cantaba de corazón: "Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesu­cristo."

 "OMBRES HOMBRES"Ubico- EFRAIN DE LOS RIOS- Huehuetenango Tenemos, pues, a Jorge Ubico, el heredero de la Caja de Pandora, sentado en el solio presidencia] de Guatemala.

"El que no está conmigo, está contra mí" —fué su divisa y se dió a la más ingrata y vil de las tareas humanas: la de esclavizar a un pueblo ya proclive para la esclavitud.

Con la aparición de Jorge Ubico, como Amo y Señor de Guatemala, da principio una era de persecuciones y asesi­natos incalificable. Quienes no perdieron la vida en la cár­cel —como el autor de estas páginas—, sienten la satisfac­ción de contar a sus compatriotas, lo que vieron y vivieron en aquel infierno penitenciario, para que sirva de ejemplo y advertencia a las generaciones, venideras.

 OMBRES CONTRA HOMBRES

-Editado el 25 de Septiembre de 1945, México, D,F.

 EFRAIN DE LOS RIOS AGUIRRE _Nacido en Huehuetenango-

 DRAMA DE LA VIDA REAL

 Emocionante relato, de un verismo conmovedor
y desconcertante.

 La historia del martirologio humano, impuesto a los
prisioneros políticos durante el régimen
despótico del General Ubico.-
Madre huehueteca-

 Un aspecto de Guatemala durante catorce años de tiranía

Episodios desconocidos que todo guatemalteco
debe conocer.

CAPITULO VI
EL CAREO

 SENTADO en su escritorio, con aire dictatorial o como un inquisidor nazi de segunda categoría, el Auditor de Guerra, me increpó en esta forma:

¿Por qué se atreve Ud. a hablar mal del General, Ubico? señalando el retrato del déspota, pendiente de la pa­red—; a mí, si alguien me habla mal del General Ubico, le pego un tiro.

—Usted, porque es empleado suyo —le respondí— y además devenga un grueso sueldo del presupuesto.

—Ustedes no creen las cosas, sino hasta, cuando tienen las ametralladoras en las manos —me dijo—, usted hubiera levan­tado una revolución con este libro.

Sobre el cartapacio de su escritorio, golpeó furiosamente la primera parte de "El Jardín de las Paradojas", que José

CAPITULO VI.

EL CAREO

 SENTADO en su escritorio, con aire dictatorial o como un inquisidor nazi de segunda categoría, el Auditor de Guerra, me increpó en esta forma:

¿Por qué se atreve Ud. a hablar mal del General, Ubico? señalando el retrato del déspota, pendiente de la pa­red—; a mí, si alguien me habla mal del General Ubico, le pego un tiro.

—Usted, porque es empleado suyo —le respondí— y además devenga un grueso sueldo del presupuesto.

—Ustedes no creen las cosas, sino hasta, cuando tienen las ametralladoras en las manos —me dijo—, usted hubiera levan­tado una revolución con este libro.

Sobre el cartapacio de su escritorio, golpeó furiosamente la primera parte de "El Jardín de las Paradojas", que José Luis Cifuentes, había sido obligado a entregar la noche ante­rior y por cuyo motivo estuvo durante más de un mes en­cerrado en las bartolinas del segundo Cuartel de Policía.

El Licenciado Gregorio Aguilar Fuentes, había sido man­dado a traer a su casa en el momento en que se disponía a almorzar. Su madre, gravemente enferma, empeoró al ente­rarse de este suceso. Su familia, alarmada, quedó esperando el motivo del llamado. Hay que colocarse en la época de estos sucesos para comprender lo que significaba un llamado urgente de parte del Auditor de Guerra.

El licenciado Aguilar, en presencia del Auditor, fué inte­rrogado en esta forma:

 —¿Conoce Ud. "El jardín de las Paradojas"? — preguntó el Auditor.

— ¿Algún bonito chalet?

—¡No, un libro!—

¿Algún libro de versos?

Qué libro de versos ni qué nada, un libro que escribió contra el general Ubico, ese bandido de Efraín de los Ríos.

