domingo, 18 de julio de 2021

ADIOS A LA INFANCIA

 Estaba seguro de que el remedio de mi padre para mi enfermedad no era más que una treta
 ADIOS A LA INFANCIA

Por W. W. MEADE
UNA TARDE me encontraba en el Estadio Pro Player de Miami viendo un partido de besibol  entre los Marlins de Florida y los Mets de Nueva York. En la séptima entrada, reparé en un muchacho adolescente y su padre, que estaban sentados delante de mí. A juzgar por las gorras que llevaban puestas, el señor era seguidor de los Mets, y su hijo era fanático de los Marlins.
El señor empezó a gastarle bromas a su hijo a costa de los Marlins, que iban perdiendo. El chico respondía cada vez con mayor enojo. Al fin, cuando parecía inminente la derrota de aquéllos, se volvió a su padre y, gruñendocomo suelen hacerlo los adolescentes, le dijo:
—¡Te odio! ¡Lo sabes bien!
Pronunció las palabras como si supieran tan mal como sonaban; luego se levantó y se dirigió hacia la salida subiendo los escalones de dos en dos.
El señor meneó la cabeza. Unos instantes después se puso de pie y se abrió paso por la hilera de asientos, molesto y compungido a la vez. Nuestras miradas se cruzaron.
—¡Hijos! —dijo, como si eso lo explicara todo.
Lo entendí; después de todo, yo ya era padre. Sin embargo, sabía cómo se sentían padre e hijo. Hubo una época en la que yo también me volví en contra del hombre que más me amaba.

M PADRE era médico rural y criaba ganado Hereford en nuestra granja. Cada tres años había que raspar y pintar una cerca blanca de madera que rodeaba la propiedad. Ése iba a ser mi trabajo el verano en que terminé el primer año de enseñanza media. Y por si fuera poco, un día de junio mi padre decidió que yo tenía que extender la cerca.
Estábamos sentados en el extremo sur del pastizal, y mi padre tallaba pensativamente un pedazo de madera.de madera. Se quitó el sombrero y se enjugó la frente. Luego señaló un bosquecillo de abetos a unos 300 metros de distancia.
—La cerca debe extenderse de aquí hasta allá—dijo— Calcula unos 110 hoyos de un metro de profundidad. Si mantienes afiladas las cuchillas de la excavadora, podrás hacer unos ocho diarios.
Con voz tensa dije que no veía cómo iba a terminar ese trabajo con todas las otras cosas que tenía que hacer. Además, también quería jugar al softball y pescar.
—¿Por qué no pedimos prestada una barrena eléctrica? —sugerí.
—Las barrenas eléctricas no aprenden nada con el trabajo. Y nosotros queremos que nuestra cerca nos enseñe una o dos cosas —repuso, dándome una palmada en la espalda.
Hice un gesto de disgusto.Hice un gesto de disgusto. Lo que más me molestaba era la manera en que decía "nuestra cerca". Le dije que en todo eso yo no era más que un peón. Papá meneó la cabeza con aire exasperado; luego se puso de nuevo a tallar el pedazo de madera.
Había muchas cosas que admiraba de mi padre, e intentaba recordarlas cuando me enojaba con él. En una ocasión en que lo acompañé a visitar a una enferma, oí que le dijo que se pondría bien antes de que él se fuera, o no se iría. Le tomó la mano y le contó historias. La hizo reír y luego la animó a que se levantara de la cama.
—Caramba, doctor, de veras que me siento mejor —dijo la mujer.

Más tarde le pregunté cómo sabía que se iba a mejorar.
—No lo sabía —contestó— Pero si uno mantiene su ánimo levantado, la mayoría de los pacientes terminan por curarse solos.
Me dieron ganas de preguntarle por qué no trataba así a su propia familia, pero no me atreví.
CUANDO QUERÍA estar solo, me retiraba a un abedul que crecía junto al arroyo que alimentaba nuestro estanque. Su tronco se bifurcaba a ras del suelo, y yo apoyaba la espalda en una rama y los pies en la otra. Entonces miraba el cielo, o leía, o fingía que leía.

Ese verano no había tenido  mucho tiempo para ir a mi árbol. Una tarde en que mi padre y yo pasamos junto a él, comentó:
—Recuerdo que de niño te apretujabas en ese árbol.
—No es verdad —dije en tono malhumorado.
Me miró con severidad.
—¿Qué te pasa? —preguntó. Irreflexivamente, respondí:
—¿Qué diablos te importa?