 El licenciado Aguilar, negó rotundamente tener conoci­miento de la existencia de tal libro y a pesar de las afirmaciones del Auditor de que yo había confesado que el Lic. Aguilar me había suministrado los datos para escribirlo, mantuvo la firmeza de su negativa.

—¡Ahora véremosl—gritó el Auditor y me mandó entrar.

 El licenciado Aguilar Fuentes y yo, frente a la arrogante figura inquisitorial del Auditor, fuimos conminados a decir verdad. Ambos sostuvimos nuestras primeras posiciones. Yo negué siempre la colaboración del licenciado Aguilar y él ratificaba mis afirmaciones. Desesperado el Auditor por no poder obtener de nosotros ninguna declaración que nos com­prometiera y a él le permitiese significarse por haber descu­bierto un nuevo par de enemigos del "señor Presidente", dis­puso levantar un acta de nuestras exposiciones; acta mila­grosa que aunque a mí me hundió por varios años en la Pe­nítenciaría, tuvo siquiera el prestigio de salvar al licenciado Aguilar Fuentes, a quien desde un principio comprendí —y después tuve oportunidad de constatar más ampliamente—que se quería dañar con mis imprudentes declaraciones.

 Terminada el acta, el licenciado Aguilar firmó. Yo no podía tomar la pluma del escritorio del Auditor, por tener zafado y sin movimiento el dedo pulgar de la mano derecha. Entonces el licenciado Aguilar se apresuró a ofre­cerme su estilográfica, con estas frases que hasta ahora no he olvidado y que muchos años después, siempre recordaba en la Penitenciaría, por su sentido:

—Tenga, firme, no se manche...

 Y salimos. Cuatro años después, nos encontramos con el licenciado Aguilar Fuentes y todavía bajo la sombra trágica de la bota dictatorial, evocamos nuestro encuentro en la Au­ditoría de Guerra, la tarde del miércoles 18 de Diciembre de 1935‑

 Era el principio de mi cautiverio, el primer eslabón de una larga cadena de martirios. Quedamos separados y entre­gados a nuestro propio Destino. Se cumplía en nosotros la inexorable ley de la existencia...

 CAPITULO VII

 LA OFERTA

 VOLVIOSEME a introducir a la ambulancia y, esposado, torné al Cuartel de Policía. Se me arrojó a la misma bartolina.

Eran las cuatro de la tarde y la escasa luz que se filtraba por los tres rombos de la puerta, me permitió distinguir una cajetilla de cigarrillos en un ángulo de la bartolina.

Jamás supe qué manos piadosas, durante mi ausencia,
depositaron aquella ofrenda, de un valor singular para mí, en
aquellas horas de amargura y desesperación.

 Poco antes de las cinco se me sacó de la bartolina y se me llevó a la sala de visitas
de ese Cuerpo, en donde me esperaba Ricardo Vitola, para
darme consejos y formularme ofertas. Comenzó lamentando mi
situación y asegurándome que de mí dependía mi liberación.
Que ratificara la declaración que había dado la noche anterior, diciendo que el licenciado Gregorio Aguilar Fuentes me había encargado la hechura de "El Jardín de las Parado­jas" y que me había suministrado todos los datos; que ninguna importancia tenía el que yo le hubiese afirmado al Auditor de Guerra que el libro era producto de mis convicciones personales; que me ofrecía dinero y mi inmediata libertad.

 Que de no acceder, se enojaría el Director de la Policía, quien ya había ordenado que se me dieran quinientos palos. Esto úl­timo no lo creí; pero, en cambio, descubrí que había sido en­viado por el propio Director para formularme tal oferta, con la intención bien manifiesta de servirse de mí para hundir al licenciado Aguilar Fuentes. No accedí. Vitola se fué y al poco tiempo volvió, insistiendo sobre su anterior propuesta. Llegó la noche y recuerdo que algo se me dió de comer. La lentitud con que las horas transcurrían era desesperante. El espíritu del hombre se acobarda en ciertos instantes, prin­cipalmente cuando se encuentra a merced de sus peores ene­migos y amenazado en su seguridad personal. Las sombras de la noche, empavorecen el alma. Todo ruido es siniestro.