 Corrí hasta el granero, tratando de contener las lágrimas.
Mi padre abrió la puerta y caminó hasta sentarse frente a mí. Al fin lo miré a los ojos.
—Vamos a ver —me dijo—. Sientes extraño tu cuerpo, como si no funcionara igual que siempre. Crees que a nadie más le pasa lo que a ti. Y crees que soy demasiado estricto contigo y que no aprecio lo que haces. Hasta te preguntas cómo fuiste a nacer en una familia tan aburrida como la nuestra.
Me asombró que supiera mis más íntimos pensamientos nocturnos.
—Lo que pasa es que tu cuerpo está cambiando —prosiguió—. Y eso altera todo tu ser. Hay muchas más hormonas masculinas en tu sangre. Hijo, tienes apenas 14 años, y lo que te está sucediendo no es fácil de manejar.
No supe qué decir, pero, desde luego, no me gustaba lo que me estaba pasando. Estaba irritable, inquieto y triste sin motivo. Y como no podía hablar de eso, empezaba a sentirme realmente solo.
—Una de las cosas que te ayudarán —agregó mi padre al cabo de un rato— es el trabajo. El trabajo duro.
En cuanto lo dijo, sospeché que se trataba de una estratagema para mantenerme ocupado con los quehaceres domésticos. De pronto sentí que me hervía la sangre, y salí de allí violentamente.

CUANDO MI PADRE decía "trabajo", lo decía en el sentido más estricto. Me puse a cavar con fuerza todos los días hasta que me salieron callos en las manos.
Una mañana ayudé a mi padre a reparar el tejado del granero. Trabajamos en silencio. Por el cuidado con que él lo hacía, pude adivinar lo que sentía por sí mismo, por el granero y por toda la granja. Estaba seguro de que no sabía lo que era estar del otro lado como espectador.
En eso, me miró y dijo:
—No estás solo, ¿sabes?
Asombrado, miré fijamente a mi padre, que estaba en cuclillas con el cubo de alquitrán en una mano. ¿Cómo sabía lo que yo había estado pensando?
—Mira —dijo— Si trazaras una línea que partiera de tus pies y bajara por el costado del granero hasta la tierra y corriera de ahí en cualquier dirección, esa línea tocaría a todos los seres vivos del mundo. Así que nunca estás solo. Nadie lo está.
Quise discutir, pero la idea de estar conectado con toda la vida me hizo sentir tan bien que me calmé.
A medida que transcurría el verano, noté que se me desarrollaban los hombros. Podía trabajar más, e incluso comencé a tener interés en hacerlo bien. Hasta entonces había detestado cavar, pero ese trabajo parecía deshacer el nudo que llevaba dentro de mí, y hundir mi ira en la tierra. Poco a poco empecé a sentir que iba a sobrevivir a esa horrible temporada.
Un día, hacia el final del verano, me deshice de un montón de cachivaches de mi infancia. Después fui a sentarme en mi árbol a manera de despedida del mundo de mi niñez. Tuve que trepar más de dos metros para encontrar suficiente espacio para acomodarme. Cuando me estiré, sentí que el tronco se aflojaba. Algo lo había deteriorado; quizá las hormigas, o tan sólo el tiempo.
Me estiré con más fuerza. El tronco cedió y cayó al suelo. Entonces corté el árbol y lo hice leña.
A TARDE en que terminé la cerca, encontré a mi padre sentado en una roca de granito, en el lado sur del pastizal.
—¿Estás pensando cuánto tiempo más va a resistir el pasto si no llueve? —pregunté.
—Así es —respondió—. ¿Cuánto te parece a ti que pueda durarnos? —Otra semana, por lo menos.
Me miró fijamente. Yo no tenía tanto interés en hablar del pasto como en saber si a mi padre le importaba mi opinión. Luego me dijo:
Tal vez tengas razón —Hizo una pausa y agregó—: Hiciste un excelente trabajo con nuestra cerca.
—Gracias —contesté, abrumado por el elogio.
—¿Sabes? — dijo—, llegarás a ser un hombre hecho y derecho. Sin embargo, no porque estés creciendo tienes que deshacerte de todo lo que te gustaba cuando eras niño.
Me di cuenta de que se refería a mi árbol. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pedazo de madera del tamaño de un mazo de cartas.
—Hice esto para ti —dijo.
Era un trozo del abedul del arroyo. Lo había tallado de modo que el árbol aparecía otra vez, alto y fuerte. Debajo, había escrito: "Nuestro árbol".
AL SALIR aquel día del estadio de Miami, vi al hombre y al muchacho caminando hacia el estacionamiento. Iban abrazados. No sabía cómo habían hecho las paces, pero eso merecía un reconocimiento. Al pasar junto a ellos, los saludé con la gorra: a ellos y a mis recuerdos de infancia.SELECCIONES DEL READER'S DIGEST  SEPTIEMBRE 1998

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