 A mis oídos llegaban rumores confusos y extraños: el triste canto de los prisioneros del calabozo general, el monótono sil­bido de los policías que hacen turno; y, sobre estos lúgubres mensajes, el aullido doloroso Y tétrico de perros encarcelados y hambrientos. Porque en la era ubico-anzuetista, hasta los perros eran perseguidos y encarcelados. Yo tuve ocasión de ver a muchos de ellos, vagando por los patios de la cárcel, comiendo tierra y desmayándose del hambre, sufriendo ba­tonazos y puntapiés de los esbirros, por el delito de ser pe­rros, —juzgo yo—, como los hombres por el delito de ser hombres.

íAhl, el hombre contra el hombre Ningún ser creado, a excepción de éste, se organiza para destruir a los de su es­pecie: Desde el homúnculo, pesa ya una maldición sobre el hombre. En el ambiente de la prisión, el hombre va media­namente emancipado de prejuicios, empieza a sentir asco por el mismo hombre y a reflexionar sobre la fragilidad de las co­sas humanas.

Pensando en estas cosas, a pesar del sufrimiento y de la extraña laxitud que invadía todo mi cuerpo, después de tres

 (Foto) -Coronel Hector Ortíz Martínez, exsubjefe de la Policía de Investigación y exalcaide de la Penitenciaría Central, quien en el
desempeño del primero de los cargos dichos, fungía nocturnamente como Jefe de los verdugos encargados de aplicar toda clase de torturas.

Sus más eficaces "servicios" los prestó de noche,
a la hora en que los gallos cantan. Encarcelado por la misma
tiranía a la que sirvió; esta foto fué tomada a su ingreso a la
Penitenciaría. Los anteojos oscuros, recuerdan el antifáz que se
ponía cuando flagelaba hombres. Siempre el criminal se cubre
los ojos para ocultar su delincuencia. Los crímenes cometidos por
este sujeto perverso, han quedado impunes; pero su propia con‑
ciencia y su misma vida le están castigando.

 noches de no dormir y de una inmensa tensión nerviosa, el sueño me fué venciendo y dormí, reclinado contra la pared, no sé por cuánto tiempo. Bruscamente fuí despertado de un golpe en los pies. Tres sujetos de semblante poco tranquili­zador me dieron la orden ya conocida:

  — ¡Vamos—

 Me levan­taron. y, como en la noche anterior, me, condujeron a la am­bulancia que esperaba a la puerta del Cuartel. Me llevaron de nuevo al edificio de la Dirección de Rentas. La ambulan­cia no entró al portón: yo descendí de ella. Los individuos que me conducían tenían los rostros cubiertos con sendos an­tifaces. Únicamente reconocí al Coronel Héctor Ortiz, a quien me atreví a preguntar lo que de mí se quería.

 —Canalla, bandido, criminal, —me dijoUd. va a morir ahora, por haber ofendido al general Ubico—.

  Avan­zó sobre mí en actitud amenazante y me puso aI pecho el cañón del revólver, cuyo disparador levantó. Su aliento cercano llevó a mi olfato el tufo inherente del que ha be­bido alcohol. Comprendí que estaba borracho- e inmedia­tamente asocié la facilidad con que el borracho comete un crimen y la situación en que yo me encontraba, frente a aquel esbirro con mando, armado, en un lugar oculto y silencioso, sin más amparo que Dios que dirige la volun­tad de los hombres. Rápidamente me encomendé a El y dejé venir los sucesos. Varias veces, durante el trayecto del portón al gabinete de los suplicios, el Coronel Ortiz me puso la pistola al pecho y, al fin, llegado que hubimos a la sala del tormento, de un empujón me introdujo a ella. El cuadro que vi fué horroroso. Veré si la pluma se decide y puede describirlo.

 CAPITULO VIII

 EL SUPLICIO

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